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[0490] • PÍO XII, 1939-1958 • GRACIA DEL SACRAMENTO Y VIDA CRISTIANA DE LOS CÓNYUGES

Discurso Nell’ordine, al Congreso Nacional del “Frente de la Familia”, 26 noviembre 1951

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[1.–] En el orden natural, entre las instituciones sociales, no hay ninguna por la que tenga más interés la Iglesia como por la familia. Cristo ha elevado a la dignidad de sacramento el matrimonio, que es como la raíz de ella. La familia misma ha encontrado siempre y encontrará en la Iglesia defensa, protección y apoyo en todo lo que se refiere a sus inviolables derechos, su libertad y el ejercicio de su elevada función.

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[2.–] Por eso experimentamos, amados hijos e hijas, un gozo particular al dar la bienvenida en nuestra casa al Congreso Nacional del “Frente de la familia” y de las familias numerosas, y al expresar Nuestra satisfacción por vuestros esfuerzos hacia los fines que os proponéis y Nuestros deseos paternos por su feliz consecución.

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[3.–] Un movimiento familiar como el vuestro, que se consagra a realizar plenamente en el pueblo la idea de la familia cristiana, no puede, bajo el impulso de la fuerza interior que le anima y de las necesidades del pueblo mismo entre el que vive y crece, dejar de ponerse al servicio de aquel triple fin que forma el objeto de vuestros cuidados: el influjo que hay que ejercitar sobre la legislación en el vasto campo que, mediata o inmediatamente, toca a la familia; la solidaridad entre las familias cristianas; la constitución cristiana de la familia. Este tercer objeto es el fundamental; los dos primeros deben concurrir a secundarlo y promoverlo.

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[4.–] Nos hemos hablado frecuentemente, en las más diversas ocasiones, en favor de la familia cristiana, y en la mayor parte de los casos, para venir o llamar a otros en su ayuda, con el fin de salvarla de las más graves angustias. Ante todo, para socorrerla en las calamidades de la guerra. Los daños producidos por el primer conflicto mundial estaban muy lejos de haber sido plenamente reparados, cuando la segunda y todavía más terrible conflagración vino a colmar la medida. Se necesitará todavía mucho tiempo y muchas fatigas por parte de los hombres y también mayor asistencia divina antes de que comiencen a cicatrizarse convenientemente las profundas heridas que estas dos guerras han causado a la familia. Otro mal, debido también en parte a las guerras devastadoras, pero consecuencia, además, del exceso de población y de particulares tendencias ineptas o interesadas, es la crisis de la vivienda; todos los que se afanan por poner remedio a ella, legisladores, hombres de Estado, miembros de obras sociales, realizan aunque sólo sea indirectamente, un apostolado de eminente valor. Lo mismo se debe decir sobre la lucha contra el azote de la desocupación, sobre la reglamentación del salario familiar suficiente, a fin de que la madre no se vea obligada, como acontece con frecuencia, a buscar un trabajo fuera de casa, sino que pueda dedicarse mejor al esposo y a los hijos. Trabajar en favor de la escuela y de la educación religiosa, he aquí también una preciosa aportación al bien de la familia, como lo es asimismo promover en ella una sana naturalidad y simplicidad de costumbres, reforzar las convicciones religiosas, desarrollar en torno a ella un aura de pureza cristiana capaz de librarla de los deletéreos influjos externos y de todas las morbosas excitaciones que despiertan pasiones desordenadas en el alma del adolescente.

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[5.–] Pero hay una miseria más profunda aún, de la cual es necesario preservar a la familia, es decir, la envilecedora esclavitud a que la reduce una mentalidad que tiende a hacer de ella un puro organismo al servicio de la comunidad social, a fin de procrear para ésta una masa suficiente de material humano.

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[6.–] Además de que hay otro peligro que amenaza a la familia, no de ayer, sino de mucho tiempo atrás, el cual, sin embargo, en el presente, aumentando a simple vista, puede llegar a ser funesto para ella, porque la ataca en su misma raíz; queremos referimos a la perturbación de la moral conyugal en toda su extensión.

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[7.–] En el curso de los últimos años hemos aprovechado todas las ocasiones para exponer uno u otro punto esencial de aquella moral, y más recientemente para indicarla en su conjunto, no sólo refutando los errores que la corrompen, sino mostrando también positivamente su sentido, su oficio, su importancia, el valor para la felicidad de los esposos, de los hijos y de toda la familia, para la estabilidad y el mayor bien social del hogar doméstico e incluso del Estado y de la misma Iglesia.

