[2127] • BENEDICTO XVI (2005- • LOS PADRES CRISTIANOS, LLAMADOS A DAR UN TESTIMONIO CREÍBLE DE SU FE Y ESPERANZA
Homilía En esta Santa Misa durante la celebración de la Santa Misa con motivo del V Encuentro Mundial de las Familias, Ciudad de las Artes y las Ciencias, Valencia (España), 9 julio 2006
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En esta Santa Misa que tengo la inmensa alegrÃa de presidir, concelebrando con numerosos hermanos en el episcopado y con un gran número de sacerdotes, doy gracias al Señor por todas las amadas familias que os habéis congregado aquà formando una multitud jubilosa, y también por tantas otras que, desde lejanas tierras, seguÃs esta celebración a través de la radio y la televisión. A todos deseo saludaros y expresaros mi gran afecto con un abrazo de paz.
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Los testimonios de Ester y Pablo, que hemos escuchado antes en las lecturas, muestran cómo la familia está llamada a colaborar en la transmisión de la fe. Ester confiesa: âMi padre me ha contado que tú, Señor, escogiste a Israel entre las nacionesâ (14,5). Pablo sigue la tradición de sus antepasados judÃos dando culto a Dios con conciencia pura. Alaba la fe sincera de Timoteo y le recuerda âesa fe que tuvieron tu abuela Loide y tu madre Eunice, y que estoy seguro que tienes también túâ (2 Tm 1,5). En estos testimonios bÃblicos la familia comprende no sólo a padres e hijos, sino también a los abuelos y antepasados. La familia se nos muestra asà como una comunidad de generaciones y garante de un patrimonio de tradiciones.
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Ningún hombre se ha dado el ser a sà mismo ni ha adquirido por sà solo los conocimientos elementales para la vida. Todos hemos recibido de otros la vida y las verdades básicas para la misma, y estamos llamados a alcanzar la perfección en relación y comunión amorosa con los demás. La familia, fundada en el matrimonio indisoluble entre un hombre y una mujer, expresa esta dimensión relacional, filial y comunitaria, y es el ámbito donde el hombre puede nacer con dignidad, crecer y desarrollarse de un modo integral.
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Cuando un niño nace, a través de la relación con sus padres empieza a formar parte de una tradición familiar, que tiene raÃces aún más antiguas. Con el don de la vida recibe todo un patrimonio de experiencia. A este respecto, los padres tienen el derecho y el deber inalienable de transmitirlo a los hijos: educarlos en el descubrimiento de su identidad, iniciarlos en la vida social, en el ejercicio responsable de su libertad moral y de su capacidad de amar a través de la experiencia de ser amados y, sobre todo, en el encuentro con Dios. Los hijos crecen y maduran humanamente en la medida en que acogen con confianza ese patrimonio y esa educación que van asumiendo progresivamente. De este modo son capaces de elaborar una sÃntesis personal entre lo recibido y lo nuevo, y que cada uno y cada generación está llamado a realizar.
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En el origen de todo hombre y, por tanto, en toda paternidad y maternidad humana está presente Dios Creador. Por eso los esposos deben acoger al niño que les nace como hijo no sólo suyo, sino también de Dios, que lo ama por sà mismo y lo llama a la filiación divina. Más aún: toda generación, toda paternidad y maternidad, toda familia tiene su principio en Dios, que es Padre, Hijo y EspÃritu Santo.
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A Ester su padre le habÃa trasmitido, con la memoria de sus antepasados y de su pueblo, la de un Dios del que todos proceden y al que todos están llamados a responder. La memoria de Dios Padre que ha elegido a su pueblo y que actúa en la historia para nuestra salvación. La memoria de este Padre ilumina la identidad más profunda de los hombres: de dónde venimos, quiénes somos y cuán grande es nuestra dignidad. Venimos ciertamente de nuestros padres y somos sus hijos, pero también venimos de Dios, que nos ha creado a su imagen y nos ha llamado a ser sus hijos. Por eso, en el origen de todo ser humano no existe el azar o la casualidad, sino un proyecto del amor de Dios. Es lo que nos ha revelado Jesucristo, verdadero Hijo de Dios y hombre perfecto. Ãl conocÃa de quién venÃa y de quién venimos todos: del amor de su Padre y Padre nuestro.
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La fe no es, pues, una mera herencia cultural, sino una acción continua de la gracia de Dios que llama y de la libertad humana que puede o no adherirse a esa llamada. Aunque nadie responde por otro, sin embargo los padres cristianos están llamados a dar un testimonio creÃble de su fe y esperanza cristiana. Han de procurar que la llamada de Dios y la Buena Nueva de Cristo lleguen a sus hijos con la mayor claridad y autenticidad.
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Con el pasar de los años, este don de Dios que los padres han contribuido a poner ante los ojos de los pequeños necesitará también ser cultivado con sabidurÃa y dulzura, haciendo crecer en ellos la capacidad de discernimiento. De este modo, con el testimonio constante del amor conyugal de los padres, vivido e impregnado de la fe, y con el acompañamiento entrañable de la comunidad cristiana, se favorecerá que los hijos hagan suyo el don mismo de la fe, descubran con ella el sentido profundo de la propia existencia y se sientan gozosos y agradecidos por ello.
