[0407] • PÍO XII, 1939-1958 • HEROÍSMO DE LOS ESPOSOS CRISTIANOS
De la Alocución Nel vedere, a unos recién casados, 20 agosto 1941
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[1.–] [...] Vosotros, recién casados, que habéis creído en el nombre de Cristo, nuestro Salvador y Redentor, habéis sido bendecidos, en este nombre ante el altar, para que por vosotros se aumente la muchedumbre de los hijos de Dios y se complete el número de los elegidos. El Señor se ha dignado llamaros a este altísimo fin, querido por Él mismo, al instituir el matrimonio como un deber de naturaleza y al elevarlo a la dignidad sobrenatural de sacramento, cuando os ha unido con aquel santo vínculo indisoluble que enlaza vuestros corazones y vuestras vidas.
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[2.–] No hay, pues, por qué maravillarse –como hubimos de indicar ya en nuestro último discurso– de que un estado tan noble exija también sus heroísmos extraordinarios en situaciones excepcionales, y heroísmos impuestos por la vida cotidiana; heroísmos frecuentemente ocultos, mas no por ello menos admirables, sobre los cuales nos proponemos hoy llamar vuestra atención de un modo más detallado.
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[3.–] En los tiempos modernos, lo mismo que en los primeros siglos del cristianismo, en aquellos países del mundo en que las persecuciones religiosas se enconan aquí o allá, declaradas o solapadas, pero no menos duras, los fieles más humildes pueden encontrarse en cualquier momento frente a la dramática necesidad de escoger entre su fe, que tienen el deber de conservar intacta, y la propia libertad, los medios para sustentar su vida, y hasta la vida misma. Pero aun en las épocas normales, en las vicisitudes y en las circunstancias ordinarias de las familias cristianas, ocurre a veces que las almas se ven colocadas bruscamente en la alternativa de violar un deber ineludible o de exponerse a sacrificios y riesgos dolorosos y agobiantes en la salud, en los bienes, en la posición familiar y social: es decir, puestas en la necesidad de ser y de mostrarse heroicas, si quieren mantenerse fieles a sus obligaciones y permanecer en la gracia de Dios.
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[4.–] Cuando nuestros Predecesores, de santa memoria y particularmente el Sumo Pontífice Pío XI en la carta encíclica “Casti connubii”, proclamaban y recordaban las santas e inviolables leyes de la vida matrimonial, ponderaban y se daban perfectamente cuenta de que en no pocos casos se exige a los esposos cristianos un verdadero heroísmo para cumplirlas inviolablemente. Sea que se trate de respetar los fines del matrimonio queridos por Dios, o de resistir a los incentivos ardientes y lisonjeros de las pasiones y de las tentaciones que mueven a un corazón inquieto a buscar en otro lugar lo que no ha encontrado o cree no haber encontrado en su legítima unión de un modo que le satisfaga plenamente, como había esperado; sea que para no romper o no aflojar el vínculo de las almas y del amor mutuo, llegue la hora de saber perdonar, de olvidar una desavenencia, una ofensa, un choque quizá grave... ¡cuántos dramas íntimos nacen y desarrollan sus amarguras y sus lances detrás del velo de la vida diaria! ¡Cuántos heroicos sacrificios ocultos! ¡Cuántas angustias de espíritu para convivir y para mantenerse cristianamente constante en su puesto y en su deber!
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[5.–] Y esta misma vida cotidiana, ¡cuánta fortaleza de ánimo no demanda muchas veces: cuando todas las mañanas se ha de volver a los mismos trabajos tal vez rudos y fastidiosos en su monotonía; cuando hay que soportar, en bien de la paz, con la sonrisa en los labios, amablemente, alegremente, los defectos recíprocos, los contrastes nunca vencidos, las pequeñas divergencias de gustos, de hábitos, de ideas, a los que da lugar frecuentemente la vida en común; cuando en medio de incidentes y dificultades menudas, muchas veces inevitables, no se debe turbar ni menguar la calma y el buen humor; cuando en un choque impensado, hay que ayudarse del saber callar, de contener a tiempo la queja, de cambiar y dulcificar la palabra que, de ser pronunciada, desahogaría los nervios irritados, pero difundiría una nube oscura en la atmósfera de las paredes domésticas! Son mil detalles insignificantes, mil momentos fugaces de la vida cotidiana, cada uno de los cuales es muy poca cosa, casi nada; pero que acaban por hacerse muy gravosos con su continuidad y su acumulación, y en los cuales, sin embargo, viene a tejerse y a encadenarse en su mayor parte, gracias a la recíproca tolerancia, la paz y la alegría de un hogar.
