[0917] • JUAN PABLO II (1978-2005) • CONCUPISCENCIA Y ADULTERIO
Alocución Riflettiamo, en la Audiencia General, 10 septiembre 1980
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1. Reflexionemos sobre las siguientes palabras de Jesús, tomadas del Sermón de la Montaña: “Todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón” (“ya la ha hecho adúltera en su corazón”) (Mt5, 28). Cristo pronuncia esta frase ante los oyentes que, basándose en los Libros del Antiguo Testamento, estaban preparados, en cierto sentido, para comprender el significado de la mirada que nace de la concupiscencia. Ya el miércoles pasado hicimos referencia a los textos tomados de los llamados Libros Sapienciales.
He aquí, por ejemplo, otro pasaje, en el que el autor bíblico analiza el estado de ánimo del hombre dominado por la concupiscencia de la carne:
“...el que se abrasa en el fuego de sus apetitos, que no se apaga hasta que del todo le consume; el hombre impúdico consigo mismo, que no cesará hasta que su fuego se extinga; el hombre fornicario, a quien todo el pan es dulce, que no se cansará mientras no muera; el hombre infiel a su propio lecho conyugal, que dice para sí: ‘¿Quién me ve? La oscuridad me cerca y las paredes me ocultan, nadie me ve, ¿qué tengo que temer? El Altísimo no se da cuenta de mis pecados’. Sólo teme los ojos de los hombres. Y no sabe que los ojos del Señor son mil veces más claros que el sol y que ven todos los caminos de los hombres y penetran hasta los lugares más escondidos... Así también la mujer que engaña a su marido, y de un extraño le da un heredero” (Sir23, 22-32).
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2. No faltan descripciones análogas en la literatura mundial (1). Ciertamente, muchas de ellas se distinguen por una más penetrante perspicacia de análisis psicológico y por una mayor intensidad sugestiva y fuerza de expresión.
Sin embargo, la descripción bíblica del Sirácida (23, 22-32) comprende algunos elementos que pueden ser considerados “clásicos” en el análisis de la concupiscencia carnal. Un elemento de esta clase es, por ejemplo, el parangón entre la concupiscencia de la carne y el fuego: éste, inflamándose en el hombre, invade sus sentidos, excita su cuerpo, envuelve los sentimientos y en cierto sentido se adueña del “corazón”. Esta pasión, originada por la concupiscencia carnal, sofoca en el “corazón” la voz más profunda de la conciencia, el sentido de responsabilidad ante Dios; y precisamente esto, de modo particular, se pone en evidencia en el texto bíblico que acabamos de citar. Por otra parte, persiste el pudor exterior respecto a los hombres –o, más bien, una apariencia de pudor–, que se manifiesta como temor a las consecuencias, más que al mal en sí mismo. Al sofocar la voz de la conciencia, la pasión trae consigo inquietud de cuerpo y de sentidos: es la inquietud del “hombre exterior”. Cuando el hombre interior ha sido reducido al silencio, la pasión, después de haber obtenido, por decirlo así, libertad de acción, se manifiesta como tendencia insistente a la satisfacción de los sentidos y del cuerpo.
Esta satisfacción, según el criterio del hombre dominado por la pasión, debería extinguir el fuego; pero, al contrario, no alcanza las fuentes de la paz interior y se limita a tocar el nivel más exterior del individuo humano. Y aquí el autor bíblico constata justamente que el hombre, cuya voluntad está empeñada en satisfacer los sentidos, no encuentra sosiego ni se encuentra a sí mismo, sino, al contrario, se consume. La pasión mira a la satisfacción; por esto embota la actividad reflexiva y desatiende la voz de la conciencia; así, sin tener en sí principio alguno indestructible, “se desgasta”. Le resulta connatural el dinamismo del uso, que tiende a agotarse. Es verdad que, donde la pasión se inserte en el conjunto de las más profundas energías del espíritu, ella puede convertirse en fuerza creadora; pero en este caso debe sufrir una transformación radical. En cambio, si sofoca las fuerzas más profundas del corazón y de la conciencia (como sucede en el relato de Sir23, 22-32), “se consume” y, de modo indirecto, en ella se consume el hombre que es su presa.
1. Cfr., p. ej., las Confesiones de San Agustin:
“Deligatus morbo carnis mortifera suavitate trahebam catenam meam, solvi timens, et quasi concusso vulnere repellens verba bene suadentis tamquam manum solventis. (...) Magna autem ex parte atque vehementer consuetudo satiandae insatiabilis concupiscentiae me captum excruciabat” (Confesiones, lib. VI, c. 12, 21, 22).
