[0892] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL PUDOR Y LA CONCUPISCENCIA
Alocución Stiamo leggendo, en la Audiencia General, 28 mayo 1980
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1. Estamos leyendo de nuevo los primero capítulos del Libro del Génesis, para comprender cómo –con el pecado original– el “hombre de la concupiscencia” ocupó el lugar del “hombre de la inocencia” originaria. Las palabras de Gén 3, (10): “temeroso porque estaba desnudo, me escondí”, que hemos considerado hace dos semanas, demuestran la primera experiencia de vergüenza del hombre en relación con su Creador: una vergüenza que también podría ser llamada “cósmica”[*].
Sin embargo, esta “vergüenza cósmica” –si es posible descubrir por ella los rasgos de la situación total del hombre después del pecado original–, en el texto bíblico, da lugar a otra forma de vergüenza. Es la vergüenza que se produce en la humanidad misma, esto es, causada por el desorden íntimo en aquello por lo que el hombre, en el misterio de la creación, era la “imagen de Dios”, tanto en su “yo” personal como en la relación interpersonal, a través de la primordial comunión de las personas, constituida a la vez por el hombre y por la mujer. Esta vergüenza, cuya causa se encuentra en la humanidad misma, es inmanente y al mismo tiempo relativa: se manifiesta en la dimensión de la interioridad humana y a la vez se refiere al “otro”. Ésta es la vergüenza de la mujer “con relación” al hombre, y también del hombre “con relación” a la mujer: vergüenza recíproca, que les obliga a cubrir su propia desnudez, a ocultar sus propios cuerpos, a apartar de la vista del hombre lo que constituye el signo visible de la feminidad, y de la vista de la mujer lo que constituye el signo visible de la masculinidad. En esta dirección se orientó la vergüenza de ambos después del pecado original, cuando se dieron cuenta de que “estaban desnudos”, como atestigua Gén 3, 7. El texto yahvista parece indicar explícitamente el carácter “sexual” de esta vergüenza: “Cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores”. Sin embargo, podemos preguntarnos si el aspecto “sexual” tiene sólo un carácter “relativo”; en otras palabras: si se trata de vergüenza de la propia sexualidad sólo con relación a la persona del otro sexo.
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2. Aunque a la luz de esa única frase determinante de Gén 3, 7 la respuesta a la pregunta parece mantener sobre todo el carácter relativo de la vergüenza originaria, no obstante, la reflexión sobre todo el contexto inmediato permite descubrir su fondo más inmanente. Esa vergüenza, que sin duda se manifiesta en el orden “sexual”, revela una dificultad específica para hacer notar lo esencial humano del propio cuerpo: dificultad que el hombre no había experimentado en el estado de inocencia originaria. Efectivamente, así se pueden entender las palabras: “Temeroso porque estaba desnudo”, que ponen en evidencia las consecuencias del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal en lo íntimo del hombre. A través de estas palabras se descubre una cierta fractura constitutiva en el interior de la persona humana, como una ruptura de la originaria unidad espiritual y somática del hombre. Éste se da cuenta por vez primera que su cuerpo ha dejado de sacar la fuerza del Espíritu, que lo elevaba al nivel de la imagen de Dios. Su vergüenza originaria lleva consigo los signos de una específica humillación interpuesta por el cuerpo. En ella se esconde el germen de esa contradicción, que acompañará al hombre “histórico” en todo su camino terreno, como escribe San Pablo: “Porque me deleito en la ley de Dios según el hombre interior, pero siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente” (Rom 7, 22-23).
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3. Así, pues, esa vergüenza es inmanente. Contiene tal agudeza cognoscitiva que crea una inquietud de fondo en toda la existencia humana, no sólo frente a la perspectiva de la muerte, sino también frente a ésa de la que depende el valor y la dignidad mismos de la persona en su significado ético. En este sentido, la vergüenza originaria del cuerpo (“estaba desnudo”) es ya miedo (“temeroso”) y anuncia la inquietud de la conciencia vinculada con la concupiscencia. El cuerpo que no se somete al espíritu como en el estado de inocencia originaria lleva consigo un constante foco de resistencia al espíritu, y amenaza de algún modo la unidad del hombre-persona, esto es, de la naturaleza moral, que hunde sólidamente las raíces en la misma constitución de la persona. La concupiscencia, y en particular la concupiscencia del cuerpo, es una amenaza específica a la estructura de la autoposesión y del autodominio, a través de los que se forma la persona humana. Y constituye también para ella un desafío específico. En todo caso, el hombre de la concupiscencia no domina el propio cuerpo del mismo modo, con igual sencillez y “naturalidad” como lo hacía el hombre de la inocencia originaria. La estructura de la autoposesión, esencial para la persona, está alterada en él, de cierto modo, en los mismos fundamentos; se identifica de nuevo con ella en cuanto está continuamente dispuesto a conquistarla.
