[0398] • PÍO XII, 1939-1958 • EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO
Del Discurso Alle sante promesse, a las nuevas familias cristianas, 5 marzo 1941
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[1.–] A las santas promesas que, coronando vuestra íntima alegría, dilectos nuevos esposos, os habéis cambiado a los pies del altar ante el sacerdote, uniendo vuestros corazones y vuestra vida, ha respondido el ministro de Dios invocando sobre vosotros, sobre vuestro indisoluble vínculo y sobre vuestro nuevo hogar, que un día han de alegrar los hijos “cual retoños de olivo en torno a vuestra mesa”, la abundancia de las bendiciones celestiales. Y en aquel momento habéis sentido hacerse comunes vuestros latidos, unirse vuestras almas y vuestras voluntades, realizarse vuestros sueños de felicidad, aclararse el horizonte de vuestro porvenir a la luz de la Santa Iglesia, en medio de los parientes y ante el pueblo cristiano que contempla vuestros nombres unidos ya para siempre.
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[2.–] Pero en vuestro corazón escondíais también un delicado sentimiento, inspirado por el pensamiento de la fe que os hace devotos hijos de la Iglesia suscitando en vosotros esa tierna piedad que os ha traído hasta el Vicario de Cristo, Padre común de los fieles, para pedirle una particular Bendición Apostólica que garantice vuestra unión y alegría, torne en cierto modo a confirmar y sellar vuestros propósitos, y por la autoridad concedida a Pedro de atar y desatar en la tierra haga más fuerte aún el vínculo sagrado que os une.
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[3.–] Sin embargo, por fecundas que estas bendiciones puedan ser en favores divinos, no constituyen la fuente esencial de las gracias y de los dones de Dios que os han de guiar y sostener en el camino de la vida. Por encima de todas las bendiciones, dadas en nombre del Señor, se eleva el sacramento que habéis recibido, por el cual Dios mismo ha operado directamente en vuestras almas santificándolas y fortificándolas para el severo cumplimiento de vuestros nuevos deberes.
¿Ignoráis, acaso, que quien administra todo sacramento no es sino un simple instrumento en las manos de Dios? Obra también el hombre: cumple una ceremonia simbólica, pronuncia palabras que significan la gracia propia del sacramento; pero quien produce tal gracia sólo es Dios, el cual se sirve del hombre, que como ministro suyo actúa en su nombre, a semejanza del pincel de que se vale el pintor para expresar y colorear sobre una tela la imagen de su mente y de su arte. Dios, pues, es la causa principal, operante por propia virtud, mientras el siervo o ministro es tan sólo una causa instrumental, que obra movido por la virtud de Dios, de suerte que la gracia que el sacramento confiere y causa, haciéndonos participantes de la naturaleza divina, se asemeja como un efecto a la causa divina y no al ministro (S. Th. III, q. 62, a. 1). Y así la virtud espiritual del sacramento ni siquiera puede ser contaminada por el ministro; es como la luz del sol, que se mantiene pura en las cosas que ilumina (cfr. August., In Ioannis Evang. tr. V, n. 15: Migne PL, XXXV, 1422).
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[4.–] Y, en el gran sacramento del matrimonio, ¿quién ha sido el instrumento con que Dios ha producido la gracia en vuestras almas? ¿Ha sido tal vez el sacerdote que os ha bendecido y unido en matrimonio? No. Antes bien, la Iglesia prescribe a los esposos –salvo determinados casos excepcionales (cfr. can. 1099)[1]–, para que su vínculo y sus mutuas promesas sean válidas y les procuren las gracias sacramentales, que las declaren y se las cambien ante el sacerdote, como testigo calificado que la representa, y que es el ministro de las ceremonias sagradas que acompañan al contrato matrimonial; pero, ante su presencia, vosotros mismos habéis sido constituidos por Dios ministros del sacramento, y de vosotros se ha servido Él para estrechar vuestra unión indisoluble e infundir en vuestras almas las gracias que os hagan constantes y fieles a vuestras nuevas obligaciones. ¡Gran honor y dignidad a que Él os ha elevado! ¿No es verdad que parece como si el Señor hubiera querido que vosotros, ya desde el primer paso que habéis dado en el sacro altar después de la bendición del sacerdote, iniciaseis y prosiguieseis el oficio de cooperadores y de instrumentos de sus obras, el camino de las cuales os ha abierto y santificado?