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[8.–] En el centro de esta doctrina, el matrimonio ha aparecido como una institución al servicio de la vida. En estrecha conexión con este principio, Nos, según las enseñanzas constantes de la Iglesia, hemos ilustrado una tesis que es uno de los fundamentos esenciales, no sólo de la moral conyugal, sino también de la moral social en general, es decir, que el atentado directo a la vida humana inocente como medio para el fin –en el caso presente, para el fin de salvar otra vida– es ilícito.

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[9.–] La vida humana inocente, en cualquier condición en que se encuentre, está sustraída desde el primer instante de su existencia a cualquier ataque voluntario y directo. Éste es un derecho fundamental de la persona humana, de valor general en la concepción cristiana de la vida; válido tanto para la vida todavía escondida en el seno de la madre como para la que ha visto ya la luz fuera de ella; lo mismo contra el aborto directo que contra la directa occisión del niño, antes, durante o después del parto. Por muy fundada que pueda ser la distinción entre aquellos diversos momentos del desarrollo de la vida nacida o todavía no nacida para el derecho profano y eclesiástico y para algunas consecuencias civiles y penales –según la ley moral–, en todos aquellos casos se trata de un grave e ilícito atentado contra la inviolabilidad de la vida humana.

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[10.–] Este principio vale tanto para la vida del niño como para la de la madre. Jamás y en ningún caso ha enseñado la Iglesia que la vida del niño deba ser antepuesta a la de la madre. Es un error plantear la cuestión con esta disyuntiva: o la vida del niño o la de la madre. No; ni la vida de la madre ni la del niño pueden ser sometidas a un acto de supresión directa. Por una u otra parte la exigencia no puede ser más que una sola: hacer todo esfuerzo para salvar la vida de ambos, de la madre y del hijo [1].

[1]. [1930 12 31/64].

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[11.–] Es una de las más bellas y nobles aspiraciones de la medicina el buscar siempre nuevas vías para asegurar la vida de entrambos. Si, no obstante todos los progresos de la ciencia, se dan todavía y se darán en lo futuro casos en los que se deben contar con la muerte de la madre, cuando ésta quiere conducir hasta el nacimiento la vida que lleva dentro de sí y no destruirla violando el mandamiento de Dios No matarás, no queda al hombre, que hasta el último momento se esforzará por ayudar y salvar, otra solución que inclinarse con respeto ante las leyes de la naturaleza y ante las disposiciones de la divina Providencia.

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[12.–] Pero –se objeta– la vida de la madre, principalmente de una madre de numerosa familia, es siempre de un precio incomparablemente superior a la de un niño que no ha nacido aún. La aplicación de la teoría de la balanza de los valores al caso que ahora nos ocupa ha encontrado acogida ya en las discusiones jurídicas. –La respuesta a esta angustiosa objeción no es difícil: la inviolabilidad de la vida de un inocente no depende de su mayor o menor valor. Hace ya más de diez años que la Iglesia ha condenado formalmente el exterminio de la vida esti mada sin valor; y quien conoce los tristes antecedentes que provocaron tal condena, quien sabe ponderar las funestas consecuencias a que se llegaría si se quisiera medir la intangibilidad de la vida inocente según su valor, bien sabe apreciar los motivos que han conducido a aquella disposición.

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[13.–] Además, ¿quién puede juzgar con certeza cuál de las dos vidas es en realidad más preciosa? ¿Quién puede saber el camino que recorrerá ese niño y las elevadas acciones y la perfección que podrá alcanzar? Se comparan aquí dos grandezas, de una de las cuales no se conoce nada.