“Et non stabam frui Deo meo, sed rapiebar ad te decore tuo; moxque deripiebar abs te pondere meo, et ruebam in ista cum gemitu: et pondus hoc, consuetudo carnalis” (Confesiones, lib. VII, c. 17).
“Sic aegrotabam et excruciabar accusans memetipsum solito acerbius nimis, ac volvens et versans me in vinculo meo, donec abrumperetur totum, quo iam exiguo tenebar, sed tenebar tamen. Et instabas tu in occultis Domine, severa misericordia, flagella ingerminans timoris et pudoris, ne rursus cessarem, et non abrumperetur idipsum exiguum et tenue quod remanserat; et revalesceret iterum et me robustius alligaret...” (Confesiones, lib. VIII, c. 11).
Dante describe esta ruptura interior y la considera merecedora de pena:
“Quando giungon davanti alla ruina quivi le strida, il compianto, il lamento, bestemmian quivi la virtù divina. Intensi che a così fatto tormento enno dannati i peccator carnali, che la ragion sommettono al talento. E comme gli stornei ne portan l’ali nel freddo tempo a schiera larga e piena, così quel fiato gli spiriti mali: di qua, di là, di giù, di su li mena; nulla speranza li conforta mai, non che di posa, ma di minor pena” (DANTE, Divina Commedia, “Inferno”, V, 37-43).
“Shakespeare has described the satisfaction of a tyrannous lust as something. Past reason hunted and, no sooner had, past reason hated” (C. S. LEWIS, The Four Loves, Nueva York, Harcourt, Brace, 1960, p. 28).
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3. Cuando Cristo, en el Sermón de la Montaña, habla del hombre que “desea”, que “mira con deseo”, se puede presumir que tiene ante los ojos también las imágenes conocidas por sus oyentes a través de la tradición “sapiencial”. Sin embargo, al mismo tiempo, se refiere a cada uno de los hombres que, según la propia experiencia interior, sabe lo que quiere decir “desear”, “mirar con deseo”. El Maestro no analiza esta experiencia ni la describe, como había hecho, por ejemplo, el Sirácida (23, 22-32); Él parece presuponer, diría, un conocimiento suficiente de ese hecho interior, hacia el que llama la atención de los oyentes, presentes y potenciales. ¿Es posible que alguno de ellos no sepa de qué se trata? Si verdaderamente no supiese nada de ello, no le atañería el contenido de las palabras de Cristo ni habría análisis o descripción alguna que se lo pudieran explicar. En cambio, si sabe –se trata en este caso, efectivamente, de una ciencia totalmente interior, intrínseca al corazón y a la conciencia– entenderá rápidamente que dichas palabras se refieren a él.
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4. Cristo, pues, no describe ni analiza lo que constituye la experiencia del “desear”, la experiencia de la concupiscencia de la carne. Incluso se tiene la impresión de que Él no penetra esta experiencia en toda la amplitud de su dinamismo interior, como sucede, por ejemplo, en el citado texto del Sirácida, sino que más bien se queda en sus umbrales. El “deseo” no se ha transformado todavía en una acción exterior, aún no ha llegado a ser “acto del cuerpo”; hasta ahora es el acto interior del corazón: se manifiesta en la mirada, en el modo de “mirar a la mujer”. Sin embargo, ya deja entender, desvela su contenido y su calidad esenciales.
Es preciso que hagamos ahora estos análisis. La mirada expresa lo que hay en el corazón. La mirada expresa, diría, a todo el hombre. Si generalmente se considera que el hombre “actúa conforme a lo que es” (operari sequitur esse), Cristo, en este caso, quiere poner en evidencia que el hombre “mira” conforme a lo que es: intueri sequitur esse. En cierto sentido, el hombre, a través de la mirada, se revela al exterior y a los otros; sobre todo revela lo que percibe en el “interior” (2).
2. El análisis filológico confirma el significado de la expresión ho blép¯on (“el que mira” o “todo el que mira”: Mt. 5, 28).
“Si blép¯o de Mt 5, 28 tiene el valor de percepción interna, equivalente a pienso, fijo la atención, observo resulta más severa y más elevada la enseñanza evangélica respecto a las relaciones interpersonales de los discípulos de Cristo.
Según Jesús, no es necesaria siquiera una mirada lujuriosa para convertir en adúltera a una persona. Basta incluso un pensamiento del corazón” (M. ADINOLFI, “Il desiderio della donna in Matteo 5, 28”, en Fondamenti biblici della teologia morale – Atti della XXII Settimana Biblica Italiana [Brescia, Paideia, 1973], p. 279).