[1]. [1917 05 27/1099].
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[5.–] La recíproca aceptación de personas y vuestro consentimiento manifestado por la palabra han sido, en el sacramento del matrimonio, un acto exterior para atraer sobre vosotros las gracias divinas; en nuestra vida conyugal seréis instrumentos del divino arte para plasmar el cuerpo material de vuestros hijos. Vosotros atraeréis a la carne de vuestra carne un alma espiritual e inmortal que ante vuestro llamamiento creará Dios, aquel mismo Dios que ha producido fielmente la gracia ante el llamamiento del sacramento. Y cuando nazca vuestro primogénito, la nueva Eva repetirá con la primera madre del género humano: “Possedi hominem per Deum” (Gén 4, 1): “He adquirido un hombre por don de Dios”. Sólo Dios puede crear las almas; sólo Dios puede producir la gracia; pero Él se dignará servirse de vuestro ministerio para sacar las almas de la nada, como se ha servido igualmente de vosotros para concederos la gracia.
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[6.–] Y en cada una de estas colaboraciones Dios esperará, para ejercer su omnipotencia creadora, a que vosotros digáis vuestro sí. Él, que, dominando su fuerza, juzga con suavidad y nos gobierna con muchísima clemencia (Sap 12, 18), no quiere trataros cual instrumentos inertes o sin razón, como el pincel en la mano del pintor; más bien quiere que vosotros realicéis libremente el acto que Él espera para llevar a cabo su obra creadora y santificadora.
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[7.–] Caminad, pues, dilectos hijos e hijas, delante del Creador como preparadores escogidos de sus caminos, pero libres, íntimamente responsables; porque también de vosotros dependerá el que vengan al umbral de la vida aquellas “almas inocentes, que nada saben” (cf. Purg. XVI, 88), a las que el abrazo del Amor infinito con tanta ansia desea sacar de la nada para hacerlas un día sus elegidos comprensores en la eterna felicidad del cielo; pero si, ¡oh dolor!, hubieran de quedarse en potencia como magníficas ideas divinas, las que hubiesen podido ser rayos del Sol que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, no serán jamás sino luces extinguidas por la cobardía o por el egoísmo de los hombres. ¿Acaso no os habéis unido libremente en el sacramento ante Dios como ministros suyos para pedirle, santa y libremente, según el mandato dado por Él a nuestros primeros padres, estas almas que Él desea confiaros? Ante el altar, sólo vuestra libre voluntad ha valido para uniros con el vínculo del sacramento del matrimonio, y ningún otro consentimiento podría sustituir al vuestro. Otros sacramentos –esto es, los que son más necesarios–, si faltare el ministro, pueden ser suplidos por el poder de la misericordia divina, que prescinde hasta de los signos exteriores con tal de llevar la gracia a los corazones: al catecúmeno que no tiene quien le derrame el agua sobre su cabeza, al pecador que no encuentra quien le absuelva. Dios con su benignidad concederá por sus actos de deseo y de amor aquella gracia que les haga amigos e hijos suyos aun sin el bautismo y sin la confesión actuales.
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[8.–] Mas en el sacramento del matrimonio no se pueden suplir los ministros, como no hay sustitución de personas: en él triunfa la incomparable grandeza del don mayor, que es la libertad del querer y la tremenda responsabilidad otorgada al hombre inteligente para ser dueño de sí y de la vida, de la suya y de la de los demás, vida que asciende hacia la eternidad, y de poder detener su curso en otros, rebelándose contra Dios. Si es cierto que un ciego instinto asegura la continuidad de la vida en las especies irracionales, en la estirpe humana, en esta estirpe de Adán, caída, redimida y santificada por el Verbo encarnado, el Hijo de Dios, cuando los fríos y maliciosos cálculos de un egoís mo, tan ahíto de placer como desnaturalizado, se ingeniaren por truncar la flor de una vida corporal que ansiaba abrirse y expandirse, tal delito frenará el brazo del Omnipotente y le impedirá llamar a la existencia la sonrisa de unas almas inocentes que habrían vivificado aquellos cuerpos y elevado sus miembros a instrumentos del espíritu y de la gracia hasta participar un día del premio de sus virtudes y del gozo eterno en la gloria de los santos.