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[14.–] A este propósito quisiéramos citar un ejemplo, que tal vez es conocido de algunos de vosotros, pero que no pierde por eso su sugestivo valor. Se remonta a 1905. Vivía entonces una joven dama de noble familia y aun de más nobles sentimientos, pero grácil y delicada de salud. En su adolescencia, había estado enferma de una ligera pleuritis apical, que parecía curada; pero cuando, después de haber contraído un feliz matrimonio, sintió que en su seno se desarrollaba una nueva vida, advirtió pronto un especial malestar físico que consternó a los dos expertos médicos que con amorosa solicitud velaban por ella. Aquel viejo proceso apical, aquel foco ya cicatrizado, se había puesto de nuevo en actividad; a su juicio, no había tiempo que perder; si se quería salvar a la delicada señora, era preciso provocar sin la más mínima dilación el aborto terapéutico. También el esposo comprendió la gravedad del caso y declaró su consentimiento al acto doloroso. Pero cuando el ginecólogo que la cuidaba anunció con toda consideración la deliberación de los médicos, exhortándola a rendirse a su parecer, ella respondió con acento firme: “Le doy las gracias por sus piadosos consejos; pero yo no puedo truncar la vida de mi criatura. ¡No puedo, no puedo! La siento ya palpitar en mi seno; tiene derecho a vivir; esa vida viene de Dios y debe conocer a Dios para amarlo y gozarlo”. También el marido pidió, suplicó, imploró; ella permaneció inflexible y esperó serenamente el desenlace. Nació una niña con toda normalidad; pero, inmediatamente después, la salud de la madre fue empeorando. El foco pulmonar se extendió; la pérdida fue en aumento progresivo. Dos meses después estaba en sus últimos momentos; se volvió a mirar a su pequeñita, que crecía sana gracias a una robusta nodriza. Sus labios dibujaron una sonrisa dulce, y plácidamente expiró. Transcurrieron varios años. En un instituto religioso se podía notar particularmente a una joven hermana, toda entregada al cuidado y a la educación de la infancia abandonada, que, con ojos que inspiraban amor maternal, se inclinaba sobre los pequeños enfermos como para darles la vida. Era ella la hija del sacrificio, que ahora, con su gran corazón, difundía tanto bien entre los niños abandonados. El heroísmo de la intrépida madre no había sido vano. Y Nos preguntamos: ¿Ha desaparecido, tal vez, el sentido cristiano, más aún, incluso el puramente humano, hasta el punto de no saber ya comprender el sublime holocausto de la madre y la visible acción de la Providencia divina, que de aquel holocausto hizo nacer tan espléndido fruto?

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[15.–] Hemos usado de propósito siempre la expresión “atentado directo a la vida inocente”, “occisión directa”. Porque si, por ejemplo, la salvación de la vida de la futura madre, independientemente de su estado de embarazo, requiriese urgentemente una intervención quirúrgica u otra aplicación terapéutica que tuviera como consecuencia secundaria –en ningún modo querida ni intentada, pero inevitable– la muerte del feto, tal acto no podría ya llamarse un atentado directo contra la vida inocente. En estas condiciones, la operación puede ser lícita, como otras intervenciones médicas semejantes, siempre que se trate de un bien de alto valor como es la vida y no sea posible diferir aquélla hasta después del nacimiento del niño ni recurrir a otro remedio eficaz.

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[16.–] Y como el fin primario del matrimonio es el estar al servicio de la vida, Nuestra principal complacencia y Nuestra paternal gratitud se dirigen a aquellos esposos generosos que, por amor de Dios y confiando en Él, sostienen animosamente una familia numerosa.

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[17.–] Por otra parte, la Iglesia sabe considerar, con simpatía y comprensión, las dificultades reales de la vida matrimonial en nuestros días. Por ello, en Nuestra última alocución sobre la moral conyugal, afirmamos la legitimidad y al mismo tiempo los límites –en verdad bien amplios– de una regulación de la prole, que, contrariamente al llamado control de los nacimientos, es compatible con la ley de Dios. Se puede también esperar (pero en tal materia la Iglesia deja, naturalmente, el juicio último a la ciencia médica) que ésta consiga dar a aquel método lícito una base suficientemente segura, y las más recientes informaciones parecen confirmar tal esperanza.

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[18.–] Por lo demás, para vencer las múltiples pruebas de la vida conyugal valen sobre todo la fe viva y la frecuencia de los sacramentos, de donde brotan torrentes de fuerza, de cuya eficacia difícilmente pueden darse una idea clara los que viven fuera de la Iglesia. Y con este llamamiento a los auxilios de lo Alto deseamos concluir Nuestras palabras. Podría también sucederos un día, amados hijos e hijas, el ver vacilar vuestro valor bajo la violencia de la tempestad desencadenada alrededor de vosotros e incluso más peligrosamente, en el seno de la familia, por las doctrinas subversivas del sano y normal concepto del matrimonio cristiano. ¡Tened confianza! Las energías de la naturaleza y, sobre todo, las de la gracia, con las cuales Nuestro Señor ha enriquecido vuestras almas en el sacramento del matrimonio, son como una roca firme contra la cual se rompen impotentes las olas de un mar tempestuoso. Y si los dramas de la guerra y de la posguerra han dañado al matrimonio y a la familia con heridas que aún manan sangre, sin embargo, incluso en estos años, la constante fidelidad y la firme perseverancia de los esposos y el amor maternal, pronto para indecibles sacrificios, han obtenido en innumerables casos verdaderos y espléndidos triunfos.

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[19.–] Proseguid, por lo tanto valerosamente vuestro trabajo confiados en la ayuda divina; en prenda de la cual con efusión de corazón damos a vosotros y a vuestras familias Nuestra paternal Bendición Apostólica.

[EyD, 1714-1718]