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[0940] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LOS VALORES PROFUNDOS Y ESENCIALES HACIA LOS QUE CRISTO DIRIGE EL CORAZÓN DEL HOMBRE

Alocución Nel corso, en la Audiencia General, 5 noviembre 1980

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1. En el curso de nuestras reflexiones semanales sobre el enunciado de Cristo en el Sermón de la Montaña, en el que Él, refiriéndose al mandamiento “No adulterarás”, compara la “concupiscencia” (“la mirada concupiscente”) con el “adulterio cometido en el corazón”, tratamos de responder a la pregunta: ¿Estas palabras solamente acusan al “corazón” humano o son, ante todo, una llamada que se le dirige? Se entiende que es una llamada de carácter ético; una llamada importante y esencial para el mismo ethos del Evangelio. Respondamos que dichas palabras son sobre todo una llamada.

Al mismo tiempo, tratamos de acercar nuestras reflexiones a los “itinerarios” que recorre, en su ámbito, la conciencia de los hombres contemporáneos. Ya en el precedente ciclo de nuestras consideraciones hemos aludido al eros. Este término griego, que pasó de la mitología a la filosofía, luego al lenguaje literario y finalmente a la lengua vulgar, al contrario de la palabra ethos, resulta extraño y desconocido para el lenguaje bíblico. Si en los presentes análisis de los textos bíblicos empleamos el término eros, desconocido a los Setenta y al Nuevo Testamento, lo hacemos con motivo del significado general que ha adquirido en la filosofía y en la teología, abrazando en su contenido las complejas esferas del bien y del mal, que dependen de la voluntad humana y están sometidas a las leyes de la conciencia y de la sensibilidad del “corazón” humano. El término “eros”, además de ser nombre propio del personaje mitológico, tiene en los escritos de Platón un significado filosófico (1), que parece ser diferente del significado común e incluso del que ordinariamente se le atribuye en la literatura. Obviamente, debemos tomar aquí en consideración la amplia gama de significados, que se diferencian entre sí por ciertos matices en lo que se refiere tanto al personaje mitológico como al contenido filosófico, como, sobre todo, al punto de vista “somático” o “sexual”. Teniendo en cuenta una gama tan amplia de significados, conviene valorar, de modo también diferenciado, lo que está en relación con el eros2, y se define como “erótico”.

1. Según Platón, el hombre, situado entre el mundo de los sentidos y el mundo de las ideas, tiene el destino de pasar del primero al segundo. Pero el mundo de las ideas no está en disposición, por sí solo, de superar el mundo de los sentidos: sólo puede hacerlo el eros, congénito al hombre. Cuando el hombre comienza a presentir la existencia de las ideas, gracias a la contemplación de los objetos existentes en el mundo de los sentidos, recibe el impulso de eros, o sea, del deseo de las ideas puras. Efectivamente, eros es la orientación del hombre “sensual” o “sensible” hacia lo que es trascendente: la fuerza que dirige al alma hacia el mundo de las ideas. En El Banquete, Platón describe las etapas de tal influjo de eros: éste eleva al espíritu del hombre de la belleza de un cuerpo singular a la de todos los cuerpos (por tanto, a la belleza de la ciencia) y finalmente a la misma idea de belleza (cfr. El Banquete 211; La República 541).

Eros no es ni puramente humano ni divino; es algo intermedio (daimonion) e intermediario. Su principal característica es la aspiración y el deseo permanentes. Incluso cuando parece dar, eros persiste como “deseo de poseer” y, sin embargo, se diferencia del amor puramente sensual por ser el amor que tiende a lo sublime.

Según Platón, los dioses no aman, porque no sienten deseos, en cuanto que sus deseos están todos saciados. Por tanto, pueden ser solamente objeto, pero no sujeto de amor (El Banquete 200-201). No tienen, pues, una relación directa con el hombre; sólo la mediación de eros permite el lazo de una relación (El Banquete 203). Por tanto, eros es el camino que conduce al hombre hacia la divinidad, pero no viceversa.

