[0978] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA FAMILIA Y EL AMOR
Del Discurso Vi saluto, al Congreso sobre “La familia y el amor”, organizado por la Sección Familias Nuevas, del Movimiento de los Focolares, 3 mayo 1981
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2. Por obra del Espíritu Santo, vosotros os habéis hecho una unidad en dos. La fuerza que os une es el amor. Este amor vuestro humano, que ha madurado en los corazones y en las decisiones, se ha manifestado ante el altar cuando a las palabras del sacerdote que os invitaba a expresar vuestro consentimiento, generoso y definitivo, respondisteis con vuestro “sí” recíproco y os entregasteis el anillo bendecido, símbolo de vuestra perenne fidelidad en el amor.
El amor se forma en la persona humana, abraza el cuerpo y el alma, madura en el corazón y en la voluntad; el amor, para ser “humano”, debe abarcar a la persona en su totalidad física, psíquica, espiritual.
Al mismo tiempo, “el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rom 5, 5).
Desde el día de vuestro matrimonio perdura la compenetración recíproca del amor divino y del amor humano. Efectivamente, el amor divino penetra en el humano, dándole una dimensión nueva: lo hace profundo, puro y generoso; lo desarrolla hacia la plenitud, lo ennoblece, lo espiritualiza, lo dispone también a los sacrificios y a las renuncias, y, al mismo tiempo, le hace capaz de producir como fruto la paz y la alegría.
Por medio de este amor constituís la unidad en Dios: la communio personarum. Constituís la unidad de dos reunidos en su nombre y Él está en medio de vosotros (cf. Mt 18, 20).
Esta unidad en Cristo busca espontáneamente, en cierto sentido su expresión en la oración. Efectivamente, el amor es don y es mandamiento; es un don de Dios, porque Él nos amó primero (cf. 1 Jn 4, 10), y es también el mandamiento fundamental de todo el orden moral. Como dije en la homilía de la Misa para las familias, el 12 de octubre del año pasado: “Cumplir el mandamiento del amor significa realizar todos los deberes de la familia cristiana: la fidelidad y la honestidad conyugal, la paternidad responsable y la educación. La ‘pequeña Iglesia’ –la Iglesia doméstica– significa la familia que vive en el espíritu del mandamiento del amor: su verdad interior, su esfuerzo diario, su belleza espiritual y su fuerza”. Mas para vivir de tal modo este poema de amor y de unidad tenéis necesidad absolutamente de orar. En este sentido, la oración se hace realmente esencial para el amor y la unidad: en efecto, la oración refuerza, alivia, purifica, sublima, ayuda a encontrar la luz y el consejo, profundizar en el respeto que particularmente los cónyuges deben alimentar recíprocamente hacia su corazón, hacia la conciencia, hacia el cuerpo, mediante el cual están tan cercanos el uno del otro. Justamente, a este propósito escribe el Concilio Vaticano II: “Para hacer frente con constancia a las obligaciones de esta vocación cristiana se requiere una virtud insigne; por eso los esposos, vigorizados por la gracia para la vida de santidad, cultivarán la firmeza en el amor, la magnamimidad de corazón y el espíritu de sacrificio, pidiéndolos asiduamente en la oración” (Gaudium et spes, 49).
Os deseo hoy que se repita constantemente en vuestra vida el acontecimiento de Emaús: que conozcáis a Cristo al partir el pan y que lo volváis a encontrar siempre presente en medio de vosotros, en vuestros corazones, después de este “partir el pan”.
Y os encomiendo a todos vosotros, a cada pareja, a Cristo, que quiere acompañaros en vuestro camino, lo mismo que acompañó a los discípulos en el camino de Emaús. Os confío a todos vosotros a Cristo, conocedor de los corazones humanos.
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3. Cuando Jesús mandó por primera vez a los discípulos a anunciar la Buena Nueva, los envió “de dos en dos” (cf. Mc 6, 7). También vosotros habéis sido enviados en pareja mediante ese sacramento grande, que al hacer de vosotros marido y esposa os hace, al mismo tiempo, testigos de Cristo crucificado y resucitado.
Efectivamente, en el sacramento recibís, como cristianos, una dignidad nueva: la dignidad de marido y de esposa y una nueva misión, esto es, la participación en la misión que es propia de todo el Pueblo de Dios y que, de modos diversos, se inserta en la triple misión –tria munera– de Cristo mismo.
Debéis cumplir esta misión con toda vuestra vida, realizándola especialmente mediante el testimonio. El Concilio Vaticano II, a este propósito, ilumina también con fuerza sintética y persuasiva: “Se apreciará más hondamente el genuino amor conyugal y se formará una opinión pública sana acerca de él si los esposos cristianos sobresalen con el testimonio de su fidelidad y armonía en el mutuo amor y en el cuidado por la educación de sus hijos y si participan en la necesaria renovación cultural, psicológica y social en favor del matrimonio y de la familia” (Gaudium et spes, 49).