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La familia cristiana transmite la fe cuando los padres enseñan a sus hijos a rezar y rezan con ellos (cf. Familiaris consortio, 60); cuando los acercan a los sacramentos y los van introduciendo en la vida de la Iglesia; cuando todos se reúnen para leer la Biblia, iluminando la vida familiar a la luz de la fe y alabando a Dios como Padre.
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En la cultura actual se exalta muy a menudo la libertad del individuo concebido como sujeto autónomo, como si se hiciera él sólo y se bastara a sà mismo, al margen de su relación con los demás y ajeno a su responsabilidad ante ellos. Se intenta organizar la vida social sólo a partir de deseos subjetivos y mudables, sin referencia alguna a una verdad objetiva previa como son la dignidad de cada ser humano y sus deberes y derechos inalienables a cuyo servicio debe ponerse todo grupo social.
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La Iglesia no cesa de recordar que la verdadera libertad del ser humano proviene de haber sido creado a imagen y semejanza de Dios. Por ello, la educación cristiana es educación de la libertad y para la libertad. âNosotros hacemos el bien no como esclavos, que no son libres de obrar de otra manera, sino que lo hacemos porque tenemos personalmente la responsabilidad con respecto al mundo; porque amamos la verdad y el bien, porque amamos a Dios mismo y, por tanto, también a sus criaturas. Ãsta es la libertad verdadera, a la que el EspÃritu Santo quiere llevarnosâ (HomilÃa en la vigilia de Pentecostés, LâOsservatore Romano, edic. lengua española, 9-6-2006, p. 6).
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Jesucristo es el hombre perfecto, ejemplo de libertad filial, que nos enseña a comunicar a los demás su mismo amor: âComo el Padre me ha amado, asà os he amado yo; permaneced en mi amorâ (Jn 15,9). A este respecto enseña el Concilio Vaticano II que âlos esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino, deben apoyarse mutuamente en la gracia, con un amor fiel a lo largo de toda su vida, y educar en la enseñanza cristiana y en los valores evangélicos a sus hijos recibidos amorosamente de Dios. De esta manera ofrecen a todos el ejemplo de un amor incansable y generoso, construyen la fraternidad de amor y son testigos y colaboradores de la fecundidad de la Madre Iglesia como sÃmbolo y participación de aquel amor con el que Cristo amó a su esposa y se entregó por ellaâ (Lumen gentium, 41).
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La alegrÃa amorosa con la que nuestros padres nos acogieron y acompañaron en los primeros pasos en este mundo es como un signo y prolongación sacramental del amor benevolente de Dios del que procedemos. La experiencia de ser acogidos y amados por Dios y por nuestros padres es la base firme que favorece siempre el crecimiento y desarrollo auténtico del hombre, que tanto nos ayuda a madurar en el camino hacia la verdad y el amor, y a salir de nosotros mismos para entrar en comunión con los demás y con Dios.
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Para avanzar en ese camino de madurez humana, la Iglesia nos enseña a respetar y promover la maravillosa realidad del matrimonio indisoluble entre un hombre y una mujer, que es, además, el origen de la familia. Por eso, reconocer y ayudar a esta institución es uno de los mayores servicios que se pueden prestar hoy dÃa al bien común y al verdadero desarrollo de los hombres y de las sociedades, asà como la mejor garantÃa para asegurar la dignidad, la igualdad y la verdadera libertad de la persona humana.
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En este sentido, quiero destacar la importancia y el papel positivo que a favor del matrimonio y de la familia realizan las distintas asociaciones familiares eclesiales. Por eso, âdeseo invitar a todos los cristianos a colaborar, cordial y valientemente con todos los hombres de buena voluntad, que viven su responsabilidad al servicio de la familiaâ (Familiaris consortio, 86), para que uniendo sus fuerzas y con una legÃtima pluralidad de iniciativas contribuyan a la promoción del verdadero bien de la familia en la sociedad actual.
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Volvamos por un momento a la primera lectura de esta Misa, tomada del libro de Ester. La Iglesia orante ha visto en esta humilde reina, que intercede con todo su ser por su pueblo que sufre, un prefiguración de MarÃa, que su Hijo nos ha dado a todos nosotros como Madre; una prefiguración de la Madre, que protege con su amor a la familia de Dios que peregrina en este mundo. MarÃa es la imagen ejemplar de todas las madres, de su gran misión como guardianas de la vida, de su misión de enseñar el arte de vivir, el arte de amar.
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La familia cristiana âpadre, madre e hijosâ está llamada, pues, a cumplir los objetivos señalados no como algo impuesto desde fuera, sino como un don de la gracia del sacramento del matrimonio infundida en los esposos. Si éstos permanecen abiertos al EspÃritu y piden su ayuda, él no dejará de comunicarles el amor de Dios Padre manifestado y encarnado en Cristo. La presencia del EspÃritu ayudará a los esposos a no perder de vista la fuente y medida de su amor y entrega, y a colaborar con él para reflejarlo y encarnarlo en todas las dimensiones de su vida. El EspÃritu suscitará asimismo en ellos el anhelo del encuentro definitivo con Cristo en la casa de su Padre y Padre nuestro. Ãste es el mensaje de esperanza que desde Valencia quiero lanzar a todas las familias del mundo.
[Insegnamenti BXVI, II/2 (2006), 41-45]
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