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[9.–] Vosotros, dilectos esposos, conscientes de la inviolable meta del sacramento que habéis realizado, prepararéis una cuna a los dones de la omnipotencia de Dios, aunque acaso la divina Providencia permitiere que queden sin escuchar vuestros ardientes deseos y vuestras humildes plegarias, y que permaneciere vacía aquella cuna dispuesta con tanto amor; y sin duda más de una vez veréis que la gracia inspira a ciertas almas generosas el renunciar a las alegrías de la familia, para hacerse madres de corazón más generoso y de más alta fecundidad sobrenatural; pero vosotros, en la bella y santa unión del matrimonio cristiano, tenéis a vuestro alcance la potestad de comunicar la vida, no sólo en el orden natural, sino también en el espiritual y sobrenatural, junto con el formidable poder de parar su curso.
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[10.–] Este poder de transmitir la vida, a la par que os exalta en vosotros mismos, os somete en su ejercicio a la ley divina, sin que por ello deba sorprendernos su severidad contra quienes con detestable culpa lo desvían de su fin alto y verdadero. Teman pues ellos (cf. Gén. 38, 10); vosotros a fuer de cristianos sinceros y obedientes a Dios, no temáis; vosotros que ya habéis comprendido bien la estrecha colaboración entre el hombre y Dios en la transmisión de la vida. Vuestro entendimiento iluminado por la fe no podría, en verdad, concebir que Dios permitiera al hombre violar impunemente las disposiciones de su providencia y de su gobierno, profundamente sancionadas en el vínculo matrimonial ya desde el primer día de la aparición del hombre y de la mujer sobre la tierra, vínculo elevado por Cristo a gran sacramento para llamar a la vida de este mundo a las almas destinadas por Dios a santificarse en la lucha y en la victoria sobre el mal, para contemplarle, amarle y alabarle en la eterna bienaventuranza.
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[11.–] Dilectos nuevos esposos, alzad al cielo vuestra mirada: en el sacramento de vuestro matrimonio, del que habéis sido ministros, Nuestro Señor os ha señalado y puesto el camino para ascender a Él, vuestro camino de salvación. Que Él os haga comprender y respetar cada vez mejor ese poder que solo de Él os viene, y que os convierta en instrumentos fieles de su providencia en el excelso oficio que os ha confiado de cooperar a la potencia creadora de la misma Santísima Trinidad.
[DyR 3, 5-10]
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[1.–] Alle sante promesse che, coronando la intima vostra gioia, diletti sposi novelli, vi siete scambiate al piedi dell’altare dinanzi al sacerdote, nell’unione dei vostri cuori e della vostra vita, il ministro di Dio ha risposto, invocando su di voi, sul vostro vincolo indissolubile, sui vostro nuovo focolare, che un giorno allieteranno i figli “come rampolli d’olivo intorno alla vostra mensa”, la copia delle benedizioni celesti. In quel momento voi avete sentito accomunarsi i vostri palpiti, saldarsi le vostre anime e le vostre volontà, avverarsi i vostri sogni di felicità, rischiararsi l’orizzonte del vostro avvenire nella luce della santa Chiesa, in mezzo ai parenti, al popolo cristiano che vede per sempre congiunti i vostri nomi.
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[2.–] Ma nel vostro cuore voi celavate anche un delicato sentimento, ispirato dal pensiero della fede, che vi fa devoti figli della Chiesa e ha destato in voi quella tenera pietà, onde siete stati condotti a chiedere al Vicanio di Cristo, Padre comune dei fedeli, una particolare Benedizione Apostolica, che rassicuri la vostra unione e letizia, confermi e quasi risuggelli i vostri propositi, e con l’autorità concessa a Pietro di legare e sciogliere in terra renda ancor più saldo il sacro vincolo che vi unisce.
