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[0449] • PÍO XII, 1939-1958 • FINALIDAD Y OBJETO DE LAS CAUSAS MATRIMONIALES

Del Discurso L’inaugurazione, a la Rota Romana, en la Inauguración del Año Jurídico, 2 octubre 1944

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EL FIN ÚNICO EN EL TRATAMIENTO DE LAS CAUSAS MATRIMONIALES

[1.–] La inauguración del nuevo año jurídico de la Sagrada Rota Romana nos ofreció en los años pasados la ocasión de poner de relieve algunos puntos particulares en el tratamiento de las causas matrimoniales, y de mostrar de qué manera la Iglesia, según su misión y su carácter, ve y considera estos puntos, y cómo por esto quiere que sean vistos y tratados también por el juez y por los oficiales eclesiásticos.

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[2.–] Hablamos en primer lugar del derecho natural al matrimonio y de la incapacidad psíquica y somática para contraer matrimonio. Al mismo tiempo discurrimos sobre algunos principios fundamentales referentes a la declaración de nulidad del matrimonio y a la disolución del vínculo válidamente contraído. Expusimos después algunas reflexiones sobre la certeza requerida para que el juez pueda proceder a dictar sentencia, y afirmamos ser suficiente la certeza moral, es decir, aquella que excluye toda duda razonable sobre la verdad del hecho, recordando por otra parte que debe tener un carácter objetivo y no estar fundada solamente en la opinión o en el sentimiento meramente subjetivo del juez.

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[3.–] Con la misma intención de exponer el espíritu y la voluntad de la Iglesia, que atribuye al matrimonio una suma importancia para el bien del pueblo cristiano y la santidad de la familia, Nos nos proponemos hoy –después de haber escuchado la amplia y cuidadosa relación anual de vuestro digno y benemérito Decano– decir algunas palabras sobre la unidad del fin, que debe dar especial forma a la obra y a la colaboración de todos aquéllos que participan en el tratamiento de las causas matrimoniales en los tribunales eclesiásticos de todo grado y especie, y debe animarlos y unirlos en una misma unidad de propósito y de acción.

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TRIPLE ELEMENTO DE LA UNIDAD DE ACCIÓN

[4.–] 1. En general hay que asentar previamente que la unidad de la acción humana resulta y proviene de los siguientes elementos: un único fin, una común dirección de todos hacia este fin único, una obligación jurídico-moral de tomar y conservar esta dirección. De estos elementos comprendéis bien que el fin único constituye el principio y el término formal, tanto del lado objetivo como del lado subjetivo. Porque así como todo movimiento recibe su determinación del fin al que tiende, así también la actividad humana consciente se especifica por la meta a que mira. (1)

1. Cfr S. Th. 1.º 2.æ p. q. 1 a. 2.

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[5.–] Ahora bien, en el proceso matrimonial el fin único es un juicio conforme a la verdad y al derecho, referente en el proceso de nulidad a la pretendida no existencia del vínculo conyugal, en el proceso informativo de vinculo solvendo a la existencia, o no, de los presupuestos necesarios para la disolución del vínculo. En otros términos, el fin es declarar autorizadamente y poner en vigor la verdad y el derecho correspondiente a ésta, con relación a la existencia o a la continuación de un vínculo matrimonial.

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[6.–] La dirección personal se tiene mediante la voluntad de todos los que tienen parte en el tratamiento de la causa, en cuanto éstos dirigen y subordinan todos sus pensamientos, querer y actuación en las cosas del proceso a la consecución de aquel fin. Si, por tanto, todos los participantes siguen constantemente esta dirección, resulta por natural consecuencia la unidad de acción y de cooperación de todos en la causa.

