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[1132] • JUAN PABLO II (1978-2005) • RESPETO A LA VIDA. MANIPULACIÓN GENÉTICA

Del Discurso A l’issue de la XXXVe, a la Asociación Médica Mundial, 29 octubre 1983

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2. El tema de vuestra reunión de Venecia, “La medicina y los derechos del hombre”, era un motivo suplementario para suscitar el interés de la Santa Sede. ¡Cuántas veces he tenido ocasión de hablar de los derechos fundamentales e inalienables del hombre, también ante la Asamblea de la Naciones Unidas! (2 octubre 1979, n. 13). El conjunto de esos derechos corresponde a la substancia de la dignidad del ser humano. Al médico le concierne especialmente el respeto a esos derechos. El derecho del hombre a la vida –desde el momento de su concepción hasta su muerte– es el derecho primero y fundamental, como la raíz y la fuente de todos los demás derechos. En el mismo sentido se habla del “derecho a la salud”, es decir, a la mejores condiciones para una buena salud. Se piensa también en el respeto a la integridad física, al secreto médico, a la libertad de ser atendido y de elegir su médico en todos los lugares donde sea posible.

Los derechos mencionados no son en primer término los que se reconocen en las legislaciones cambiantes de la sociedad civil, sino que se relacionan con los principios fundamentales, con la ley moral que se funda en el ser mismo y que es inmutable. El campo de la deontología puede aparecer, sobre todo hoy día, como el más vulnerable de la medicina; pero es esencial, y la moral médica debe ser considerada siempre por los facultativos como la norma de su ejercicio profesional, que merece la má xima atención y sobre todo los máximos esfuerzos para protegerla.

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3. Es evidente que los progresos inauditos y rápidos de la ciencia médica entrañan frecuentes reconsideraciones de su deontología. Las nuevas cuestiones, apasionantes pero muy delicadas os afectan necesariamente. La Iglesia lo comprende y acompaña de buen grado vuestra reflexión, respetando vuestras responsabilidades.

Pero la búsqueda de una posición satisfactoria en el plano ético depende fundamentalmente de la concepción que se tenga de la medicina. Se trata de saber, en definitiva, si la medicina está al servicio de la persona humana, de su dignidad, en lo que tiene de único y de trascendente, o si la medicina se considera ante todo como el agente de la colectividad, al servicio de los intereses de los bienes económicos a los que quedaría subordinado el cuidado de los enfermos. Ahora bien, la moral médica se ha definido siempre, desde Hipócrates, por el respeto y la protección de la persona humana. Lo que está en juego es mucho más que la salvaguardia de una deontología tradicional: es el respeto a una concepción de la medicina que valga para el hombre de todos los tiempos, que salvaguarde al hombre de mañana, gracias al valor reconocido a la persona humana, sujeto de derechos y de deberes, y nunca objeto utilizable para otros fines, aunque fuera un sedicente bien social.

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4. Permitidme que aborde algunos puntos que juzgo importantes. Las convicciones de las que doy testimonio ante vosotros son las de la Iglesia católica, de la que he sido constituido Pastor universal. Para nosotros, el hombre es un ser creado a imagen de Dios, rescatado por Cristo y llamado a un destino inmortal. Estas convicciones son comunes, espero, a los creyentes que reciben la Biblia como Palabra de Dios. Pero, ya que ellas nos conducen al mayor respeto del ser humano, estoy seguro de que son comunes a todos los hombres de buena voluntad que reflexionan sobre la condición del hombre y que desean a toda costa salvarle de lo que amenaza su vida, su dignidad y su libertad.

En primer lugar, el respeto a la vida. No hay hombres creyentes o no creyentes que puedan negarse a respetar la vida humana, a cumplir con el deber de defenderla, de salvarla, más especialmente cuando ella no tiene aún voz para proclamar sus derechos. ¡Que todos los médicos puedan ser fieles al juramento de Hipócrates que prestan desde su doctorado! En la misma línea, la Asamblea general de la Asociación Médica Mundial adoptó en 1948, en Génova, la fórmula de juramento que precisaba: “Guardaré respeto absoluto por la vida humana desde la concepción, incluso bajo amenaza, no aceptaré hacer uso de mis conocimientos médicos contra las leyes de la humanidad”. Espero que este compromiso solemne continuará de todos modos siendo la línea de conducta de los médicos. Se trata de su honor. Se trata de la confianza que merecen. Se trata de su conciencia, cualesquiera que sean las concesiones que la ley civil se permita hacer en materia, por ejemplo, de aborto o de eutanasia. Lo que se espera de vosotros es que ataquéis al mal, a lo que es contrario a la vida, pero sin sacrificar a la propia vida, que es el mayor bien y que no nos pertenece. Sólo Dios es el dueño de la vida humana y de su integridad.