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[3.–] Tuttavia, per feconde di favori divini che siano per essere queste benedizioni, esse non costituiscono la fonte essenziale delle grazie e dei doni di Dio, che vi guideranno e sosterranno nel cammino della vita. Al di sopra di tutte le benedizioni impartite in nome del Signore si eleva il sacramento da voi ricevuto, nel quale Dio stesso ha direttamente agito sulle vostre anime per santificarle e fortificarle nel severo adempimento dei vostri nuovi doveri. Ignorate voi forse che in ogni sacramento colui che lo amministra non è che semplice strumento nella mano di Dio? Opera, sì, anche l’uomo: compie una cerimonia simbolica, pronunzia parole che significano la grazia propria del sa cramento; ma chi produce tale grazia è Dio solo, il quale si serve dell’uomo che come suo ministro agisce in suo nome, a somiglianza del pennello, di cui il pittore si vale per eseguire e colorire sulla tela l’immagine della sua mente e della sua arte. Ond’è che Dio è la causa principale, operante per virtù propria, mentre il servo o ministro è solo causa istrumentale che opera mosso in virtù di Dio, dimodochè la grazia, che il sacramento conferisce e causa, e la quale ci fa consorti della natura divina, si assomiglia come effetto alla causa divina e non al ministro (S. Th. p. 3 q. 62, a. 1). Perciò anche la virtù spirituale del sacramento non può essere contaminata dal ministro: è come la luce del sole, che pura si riceve dalle cose che illumina (cfr. Augustin. In Ioannis Evang. tract. V n. 15-Migne PL t. 35 col. 1.422).
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[4.–] Ora, nel gran sacramento del matrimonio, chi è stato lo strumento di Dio, che ha prodotto nelle anime vostre la grazia? É stato forse il sacerdote che vi ha benedetti e congiunti in matrimonio? No. La Chiesa prescrive bensì agli sposi –salvo in determinati casi eccezionali (cfr. Can. 1099)[1]–. acciocchè il loro vincolo e i loro mutui impegni siano validi e procurino loro le grazie sacramentali, di affermarli e scambiarseli dinanzi al sacerdote, il quale la rappresenta come testimonio qualificato, ed è il ministro delle sacre cerimonie che accompagnano il contratto matrimoniale; ma, in sua presenza, voi stessi siete stati costituiti da Dio ministri del sacramento, voi di cui Egli si è servito per stringere l’indissolubile unione vostra ed effondere nelle vostre anime le grazie che vi rendano costanti e fedeli ai vostri nuovi obblighi. A quale grande onore e dignità vi ha Egli innalzati! Non sembra forse che il Signore abbia voluto che voi, fin dal primo passo che avete mosso dal sacro altare con la benedizione del sacerdote, iniziaste e proseguiste l’ufficio di cooperatori e di strumenti delle sue opere, alle quali vi ha aperta e santificata la via?
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[5.–] Nel sacramento del matrimonio la reciproca accettazione delle persone, il consenso da voi manifestato con la parola, è stato un atto esteriore, che ha attirato su di voi le grazie divine; nella vostra vita coniugale sarete strumenti dell’arte divina nel plasmare il corpo materiale dei vostri figli. Voi chiamerete nella carne della vostra carne l’anima spirituale e immortale che Dio creerá al vostro appello, quel Dio che ha fedelmente prodotto la grazia all’appello del sacramento. E quando verrá alla luce il vostro primogenito, la novella Eva ridirà con la progenitrice del genere umano: Possedi hominem per Deum (Gen 4, 1); ho fatto acquisto di un uomo per dono di Dio. Dio solo può creare le anime; Dio solo può produrre la grazia; ma Egli si degnerà di servirsi del vostro ministero nel trarre dal nulla le anime, Egli che se ne è similmente servito per largirvi la grazia.
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[6.–] E nell’una e nell’altra di queste collaborazioni Dio attenderà, per usare della sua onnipotenza creatrice, che voi diciate il vostro sì. Egli, che, dominando la sua forza, giudica con mitezza e ci governa con molta clemenza (Sap 12, 18), non vuol trattarvi da strumenti inerti o senza ragione, come il pennello nella mano del pittore; ma vuole che voi liberamente poniate l’atto che Egli aspetta per compiere la sua opera creatrice e santificatrice.