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4. Con este desequilibrio interior está vinculada la vergüenza inmanente. Y ella tiene un carácter “sexual”, porque precisamente la esfera de la sexualidad humana parece poner en evidencia particular ese desequilibrio, que brota de la concupiscencia y especialmente de la “concupiscencia del cuerpo”. Desde este punto de vista, ese primer impulso, del que habla Gén 3, 7 (“viendo que estaban desnudos, cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores”), es muy elocuente; es como si el “hombre de la concupiscencia” (hombre y mujer, “en el acto del conocimiento del bien y del mal”) experimentase haber cesado sencillamente, de estar también, a través del propio cuerpo y sexo, por encima del mundo de los seres vivientes o animalia. Es como si experimentase una específica fractura de la integridad personal del propio cuerpo, especialmente en lo que determina su sexualidad y que está directamente unido con la llamada a esa unidad, en la que el hombre y la mujer “serán una sola carne” (Gén 2, 24). Por esto, ese pudor inmanente y al mismo tiempo sexual es siempre, al menos indirectamente, relativo. Es el pudor de la propia sexualidad “en relación” con el otro ser humano. De este modo, el pudor se manifiesta en el relato de Gén 3, por el que somos, en cierto modo, testigos del nacimiento de la concupiscencia humana. Está suficientemente clara, pues, la motivación para remontarnos de las palabras de Cristo sobre el hombre (varón), que “mira a una mujer deseándola” (Mt5, 27-28), a ese primer momento en el que el pudor se desarrolla mediante la concupiscencia y la concupiscencia mediante el pudor. Así entendemos mejor por qué –y en qué sentido– Cristo habla del deseo como “adulterio” cometido en el corazón; por qué se dirige al “corazón” humano.
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5. El corazón humano guarda en sí, al mismo tiempo, el deseo y el pudor. El nacimiento del pudor nos orienta hacia ese momento en el que el hombre interior, “el corazón”, cerrándose a lo que “viene del Padre”, se abre a lo que “procede del mundo”. El nacimiento del pudor en el corazón humano va junto con el comienzo de la concupiscencia –de la triple concupiscencia según la teología de Juan (Cfr. 1 Jn 2, 16)–, y en particular de la concupiscencia del cuerpo. El hombre tiene pudor del cuerpo a causa de la concupiscencia. Más aún, tiene pudor no tanto del cuerpo cuanto precisamente de la concupiscencia: tiene pudor del cuerpo a causa de la concupiscencia. Tiene pudor del cuerpo a causa de ese estado de su espíritu, al que la teología y la psicología dan la misma denominación sinónima: deseo o concupiscencia, aunque con significado no igual del todo. El significado bíblico y teológico del deseo y de la concupiscencia difiere del que se usa en psicología. Para esta última, el deseo proviene de la falta o de la necesidad, que debe satisfacer el valor deseado. La concupiscencia bíblica, como deducimos de 1 Jn 2, 16, indica el estado del espíritu humano alejado de la sencillez originaria y de la plenitud de los valores, que el hombre y el mundo poseen “en las dimensiones de Dios”. Precisamente esta sencillez y plenitud del valor del cuerpo humano en la primera experiencia de su masculinidad-feminidad, de la que habla Gén 2, 23-25, ha sufrido sucesivamente, “en las dimensiones del mundo”, una transformación radical. Y entonces, juntamente con la concupiscencia del cuerpo, nació el pudor.
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6. El pudor tiene un doble significado: indica la amenaza del valor y al mismo tiempo protege interiormente este valor (1). El hecho de que el corazón humano, desde el momento en que nació allí la concupiscencia del cuerpo, guarde en sí también la vergüenza, indica que se puede y se debe apelar a él cuando se trata de garantizar esos valores, a los que la concupiscencia quita su originaria y plena dimensión. Si recordarnos esto, estamos en disposición de comprender mejor por qué Cristo, al hablar de la concupiscencia, apela al “corazón” humano.
