[0286] • LEÓN XIII, 1878-1903 • MATRIMONIO CIVIL
De la Carta Il divisamento, al Cardenal Di Canossa, Obispo de Verona, y al episcopado véneto (Italia), 8 febrero 1893
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[1.–] El proyecto que se tiene de promulgar una nueva ley, que imponga el cumplimiento del rito civil antes de la celebración del matrimonio cristiano, ha excitado justamente vuestra vigilancia pastoral, y con loable consejo, antes de determinar la vía a seguir, os habéis dirigido a esta Sede Apostólica, a la cual, “por razón de su destacada principalidad, ha sido siempre necesario que toda Iglesia recurra”2[1]. Por tanto, Nos, atentos siempre, por obligación de nuestro supremo ministerio, a la incolumidad de la grey cristiana, no hemos dejado, entre nuestras graves e incesantes preocupaciones, de inculcar repetidas veces la necesidad de conservar en el matrimonio cristiano el carácter sagrado que le ha impreso su divino Fundador; tanto más cuanto que de este carácter sagrado depende la santidad de las familias, la paz de las conciencias, la recta educación de la prole y el bienestar de la sociedad civil. Especialmente en nuestra carta encíclica Arcanum divinae sapientiae3[2] hemos expuesto expresamente con la mayor diligencia y plenitud posibles la doctrina católica sobre esta materia; y Nos hemos procurado recordar al mismo tiempo todo lo que la Iglesia ha hecho en el transcurso de la historia para lograr y conservar la nobleza cristiana de la unión conyugal y todo cuanto respecto a ésta puede legítimamente atribuirse a la autoridad civil. Si todos los que oyeron nuestra palabra hubieran sido hombres de buena voluntad, o incluso engañados de buena fe, Nos habríamos esperado con razón que la verdad, una vez conocida, iluminando las mentes, los habría llevado, si no a reparar inmediatamente las injurias hechas a la Iglesia con injerencias indebidas en el matrimonio de sus hijos, sí al menos a abstenerse de más graves ultrajes. Pero en algunos es tan obstinada la intención de ultrajar todo lo cristiano y de proseguir en la triste obra comenzada de laicizar, como ellos dicen, la sociedad, y que no es otra cosa que independizarla de Jesucristo y privarla de los inmensos beneficios de la redención, que lejos de reparar los daños manifiestos ya causados, amenazan con los daños, más graves todavía, de un proyecto de ley que es ya bien conocido de todos.
[1]. [S. Irenaeus, Adversus haereses, 3, 3, 2: PG 7, 849].
[2]. [1880 02 10/1-28].
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[2.–] No es éste lugar adecuado para repetir detalladamente las enseñanzas ya dadas, pues están visibles a vuestros ojos y a los de los fieles; pero no es inoportuno declarar una vez más que el poder civil puede disponer acerca de los efectos civiles del matrimonio, pero debe dejar a la Iglesia lo que se refiere al matrimonio en sí mismo; que admita el hecho del verdadero y legítimo matrimonio, cual fue instituido por Jesucristo y predicado por la Iglesia, y después que tome las medidas para concederle o negarle los efectos que de él se siguen en la comunidad civil. Porque es un dogma de fe que el matrimonio de los cristianos fue elevado por Nuestro Señor Jesucristo a la dignidad de sacramento; y esta dignidad, según la doctrina católica, no puede ser considerada como una cualidad accidental añadida al contrato matrimonial, sino que es íntimamente esencial a éste, puesto que es el mismo contrato el que por divina institución ha sido hecho sacramento. Vana sería, por tanto, la distinción entre el contrato y el sacramento, de la que se pretendería inferir que entre cristianos puede darse un contrato matrimonial válido, que no sea sacramento. De donde se sigue, que perteneciendo exclusivamente a la Iglesia la administración de los sacramentos, toda injerencia de la autoridad política en el contrato matrimonial, y no simplemente en sus efectos, es una sacrílega usurpación.