¡Qué fundamental es este testimonio vuestro! ¡Qué humano debe ser y, al mismo tiempo, qué profundamente cristiano! Pero precisamente para desarrollar este deber esencial de testimonio de fe y de amor, los esposos tenéis un “carisma” propio, descrito así por el Concilio: “El genuino amor conyugal es asumido en el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y la maternidad. Por ello los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortificados y como consagrados por un sacramento especial, con cuya virtud, al cumplir su misión conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, que satura toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación y, por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios” (ibid. 48).
Con toda vuestra vida, con la convivencia, con el estilo de vuestra existencia, construís la Iglesia en su dimensión más pequeña y, a la vez, fundamental: ¡la Ecclesiola!
Efectivamente, también la pequeña “Iglesia doméstica” es querida expresamente por Dios y está fundada por Cristo y sobre Cristo; tiene como misión esencial el anuncio del Evangelio, la transmisión de la salvación eterna de sus miembros y posee como fuerza interior la luz y la gracia del Espíritu Santo.
Y he aquí que hoy, con ocasión de este encuentro, como Obispo y como Pastor de la Iglesia, deseo confirmar de nuevo vuestro “puesto” particular en la gran comunidad del Pueblo de Dios; deseo dirigir a esta Iglesia más pequeña, que constituís vosotros, la expresión de un particular amor y de una ternura especial, que se manifiesta también en el mismo término: “Ecclesiola”. Y deseo daros de nuevo a la Iglesia, entendida como el gran misterio divino, que se realiza en la historia del hombre, y en la cual el hombre se realiza a sí mismo y cumple su destino y su vocación.
¡Sois, pues, la “Iglesia”!
¡Construís la Iglesia!
¡Cuánto depende de vosotros este sagrado construir!
Que os ayude también en este compromiso vuestra espiritualidad típica. El “Movimiento de los Focolares”, aprobado por mis predecesores Juan XXIII y Pablo VI, se ha extendido en estos años y se ha estructurado en varias ramas y con actividades diversas: desde los “focolarinos” de la vida en común, a los focolarinos casados; desde el Movimiento sacerdotal, a la conexión con religiosos y religiosas; desde el Movimiento GEN, al Movimiento “Familias nuevas”, a cuyo comienzo y desarrollo contribuyó Igino Giordani, que oportunamente habéis recordado, apenas a un año de su muerte, en esta jornada dedicada a la familia. Muchas son, indudablemente, vuestras iniciativas y conmovedoras vuestras muchas experiencias; pero la riqueza está y debe estar en la idea-fuerza de vuestra espiritualidad, que es la certeza sobre Dios-Amor y sobre su voluntad, expresión de amor. En este sentido, vuestra espiritualidad es abierta, positiva, optimista, serena, conquistadora: queréis construir la Iglesia en los espíritus, con el amor y en el amor, viviendo en Cristo y con Cristo presente en la historia cotidiana de cada persona, especialmente en la persona abandonada, desilusionada, atemorizada, paciente, extraviada.
Continuad realizando este ideal vuestro, en unión con las iniciativas de las diócesis y de los otros Movimientos eclesiales, para ayudar de modo concreto y eficaz a la institución familiar en todas sus necesidades espirituales y materiales.
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4. En el sacramento del matrimonio habéis sido llamados a haceros, como marido y esposa, los padres: padre y madre.
¡Qué vocación y qué dignidad! Pero también ¡cuánta responsabilidad!
Quisiera utilizar las palabras más perspicaces para expresar la belleza de esta dignidad y la grandeza de la vocación en la que participáis por la potencia del Espíritu Santo, cuando como “una sola carne” manifestáis vuestra disponibilidad de padres y dais un puesto en la vida a la nueva criatura. ¡A nuevas personas humanas!
Eso “nuevo” será vuestro hijo: carne de vuestra carne y hueso de vuestros huesos (cf. Gén 2, 23). ¡Debéis transmitir lo que tenéis de mejor en la carne y en el alma! Engendrar quiere decir, al mismo tiempo, educar; y educar significa engendrar. En la persona humana se compenetran recíprocamente lo que es carnal y lo que es espiritual, y por esto se compenetran también de modo recíproco las dos grandes dimensiones de la paternidad y de la maternidad: procreación y educación.