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[7.–] Por último, el tercer elemento, o sea la obligación jurídico-moral de mantener esta dirección, deriva en el proceso matrimonial del derecho divino. De hecho el contrato matrimonial está por su propia naturaleza, y entre los bautizados por su elevación a la dignidad de sacramento, ordenado y determinado, no por la voluntad humana, sino por Dios. Baste recordar la palabra de Cristo: Lo que Dios unió, no lo separe el hombre2, y la enseñanza de San Pablo: Sacramentum hoc magnum est, ego autem dico in Christo et in Ecclesia: “Gran misterio es éste, pero entendido de Cristo y de la Iglesia” (3). La profunda gravedad de esta obligación, que tiene su origen en el derecho divino como en fuente suprema e inextinguible, al servicio de la verdad en el proceso matrimonial, debe ser siempre fuertemente afirmada e inculcada. ¡Nunca suceda que en las causas matrimoniales ante los tribunales eclesiásticos vengan a realizarse engaños, perjurios, sobornos o fraudes de cualquier especie! Porque todos aquéllos que en ellas toman parte deben mantener una despierta conciencia, y cuando sea necesario deben despertarla y reavivarla, para darse cuenta de que estos procesos en el fondo no son realizados delante de un tribunal de hombres, sino delante del tribunal del Señor omnisciente, y que, en consecuencia, los juicios respectivos, si quedan falseados por algún fraude sustancial, no tienen valor delante de Dios y en el campo de la conciencia.

2. Matth. 19, 6.

3. Eph. 5, 32.

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LA UNIDAD DE FIN Y DE ACCIÓN EN LOS PARTICIPANTES EN LAS CAUSAS MATRIMONIALES

[8.–] 2. La unidad y la colaboración en las causas matrimoniales se efectúa, por tanto, mediante la unidad del fin, la dirección hacia el fin, la obligación de la subordinación al fin. Este triple elemento impone a la acción propia de cada uno de los participantes exigencias esenciales y la marca de un sello particular.

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a) El juez

[9.–] Ante todo, por lo que respecta al juez, que es como la justicia animada, la obra del juez llega a su cumbre en la promulgación de la sentencia, la cual declara y fija jurídicamente la verdad y le da valor legal, tanto por lo que concierne al hecho que hay que juzgar, como por lo que se refiere al derecho que debe aplicarse en el caso. Pero a este esclarecimiento y servicio de la verdad está ordenado como a su fin todo el proceso. Por esto en este objetivo ordenamiento al fin el juez encuentra también una segura norma directiva en toda personal investigación, juicio, ordenación, prohibición, que el desarrollo del proceso lleva consigo. De aquí aparece cómo la obligación jurídico-moral, a que está sometido el juez, no es otra que la ya mencionada que deriva del derecho divino, esto es, investigar y determinar según la verdad si un vínculo, que ha sido contraído con signos exteriores, existe en realidad, o bien si se dan en el caso los presupuestos necesarios para su disolución, y, establecida la verdad, dictar sentencia de acuerdo con ésta. En esto reside la alta importancia y la personal responsabilidad del juez en la dirección y en la conclusión del proceso.

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b) El defensor del vínculo

[10.–] Al defensor del vínculo toca sostener la existencia o la continuación del vínculo conyugal, pero no de un modo absoluto, sino subordinadamente al fin del proceso, que es la investigación y el logro de la verdad objetiva.

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[11.–] El defensor del vínculo debe colaborar al fin común, indagando, exponiendo y aclarando todo cuanto se pueda aducir en favor del vínculo. Para que él, que debe ser considerado como pars necessaria ad iudicii validitatem et integritatem: “parte necesaria para la validez e integridad del juicio” (4), pueda cumplir eficazmente su oficio, el ordenamiento procesal le ha atribuido particulares derechos y señalado determinadas obligaciones (5). Y así como no sería compatible con la importancia de su cargo y con el cumplimiento activo y fiel de su deber si se contentase con una sumaria visión de los hechos y con algunas superficiales observaciones, así también no es conveniente que este oficio quede confiado a quienes carecen todavía de experiencia de la vida y de madurez de juicio (6). No exime de esta regla el hecho de que las observaciones del defensor del vínculo quedan sometidas al examen de los jueces, porque éstos tienen que encontrar en la cuidadosa obra de aquél una ayuda y un complemento de la propia actividad, ni debe pretenderse que los jueces rehagan siempre todo el trabajo y todas las investigaciones del defensor, para poderse fiar de su exposición.