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[3.–] Ahora bien, una ley que prescribiera el cumplimiento del rito civil antes del verdadero matrimonio que se contrae ante la Iglesia, tendría realmente por objeto el mismo contrato matrimonial, y no solamente sus efectos civiles; por consiguiente, el Estado vendría con esa ley a disponer de la administración de un sacramento. Ninguna otra autoridad, que no sea aquélla a la que pertenece esta administración, puede y debe juzgar de las condiciones requeridas para celebrar el matrimonio, de la aptitud y capacidad de los contrayentes y de las demás circunstancias de las que depende que el matrimonio se contraiga lícita y válidamente. Ni vale decir que la autoridad civil con la ley de precedencia del rito civil no toca para nada el sacramento administrado por la Iglesia; que ni lo niega ni lo reconoce, dejando al arbitrio de los contrayentes el celebrar, después del rito civil, también el matrimonio religioso. En realidad, esta ley castigaría el matrimonio religioso, es decir, el verdadero matrimonio, declarándolo implícitamente ilícito, en el caso en que no hubiera sido precedido del rito civil, porque no se pretende, aparentemente al menos, penar un acto lícito. Con las penas que la referida ley amenaza y que aplicaría frente a cualquier transgresión, una vez sancionada, no lograría ciertamente anular un matrimonio contraído según la ley de la Iglesia; pues se trata de derecho natural y divino, contra el cual no hay poder en el mundo que pueda prevalecer; pondría, por esto, en movimiento todos los medios para hacerlo considerar como nulo, para impedir sus obligaciones y frustrar los efectos que de él legítimamente se siguen. Si esto no fuese por sí mismo suficientemente claro, lo evidenciaría plenamente la sola consideración de una injusta y sacrílega disposición recientemente publicada en cuestión de matrimonios de militares, a quienes se ha impuesto la separación de sus esposas, después de haberse unido legítimamente a ellas, de manera análoga a como se les negaría, antes de unirse, la facultad de vincularse en matrimonio. De este modo, en unos tiempos de decantado progreso civil, se volvería a una antigua y tiránica barbarie, que tenía la osadía de privar a los hombres de un derecho que les viene de la naturaleza y que fue suprimida por la enérgica intervención de la Iglesia. La única diferencia estaría en que entonces se negaba a los esclavos el unirse en legítimo matrimonio, y ahora se negaría a los militares y a otras clases de personas, despojándolas de su libertad y convirtiéndolas en esclavos.
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[4.–] Pero no es ésta la única injuria que con esta ley se dirige a la Iglesia; contiene otra, igualmente gravísima. Todos sabemos que nuestro divino Salvador entregó a su Iglesia el juicio y el gobierno no sólo de todo lo que se refiere a la fe, sino también de cuanto mira a la moral. La Iglesia fue por Él instituida, para que fuera guía segura e infalible de todos en el camino de la eterna salvación; y como para salvarse no basta creer rectamente, sino que es además necesario obrar según la fe, por esto pertenece a la Iglesia el juicio sobre la ley moral y las costumbres, de la misma manera que sobre el depósito de la fe. Ahora bien, es precisamente materia de moral y costumbres ver si en determinados casos conviene vincularse en matrimonio o abstenerse de él. El estado de virginidad es por sí mismo más perfecto que el conyugal, y son muy de alabar aquellos que inspirados por la gracia lo abrazan; pero esta gracia de la perfecta continencia no es dada a todos, y por esto, como dice el Apóstol, es mejor casarse que abrasarse4[3]. Puede suceder igualmente, por la malicia y debilidad de la corrompida naturaleza, que prácticas reprobables entre dos personas se hayan convertido en verdadera costumbre, de tal manera que sin grave injuria y perjuicio de una de las partes, o sin peligro incluso de la eterna salvación de ambos, no podría omitirse el matrimonio. Pero además, para evitar al contraerlo la infamia y la discordia en las familias y entre las familias, convendrá tal vez realizarlo todo con sumo cuidado y secreto, dejando para después, cuando sea posible, la publicación del matrimonio celebrado.
[3]. [1 Cor. 7, 9].
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[5.–] Estas y otras consideraciones justísimas escapan a un Estado que, pretendiendo absorber en sí todos los derechos de la familia y de los individuos, no duda en intervenir en todo, con el pretexto de cuidarlo todo por sí mismo, y cuidaría de esto en realidad con una total desconsideración. A un Estado que quiere prescindir de toda ley divina y cristiana nada le importa que se multipliquen los pecados, ya sea buscando ilícitas uniones, ya sea perseverando en ellas; sin embargo, la razón, la fe, la historia, demuestran con evidencia que la corrupción de las costumbres enerva, desgasta y destruye las sociedades. Tanta es la ceguera y tanto el odio de estos nuevos legisladores, que en el mismo instante de la muerte, cuando un alma está próxima a presentarse al tremendo juicio de Dios, querrían ligar las manos a su ministro, no permitiéndole ejercitar su ministerio de reconciliación, de paz y de salvación, si no es bajo condiciones durísimas, que frecuentemente, para observarlas con todo rigor, expondrían a aquella alma a la eterna ruina.