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5. Cristo enseña, pues, a considerar la mirada como umbral de la verdad interior. Ya en la mirada, “en el modo de mirar”, es posible individuar plenamente lo que es la concupiscencia. Tratemos de explicarla. “Desear”, “mirar con deseo” indica una experiencia del valor del cuerpo, en la que su significado esponsalicio deja de ser tal, precisamente a causa de la concupiscencia. Además, cesa su significado procreador, del que hemos hablado en nuestras consideraciones precedentes, el cual –cuando se refiere a la unión conyugal del hombre y de la mujer– se arraiga en el significado esponsalicio del cuerpo y casi emerge de él orgánicamente. Ahora bien: el hombre, “al desear”, “al mirar para desear” (como leemos en Mt 5, 27-28), experimenta de modo más o menos explícito el alejamiento de ese significado del cuerpo, el cual (ya hemos observado en nuestras reflexiones) se basa en la comunión de las personas: tanto fuera del matrimonio como –de modo particular– cuando el hombre y la mujer están llamados a construir la unión “en el cuerpo” (como proclama el “Evangelio del principio” en el texto clásico de Gén 2, 24). La experiencia del significado esponsalicio del cuerpo está subordinada de modo particular a la llamada sacramental, pero no se limita a ella. Este significado califica la libertad del don, que –como veremos con más precisión en ulteriores análisis– puede realizarse no sólo en el matrimonio, sino también de modo diverso.
Cristo dice: “Todo el que mira a una mujer deseándola (el que mira con concupiscencia), ya adulteró con ella en su corazón” (“ya la ha hecho adúltera en el corazón”) (Mt 5, 28). ¿Acaso no quiere decir con esto que precisamente la concupiscencia –como el adulterio– es un alejamiento interior del significado esponsalicio del cuerpo? ¿No quiere remitir a los oyentes a sus experiencias interiores de este alejamiento? ¿Acaso no es por esto por lo que lo define “adulterio cometido en el corazón”?
[Enseñanzas 7, 154-157]
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1. Riflettiamo sulle seguenti parole di Gesù tratte dal Discorso della Montagna: “Chiunque guarda una donna per desiderarla, ha già commesso adulterio con lei nel suo cuore” (“l’ha già resa adultera nel suo cuore”)1. Cristo pronunzia questa frase davanti ad ascoltatori, i quali, in base ai Libri dell’Antico Testamento, erano, in un certo senso, preparati a comprendere il significato dello sguardo che nasce dalla concupiscenza. Già mercoledì scorso abbiamo fatto riferimento ai testi tratti dai cosiddetti Libri Sapienziali.
Ecco, ad esempio, un altro passo, in cui l’autore biblico analizza lo stato d’animo dell’uomo dominato dalla concupiscenza della carne:
“...una passione ardente come fuoco acceso / non si calmerà finchè non sarà consumata; / un uomo impudico nel suo corpo / non smetterà finchè non lo divori il fuoco; / per l’uomo impuro ogni pane è appetitoso, / non si stancherà finchè non muoia. /L’uomo infedele al proprio letto / dice fra sè: “Chi mi vede? /Tenebra intorno a me e le mura mi nascondono; / nessuno mi vede, che devo temere? / Dei miei peccati non si ricorderà l’Altissimo”. / Il suo timore riguarda solo gli occhi degli uomini; / non sa che gli occhi del Signore / sono miriadi di volte più luminosi del sole; / essi vedono tutte le azioni degli uomini / e penetrano fin nei luoghi più segreti. / ... / Così della donna che abbandona suo marito, / e gli presenta eredi avuti da un estraneo...” (2).
1. Matth. 5, 28.
2. Sir. 23, 22-32.
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2. Analoghe descrizioni non mancano nella letteratura mondiale (3). Certo, molte di esse si distinguono per una più penetrante perspicacia di analisi psicologica e per una più intensa suggestività e forza espressiva. Tuttavia, la descrizione biblica del Siracide (4) comprende alcuni elementi che possono essere ritenuti “classici” nell’analisi della concupiscenza carnale. Un elemento del genere è, ad esempio, il paragone tra la concupiscenza della carne e il fuoco: questo, divampando nell’uomo, ne invade i sensi, eccita il corpo, coinvolge i sentimenti e in certo senso s’impossessa del “cuore”. Tale passione, originata dalla concupiscenza carnale, soffoca nel “cuore” la voce più profonda della coscienza, il senso di responsabilità davanti a Dio; ed appunto ciò è particolarmente posto in evidenza nel testo biblico or ora citato. Persiste, d’altra parte, il pudore esteriore rispetto agli uomini –o piuttosto una parvenza di pudicizia– che si manifesta come timore delle conseguenze anzichè del male in se stesso. Soffocando la voce della coscienza, la passione porta con sè inquietudine di corpo e di sensi: è l’inquietudine dell’“uomo esteriore”. Quando l’uomo interiore è stato ridotto al silenzio, la passione, dopo aver ottenuto, per così dire, libertà d’azione, si manifesta come insistente tendenza alla soddisfazione dei sensi e del corpo.