¡Educar significa mucho! Vosotros mismos sabéis cuántos son los deberes de este proceso grande, largo, paciente, a través del cual enseñáis sencillamente el comportamiento humano a los que han nacido de vosotros, padres. Y puesto que sobre el terreno de esta humanidad ha sido injertada la filiación divina, debemos enseñar a esta persona, nacida de los padres en cuanto al cuerpo y de Dios en cuanto al espíritu, la plenitud de la vida, esa plenitud que se tiene del Padre en el Hijo, en Cristo, por medio del Espíritu Santo.
A este propósito conviene leer de nuevo las palabras del Vaticano II: “La verdadera educación se propone la formación de la persona humana en orden a su fin ultimo y al bien de las sociedades, de las cuales el hombre es miembro y en cuyas responsabilidades participará cuando llegue a ser adulto. Hay que ayudar, pues, a los niños y a los adolescentes, teniendo en cuenta el progreso de la psicología, de la pedagogía y de la didáctica, a desarrollar armónicamente sus condiciones físicas, morales e intelectuales, a fin de que adquieran gradualmente un sentido más perfecto de la responsabilidad en el recto y continuo desarrollo de la propia vida y en la consecución de la verdadera libertad, superando los obstáculos con grandeza y constancia de alma. Hay que iniciarlos, conforme avanza su edad, en una positiva y prudente educación sexual. Hay que prepararlos, además, para participar en la vida social, de modo que bien instruidos con los medios necesarios y oportunos puedan adscribirse activamente a los diversos grupos de la sociedad humana, estén dispuestos para el diálogo con los demás y presten su colaboración de buen grado al logro del bien común” (Gravissimum educationis, 1; cf. 3).
¡Cuán vehementemente deseo encomendar esta función vuestra de padres, esta paternidad y maternidad humana vuestra, al mismo Eterno Padre! ¡Estad unidos a Él con Cristo! ¡Por obra del Espíritu Santo pronunciáis frecuentemente la palabra “Abbá” y rezáis el “Padrenuestro”, para aprender incesantemente de Dios lo que quiere decir ser padre y madre; lo que quiere decir sustituir al Padre celestial y llevar en vosotros su autoridad!
¡A vosotros, que estáis llamados a colaborar en la obra del mismo Creador –padres y madres–, os encomiendo al Padre!
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5. La dignidad de “padres” proyecta luz fundamental sobre lo que sois para vosotros mismos, recíprocamente, como esposos; esto es, ilumina todo vuestro amor, que se realiza mediante el cuerpo y el alma. Efectivamente, vosotros estáis llamados a un amor totalmente especial.
También sobre este tema, tan importante y delicado, el Concilio Vaticano II nos sirve de guía: “Un tal amor –se lee en la Gaudium et spes–, asociando a la vez lo humano y lo divino, lleva a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos, comprobado por sentimientos y actos de ternura, e impregna toda su vida; más aún, por su misma generosa actividad crece y se perfecciona. Supera, por tanto, con mucho la inclinación puramente erótica, que, por ser cultivo del egoísmo, se desvanece rápida y lamentablemente” (n. 49).
Y subraya también que “la índole sexual del hombre y la facultad generativa humana superan admirablemente lo que de esto existe en los grados inferiores de la vida; por tanto, los mismos actos propios de la vida conyugal, ordenados según la genuina dignidad humana, deben ser respetados con gran reverencia. Cuando se trata, pues, de conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida... es imposible sin cultivar sinceramente la virtud de la castidad conyugal” (n. 51).
Es necesario aprender con constancia este amor. Es necesario discernir sus signos auténticos. Es necesario tutelar su verdad interior. Vosotros sabéis bien que todo lo que la Iglesia enseña en su, por así decirlo, “Catecismo del amor conyugal” tiene como finalidad ésta: la verdad interior del amor, a la que estáis llamados como esposos.
Es necesario aprender constantemente este amor. Es necesario aprenderlo pacientemente, de rodillas. Es necesario ahondar poco a poco en toda la belleza profunda de la unión de los dos. Esta belleza es de naturaleza espiritual, no sólo de naturaleza sensual. Y es, al mismo tiempo, la belleza de la unión conyugal “la unidad en el cuerpo”. Sin embargo, lo que es corporal en el hombre, en definitiva, saca su belleza, su luz, su verdad, del Espíritu.
En estos tiempos nuestros, en los cuales la belleza auténtica del amor conyugal está amenazada de tantos modos –amenazada juntamente con la dignidad de la paternidad y de la maternidad– ¡tened coraje! Tened coraje inflexible para buscarlo, para dar testimonio de él ante vosotros mismos recíprocamente. Y ante el mundo. Sed apóstoles de la dignidad del amor hermoso. Os recomiendo, pues, queridos hermanos y hermanas, a la Madre de Dios, a Aquella a quien la Iglesia profesó como Theotokos, hace mil quinientos cincuenta años, en el Concilio de Éfeso, al que recordamos también este año.
[Enseñanzas 9, 538-543]