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[6.–] La Iglesia, sean las que sean las disposiciones de una autoridad terrena, no abandonará jamás su divina misión, y nunca podrá resignarse a dejar perecer las almas redimidas por la sangre de Jesucristo, de las cuales deberá rendir estrechísima cuenta; por otra parte, a decir verdad, el Estado nada tiene que temer al dejar a la Iglesia obrar con la libertad que es propia de su salutífero ministerio. Si a veces la Iglesia permite de mal grado que se celebren matrimonios ocultos, o como suele decirse, de conciencia, esto no sucede más que en casos de gravísima urgencia y porque lo exige la ley suprema de la salvación de las almas. Pero la propia Iglesia ha fijado las condiciones de estos matrimonios, para que tales casos sean rarísimos; y ha señalado los remedios, para que nada sufran en él los contrayentes y la prole, y lo ha regulado minuciosamente todo para prevenir otros inconvenientes. Por lo demás, en su legislación y en su práctica la Iglesia deplora que se den semejantes casos, y procura de todas las maneras posibles que el matrimonio sea contraído públicamente y con solemnidad. Para probarlo basta la constitución Satis vobis, de nuestro ilustre predecesor Benedicto XIV (5)[4], quien, después de haber expuesto lo que los concilios y los Pontífices han establecido sabiamente para la pública solemnidad de los matrimonios y haber enumerado los males que se derivan de la omisión de esta solemnidad, admite, sin embargo, algunas excepciones necesarias y rarísimas, pero dirigiéndose a los obispos les exhorta: “igual y mayor vigilancia debéis emplear para que, suprimidas las proclamas, el matrimonio se celebre en presencia del párroco o de otro sacerdote designado por el propio párroco o por vosotros, y con la asistencia de dos o tres testigos de confianza, para evitar que se conozca públicamente la celebración del matrimonio. Porque para que esta celebración sea lícita según los preceptos canónicos, no basta una causa cualquiera y vulgar, sino que se requiere una causa grave, urgente y urgentísima. Es obligación de vuestro ministerio pastoral investigar con todo cuidado la legitimidad y la urgencia de la causa de dispensación, para evitar que los matrimonios ocultos tengan el fin desastroso que a veces con intenso dolor de corazón hemos comprobado”.
[4]. [1741 11 17/1-4].
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[7.–] Siendo esto así, justamente se puede preguntar qué razón tiene el Estado para imponer la prioridad del rito civil. Porque el matrimonio contraído ante la Iglesia, debiendo regularmente ser público, no puede escapar de las miradas del Estado, el cual, con las leyes en vigor ha previsto ya, incluso en demasía, lo concerniente a los efectos civiles, que son únicamente de su competencia. ¿Por qué, pues, no contento con el llamado matrimonio civil, pretende ahora imponer su prioridad? ¿Para impedir tal vez los rarísimos matrimonios de conciencia, que la misma Iglesia no permite, si no es obligada por urgentísimas causas? La Ley, ordenada por su propia naturaleza al bien común, mal podrá ocuparse de casos singulares y rarísimos, de los cuales no hay que temer que sea turbada la pública paz y tranquilidad, que es el fin propio de la autoridad política, y siendo la ley un ordenamiento según la razón, no podrá impedir que en esos casos se haga cuanto la sana moral y la salvación eterna de las almas exige. Si la índole misma de la ley con que se amenaza no demostrase por sí misma a qué fines tiende, bastaría observar por quién está inspirada y promovida; porque no es un misterio, sino hecho públicamente conocido, que la masonería ha preparado desde hace ya tiempo esta nueva injuria a la Iglesia; y ahora, para llevarla a cabo, impone a sus adeptos el infligir esa injuria. Los intentos de esta secta maldita son siempre y en todas partes los mismos, esto es, directamente hostiles a Dios y a la Iglesia, y poco o nada le importa, no ya que las almas se pierdan, sino aun que la sociedad se precipite en una creciente decadencia, y la misma libertad, tan coreada por ellos, se vea oprimida, con tal que con ella la Iglesia quede encadenada y oprimida y se debilite y extinga gradualmente en los pueblos el sentimiento religioso.
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[8.–] Sin duda alguna, no es más que una amarga ironía la palabra libertad puesta en boca de quienes pretenden regular a su capricho un derecho que todo hombre tiene por naturaleza, y cuyo ejercicio es anterior a la constitución de la sociedad civil, ya que ésta tiene como elementos inmediatos las familias, las cuales se forman y constituyen con el vínculo conyugal. Pero más grave todavía es la violencia que se hace a las conciencias cuando se pretende imponer tal ley a una nación católica que, fiel a sus antiguas tradiciones y más próxima que cualquier otra, por singular privilegio, al centro de la unidad, siente con mayor viveza lesionadas con esta ley sus más sagradas convicciones y su fe. De nada sirve repetir que el Estado deja después la libertad de unirse en matrimonio también ante la Iglesia; porque de esta manera se daría igual libertad para no presentarse a la Iglesia, introduciendo por la vía de hecho la errónea persuasión de que con el solo rito civil se vive en legítimo matrimonio, siendo así que sólo se tendría un abominable concubinato. Además, si la Iglesia, por justos motivos, no pudiera unir en matrimonio a los que se habían unido civilmente, se verían éstos obligados a un celibato para el que no tienen ni voluntad ni vocación, o bien a llevar una vida en ilícita y escandalosa unión.
