[0905] • JUAN PABLO II (1978-2005) • CARÁCTER NUPCIAL DEL CUERPO HUMANO
Alocución Il corpo humano, en la Audiencia General, 23 julio 1980
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1. El cuerpo humano, en su originaria masculinidad y feminidad, según el misterio de la creación –como sabemos por el análisis de Gén 2, 23-25–, no es solamente fuente de fecundidad, o sea, de procreación, sino que desde “el principio” tiene un carácter nupcial; lo que quiere decir que es capaz de expresar el amor con que el hombre-persona se hace don, verificando así el profundo sentido del propio ser y del propio existir. En esta peculiaridad suya, el cuerpo es la expresión del espíritu y está llamado en el ministerio mismo de la creación, a existir en la comunión de las personas a “imagen de Dios”. Ahora bien: la concupiscencia “que viene del mundo” –y aquí se trata directamente de la concupiscencia del cuerpo– limita y deforma el objetivo modo de existir del cuerpo, del que el hombre se ha hecho partícipe. El “corazón” humano experimenta el grado de esta limitación o deformación, sobre todo en el ámbito de las relaciones recíprocas hombre-mujer. Precisamente en la experiencia del “corazón” la feminidad y la masculinidad, en sus mutuas relaciones, parecen no ser ya la expresión del espíritu que tiende a la comunión personal y quedan solamente como objeto de atracción, al igual, en cierto sentido, de lo que sucede “en el mundo” de los seres vivientes que, como el hombre, han recibido la bendición de la fecundidad (Cfr. Gén 1).
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2. Tal semejanza está ciertamente contenida en la obra de la creación; lo confirma también Gén 2 y especialmente el ver sículo 24. Sin embargo, lo que constituía el substrato “natural”, somático y sexual de esa atracción, ya en el misterio de la creación expresaba plenamente la llamada del hombre y de la mujer a la comunión personal; en cambio, después del pecado, en la nueva situación de que habla Gén 3, tal expresión se debilitó y se ofuscó, como si hubiera disminuido en el delinearse de las relaciones recíprocas o como si hubiese sido rechazada sobre otro plano. El substrato natural y somático de la sexualidad humana se manifestó como una fuerza casi autógena, señalada por una cierta “constricción del cuerpo”, operante según una propia dinámica, que limita la expresión del espíritu y la experiencia del intercambio de donación de la persona. Las palabras de Gén 3, 16, dirigidas a la primera mujer, parecen indicarlo de modo bastante claro (“buscarás con ardor a tu marido, que te dominará”).
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3. El cuerpo humano, en su masculinidad/feminidad, ha perdido casi la capacidad de expresar tal amor, en que el hombre-persona se hace don, conforme a la más profunda estructura y finalidad de su existencia personal, según hemos observado ya en los precedentes análisis. Si aquí no formulamos este juicio de modo absoluto y hemos añadido la expresión adverbial casi, lo hacemos porque la dimensión del don –es decir, la capacidad de expresar el amor con el que el hombre, mediante su feminidad o masculinidad se hace don para el otro–, en cierto modo, no ha cesado de empapar y plasmar el amor que nace del corazón humano. El significado nupcial del cuerpo no se ha hecho totalmente extraño a ese corazón: no ha sido totalmente sofocado por parte de la concupiscencia, sino sólo habitualmente amenazado. El “corazón” se ha convertido en el lugar de combate entre el amor y la concupiscencia. Cuanto más domina la concupiscencia al corazón, tanto menos éste experimenta el significado nupcial del cuerpo y tanto menos sensible se hace al don de la persona, que en las relaciones mutuas del hombre y la mujer expresa precisamente ese significado. Ciertamente, también el “deseo” de que Cristo habla en Mt5, 27-28 aparece en el corazón humano en múltiples formas; no siempre es evidente y patente, a veces está escondido y se hace llamar “amor”, aunque cambie su auténtico perfil y oscurezca la limpieza del don en la relación mutua de las personas. ¿Quiere acaso esto decir que debamos desconfiar del corazón humano? ¡No! Quiere decir solamente que debemos tenerlo bajo control.