4. Bened., XIV, Constit. Dei miseratione, 3 Nov. 1741 § 7 [Ass 4 (1868), 349].

5. Cfr. p. e. can. 1967-1969 [AAS 9/II (1917), 373].

6. Cfr. Norm. S. R. Rotae Trib. 29 Iunii 1934, art. 4 § 2.

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[12.–] Por otra parte, no se puede tampoco exigir del defensor del vínculo que componga y prepare a toda costa una defensa artificiosa, sin preocuparse si sus afirmaciones tienen un serio fundamento o no. Tal exigencia sería contraria a la sana razón; gravaría al defensor del vínculo con una fatiga inútil y sin valor; no aportaría esclarecimiento alguno, sino más bien una confusión de la cuestión; provocaría dañosamente en el proceso prolongadas demoras. En interés mismo de la verdad y por la dignidad de su oficio, se debe por consiguiente reconocer, sobre todo al defensor del vínculo, cuando el caso lo requiera, el derecho de declarar que después de un diligente, cuidadoso y concienzudo examen de los hechos, no ha encontrado objeción razonable alguna para actuar contra la demanda del actor o del suplicante.

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[13.–] Este hecho y esta conciencia de no deber sostener incondicionalmente una tesis preordenada, sino de estar al servicio de la verdad ya existente, preservará al defensor del vínculo de proponer interrogaciones unilateralmente sugestivas e insidiosas; de exagerar y convertir la posibilidad en probabilidad o incluso en hechos consumados; de afirmar o levantar contradicciones, donde un sano juicio no las ve o fácilmente las resuelve; de impugnar la veracidad de los testigos a causa de discrepancias o inexactitudes en puntos no esenciales o sin importancia para el objeto del proceso, discrepancias e inexactitudes, que, según enseña la psicología de las declaraciones de los testigos, permanecen en el ámbito de las causas normales de error y no quitan valor a la sustancia de la declaración misma. La conciencia de deber servir a la verdad retraerá, finalmente, al defensor del vínculo de pedir nuevas pruebas, cuando las ya aducidas sean plenamente suficientes para establecer la verdad: lo cual ya en otra ocasión afirmamos que no debe aprobarse.

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[14.–] No se objete que el defensor del vínculo debe redactar sus animadversiones no pro rei veritate, sino pro validitate matrimonii. Si con esto se quiere significar que tiene por misión propia poner de relieve todo aquello que habla en favor y no aquello que va contra la existencia o la continuación del vínculo, la observación es justa. Pero si, por el contrario, se quisiera afirmar que el defensor del vínculo en su acción no está obligado a servir también él, como a último fin, a la comprobación de la verdad objetiva, sino que debe incondicionalmente e independientemente de las pruebas y de los resultados del proceso sostener la tesis obligada de la existencia o de la necesaria continuación del vínculo, esta afirmación hay que considerarla como falsa. En este sentido todos los que tienen parte en el proceso deben sin excepción hacer converger su acción en el único fin: pro rei veritate.

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c) El promotor de la justicia

[15.–] No queremos omitir algunas breves observaciones también por lo que se refiere al promotor de la justicia. Puede ser que el bien público exija la declaración de nulidad de un matrimonio y que el promotor de la justicia haga la petición regular de ésta al tribunal competente. En ningún otro punto podría sentirse mayor inclinación a poner en duda la unicidad del fin y de la colaboración de todos en el proceso matrimonial, como aquí, donde dos oficiales públicos parecen tomar posiciones el uno frente al otro delante del tribunal: el uno, el defensor del vínculo, debe por oficio negar lo que el otro, también por oficio, está llamado a defender. Por el contrario, precisamente aquí se demuestran de modo manifiesto la unidad del fin y la dirección única de todos a este fin; porque ambos, no obstante la aparente oposición, presentan en el fondo al juez la misma petición: emitir un juicio según la verdad y la realidad del mismo hecho objetivo. La ruptura de la unidad del fin y de la colaboración se tendría solamente si el defensor vinculi y el promotor iustitiae considerasen sus próximos y opuestos fines como absolutos y los desvinculasen y separasen de su conexión y subordinación al común objetivo final.