La aspiración a la trascendencia, es pues, un elemento constitutivo de la concepción platónica de eros, concepción que supera el dualismo radical del mundo de las ideas y del mundo de los sentidos. Eros permite pasar del uno al otro. Es, pues, una forma de huida más allá del mundo material, al que el alma tiene que renunciar, porque la belleza del sujeto sensible tiene valor solamente en cuanto conduce más alto.

Sin embargo, eros es siempre, para Platón, el amor egocéntrico: tiende a conquistar y a poseer el objeto que, para el hombre, representa un valor. Amar el bien significa desear poseerlo para siempre. El amor es, por tanto, siempre un deseo de inmortalidad y también esto demuestra el carácter egocéntrico de eros (cfr. A. NYGREN, Eros et Agapé. La notion chrétienne de l’amour et ses transformations, I [Paris, Aubier, 1962] pp. 180-200).

Para Platón, eros es un paso de la ciencia más elemental a la más profunda; es, al mismo tiempo, la aspiración a pasar de “lo que no es”, y se trata del mal, a lo que “existe en plenitud”, que es el bien (cfr. M. SCHELER, Amour et connaissance, en Le sens de la souffrance, suivi de deux autres essais [París, Aubier, s.f.] p. 145).

2. Cfr. por ejemplo, C. S. LEWIS, Eros, en The Four Loves (Nueva York, Harcout, Brace, 1960) pp. 131-133, 152, 159-160; P. CHAUCHARD, Vices des vertus, vertus des vices (París, Mame, 1965) p. 147.

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2. Según Platón, el eros representa la fuerza interior, que arrastra al hombre hacia todo lo que es bueno, verdadero y bello. Esta “atracción” indica, en tal caso, la intensidad de un acto subjetivo del espíritu humano. En cambio, en el significado común –como también en la literatura–, esta “atracción” parece ser ante todo de naturaleza sensual. Suscita la recíproca tendencia de ambos, del hombre y de la mujer, al acercamiento, a la unión de los cuerpos, a esa unión de la que habla Gén 2, 24. Se trata aquí de responder a la pregunta de si el eros connota el mismo significado que tiene en la narración bíblica (sobre todo en Gén 2, 23-25), que indudablemente atestigua la recíproca atracción y la llamada perenne de la persona humana –a través de la masculinidad y la feminidad– a esa “unidad en la carne” que, al mismo tiempo, debe realizar la unión-comunión de las personas. Precisamente por esta interpretación del “eros” (y a la vez de su relación con el ethos) adquiere importancia fundamental también el modo en que entendamos la “concupiscencia” de la que se habla en el Sermón de la Montaña.

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3. Por lo que parece, el lenguaje común toma en consideración, sobre todo, ese significado de la “concupiscencia” que hemos definido anteriormente como “psicológico” y que también podría ser denominado “sexológico”: esto es, basándose en premisas que se limitan ante todo a la interpretación naturalista, “somática” y sexualista del erotismo humano. (No se trata aquí, en modo alguno, de disminuir el valor de las investigaciones científicas en este campo, sino que se quiere llamar la atención sobre el peligro de la tendencia reductora y exclusivista). Ahora bien: en sentido psicológico y sexológico, la concupiscencia indica la intensidad subjetiva de la tendencia al objeto con motivo de su carácter sexual (valor sexual). Ese tender tiene su intensidad subjetiva a causa de la “atracción” específica que extiende su dominio sobre la esfera emotiva del hombre e implica su “corporeidad” (su masculinidad o feminidad somática). Cuando en el Sermón de la Montaña oímos hablar de la “concupiscencia” del hombre que “mira a la mujer para desearla”, estas palabras –entendidas en sentido psicológico (sexológico)– se refieren a la esfera de los fenómenos, que en el lenguaje común se califican precisamente como “eróticos”. En los límites del enunciado de Mt 5, 27-28, se trata solamente del acto interior, mientras que “eróticos” se definen sobre todo esos modos de actuar y de comportamiento recíproco del hombre y de la mujer que son manifestación externa propia de estos actos interiores. No obstante, parece estar fuera de toda duda que –razonando así– se deba poner casi el signo de igualdad entre “erótico” y lo que se “deriva del deseo” (y sirve para saciar la concupiscencia misma de la carne). Entonces, si fuese así, las palabras de Cristo según Mt 5, 27-28 expresarían un juicio negativo sobre lo que es “erótico” y, dirigidas al corazón humano, constituirían, al mismo tiempo, una severa advertencia contra el eros.