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4. La imagen de la concupiscencia del cuerpo que surge del presente análisis tiene una clara referencia a la imagen de la persona, con la cual hemos enlazado nuestras precedentes reflexiones sobre el tema del significado nupcial del cuerpo. En efecto, el hombre como persona que es, en la tierra, “la única criatura que Dios quiso por sí misma” y, al mismo tiempo, aquél que no puede “encontrarse plenamente sino a través de una donación sincera de sí mismo” (1). La concupiscencia en general –y la concupiscencia del cuerpo en particular– afecta precisamente a esa “donación sincera”; podría decirse que sustrae al hombre la dignidad del don, que queda expresada por su cuerpo mediante la feminidad y la masculinidad y, en cierto sentido, “despersonaliza” al hombre, haciéndolo objeto “para el otro”. En vez de ser “una cosa con el otro” –sujeto en la unidad, más aún, en la sacramental “unidad del cuerpo”–, el hombre se convierte en objeto para el hombre: la mujer para el varón, y viceversa. Las palabras del Gén 3, 16 –y antes aún, de Gén 3, 7– lo indican, con toda la claridad del contraste, con respecto a Gén 2, 23-25.
1. Gaudium et spes, 24: “Más aún, el Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno como nosotros también somos uno (Cfr. Jn. 17, 21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás”.
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5. Violando la dimensión de donación recíproca del hombre y de la mujer, la concupiscencia pone también en duda el hecho de que cada uno de ellos es querido por el Creador “por sí mismo”. La subjetividad de la persona cede, en cierto sentido, a la objetividad del cuerpo. Debido al cuerpo, el hombre se convierte en objeto para el hombre: la mujer para el varón, y viceversa. La concupiscencia significa, por así decirlo, que las relaciones personales del hombre y la mujer son vinculadas unilateral y reducidamente al cuerpo y al sexo en el sentido de que tales relaciones llegan a ser casi inhábiles para acoger el don recíproco de la persona. No contienen ni tratan la feminidad/masculinidad según la plena dimensión de la subjetividad personal, no constituyen la expresión de la comunión, sino que permanecen unilateralmente determinados “por el sexo”.
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6. La concupiscencia lleva consigo la pérdida de la libertad interior del don. El significado nupcial del cuerpo humano está ligado precisamente a esta libertad. El hombre puede convertirse en don –es decir, el hombre y la mujer pueden existir en la relación del recíproco don de sí– si cada uno de ellos domina a sí mismo. La concupiscencia, que se manifiesta como una “constricción ‘sui generis’ del cuerpo”, limita interiormente y restringe el autodominio de sí, y, por eso mismo, en cierto sentido, hace imposible la libertad interior del don. Además de esto, también sufre ofuscación la belleza que el cuerpo humano posee en su aspecto masculino y femenino, como expresión del espíritu. Queda el cuerpo como objeto de concupiscencia y, por tanto, como “terreno de apropiación” del otro ser humano. La concupiscencia, de por sí, no es capaz de promover la unión como comunión de personas. Ella sola no une, sino que se adueña. La relación del don se transforma en la relación de apropiación.
Llegados a este punto, interrumpimos por hoy nuestras reflexiones. El último problema aquí tratado es de tan gran importancia, y es además tan sutil, desde el punto de vista de la diferencia entre el amor auténtico (es decir, la “comunión de las personas”) y la concupiscencia, que tendremos que volver sobre el tema en nuestro próximo encuentro.