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d) El abogado

[16.–] Pero la unidad del fin, la dirección hacia el fin y la obligación de la subordinación al fin en el proceso matrimonial deben considerarse y ponderarse con particular atención en relación con el consultor legal o abogado, del cual se sirven el actor o el demandado o el suplicante, porque ninguno está más expuesto al peligro de perderlos de vista.

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[17.–] El abogado asiste a su cliente al formular la demanda introductoria de la causa, al determinar rectamente el objeto y el fundamento de la controversia, al poner de relieve los puntos decisivos del hecho que hay que juzgar; le indica las pruebas que debe aducir, los documentos que debe presentar; le sugiere qué testigos debe llevar al juicio, qué puntos son perentorios en las declaraciones de los testigos; durante el proceso le ayuda a valorar justamente las excepciones y los argumentos contrarios y a refutarlos: en una palabra, reúne y hace valer todo aquello que puede ser alegado en favor de la demanda de su patrocinado.

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[18.–] En esta múltiple actividad el abogado puede con razón poner todo su afán para obtener la victoria en la causa de su cliente; pero en toda su actuación no debe sustraerse al único y común objetivo final: el descubrimiento, la comprobación, la afirmación legal de la verdad, del hecho objetivo. Todos los aquí presentes, insignes juristas e integérrimos defensores del foro eclesiástico, sabéis muy bien cómo la conciencia de esta subordinación debe guiar al abogado en sus reflexiones, en sus consejos, en sus afirmaciones y en sus pruebas y cómo no sólo lo defiende de construir artificiosamente y de tomar para la defensa causas privadas de todo serio fundamento, de valerse de fraudes o de engaños, de inducir a las partes y a los testigos a deponer falsamente, de recurrir a cualquier otro medio deshonesto, sino que lo lleva además positivamente a obrar en toda la serie de los actos del proceso según los dictámenes de la conciencia. Al supremo objetivo de la verdad, que debe quedar manifiesta, es necesario que converjan lo mismo la labor del abogado que la del defensor del vínculo, porque ambas, si bien se mueven desde puntos opuestos hacia fines próximos diversos, tienen que tender al mismo término final.

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[19.–] De aquí se sigue qué es lo que se debe pensar del principio no raras veces afirmado o seguido en la práctica. “El abogado –se dice– tiene el derecho y el deber de presentar todo lo que ayuda a su tesis, como el defensor del vínculo hace respecto a la tesis opuesta; para ninguno de los dos vale la norma: pro rei veritate. La apreciación de la verdad es oficio exclusivamente del juez; gravar al abogado con esta preocupación significaría impedir o incluso paralizar del todo su actividad”. Esta observación se basa sobre un error teórico y práctico: desconoce la íntima naturaleza y el esencial objetivo final de la controversia jurídica. Ésta, en las causas matrimoniales, no puede compararse a un concurso o a un torneo, donde los dos contendientes no tienen un común término final, sino que cada uno persigue su fin particular y absoluto, sin relación, incluso en oposición al de su antagonista, es decir, derrotar al adversario y obtener la victoria. En este caso el vencedor con su lucha coronada por el éxito crea el hecho objetivo, que para el juez del combate o del concurso es motivo determinante para conferir el premio, pues para él es ley: El premio al vencedor. Cosa totalmente distinta sucede en la contienda jurídica de un proceso matrimonial. Aquí no se trata de crear un hecho con la elocuencia y la dialéctica, sino de poner en evidencia y hacer valer un hecho ya existente. El mencionado principio pretende separar la actividad del abogado del servicio de la verdad objetiva, y querría en cierto modo atribuir a la hábil argumentación una fuerza creadora del derecho, como la que tiene el combatiente victorioso en una lucha deportiva.

