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[0299] • LEÓN XIII, 1878-1903 • MALES DEL DIVORCIO

De la Alocución Afferre iucundiora, en el Consistorio secreto, 16 diciembre 1901

1901 12 16 0001

[1.–][...] Los que han de discutir la ley del divorcio [1] no deben negarse a observar y considerar con empeño que el vínculo matrimonial de los cristianos es –por derecho divino– único y perpetuo; y que ninguna ley humana podrá jamás abrogar este derecho o derogarlo. Es un grande y pernicioso error el colocar las bodas cristianas en el número de los contratos que el derecho civil puede anular o romper. En efecto, el Restaurador de la naturaleza humana, Jesucristo Hijo de Dios, después de haber abolido la costumbre de la repudiación, restauró el matrimonio en la fuerza y naturaleza primitiva que Dios mismo le había dado en los orígenes; lo enriqueció con la dignidad y poder sacramentales, y lo sustrajo por esto mismo, no sólo de la esfera de los asuntos comunes, sino además del dominio del poder civil y aun eclesiástico. Las consecuencias del matrimonio en la esfera civil, el poder del Estado puede reglamentarlas. Pero Dios le prohíbe ir más lejos. Por consiguiente, toda ley que legitime el divorcio está legislando contra el derecho y hace injuria abiertamente a Dios, Creador y soberano Legislador. Podrá hacer que nazca un pacto adúltero; pero, un matrimonio legítimo, ¡jamás!

Una circunstancia agravante es que resulta tan difícil mantener los divorcios dentro de los límites fijados, como detener en pleno curso el fuego de las pasiones más violentas. Es un error buscar aprobación en los ejemplos de los demás, cuando se trata de un asunto cuya impiedad no deja lugar a duda. ¿Será excusa o circunstancia atenuante para un culpable la multitud de personas que cometen faltas semejantes? Y esto con tanta mayor razón, cuanto que la Iglesia –guardiana y vindicadora del derecho divino– no ha cesado nunca, en cuanto le ha sido posible, de protestar firmemente contra la libertad legal del divorcio y de oponerse a él con toda su autoridad. ¡No espere nadie que la Iglesia va a ser hoy día menos consciente de su deber, que antaño! ¡La Iglesia jamás se prestará, jamás consentirá, jamás soportará blandamente una injuria que ofende a Dios tanto como a ella!

¡Una injuria y al mismo tiempo un manantial funesto de desgracias! Hasta tal punto, que, aun entre aquellos que no admiten en todos sus puntos, o incluso que no admiten en absoluto las instituciones de la Iglesia, se ve a muchos que –por amor al bien público– se convierten en defensores ardientes y hábiles de la indisolubilidad del matrimonio. En efecto, la ley, cuando reconoce la legitimidad del divorcio, está destruyendo –ella misma– la estabilidad y solidez natural del matrimonio. De ahí se siguen, por la fácil inclinación de la naturaleza, las consecuencias que Nos hemos deplorado en otro lugar: debilitación del amor mutuo, peligrosas tentaciones de infidelidad, peligro para la seguridad y educación de los hijos, semillas de división entre las familias, destrucción completa de los hogares, y condición de la mujer reducida a extrema humillación. Puesto que tanto la prosperidad de las familias como la del Estado se ven favorecidas por las buenas costumbres, y en cambio se ven comprometidas por la corrupción, es fácil comprender cuán nefastos son –tanto para el hogar como para la vida pública– esos divorcios que proceden de la degradación de las costumbres, y conducen a su vez al más extremo libertinaje.

[EM, 242-244]

[1]. [Ii omnes, quorum in deliberatione versatur rogata lex de divortiis].