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[7.–] Voi dunque, diletti figli e figlie, state davanti al Creatore quali designati preparatori delle vie di Lui, ma liberi, intimamente responsabili; perchè anche da voi dipenderà se verranno alla soglia della ita quelle “anime semplicette, che nulla sanno” (cfr. Purg. XVI, V. 88), cui l’amplesso dell’Amore infinito tanto desidera di chiamare dal nulla per farne un giorno i suoi eletti comprensori nella felicità eterna del cielo; ovvero se, ahimè, rimarranno divine immagini magnifiche, che sarebbero potute essere raggi del Sole illuminante ogni uomo che viene in questo mondo, ma non saranno giammai se non luci spente dalla ignavia o dall’egoismo degli uomini. Non vi siete forse liberamente uniti nel sacramento innanzi a Dio come suoi ministri, per santamente e liberamente, secondo il suo comando dato ai nostri progenitori, domandare a Lui queste anime che brama di confidarvi? Davanti all’altare, solo la vostra libera volontà è valsa a congiungervi col nesso del sacramento del matrimonio, e nessun altro consenso poteva sostituirsi al vostro. Altri sacramenti –quelli cioè che sono più necessari–, quando manchi il ministro, possono essere suppliti dal potenza della misenicordia divina, che varca anche i segni esterni per portare la grazia nei cuori: al catecumeno che non ha chi sul capo gli versi l’acqua, al peccatore che non trova chi l’assolva, Dio benigno accorderà al loro atto di desiderio e di amore quella grazia che li fa amici e figli suoi anche senza il battesimo e la confessione attuali.
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[8.–] Ma nel sacramento del matrimonio non v’è supplenza di ministri, come non v’è sostituzione di persone: vi trionfa l’incomparabile grandezza del maggior dono, che è la libertà del volere, e la responsabilità terribile data all’uomo intelligente di essere il padrone di sè e della vita, sua e altrui, della vita che sale verso l’eternità e di potere arrestarne il corso, in altri, con ribellione a Dio. Che se un cieco istinto assicura la continuazione della vita nelle specie irragionevoli, per la stirpe umana, per questa stirpe di Adamo, caduta, redenta e santificata dal Verbo incarnato, Figlio di Dio, allorchè i freddi e maliziosi calcoli dell’egoismo gaudente e snaturato si argomenteranno di stroncare il fiorire di una vita corporea anelante ad aprirsi ed espandersi, un tal delitto frenerá il braccio dell’Onnipotente dal chiamare all’esistenza il sorriso delle innocenti anime, che avrebbero vivificato quei corpi ed elevato quelle membra a strumenti dello spirito e della grazia, fino a partecipare un giorno al premio delle loro virtù e all’eterno gaudio nella gloria dei santi.
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[9.–] Voi, diletti sposi, consci dell’inviolabile meta del sacramento da voi compiuto, preparerete una culla ai doni dell’onnipotenza di Dio, anche se talora la divina Provvidenza permetterà che rimangano inesauditi i vostri ardenti desideri e le preghiere vostre e vuota la culla con tanto amore disposta, e vedrete senza dubbio più di una volta la grazia ispirare ad anime generose la rinuncia alle gioie della famiglia, per farsi madri di un cuore più largo e di una più alta fecondità soprannaturale; ma voi, nella bella e santa unione del matrimonio cristiano, voi avete in vostra facoltà le potenze della vita da comunicare, non soltanto nell’ordine naturale, bensì ancora nello spirituale e soprannaturale, col formidabile potere di arrestarne il corso.
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[10.–] Questo potere di trasmettere la vita, mentre vi esalta in voi stessi, vi sottomette nel suo uso alla legge divina, della quale non deve sorprendervi la severità contro coloro che con detestabile colpa lo sviano dal suo alto e verace fine. Essi temano (cft. Gen. 38, 10); voi, cristiani sinceri e obbedienti a Dio, quali siete, non temete; voi che avete una volta compreso la stretta collaborazione tra l’uomo e Dio nella trasmissione della vita. Al vostro intelletto, illuminato dalla fede, sarebbe invero inconcepibile che Dio potesse permettere all’uomo di violare impunemente le disposizioni della sua Provvidenza e del suo governo, nel vincolo maritale altamente sancite fin dal primo giorno dell’apparizione dell’uomo e della donna sulla terra, vincolo da Cristo innalzato a gran sacramento per chiamare alla vita di quaggiù anime, da Dio destinate a santificarsi nella lotta e nella vittoria sul male, per contemplarlo, amarlo e lodarlo nella beata eternità.
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[11.–] O diletti sposi novelli, levate al cielo il vostro sguardo: nel sacramento del vostro matrimonio, di cui siete stati i ministri, Nostro Signore ha segnato e posto per voi la via di salirvi. Egli vi faccia sempre meglio comprendere e rispettare quel potere, che pur viene da Lui, e vi renda strumenti fedeli della sua Provvidenza per l’eccelso ufficio affidatovi nell’opera della potenza creatrice della stessa Santissima Trinità.
[DR 3, 5-9]