[Enseñanzas 7, 131-133]
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1. Il corpo umano nella sua originaria mascolinità e femminilità, secondo il mistero della creazione –come sappiamo dall’analisi di Genesi 2, 23-25 –non è soltanto fonte di fecondità, cioè di procreazione, ma fin “dal principio” ha un carattere sponsale: cioè, esso è capace di esprimere l’amore con cui l’uomo-persona diventa dono avverando così il profondo senso del proprio essere e del proprio esistere. In questa sua peculiarità, il corpo è l’espressione dello spirito ed è chiamato, nel mistero stesso della creazione, ad esistere nella comunione delle persone “ad immagine di Dio”. Orbene, la concupiscenza “che viene dal mondo” –si tratta qui direttamente della concupiscenza del corpo– limita e deforma quell’oggettivo modo di esistere del corpo, di cui l’uomo è divenuto partecipe. Il “cuore” umano sperimenta il grado di questa limitazione o deformazione, soprattutto nell’ambito dei rapporti reciproci uomo-donna. Proprio nell’esperienza del “cuore” la femminilità e la mascolinità, nei loro vicendevoli rapporti, sembrano non esser più l’espressione dello spirito cbe tende alla comunione personale, e restano soltanto oggetto di attrazione, in certo senso come avviene “nel mondo” degli esseri viventi che, al pari dell’uomo, hanno ricevuto la bendizione della fecondità1.
1. Cf. Gen. 1.
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2. Tale somiglianza è certamente contenuta nell’opera della creazione; lo conferma anche Genesi 2 e particolarmente il versetto 24. Tuttavia, ciò che costituiva il substrato “naturale”, somatico e sessuale, di quella attrazione, già nel mistero della creazione esprimeva pienamente la chiamata dell’uomo e della donna alla comunione personale; invece, dopo il peccato, nella nuova situazione di cui parla Genesi 3, tale espressione si indebolì e si offuscò: come se venisse meno nel delinearsi dei rapporti reciproci, oppure come se fosse respinta su un altro piano. Il substrato naturale e somatico della sessualità umana si manifestò come una forza quasi autogena, contrassegnata da una certa “costrizione del corpo”, operante secondo una propria dinamica, che limita l’espressione dello spirito e l’esperienza dello scambio del dono della persona. Le parole di Genesi 3, 16 rivolte alla prima donna sembrano indicarlo in modo abbastanza chiaro (“verso tuo marito sarà il tuo istinto, ma egli ti dominerà”).
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3. Il corpo umano nella sua mascolinità-femminilità ha quasi perduto la capacità di esprimere tale amore, in cui l’uomo-persona diventa dono, conforme alla più profonda struttura e finalità della sua esistenza personale, come abbiamo già osservato nelle precedenti analisi. Se qui non formuliamo questo giudizio in modo assoluto e vi aggiungiamo l’espressione avverbiale “quasi”, lo facciamo perchè la dimensione del dono –cioè la capacità di esprimere l’amore con cui l’uomo, mediante la sua femminilità o mascolinità, diventa dono per l’altro– in qualche misura non ha cessato di permeare e di plasmare l’amore che nasce nel cuore umano. Il significato sponsale del corpo non è diventato totalmente estraneo a quel cuore: non vi è stato totalmente soffocato da parte della concupiscenza, ma soltanto abitualmente minacciato. Il “cuore” è diventato luogo di combattimento tra l’amore e la concupiscenza. Quanto più la concupiscenza domina il cuore, tanto meno questo sperimenta il significato sponsale del corpo, e tanto meno diviene sensibile al dono della persona, che nei rapporti reciproci dell’uomo e della donna esprime appunto quel significato. Certamente, anche quel “desiderio” di cui Cristo parla in Matteo 5, 27-28, appare nel cuore umano in forme molteplici: non sempre e evidente e palese, talvolta è nascosto, così che si fa chiamare “amore”, sebbene muti il suo autentico profilo e oscuri la limpidezza del dono nel rapporto reciproco delle persone. Vuol forse dire, questo, che abbiamo il dovere di diffidare del cuore umano? No! Ciò vuol soltanto dire che dobbiamo mantenerne il controllo.