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[6.–] Sin embargo, la fuente, el alimento y el sostén de la alegría y de la paz de la familia, debe ser particularmente la mujer, la esposa, la madre. ¿No es ella la que anuda, une y vincula con lazos de amor al padre con los hijos, la que con su afecto viene a compendiar en sí la familia, vela sobre ella, la guarda, la protege y la defiende? Ella es el canto de la cuna, la sonrisa de los niños rosados y vivos, o llorosos y enfermos; la primera maestra que les hace levantar la vista al cielo, que lleva a sus hijos e hijas a postrarse ante los altares sagrados, que les inspira a veces los pensamientos y deseos más sublimes. Dadnos una madre que sienta profundamente en su corazón la maternidad espiritual, no menos que la natural, y veremos en ella la heroína de la familia, la mujer fuerte, a la cual podréis ensalzar con el canto del Rey Lemuel en el libro de los Proverbios, y decir de ella: “La fortaleza y el decoro son su vestidura, y mira con confianza el porvenir. Abre su boca a la sabiduría, y la ley de la bondad gobierna su lengua. Vigila ella misma la marcha de su casa, y no come el pan en la ociosidad. Sus hijos se levantan para llamarla bienaventurada, y su marido para elogiarla” (1). Permitid que demos a la madre y a la mujer fuerte otra alabanza del heroísmo en el dolor, como corresponde a la que, con frecuencia, en la escuela de la desventura, de la aflicción y de la pena, es más valiente, intrépida y resignada que el hombre, porque sabe aprender del amor el dolor. Contemplad a las piadosas mujeres del Evangelio, que siguen a Cristo y le asisten con sus medios, y sobre el camino del Calvario le acompañan llorando hasta la Cruz (2). El corazón de Cristo es todo misericordia hacia las lágrimas de la mujer: lo supieron las llorosas hermanas de Lázaro, la doliente viuda de Naín, la Magdalena que lloraba ante el sepulcro. Y también hoy, en esta hora tan cruenta, ¿quién sabría decir a cuántas viudas de Naín, a cuántas madres, aunque no les resucite el hijo muerto, la benignidad del Redentor derrama en el seno el bálsamo de su palabra consoladora: “Noli flere”, “No llores”?1[3].
1. Prov. XXXI, 25-28.
2. Luc. VIII, 1-3; XXIII, 27.
1[3]. Luc. VII, 13.
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[7.–] No dudéis, queridos recién casados: mirad esperanzados a la alta meta del heroísmo en el camino de la vida que emprendéis. Siempre ha sido verdad que desde las cosas más pequeñas se emprende la marcha hacia las más grandes, y que la virtud es una flor que corona un crecido tallo, regado por la fatiga asidua de cada día. Éste es el heroísmo cotidiano de la fidelidad a los deberes acostumbrados y comunes de la vida ordinaria; heroísmo que forma y prepara las almas, que las eleva y las templa para las jornadas en que Dios tal vez les pedirá un heroísmo extraordinario.
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[8.–] No busquéis en otra parte la fuente de tales heroísmos. En las vicisitudes de la vida familiar, como en todas las circunstancias del vivir humano, el heroísmo tiene su raíz esencial en el sentimiento profundo y dominador del deber, de aquel deber con el cual no es posible transigir ni pactar, que tiene que prevalecer en todo y sobre todo; sentimiento del deber que para los cristianos es el reconocimiento consciente del dominio soberano de Dios sobre nosotros, de su soberana autoridad y de su bondad soberana; sentimiento que nos enseña que la voluntad de Dios claramente manifestada no admite discusiones, sino que impone sometimiento total; sentimiento que, por encima de todas las cosas, nos hace comprender que esta voluntad divina es la voz de un infinito amor para nosotros; sentimiento, en una palabra, que no es de un deber abstracto o de una ley prepotente e inexorable, hostil y destructora de la libertad humana en el querer y en el obrar, sino que responde y se inclina a las exigencias de un amor, de una amistad infinitamente generosa, que trasciende y gobierna las multiformes vicisitudes de nuestra vida de aquí abajo.