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[9.–] Pero hay más: no sólo se violenta la libertad de los contrayentes, sino también la de los testigos; y esta violencia es tanto más odiosa cuanto que se quiere hacer de los confidentes y amigos, que serían escogidos en los casos de necesidad, viles delatores y traidores de la amistad. Finalmente, la tiranía mayor sería la ejercida contra los ministros del Santuario, que serían procesados y castigados por la sola razón de haber prestado su ministerio a un acto de absoluta competencia de la autoridad eclesiástica y por motivos sacrosantos de moralidad y de salvación eterna de las almas, esto es, por haber obrado según la conciencia y el deber. Y como si fuese poca ofensa a la libertad común la que nace de las concretas prescripciones de la ley, se quiere aumentarla con la inaudita severidad de las penas que se establecen: severidad que se manifiesta como obra sectaria y hostil, por ejercerla un Estado que pretende, en el resto de su legislación, mostrarse inspirado por la moderación de las costumbres y de los tiempos. Y así, mientras se suprime o mitiga el castigo debido a los delitos más graves, se anuncia en cambio que se va a cargar la mano solamente para oprimir a los fieles y a los sacerdotes, que siguiendo la voz de la propia conciencia, obedecen a Jesucristo y a su Iglesia, y, por lo que a los párrocos toca, a nadie puede ocultarse la simulada ignorancia o la contradicción de los legisladores, porque mientras aparentan compadecerse de su pobreza y dejan entrever medidas destinadas a mejorar su situación, determinan por otro lado someterlos a multas enormes, que nunca podrían satisfacer.
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[10.–] He aquí, por tanto, brevemente el juicio que debe darse sobre el nuevo proyecto de ley, de que nos ocupamos. Usurpa los derechos de la Iglesia, obstaculiza su acción salutífera y aprieta cada vez más las cadenas que la oprimen con grave daño de las almas. Hiere la justa libertad de los ciudadanos y de los fieles, fomenta y sanciona uniones ilegítimas; abre la vía a nuevos escándalos y desórdenes morales. Turba la paz de las conciencias, y agudiza el conflicto entre la Iglesia y el Estado, conflicto totalmente contrario al orden establecido por el Creador, justamente deplorado y condenado por todos los espíritus rectos, y del cual ciertamente jamás ha sido verdadera causa la Iglesia.
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[11.–] Vosotros, pues, venerables hermanos, que habéis apreciado el peligro, animados por nuestra palabra, unid vuestras voces a la nuestra para instruir a la grey confiada a vuestros cuidados pastorales sobre la naturaleza de la detestable ley, sobre el verdadero fin a que tienden sus promotores, sobre los graves daños que se seguirían si fuese aprobada, para que los fieles no se dejen ofuscar por la falsa luz con que hipócritamente la presentan, ni se dejen engañar por los vanos sofismas con que intentan apoyarla. Infundidles coraje, para que por todos los medios que todavía están a su alcance, hagan resonar fuertemente sus exigencias, dictadas por el deber de defender la tranquilidad y el decoro de las familias, de cuanto hay de noble y de honesto en su naturaleza y de cuanto hay de verdadero y de fuerte en su fe tradicional. Que los fieles hagan saber que, si están prestos a dar al César lo que es del César, no tolerarán jamás que se quite a Dios lo que es de Dios; y si desean conducirse como buenos ciudadanos de su patria terrestre, mucho más anhelan la patria celestial, adonde están llamados para convertirse en conciudadanos de los santos[5]. Tened después para vuestro clero, que da insignes y constantes pruebas de celo y de abnegación, palabras de aliento y caridad, para que en la lucha presente se muestren dignos de Aquél que, inmolándose a sí mismo por la salvación del mundo, los eligió para el alto oficio de cooperadores de tan gran empresa. Tengan, sí, la prudencia de evitar inútiles conflictos, pero tengan igualmente la fortaleza de poner los intereses de Jesucristo, de su Iglesia y de las almas por encima de todo otro interés. Cuando la tempestad arrecia, es cuando el piloto debe redoblar su vigilancia y su energía para impedir el naufragio, y es éste el tiempo en que todo el que participa en el sagrado ministerio, debe decir con el Apóstol: Con sumo gusto gastaré y me desgastaré a mí mismo en bien de vuestras almas[6].
[5]. [Ef. 2, 19].
[6]. [2 Cor. 12, 15].
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[12.–] A este efecto, implorando sobre todos vosotros, querido hijo nuestro y venerables hermanos, la plenitud de los favores del cielo, os damos con efusión de corazón la bendición apostólica.
Vaticano, 8 de febrero de 1893.