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4. L’immagine della concupiscenza del corpo, che emerge dalla presente analisi, ha un chiaro riferimento all’immagine della persona, con la quale abbiamo collegato le nostre precedenti riflessioni sul tema del significato sponsale del corpo. L’uomo infatti come persona è in terra “la sola creatura che Iddio ha voluto per se stessa” e, in pari tempo, colui che non puo “ritrovarsi pienamente se non attraverso un dono sincero di sè” (2). La concupiscenza in generale –e la concupiscenza del corpo in particolare– colpisce appunto questo “dono sincero”: sottrae all’uomo, si potrebbe dire, la dignità del dono, che viene espressa dal suo corpo mediante la femminilità e la mascolinità, e in certo senso “depersonalizza” l’uomo facendolo oggetto “per l’altro”. Invece di essere “insieme con l’altro” –soggetto nell’unità, anzi nella sacramentale “unità del corpo”– l’uomo diviene oggetto per l’uomo: la femmina per il maschio e viceversa. Le parole di Genesi 3, 16 –e, prima ancora, di Genesi 3, 7– lo attestano, con tutta la chiarezza del contrasto, rispetto a Genesi 2, 23-25.
2. Gaudium et spes, 24: “Anzi il Signore Gesù quando prega il Padre, perchè ‘tutti siano una cosa sola, como io e te siamo una cosa sola’ (Io. 17, 21-22) mettendoci davanti orizzonti impervi alla ragione umana, ci ha suggerito una certa similitudine tra l’unione delle persone divine e l’unione dei figli di Dio nella verità e nella carità. Questa similitudine manifesta che l’uomo, il quale in terra è la sola creatura che Iddio abbia voluto per se stessa, non possa ritrovarsi pienamente se non attraverso un dono sincero di sè”.
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5. Infrangendo la dimensione del dono reciproco dell’uomo e della donna, la concupiscenza mette anche in dubbio il fatto che ognuno di essi è voluto dal Creatore “per se stesso”. La soggettività della persona cede, in un certo senso, all’oggettività del corpo. A motivo del corpo l’uomo diviene oggetto per l’uomo: la femmina per il maschio e viceversa. La concupiscenza significa, per così dire, che i rapporti personali dell’uomo e della donna vengono unilateralmente e riduttivamente vincolati al corpo e al sesso, nel senso che tali rapporti divengono quasi inabili ad accogliere il dono reciproco della persona. Non contengono né trattano la femminilità-mascolinità secondo la piena dimensione della soggettività personale, non costituiscono l’espressione della comunione, ma permangono unilateralmente determinati “dal sesso”.
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6. La concupiscenza comporta la perdita della libertà interiore del dono. Il significato sponsale del corpo umano è legato appunto a questa libertà. L’uomo può diventare dono –ossia l’uomo e la donna possono esistere nel rapporto del reciproco dono di sè– se ognuno di loro domina se stesso. La concupiscenza, che si manifesta come una “costrizione ‘sui generis’ del corpo”, limita interiormente e restringe l’autodominio di sè, e per ciò stesso, in certo senso rende impossibile la libertà interiore del dono. Insieme a ciò, subisce offuscamento anche la bellezza, che il corpo umano possiede nel suo aspetto maschile e femminile, come espressione dello spirito. Resta il corpo come oggetto di concupiscenza e quindi come “terreno di appropriazione” dell’altro essere umano. La concupiscenza, di per sè, non è capace di promuovere l’unione come comunione di persone. Da sola, essa non unisce, ma si appropria. Il rapporto del dono si muta nel rapporto di appropriazione.
A questo punto, interrompiamo oggi le nostre riflessioni. L’ultimo problema qui trattato è di così grande importanza, ed è inoltre tanto sottile, dal punto di vista della differenza tra l’autentico amore (cioè tra la “comunione delle persone”) e la concupiscenza, che dovremo riprenderlo nel nostro prossimo incontro.
[Insegnamenti GP II, 3/2, 288-291]