[Enseñanzas 5, 188-190]
1. Cf. CARLOS WOJTYLA, Amor y responsabilidad, c. 2, “Metafisica del pudor”.
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1. Stiamo leggendo di nuovo i primi capitoli del Libro della Genesi, per comprendere come –col peccato originale– l’“uomo della concupiscenza” abbia preso il posto dell’“uomo della innocenza” originaria. Le parole della Genesi 3, 10: “Ho avuto paura, perchè sono nudo, e mi sono nascosto”, che abbiamo considerato due settimane fa, documentano la prima esperienza di vergogna dell’uomo nei confronti del suo Creatore: una vergogna che potrebbe essere anche chiamata “cosmica”[*].
Tuttavia, questa “vergogna cosmica” –se è possibile scorgerne i tratti nella situazione totale dell’uomo dopo il peccato originale –nel testo biblico fa posto ad un’altra forma di vergogna. A la vergogna prodottasi nell’umanità stessa, causata cioè dalldisordine in ciò per cui l’uomo, nel mistero della creazione, era “l’immagine di Dio”, tanto nel suo “io” personale che nella relazione interpersonale, attraverso la primordiale comunione delle persone, costituita insieme dall’uomo e dalla donna. Quella vergogna, la cui causa si trova nell’umanità stessa, è immanente e relativa insieme: si manifesta nella dimensione dell’interiorità umana e al tempo stesso si riferisce all’“altro”. Questa è la vergogna della donna “nei riguardi” dell’uomo, e anche dell’uomo “nei riguardi” della donna: vergogna reciproca, che li costringe a coprire la propria nudità, a nascondere i propri corpi, a distogliere dalla vista dell’uomo ciò che costituisce il segno visibile della femminilità, e dalla vista della donna ciò che costituisce il segno visibile della mascolinità. In tale direzione, si è orientata la vergogna di entrambi dopo il peccato originale, quando si accorsero di “essere nudi”, come attesta Genesi 3, 7. Il testo jahvista sembra indicare esplicitamente il carattere “sessuale” di tale vergogna: “Intrecciarono foglie di fico e se ne fecero cinture”. Tuttavia, possiamo chiederci se l’aspetto “sessuale” abbia soltanto un carattere “relativo”; in altre parole: se si tratta di vergogna della propria sessualità solo in riferimento alla persona dell’altro sesso.
[*]. [1980 05 14/4].
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2. Sebbene alla luce di quell’unica frase determinante di Genesi 3, 7 la risposta all’interrogativo sembri sostenere soprattutto il carattere relativo della vergogna originaria, nondimeno la riflessione sull’intero contesto immediato consente di scoprire il suo sfondo più immanente. Quella vergogna, che senza dubbio si manifesta nell’ordine “sessuale”, rivela una specifica difficoltà di avvertire l’essenzialità umana del proprio corpo: difficoltà, che l’uomo non aveva sperimentato nello stato di innocenza originaria. Così, infatti, si possono intendere le parole: “Ho avuto paura, perchè sono nudo”, le quali pongono in evidenza le conseguenze del frutto dell’albero della conoscenza del bene e del male nell’intimo dell’uomo. Attraverso queste parole viene svelata una certa costitutiva frattura nell’interno della persona umana, quasi una rottura della originaria unità spirituale e somatica dell’uomo. Questi si rende conto per la prima volta che il suo corpo ha cessato di attingere alla forza dello spirito, che lo elevava al livello dell’immagine di Dio. La sua vergogna porta in sè i segni di una specifica umiliazione mediata dal corpo. Si nasconde in essa il germe di quella contraddizione, che accompagnerà l’uomo “storico” in tutto il suo cammino terrestre, come scrive San Paolo: “Infatti acconsento nel mio intimo alla legge di Dio, ma nelle mie membra vedo un’altra legge, che muove guerra alla legge della mia mente” (1).
1. Rom. 7, 22-23.
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3. Così, dunque, quella vergogna è immanente. Essa contiene una tale acutezza conoscitiva da creare una inquietudine di fondo in tutta l’esistenza umana, non solo di fronte alla prospettiva della morte, ma anche di fronte a quella, da cui dipende il valore e la dignità stessi della persona nel suo significato etico. In tal senso la vergogna originaria del corpo (“sono nudo”) è già paura (“ho avuto paura”), e preannunzia l’inquietudine della coscienza connessa con la concupiscenza. Il corpo che non è sottomesso allo spirito come nello stato della innocenza originaria, porta in sè un costante focolaio di resistenza allo spirito, e minaccia in qualche modo l’unità dell’uomo-persona, cioè della natura morale, che affonda solidamente le radici nella stessa costituzione della persona. La concupiscenza del corpo è una minaccia specifica alla struttura dell’autopossesso e dell’autodominio, attraverso cui si forma la persona umana. E costituisce per essa anche una specifica sfida. In ogni caso, l’uomo della concupiscenza non domina il proprio corpo nello stesso modo, con uguale semplicità e “naturalezza”, come faceva l’uomo dell’innocenza originaria. La struttura dell’autopossesso, essenziale per la persona, viene in lui, in certo modo, scossa alle fondamenta stesse; egli di nuovo si identifica con essa in quanto è continuamente pronto a conquistarla.