[DPJ, 28-40]
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[1.–] Il divisamento di sancire una nuova legge, che imponga la precedenza del rito civile sulla celebrazione del matrimonio cristiano, ha meritamente eccitato la vostra pastorale vigilanza, e con lodevole consiglio, prima di entrare in qualche determinazione all’uopo, vi siete volti a questa Apostolica Sede, alla quale propter potentiorem principalitatem necesse semper fuit omnem convenire Ecclesiam2[1]. Noi intenti sempre, per debito del Nostro supremo ministero, all’incolumità del gregge cristiano, fra le gravi ed incessanti Nostre cure, non lasciammo d’inculcare più volte la necessità di conservare al matrimonio cristiano il carattere santo impressogli dal suo divino Istitutore; tanto più che da esso dipende altresí la santità delle famiglie, la pace delle coscienze, la retta educazione della prole ed il benessere del civile consorzio. Specialmente nelle Nostre lettere encicliche Arcanum divinae sapientiae[2] esponemmo di proposito con la maggior diligenza e pienezza la dottrina cattolica su tale argomento; e Ci studiammo a un tempo di rammentare sia il molto dalla Chiesa operato nella successione dei tempi per raggiungere e mantenere la nobiltà cristiana della unione coniugale, e sia ancora ciò che rispetto ad essa può legittimamente attribuirsi alla potestà civile. Se quanti udirono la Nostra parola fossero stati uomini di buona volontà, od anche in buona fede ingannati, avremmo giustamente sperato che la verità conosciuta, illuminando le menti, avrebbe indotto, se non a riparare immediatamente i torti già recati alla Chiesa con indebite ingerenze nel matrimonio dei suoi figli, almeno a cessare da peggiori oltraggi. Ma sì ostinato in alcuni è il mal talento di osteggiare tutto ciò che è cristiano, e proseguire nella triste opera incominciata di laicizzare, come dicono, la società, e vuol dire di renderla indipendente da Gesù Cristo e privarla degli immensi beneficii della Redenzione, che lungi dal risarcire danni già fatti e manifesti, ne minacciano di più gravi col disegno di legge ormai a tutti notissimo.
[1]. [S. Irenaeus, Adversus haereses, 3, 3, 2: PG 7, 849].
[2]. [1880 02 10/1-28].
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[2.–] Non occorre qui ripetere per singolo gl’insegnamenti già dati, poichè sono sotto gli occhi vostri e dei fedeli; ma non è inopportuno dichiarare anche una volta, che il potere civile disponga pure dei civili effetti del matrimonio, ma lasci alla Chiesa ciò che riguarda il matrimonio in se stesso; ammetta il fatto del vero e legittimo matrimonio, quale fu istituito da Gesù Cristo e dalla Chiesa praticato, e indi prenda le mosse a concederne o negarne gli effetti che ne conseguono nella civil comunanza. Imperocchè è dogma di fede che il matrimonio dei cristiani fu elevato da N. S. Gesù Cristo alla dignità di Sacramento; nè questa dignità può secondo la dottrina cattolica, aversi in conto di una qualità accidentale aggiunta al contratto matrimoniale, ma è a questo intimamente essenziale, dappoichè appunto lo stesso contratto per divina istituzione è divenuto Sacramento. Vana però sarebbe la distinzione tra il contratto ed il Sacramento, a volerne inferire che fra’ cristiani possa darsi contratto matrimoniale valido, che non sia Sacramento. Onde nasce che, appartenendo esclusivamente alla Chiesa l’amministrazione dei Sacramenti, ogni ingerenza dell’autorità politica nel contratto matrimoniale, e non semplicemente nei suoi effetti, è sacrilega usurpazione.