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6. El tercer punto me ha sido sugerido por un tema muy importante abordado en el curso de vuestra Asamblea general de Venecia: los derechos del ser humano ante ciertas posibilidades nuevas de la medicina, particularmente en materia de “manipulación genética”, que plantea a la conciencia moral de cada hombre una seria interrogación. En efecto, ¿cómo conciliar tal manipulación con la concepción que reconoce al hombre una dignidad innata y una autonomía intangible?

Una intervención estrictamente terapéutica que se fije como objetivo la curación de diversas enfermedades, como las debidas a deficiencias cromosómicas, será, en principio, considerada como deseable, siempre que tienda a la verdadera promoción del bienestar personal del hombre, sin dañar su integridad o deteriorar sus condiciones de vida. Tal intervención se sitúa, en efecto, en la lógica de la tradición moral cristiana, como dije ante la Academia Pontificia de las Ciencias el 23 de octubre de 1982 (cfr. AAS 75, 1983, Pars I, pp. 37-38).

Pero, aquí, la cuestión vuelve a cobrar actualidad. En efecto, es de gran interés saber si una intervención sobre el patrimonio genético, que sobrepase los límites de la terapéutica en sentido estricto debe ser considerada también moralmente aceptable. Para que esto se verifique, es preciso que se respeten varias condiciones y que se acepten ciertas premisas. Permitidme que me refiera a algunas de ellas.

La naturaleza biológica de cada hombre es intangible en el sentido de que es constitutiva de la identidad personal del individuo en todo el curso de su historia. Cada persona humana, en su singularidad absolutamente única, no está constituida solamente por su espíritu sino también por su cuerpo. Así, en el cuerpo y por el cuerpo se toma contacto con la persona misma en su realidad concreta. Respetar la dignidad del hombre equivale, por consiguiente, a salvaguardar esa identidad del hombre “corpore et anima unus”, como dice el Concilio Vaticano II (Const. Gaudium et spes, n. 14, pfo. 1). Sobre la base de esta visión antropológica se deben encontrar los criterios fundamentales para las decisiones a tomar cuando se trata de intervenciones no estrictamente terapéuticas, por ejemplo de intervenciones referentes a la mejora de la condición biológica humana.

Especialmente, este género de intervenciones no debe causar perjuicios al origen de la vida humana, a saber, la procreación, vinculada a la unión no sólo biológica sino también espiritual de los padres, unidos por el lazo del matrimonio; debe, pues, respetar la dignidad fundamental de los hombres y la naturaleza biológica común que está en la base de la libertad, evitando manipulaciones tendentes a modificar el patrimonio genético y a crear grupos de hombres diferentes, con riesgo de provocar nuevas marginaciones en la sociedad.

Por consiguiente, las actitudes fundamentales que inspiren las intervenciones de las que hablamos no deben derivar de una mentalidad racista y materialista, que apunta a un bienestar humano en realidad reductor. La dignidad del hombre trasciende su condición biológica.

La manipulación genética se vuelve arbitraria e injusta cuando reduce la vida a un objeto, cuando olvida que se ocupa de un sujeto humano, con inteligencia y libertad, respetable, cualesquiera que sean sus límites; o cuando la trata en función de criterios no basados en la realidad integral de la persona humana, con riesgo de dañar su dignidad. En ese caso, expone al hombre al capricho de otro, privándole de su autonomía.

El progreso científico y técnico, sea el que sea, debe, pues, guardar el mayor respeto por los valores morales que constituyen una salvaguarda de la dignidad de la persona humana. Y porque, en el orden de los valores médicos, la vida es el bien supremo y más radical del hombre, se requiere un principio fundamental: en primer lugar impedir todo daño, después buscar y perseguir el bien.

A decir verdad, la expresión “manipulación genética” resulta ambigua y debe ser objeto de un verdadero discernimiento moral, pues encubre, por una parte, unas tentativas aventuradas tendentes a promover no sé qué superhombre y, por otra parte, otras saludables, dirigidas a la corrección de anomalías tales como ciertas enfermedades hereditarias, sin hablar de las aplicaciones beneficiosas en los campos de la biología animal y vegetal útiles para la producción de alimentos. Respecto a estos últimos casos, algunos comienzan a hablar de “cirugía genética”, como para mostrar mejor que el médico interviene no para modificar la naturaleza sino para ayudarla a extenderse en su línea, la de la creación, la querida por Dios. Trabajando en este campo, evidentemente delicado, el investigador se adhiere al designio de Dios. Dios ha querido que el hombre sea el rey de la crea ción. A vosotros, cirujanos, especialistas en trabajos de laboratorio y médicos generalistas, Dios os ha concedido el honor de cooperar mediante todas las fuerzas de vuestra inteligencia en la obra de la creación comenzada en el primer día del mundo. Hay que rendir homenaje al inmenso progreso conseguido, en este sentido, por la medicina de los siglos diecinueve y veinte. Pero, como veis, es necesario, más que nunca superar la separación entre la ciencia y la ética, volver a encontrar su unidad pro funda. Vosotros tratáis al hombre, al hombre en el cual precisamente la ética salvaguarda a la dignidad.

[DP (1983), 295]