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4. Con tale squilibrio interiore è collegata la vergogna immanente. Ed essa ha un carattere “sessuale”, perchè appunto la sfera della sessualità umana sembra porre in particolare evidenza quello squilibrio, che scaturisce dalla concupiscenza e specialmente dalla “concupiscenza del corpo”. Da questo punto di vista, quel primo impulso, di cui parla Genesi 3, 7 (“si accorsero di essere nudi; intrecciarono foglie di fico e se ne fecero cinture”) è molto eloquente; è come se l’“uomo della concupiscenza” (uomo e donna “nell’atto della conoscenza del bene e del male”) provasse di aver semplicemente cessato, anche attraverso il proprio corpo e sesso, di stare al di sopra del mondo degli esseri viventi o “animalia”. È come se provasse una specifica frattura dell’integrità personale del proprio corpo, particolarmente in ciò che ne determina la sessualità e che è direttamente collegato con la chiamata a quell’unità, in cui l’uomo e la donna “saranno una sola carne” (2). Perciò quel pudore immanente ed insieme sessuale è sempre, almeno indirettamente, relativo. È il pudore della propria sessualità “nei riguardi” dell’altro essere umano. In tal modo il pudore viene manifestato nel racconto di Genesi 3, per cui siamo, in certo senso, testimoni della nascita della concupiscenza umana. È quindi sufficientemente chiara anche la motivazione per risalire dalle parole di Cristo sull’uomo (maschio), il quale “guarda una donna per desiderarla” (3) a quel primo momento, in cui il pudore si spiega mediante la concupiscenza, e la concupiscenza mediante il pudore. Così intendiamo meglio perchè –e in quale senso– Cristo parla del desiderio come “adulterio” commesso nel cuore, perchè si rivolge al “cuore” umano.
2. Gen. 2, 24.
3. Matth. 5, 27-28.
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5. Il cuore umano serba in sè contemporaneamente il desiderio e il pudore. La nascita del pudore ci orienta verso quel momento, in cui l’uomo interiore, “il cuore”, chiudendosi a ciò che “viene dal Padre”, si apre a ciò che “viene dal mondo”. La nascita del pudore nel cuore umano va di pari passo con l’inizio della concupiscenza: della triplice concupiscenza secondo la teologia giovannea (4), e in particolare della concupiscenza del corpo. L’uomo ha pudore del corpo a motivo della concupiscenza. Anzi, ha pudore non tanto del corpo, quanto proprio della concupiscenza: ha pudore del corpo a motivo di quello stato del suo spirito, a cui la teologia e la psicologia danno la stessa denominazione sinonimica: desiderio ovvero concupiscenza, sebbene con significato non del tutto uguale. Il significato biblico e teologico del desiderio e della concupiscenza differisce da quello usato nella psicologia. Per quest’ultima, il desiderio proviene dalla mancanza o dalla necessità, che il valore desiderato debe appagare. La concupiscenza biblica, come deduciamo da 1 Giovanni 2, 16, indica lo stato dello spirito umano allontanato dalla semplicità originaria e dalla pienezza dei valori, che l’uomo e il mondo posseggono “nelle dimensioni di Dio”. Appunto tale semplicità e pienezza del valore del corpo umano nella prima esperienza della sua mascolinità-femminilità, di cui parla Genesi 2, 23-25, ha subito successivamente, “nelle dimensioni del mondo”, una trasformazione radicale. E allora, insieme con la concupiscenza del corpo, nacque il pudore.
4. Cf. 1 Io 2, 16.
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6. Il pudore ha un duplice significato: indica la minaccia del valore e al tempo stesso preserva interiormente tale valore (5). Il fatto che il cuore umano, dal momento in cui vi nacque la concupiscenza del corpo, serbi in sè anche la vergogna, indica che si può e si deve far appello ad esso, quando si tratta di garantire quei valori, ai quali la concupiscenza toglie la loro originaria e piena dimensione. Se teniamo ciò in mente, siamo in grado di comprendere meglio perchè Cristo, parlando della concupiscenza, fa appello al “cuore” umano.
[Insegnamenti GP II, 3/1, 1492-1496]
5. Cf. CARLO WOJTYLA, Amore e responsabilità, Torino 19782, pp. 161-178.