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[3.–] Ora una legge che prescrivesse la precedenza del rito civile sul vero matrimonio che si contrae innanzi alla Chiesa, avrebbe veramente per oggetto lo stesso contratto matrimoniale, e non soltanto i suoi effetti civili; quindi lo Stato verrebbe con essa a disporre dell’amministrazione di un Sacramento. Niun’altra potestà, che quella a cui spetta siffatta amministrazione, può e deve giudicare delle condizioni richieste per celebrare il matrimonio, dell’attitudine e capacità dei contraenti e delle altre circostanze dalle quali dipende che il matrimonio si contragga lecitamente e validamente. Nè vale il dire che la potestà civile colla legge di precedenza del rito civile non tocca il Sacramento amministrato dalla Chiesa; non lo nega e non lo riconosce, lasciando all’arbitrio dei contraenti di celebrare dopo il rito civile anche il matrimonio religioso. In verità cotesta legge punirebbe il matrimonio religioso, cioè il vero matrimonio, dichiarandolo implicitamente illecito, ove non sia preceduto dal rito civile, se pure non pretendasi punire un atto lecito. Colle pene che la disegnata legge minaccia, e che infliggerebbe ove, sanzionata che fosse, venisse trasgredita, non riuscirebbe certamente a render nullo un matrimonio contratto secondo le leggi della Chiesa; poichè trattasi di diritto naturale e divino, contro il quale non vi è potestà al mondo che possa prevalere: metterebbe però in opera tutti i mezzi per farlo considerare come nullo, per impedirne i doveri e frustrarne gli effetti che legittimamente ne conseguono. Il che, se non fosse abbastanza chiaro per sé, diverrebbe al tutto evidente, considerando per poco un recente ingiusto e sacrilego provvedimento glá preso per i matrimonii dei militari; ai quali come, dopo essersi legittimamente uniti, è imposta la separazione dalla loro consorte, così, prima di unirsi, si negherebbe la facoltà di congiungersi in matrimonio. Per tal modo in tempi di vantato progresso civile, si tornerebbe ad un’antica e tirannica barbarie, che osava privare gli uomini di un diritto che loro viene da natura, e a cui disvellere tanto adoperossi la Chiesa: la sola differenza sarebbe, che allora negavasi agli schiavi di unirsi in legittimo matrimonio, ora si negherebbe ai militari e ad altre classi di persone, spogliandole della loro libertà e facendone schiavi.
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[4.–] Ma non è questa la sola ingiuria che si reca alla Chiesa colla proposta legge; ve ne ha un’altra, egualmente gravissima. Ognuno sa che il nostro divin Salvatore commise alla sua Chiesa il giudizio ed il governo, non pure di tutto ciò che spetta alla fede, ma di quanto ancora riguarda la morale. La Chiesa fu da Lui istituita, affinchè fosse a tutti guida sicura ed infallibile nella via della eterna salute: e come a salvarsi non basta credere rettamente, ma è di più necessario operare secondo la fede, così appartiene alla Chiesa il giudizio sulla legge morale e sui costumi, non altrimenti che sul deposito della fede. Ora è precisamente materia di morale e di costumi il vedere se in dati casi convenga stringersi in matrimonio, ovvero astenersene. Lo stato di verginità è per sè più perfetto del coniugale, e sono sommamente a lodarsi coloro che ispirati dalla grazia lo abbracciano; ma questa grazia di una perfetta continenza non è data a tutti, ed allora, secondo l’Apostolo, melius est nubere quam uri[3]. Può parimente accadere per la malizia e dobelezza della corrotta natura, che riprovevoli pratiche fra due persone siano già troppo inoltrate, talchè senza grave ingiuria e pregiudizio di una delle parti, o senza pericolo ancora dell’eterna salute di entrambe, non potrebbe omettersi il matrimonio. Se non che ad evitare, nel contrarlo, infamie e discordie nelle famiglie e tra le famiglie, converrà talvolta tutto conchiudere con somma sollecitudine e segretezza, rimettendo al più, ove diventi possibile, a miglior tempo la pubblicazione del seguito matrimonio.
[3]. [1 Cor. 7, 9].
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[5.–] Queste e simili giustissime considerazioni sfuggono ad uno Stato, che pretendendo di assorbire in sè tutti i diritti della famiglia e degli individui, non dubita di manometterli tutti, sotto pretesto di provvedere a se stesso: e vi provvederebbe in verità sconsigliatamente. Ad uno Stato poi che vuol prescindere da ogni legge divina e cristiana, importa nulla che si moltiplichino i peccati, o cercandosi illecite unioni, o perseverando in esse; sebbene ragione, fede, storia, dimostrino ad evidenza che la corruttela dei costumi snerva, guasta, consuma la società. Tanto è l’accecamento e l’odio di questi nuovi legislatori, che al punto stesso della morte, quando un’anima è vicina a presentarsi al tremendo giudizio di Dio, vorrebbero legare le mani al suo ministro, non consentendogli di esercitare il suo ministero di riconciliazione, di pace e di salute, se non a dure condizioni, le quali spesso, a doverle rigorosamente osservare, esporrebbero quell’anima ad eterna ruina.