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[9.–] Un sentimiento cristiano tan potente del deber crecerá y se reforzará en vosotros, hijos e hijas, con la fidelidad perseverante a vuestros deberes y obligaciones cotidianas más humildes. Los sacrificios menudos, las pequeñas victorias sobre vosotros mismos, irán vigorizando y enraizando de día en día el hábito virtuoso de no preocuparos de impresiones, impulsos o repugnancias que broten en el sendero de vuestra vida, cada vez que se trate de un deber, de una voluntad de Dios que cumplir. El heroísmo no es fruto de un día, ni madura en una mañana. Las almas grandes se forman y elevan a través de lentas ascensiones, para encontrarse prontas, cuando llegue la ocasión, a las gestas magníficas y a los supremos triunfos que nos llenan de admiración.
[FC, 199-202]
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[1.–] [...] Ma voi, novelli sposi, che avete creduto nel nome di Cristo, nostro Salvatore e Redentore, voi in questo nome siete stati benedetti all’altare, affinchè per voi si accresca lo stuolo dei figli di Dio e si compia il numero degli eletti. A tale altissimo fine da Dio inteso nella istituzione del matrimonio in dovere di natura e nell’elevarlo alla soprannaturale dignità di Sacramento, il Signore si è degnato di chiamarvi con quel santo vincolo indissolubile che unisce i vostri cuori e le vostre vite.
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[2.–] Non è dunque da meravigliarsi –come avemmo già ad ac cennare nel Nostro ultimo discorso– che un così nobile stato exiga anch’esso eroismi: eroismi straordinari in situazioni eccezionali, ed eroismi imposti dalla vita quotidiana; eroismi spesso occulti, ma non perciò meno ammirevoli, sui quali intendiamo oggi di richiamare in modo più particolareggiato la vostra attenzione.
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[3.–] Come nei primi secoli del cristianesimo, così nei tempi moderni, in quei Paesi del mondo, dove le persecuzioni religiose qua e là infieriscono, aperte o subdole ma non meno dure, i più umili fedeli possono da un momento all’altro trovarsi di fronte alla drammatica necessità di scegliere tra la loro fede, che hanno il dovere di conservare intatta, e la loro libertà, i mezzi per sostentare la vita, la vita stessa. Ma anche nelle epoche normali, nelle vicende e nelle condizioni ordinarie delle famiglie cristiane, avviene talora che le anime si veggano bruscamente poste nell’alternativa di violare un impreteribile dovere o di esporsi a sacrifici e rischi, dolorosi e stringenti, nella sanità, nei beni, nella posizione familiare e sociale; messe dunque nella necessità di essere e dimostrarsi eroiche, se vogliono restare fedeli ai loro obblighi e durare nella grazia di Dio.
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[4.–] Allorchè i Nostri Predecessori di venerata memona, e particolarmente il Sommo Pontefice Pio XI nella Lettera Enciclica Casti connubii[1], hanno richiamato e ricordato le sante e ineluttabili leggi della vita matrimoniale, ponderavano e si rendevano perfettamente conto che in non pochi casi agli sposi cristiani si richiede un vero eroismo per osservarle inviolabilmente. Che si tratti di rispettare i fini del matrimonio voluti da Dio; o di resistere agl’incentivi ardenti e lusinghieri di passioni e di sollecitazioni, che a un cuore inquieto insinuano di cercare altrove ciò che, nella sua legittima unione, non ha trovato o crede di non aver trovato così pienamente che l’appaghi come aveva sperato; o che, per non spezzare o rallentare il vincolo degli animi e del mutuo amore, sopravvenga l’ora di saper perdonare, di dimenticare un dissidio, un’offesa, un urto, forse gravi; quanti drammi intimi nascono, svolgenti le loro amarezze e peripezie dietro il velame della vita giornaliera! quanti eroici sacrifici nascosti! quante ambascie dello spirito per convivere e mantenersi cristianamente costanti al proprio posto e dovere!
[1]. [1930 12 31/1-137].
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[5.–] E questa stessa vita giornaliera, quale forza d’animo non domanda spesse volte: quando ogni mattina si ha da tornare ai medesimi lavori, forse rudi e fastidiosi nella loro monotonia; quando per il meglio conviene sopportare col sorriso sulle labbra, amabilmente, gioiosamente, i reciproci difetti, i non mai vinti contrasti, le piccole divergenze di gusti, di abitudini, di idee, cui non di rado dà luogo il vivere comune; quando, in mezzo a minute difficoltà e incidenti, sovente inevitabili, non deve turbarsi e scemare la calma e il buon umore; quando, in un freddo incontro, ha da soccorrere il saper tacere, l’arrestare a tempo il lamento, il mutare e addolcire la parola che, a gettarla fuori, darebbe sfogo ai nervi irritati, ma diffonderebbe una nube opaca nell’atmosfera delle pareti domestiche! Mille infimi particolari, mille fugaci momenti della vita quotidiana, ognuno dei quali è ben poca cosa, è quasi un nulla, ma che la continuità e l’assommarsi finiscono col rendere tanto gravosi, e di cui tuttavia per una così gran parte viene intrecciata e concatenata, nella scambievole sofferenza, la pace e la gioia di un focolare.