Tale appagamento, secondo il criterio dell’uomo dominato dalla passione, dovrebbe estinguere il fuoco; ma, al contrario, esso non raggiunge le sorgenti della pace interiore e si limita a toccare il livello più esteriore dell’individuo umano. E qui l’autore biblico giustamente constata che l’uomo, la cui volontà è impegnata nel soddisfare i sensi, non trova quiete né ritrova se stesso, ma, al contrario, “si consuma”. La passione mira al soddisfacimento; perciò ottunde l’attività riflessiva e disattende la voce della coscienza; così, senza avere in sè alcun principio di indistruttibilità, essa “si logora”. Le è connaturale il dinamismo dell’uso, che tende ad esaurirsi. È vero che, ove la passione sia inserita nell’insieme delle più profonde energie dello spirito, essa può anche divenire forza creatrice; in tal caso, però, deve subire una trasformazione radicale. Se, invece, soffoca le forza più profonde del cuore e della coscienza (come avviene nel racconto del Siracide (5)), “si consuma” e, in modo indiretto, in essa si consuma l’uomo che ne è preda.
3. Cf., ex. gr., S. AUGUSTINI, Confessiones, lib. VI, cap. XII, 21, 22: “Deligatus morbo carnis mortifera suavitate trahebam catenam meam, solvi timens, et quasi concurso vulnere repellens verba bene suadentis tamquam manum solventis. (...) Magna autem ex parte atque vehementer consuetudo satiandae insatiabilis concupiscentiae me captum excruciabat”.
“Et non stabam frui Deo meo, sed rapiebar ad te decore tuo; moxque deripiebar abs te pondere meo, et ruebam in ista cum gemitu: et pondus hoc, consuetudo carnalis” (Ibid. lib. VII, cap. XVII).
“Sic aegrotabam et excruciabar accusans memetipsum solito acerbius nimis, ac volvens et versans me in vinculo meo, donec: abrumperetur totum, quo ism exiguo tenebar, sed tenebar tamen. Et instabas tu in occultis Dimine, severa misericordia, flagella ingeminans timoris et pudoris, ne rursus cessarem, et non abrumperetur idipsum exiguum et tenue quod remanserat; et revalesceret iterum et me rubustius alligaret...” (Ibid. lib. VIII, cap. XI).
Dante descrive questa frattura interiore e la considera meritevole di pena: “Quando giungon davanti alla ruina /quivi le strida, il compianto, il lamento; / bestemmian quivi la virtù divina. / Intesi che a cosi fatto tormento / enno dannati i peccator carnali, / che la ragion sommettono al talento. / E come gli stornei ne portan l’ali / nel freddo tempo a schiera larga e piena, /così quel fiato gli spiriti mali: / di qua, di là, di giù, di su li mena; / nulla speranza li conforta mai, / non che di posa, ma di minor pena” (DANTE ALIGHIERI, La Divina Commedia, “Inferno”, V, 37-43).
“Shakespeare has described the satisfaction on a tyrannous lust as something / Past reason hunted and, no sooner had, / past reason hated” (C. S. LEWIS, The Four Loves, New York 1960, Harcourt, Brace, p. 28).
4. Sir. 23, 22-32.
5. Sir. 23, 22-32.
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3. Quando Cristo nel Discorso della Montagna parla dell’uomo che “desidera”, che “guarda con desiderio”, si può presumere che abbia davanti agli occhi anche le immagini note ai suoi ascoltatori attraverso la tradizione “sapienziale”. Tuttavia, contemporaneamente, si riferisce ad ogni uomo che, in base alla propria esperienza interiore, sappia che cosa voglia dire “desiderare”, “guardare con desiderio”. Il Maestro non analizza tale esperienza né la descrive, come aveva fatto, per esempio, il Siracide (6); egli sembra presupporre, direi, una sufficiente conoscenza di quel fatto interiore, verso cui richiama l’attenzione degli ascoltatori, presenti e potenziali. È possibile che taluno di essi non sappia di che cosa si tratti? Se davvero non ne sapesse nulla, il contenuto delle parole di Cristo non lo riguarderebbe, né alcuna analisi o descrizione sarebbe in grado di spiegarglielo. Se invece sa –si tratta infatti in tal caso di una scienza del tutto interiore, intrinseca al cuore e alla coscienza– capirà subito quando le suddette parole si riferiscono a lui.