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[6.–] La Chiesa, che che sia per disporre un’autorità terrena, non verrà meno giammai alla sua divina missione, e mai non potrà rassegnarsi a lasciar perire le anime redente dal sangue di Gesù Cristo, delle quali dovrà rendere strettissimo conto: nè, per vero dire, lo Stato ha punto di che temere, lasciandola agire con la libertà che è propria del suo salutare ministero. Se mal suo grado permette talvolta che si celebrino matrimonii occulti, come diconsi, di coscienza, ciò non accade che in casi di gravissima urgenza, richiedendolo la legge suprema della salute delle anime. Ma la Chiesa stessa ne ha fissate le condizioni, perchè tali casi siano rarissimi; ne ha prescritto i rimedii, affinchè nulla ne soffrano i contraenti e la prole, ed ha tutto minutamente ordinato a prevenire altri inconvenienti. Del resto nella sua legislazione e nella sua pratica ben essa deplora che vi siano siffatti casi, e procura per ogni modo che il matrimonio sia contratto pubblicamente e con solennità. Basta in prova la sola Costituzione Satis vobis del Nostro illustre Predecessore Benedetto XIV [4], il quale, dopo aver esposto ciò che i Concilii ed i Pontefici hanno saviamente stabilito per la pubblica solennità dei matrimonii, ed enumerati i mali che derivano dal trasandarla, ammette bensi qualche rarissima necessaria eccezione, ma volgendo la parola ai Vescovi, così il esorta: Parem quoque, imo fortasse maiorem vigilantiam necesse est a vobis adhiberi, ne, post remissas denunciationes, celebretur matrimonium coram Parocho, vel alio sacerdote ab ipso Parocho vel a vobis deputato, praesentibus duobus vel tribus testibus confidentibus, ne ulla celebrationis notitia vel rumor oriantur. Id enim, ut ad praescriptum Sacrorum Canonum licite fieri possit, non satis est obvia quaevis et vulgaris causa, sed gravis, urgens et urgentissima requiritur. Vestri Pastoralis officii partes versari debent in sedulo investiganda legitima et urgenti causa dispensationis, ne matrimonia occulte celebrata luctuosos habeant exitus, quos intimo cordis moerore recensuimus.
[4]. [1741 11 17/1-4].
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[7.–] Stando così le cose, giustamante si può dimandare qual ragione possa avere lo Stato di imporre la precedenza del rito civile. Imperocchè il matrimonio contratto innanzi alla Chiesa dovendo regolarmente essere pubblico, non può sfuggire agli occhi dello Stato; e questo colle leggi in vigore ha già provveduto, anche oltre misura, agli effetti civili, unicamente di competenza sua. Perchè dunque non contento neppure del così detto matrimonio civile, vorrebbe ora ingiungerne la precedenza? Per impedire forse i rarissimi matrimonii di coscienza, che la Chiesa stessa non permette, se non costrettavi da urgentissime cause? Ma la legge, ordinata di sua natura al bene comune, mal potrebbe occuparsi di casi singolari e rarissimi, dai quali non è a temere che sia turbata la pubblica pace e tranquillità, che è il proprio fine dell’autorità política; ed essendo la legge stessa ordinamento secondo ragione, non varrebbe mai ad impedire che in quei rarissimi casi si faccia quanto la buona morale e la salute eterna delle anime esige. Se l’indole stessa della legge minacciata non mostrasse per sè medesima a che finalmente miri, basterebbe osservare da chi è ispirata e promossa; giacchè non è un mistero, ma fatto pubblicamente noto, che la setta massonica avea da lunga pezza meditata questa nuova onta alla Chiesa; ed ora per venirne a capo impone ai suoi adepti d’infliggerla. Gl’intenti di questa setta malaugurata sono sempre e da per tutto gli stessi, cioè direttamente ostili a Dio ed alla Chiesa; e poco a lei o nulla cale, non diciamo che le anime vadano perdute, ma che la società decada ogni di più e precipiti, e la stessa decantata libertà sia oppressa, purchè insieme con essa sia incatenata ed oppressa la Chiesa, e sia affievolito nelle moltitudini e spento a grado a grado il sentimento cristiano.
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[8.–] Per fermo non resta ormai che una amara ironia la parola di libertà in bocca a coloro che pretendono regolare a discrezione un diritto che ogni uomo ha da natura, l’esercizio del quale precede la costituzione della società civile: essendochè questa ha per immediati elementi le famiglie, le quali vengono formate e costituite dal legame coniugale. Più grave poi apparisce la violenza che si fa alle coscienze, quando una tal legge vuole imporsi ad una nazione cattolica; la quale fedele alle avite tradizioni, e più prossima, per singolar privilegio, al centro dell’unitá, sente più vivamente lese per quella legge le sue più sacre convinzioni e la sua fede. Nulla giova il ripetere che lo Stato lascia poi la libertà di unirsi in matrimonio anche innanzi alla Chiesa; poichè si lascierebbe con ciò uguale libertà di non presentarsi alla Chiesa, introducendo per via di fatto l’erronea persuasione, che col solo rito civile si viva in legittimo matrimonio, mentre invero non si ha che un concubinato abbominevole. Senzachè, se poi la Chiesa, per giusti motivi, non potesse congiungere in matrimonio quelli che già sono civilmente legati, sarebbero essi costretti ad un celibato pel quale non hanno né volontà né vocazione, ovvero a condurre la vita in una illecita e scandalosa unione.