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[20.–] La misma consideración de la obligación incondicionada a la verdad vale también en el caso del simple procedimiento informativo que sigue a la demanda para la disolución del vínculo. La instrucción de la causa en el foro eclesiástico no prevé la intervención de un defensor legal del suplicante; pero es un derecho natural de este último valerse, por su cuenta, del consejo y de la asistencia de un jurista en la redacción y en la motivación de la súplica, en la selección y presentación de los testigos, en la resolución de las dificultades que se presenten. El consultor legal o el abogado puede también poner aquí a contribución todo su saber y su energía en favor de su cliente; pero también en esta actividad extrajudicial debe acordarse de la obligación que lo vincula al servicio de la verdad, de su sumisión al fin común y de la parte que debe realizar en el trabajo común para lograr este fin.

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[21.–] De cuanto hemos expuesto aparece manifiesto cómo en el tratamiento de las causas matrimoniales en el foro eclesiástico, juez, defensor del vínculo, promotor de la justicia, abogado, deben hacer, por así decirlo, causa común y colaborar juntamente, no mezclando el oficio propio de cada uno, sino con consciente y voluntaria unión y sumisión al mismo fin.

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e) Las partes, los testigos, los peritos

[22.–] Es superfluo añadir que la misma ley fundamental –investigar, hacer manifiesta y hacer valer legalmente la verdad–, obliga también a los demás participantes en el proceso. Para asegurar la consecución de este fin se les impone el juramento. En esta subordinación al fin encuentran una clara norma para su orientación interna y para su acción externa, y en ella obtienen seguridad de juicio y tranquilidad de la conciencia. Ni a las partes, ni a los testigos, ni a los peritos es lícito inventar hechos no existentes, dar a los existentes una interpretación infundada, negarlos, confundirlos u ofuscarlos. Todo esto contrastaría con el servicio que debe prestarse a la verdad, al cual obligan la ley de Dios y el juramento dado.

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EL PROCESO MATRIMONIAL EN SU ORDENACIÓN Y SUBORDINACIÓN AL FIN UNIVERSAL DE LA IGLESIA, LA SALVACIÓN DE LAS ALMAS

[23.–] 3. Recorriendo ahora con la mente lo ya dicho, nuestro pensamiento ve claramente cómo el proceso matrimonial representa una unidad de fin y de acción, en la cual todos y cada uno de los participantes deben ejercer su particular oficio en recíproca coordinación y con una común ordenación al mismo fin; a semejanza de los miembros de un cuerpo, que tienen, es verdad, cada uno su propia función y su propia actividad, pero al mismo tiempo están recíprocamente coordinados y ordenados juntamente a la consecución del mismo objetivo final, que es el de todo el organismo completo.

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[24.–] Sin embargo, esta consideración acerca de la naturaleza íntima del proceso matrimonial quedaría incompleta si no diésemos una mirada también a sus relaciones externas.

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[25.–] El proceso matrimonial en el foro eclesiástico es una función de la vida jurídica de la Iglesia. En nuestra encíclica sobre el Cuerpo místico de Cristo hemos expuesto cómo la llamada “Iglesia jurídica” es, en efecto, de origen divino, pero no es toda la Iglesia; cómo aquélla, en cierto modo, representa solamente el cuerpo, que debe ser vivificado por el espíritu, es decir, por el Espíritu Santo y por su gracia. En la misma encíclica explicábamos también cómo toda la Iglesia, en su cuerpo y en su alma, en cuanto a la participación de los bienes y al provecho que de éstos se deriva, está constituida exclusivamente por la “salvación de las almas”, según la palabra del Apóstol: Omnia vestra sunt7. Con lo cual queda indicada la superior unidad y el fin superior, al que están destinadas y se dirigen la vida jurídica y toda función jurídica en la Iglesia. De lo cual se sigue que también el pensamiento, el querer y la acción personal en el ejercicio de tal actividad deben tender al fin propio de la Iglesia: La salvación de las almas. En otras palabras, el fin superior, el principio superior, la unidad superior no significa otra cosa que “cura de almas”, como toda la obra de Cristo sobre la tierra fue cura de almas, y cura de almas fue y es toda la acción de la Iglesia.

7. 1 Cor. 3, 22.