6. Ibid.
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4. Cristo, quindi, non descrive né analizza ciò che costituisce l’esperienza del “desiderare”, l’esperienza della concupiscenza della carne. Si ha perfino l’impressione che Egli non penetri questa esperienza in tutta l’ampiezza del suo interiore dinamismo, come accade, ad esempio, nel testo citato del Siracide, ma piuttosto si arresti alla sua soglia. Il “desiderio” non si è ancora trasformato in un’azione esteriore, ancora non è divenuto l’“atto del corpo”; è finora l’atto interiore del cuore: si esprime nello sguardo, nel modo di “guardare la donna”. Tuttavia, già lascia intendere, svela il suo contenuto e la sua qualità essenziali.
Occorre che facciamo ora tale analisi: Lo sguardo esprime ciò che è nel cuore. Lo sguardo esprime, direi, l’uomo intero. Se in generale si ritiene che l’uomo “agisce conformemente a ciò che è” (operari sequitur esse), Cristo in questo caso vuol mettere in evidenza che l’uomo “guarda” conformemente a ciò che è: intueri sequitur esse. In un certo senso, l’uomo attraverso lo sguardo si rivela all’esterno e agli altri; soprattutto rivela ciò che percepisce all’“interno” (7).
7. L’analisi filologica confirma il significato dell’espressione ho blép¯on (“il guardante” o “chiunque guarda”: Matth. 5, 28).
“Se blép¯o di Matth. 5, 28 ha il valore di percezione interna, equivalente a ‘penso, fermo l’attenzione, bado’, più severo e più elevato risulta l’insegnamento evangelico nei riguardi dei rapporti interpersonali dei discepoli di Cristo”.
“Secondo Gesù non è necessario neppure uno sguardo lussurioso per far diventare adultera una persona. Basta anche un pensiero del cuore” (M. ADINOLFI, Il desiderio della donna in Matteo 5, 28, in Fondamenti biblici della teologia morale, Arti della XXII Settimana Biblica Italiana, Paideia, Brescia 1973, p. 279).
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5. Cristo insegna, dunque, a considerare lo sguardo quasi come soglia della verità interiore. Già nello sguardo, “nel modo in cui si guarda”, è possibile individuare pienamente che cosa sia la concupiscenza. Cerchiamo di spiegarla. “Desiderare”, “guardare con desiderio” indica un’esperienza del valore del corpo, in cui il suo significato sponsale cessa di essere tale proprio a motivo della concupiscenza. Cessa, altresì, il suo significato procreativo, di cui abbiamo parlato nelle nostre precedenti considerazioni, il quale –quando riguarda l’unione coniugale dell’uomo e della donna– è radicato nel significato sponsale del corpo e quasi organicamente ne emerge. Orbene, l’uomo, “desiderando”, “guardando per desiderare” (8), sperimenta in modo più o meno esplicito il distacco da quel significato del corpo, che (come abbiamo già osservato nelle nostre riflessioni) sta alla base della comunione delle persone: sia fuori del matrimonio, sia –in modo particolare– quando l’uomo e la donna sono chiamati a costruire l’unione “nel corpo” (come proclama il “vangelo del principio” nel classico testo di Genesi 2, 24). L’esperienza del significato sponsale del corpo è subordinata in modo particolare alla chiamata sacramentale, ma non si limita ad essa. Tale significato qualifica la libertà del dono, che –come vedremo con più precisione nelle ulteriori analisi– può realizzarsi non solo nel matrimonio, ma anche in modo diverso.
Cristo dice: “Chiunque guarda la donna per desiderarla (cioè chi guarda con concupiscenza) ha già commesso adulterio con lei nel suo cuore” (“l’ha resa adultera nel cuore”)9. Non vuole forse egli dire con ciò che proprio la concupiscenza –come l’adulterio– è un distacco interiore dal significato sponsale del corpo? Non vuole rimandare i suoi ascoltatori alle loro esperienze interiori di tale distacco? Non è forse per questo che lo definisce “adulterio commesso nel cuore”?
[Insegnamenti GP II, 3/2, 589-593]
8. Un legimus in Matth. 5, 27-28.
19. Matth. 5, 28.