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[9.–] Né già si usa violenza alla sola libertà dei contraenti, ma a quella pure dei testimoni; e questa violenza è tanto più odiosa, in quanto che da confidenti ed amici, quali sarebbero scelti in casi di necessità, si vorrebbe convertirli in vili delatori a tradimento dell’amicizia. Somma finalmente sarebbe da riputarsi la tirannia esercitata contro i Ministri del Santuario, non per altro vessati e puniti che per aver prestato il loro ministero ad un atto di assoluta pertinenza dell’autorità eccleslastica, e per motivi sacrosanti di moralità e di eterna salvezza delle anime; per avere cioè agito secondo la coscienza e il dovere. E quasi fosse poca offesa alla libertà comune quella che nasce dalle determinate prescrizioni della legge, si vuole accrescerla colla inaudita severità delle pene comminate: severità che appalesasi partigiana ed ostile, quando si esercita da uno Stato che pretende nel resto della sua legislazione mostrarsi informato alla mitezza dei costumi e dei tempi. Esso appunto che abolisce o mitiga il castigo dovuto a gravissimi delitti, si avvisa in tanto di aggravar la mano solamente per opprimere i fedeli ed i sacerdoti, i quali seguendo la voce della propria coscienza, ubbidiscono a Gesù Cristo ed alla sua Chiesa. E quanto ai parroci, a nessuno può sfuggire l’affettata ignoranza o la contradizione dei legislatori; chè mentre fanno le viste di compatirne la povertà, e danno a intravedere provvedimenti diretti a migliorarne la condizione, deliberano poi di sottometterli a multe enormi, che non potranno mai soddisfare.
1893 02 08 0010
[10.–] Ecco pertanto in breve il giudizio che deve portarsi sul nuovo disegno di legge, di cui Ci occupiamo. Esso usurpa i diritti della Chiesa, ne inceppa la salutare azione, e ne stringe sempre più le catene con grave danno delle anime. Lede la giusta libertà dei cittadini e dei fedeli, promuove e sanziona unioni illegittime; apre la via a nuovi scandali e disordini morali. Turba la pace delle coscienze, e rende più acuto il dissidio tra la Chiesa e lo Stato: dissidio al tutto contrario all’ordine stabilito dal Creatore, meritamente biasimato e deplorato da tutti gli animi onesti, e del quale per certo non fu mai vera causa la Chiesa.
1893 02 08 0011
[11.–] Voi dunque, Venerabili Fratelli, che avete già appreso il pericolo confortati ora dalla Nostra parola, unite la vostra voce alla Nostra, per istruire il gregge alle vostre pastorali cure affidato sulla natura della divisata legge, sul vero scopo a cui tendono i suoi promotori, sui gravi danni che recherebbe se fosse sancita, affinchè i fedeli non si lascino abbagliare alla falsa luce, in cui coloro ipocritamente la presentano, nè ingannare al vani sofismi, onde tentano sostenerla. Infondete loro coraggio, acciocchè per tutti i mezzi che tuttavia sono lor consentiti, facciano risonare altamente i loro reclami dettati dal dovere di difendere la tranquillità ed il decoro delle famiglie, da quanto vi ha di nobile e di onesto nella loro natura, e da quanto vi ha di vero e di forte nell’avita loro fede. Facciano sentire che, se sono pronti a rendere a Cesare quello che è di Cesare, non soffriranno mai che si tolga a Dio quel che è di Dio; e se desiderano diportarsi da buoni cittadini nella loro patria terrestre, molto più anelano alla patria celeste, ove son chiamati a divenire cives sanctorum[5]. Pel vostro Clero poi, che dà insigni e costanti prove di zelo e di abnegazione, abbiate parole di rincoramento e di carità, perchè nella presente lotta si mostrino degni di Colui che, immolando se stesso per la salute del mondo, li elesse all’alto ufficio di cooperatori a si grande opera. Abbiano sì la prudenza di evitare inutili conflitti, ma professino del pari la fortezza di porre gl’interessi di Gesù Cristo, della sua Chiesa e delle anime al di sopra di tutti gli altri. Quando la procella incalza, deve il nocchiero raddoppiare di vigilanza e di alacrità per cessare il naufragio; ed è questo il tempo, in cui chiunque ha qualche parte nel sacro Ministero deve dire coll’Apostolo: Libentissime impendam, el superimpendar ipse pro animabus vestris[6].
[5]. [Ef. 2, 19].
[6]. [2 Cor. 12, 15].
1893 02 08 0012
[12.–] A tale effetto, implorando su di vol tutti, diletto Figlio Nostro e Venerabili Fratelli, la pienezza dei celesti favori, vi compartiamo con effusione di cuore l’Apostolica benedizione.
Vaticano, li 8 Febbraio 1893.
[ASS 25 (1892/93), 459-474]