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4. Sin embargo, hemos sugerido ya que el término “eros” tiene muchos matices semánticos. Y por esto, al querer definir la relación del enunciado del Sermón de la Montaña (Mt 5, 27-28) con la amplia esfera de los fenómenos “eróticos”, esto es, de esas acciones y de esos comportamientos recíprocos mediante los cuales el hombre y la mujer se acercan y se unen hasta formar “una sola carne” (Cfr. Gén 2, 24), es necesario tener en cuenta la multiplicidad de matices semánticos del eros. Efectivamente, parece posible que en el ámbito del concepto de eros –teniendo en cuenta su significado platónico– se encuentre el puesto para ese ethos, para esos contenidos éticos e indirectamente también teológicos, los cuales, en el curso de nuestros análisis, han sido puestos de relieve por la llamada de Cristo al “corazón” humano en el Sermón de la Montaña. También el conocimiento de los múltiples matices semánticos del eros y de lo que, en la experiencia y descripción diferenciada del hombre, en diversas épocas y en diversos puntos de longitud y latitud geográfica y cultural, se define como “erótico”, puede ayudar a entender la específica y compleja riqueza del “corazón”, al que Cristo se refirió en su enunciado de Mt 5, 27-28.

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5. Si admitimos que el eros significa la fuerza interior que “atrae” al hombre hacia la verdad, el bien y la belleza, entonces en el ámbito de este concepto se ve también abrirse el camino hacia lo que Cristo quiso expresar en el Sermón de la Montaña. Las palabras de Mt 5, 27-28, si son una “acusación” al corazón humano, al mismo tiempo son más aún una llamada que se le dirige. Esta llamada es la categoría propia del ethos de la redención. La llamada a lo que es verdadero, bueno y bello significa al mismo tiempo, en el ethos de la redención, la necesidad de vencer lo que se deriva de la triple concupiscencia. Significa también la posibilidad y la necesidad de transformar aquello sobre lo cual ha pasado fuertemente la concupiscencia de la carne. Además, si las palabras de Mt 5, 27-28 representan esta llamada, significan, pues, que, en el ámbito erótico, el eros y el ethos no divergen entre sí, no se contraponen mutuamente, sino que están llamados a encontrarse en el corazón humano y a fructificar en este encuentro. Muy digno del corazón humano es que la forma de lo que es “erótico” sea, al mismo tiempo, forma del ethos, es decir, de lo que es “ético”.

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6. Esta afirmación es muy importante para el ethos y al mismo tiempo para la ética. Efectivamente, con este último concepto se vincula muy frecuentemente un significado “negativo”, porque la ética supone normas, mandamientos e incluso prohibiciones. De ordinario somos propensos a considerar las palabras del Sermón de la Montaña sobre la “concupiscencia” (sobre el “mirar para desear”) exclusivamente como una prohibición –una prohibición en la esfera del eros (esto es, en la esfera “erótica”)–. Y muy frecuentemente nos contentamos sólo con esta comprensión, sin tratar de descubrir los valores realmente profundos y esenciales que esta prohibición encierra; es decir, asegura. No sólo los protege, sino que los hace también accesibles y los libera si aprendemos a abrir nuestro “corazón” hacia ellos.

En el Sermón de la Montaña, Cristo nos lo enseña y dirige el corazón del hombre hacia estos valores.

[Enseñanzas 7, 183-186]