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[26.–] Pero el jurista, que, como tal, mira al desnudo derecho y a la justicia rígida, suele mostrarse como instintivamente extraño a la idea y a las preocupaciones de la cura de almas y propugna una clara separación entre los dos foros, el foro de la conciencia y el de la convivencia externa jurídico-social. Esta tendencia hacia una neta división de los dos campos es hasta cierto grado legítima, en cuanto que el juez y sus colaboradores en el procedimiento judicial no tienen por oficio propio y directo la cura pastoral. Sería, sin embargo, un error funesto afirmar que no se hallan también ellos en última y definitiva instancia al servicio de las almas. Parecerían situarse así en el juicio eclesiástico fuera del fin y de la unidad de acción propios de la Iglesia por divina institución; serían como los miembros de un cuerpo que no se insertan ya en su totalidad y no quieren subordinar y ordenar su acción al fin del organismo entero.

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EFICACIA DE ESTA ORDENACIÓN Y SUBORDINACIÓN SOBRE LA ACTIVIDAD JURÍDICA

[27.–] La actividad jurídica, y particularmente la judicial, no tiene nada que temer de esta ordenación y subordinación; porque también ella es fecundada y promovida por éstas. La necesaria amplitud de vista y de decisión queda asegurada, porque, mientras la unilateral actividad jurídica esconde siempre dentro de sí un exagerado formalismo y apego a la letra, la cura de almas garantiza un contrapeso, manteniendo despierta en la conciencia la máxima Leges propter homines, et non homines propter leges. Por esto en otra ocasión hemos ya advertido que allí donde la letra de la ley fuese obstáculo para la consecución de la verdad y de la justicia, debe siempre estar abierto el recurso al legislador.

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[28.–] El pensamiento de la pertenencia al servicio del fin de la Iglesia confiere, por otra parte, a todos los que participan en su actividad jurídica, también la necesaria independencia y autonomía frente al poder judicial civil. Entre la Iglesia y el Estado, como hicimos notar en la mencionada encíclica sobre el Cuerpo místico de Cristo, si bien ambos son en el pleno significado de la palabra sociedades perfectas, hay, sin embargo, una profunda diferencia. La Iglesia tiene un carácter particular propio de origen y de sello divino. De lo cual deriva también en su vida jurídica un rasgo propio, una orientación, hasta en las últimas consecuencias, hacia pensamientos y bienes superiores, ultramundanos, eternos. Por consiguiente, más bien que una opinión, hay que considerar por varios motivos como un juicio erróneo la afirmación de algunos de que el ideal de la práctica jurídica eclesiástica consiste en su mayor asimilación posible y conformidad al ordenamiento judicial civil; lo cual, sin embargo, no excluye que pueda aquélla aprovecharse oportunamente del verdadero progreso de la ciencia del derecho también en este campo.

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[29.–] Finalmente, el pensamiento de la pertenencia a la superior unidad de la Iglesia y de la subordinación a su fin universal, la salus animarum, comunica a la actividad jurídica firmeza para proceder en el camino seguro de la verdad y del derecho, y la preserva no menos de una débil condescendencia hacia los desordenados deseos de las pasiones que de una dura e injustificada inflexibilidad. La salvación de las almas posee como guía una norma suprema absolutamente segura: la ley y la voluntad de Dios. A esta misma ley y voluntad de Dios una actividad jurídica, que reconoce y tiene conciencia de no tener otro fin alguno que el de la Iglesia, se enderezará firmemente en la regulación de los casos particulares a ella sometidos, y quedará así confirmada en un orden superior aquélla que era ya en su propio campo su máxima fundamental: Servicio y afirmación de la verdad en la declaración del hecho verdadero y en la aplicación a éste de la ley y de la voluntad de Dios.

1944 10 02 0030

[30.–] Por esto nos sirve de particular satisfacción saber que este Sagrado Tribunal es inconcusamente fiel a tan excelsa norma y puede ser, por consiguiente, puesto como ejemplo a los tribunales diocesanos, que a él miran como a modelo y norma.

[DPJ, 193-202]