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[6.–] Eppure della gioia e della pace della famiglia vuol essere la fonte, l’alimento e il sostegno particolarmente la donna, la sposa, la madre. Non è ella che cresce, compagina e vincola nell’amore il padre coi figli? che col suo affetto quasi compendia in sè la famiglia, che la sorveglia, che la custodisce, che la prottegge, che la difende? Ella è il cantico della culla, il sorriso dei bimbi rosei e vispi o piangenti e infermi, la prima maestra che addita loro il cielo, che fa postrare i figli e le figlie ai sacri altari, che talvolta ispira loro i più sublimi pensieri e desideri. DateCi una madre, che alta dentro il suo cuore senta la maternità spirituale non meno che la naturale; e Noi vedremo in lei l’eroina della famiglia, la donna forte, alla quale voi potrete inneggiare col canto del re Lamuele nel libro dei Proverbi, e dire di lei: “La fortezza e il decoro sono il suo vestimento, e guarda con fiducia l’avvenire. Apre la sua bocca alla sapienza, e la legge della bontà governa la sua lingua. Sorveglia ella stessa gli andamenti della sua casa e non mangia il pane nell’ozio. Si levano i suoi figli, a chiamarla beata, e suo marito ad encomiarla” (Prov 31, 25-28). E un’altra lode lasciate che Noi diamo alla madre e alla donna forte, la lode dell’eroismo nel dolore, come quella che spesso, nella scuola della sventura, dell’afflizione e della pena, è più che l’uomo impavida, intrepida e rassegnata, perchè dell’amore sa imparare il dolore. Contemplate le pie donne del Vangelo che seguono Cristo e lo assistono con le loro sostanze, e sulla via del Calvario lamentando lo accompagnano fino alla croce (Luc 8, 1-3; 23, 27). Il cuore di Cristo è tutto misericordia verso le lacrime della donna: lo seppero le sorelle piangenti di Lazzaro, la dolente vedova di Naim, la Maddalena lacrimante al sepolcro di Lui. E anche oggi, in quest’ora che volge così cruenta, chi sa dire a quante vedove di Naim, a quante madri, anche se loro non risuscita il figlio caduto, la benignità del Redentore versa in seno il balsamo della sua parola confortatrice: Noli flere, non piangere? (Luc 7, 13).
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[7.–] Non dubitate, diletti sposi novelli; mirate fiduciosi all’alta meta dell’eroismo nel cammino della vita che intraprendete. Fu sempre vero che dalle minime cose si fa il passo verso le più grandi, e che la virtù è un fiore che corona il cresciuto stelo, cui innaffiò l’assidua fatica di ogni giorno. È questo l’eroismo quotidiano della fedeltà ai consueti e comuni doveri della vita ordinaria; eroismo che foggia e prepara le anime, che eleva e le tempera per le giornate, in cui Dio forse domanderà loro un eroismo straordinario.
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[8.–] Non cercate altrove la fonte di tali eroismi. Nelle vicende della vita familiare, come in tutte le circostanze dell vivere umano, l’eroismo ha la sua radice essenziale nel sentimento profondo e dominatore del dovere, di quel dovere, col quale non è possibile transigere e patteggiare, che ha da prevalere a tutto e su tutto; sentimento del dovere, che per i cristiani è consapevolezza e riconoscimento del dominio sovrano di Dio su di noi, della sovrana sua autorità, della sua sovrana bontà; sentimento, che ci ammaestra come la volontà di Dio chiaramente manifestata non soffre discussioni, ma a tutto impone di inchinarsele; sentimento, che di là da ogni altra cosa ci fa comprendere che questa volontà divina è la voce di un infinito amore per noi; sentimento, in una parola, non di un dovere astratto o di una legge prepotente e inesorabile, ostile e schiacciante la libertà umana del volere e dell’agire, ma che risponde e si china alle esigenze di un amore, di un’amicizia infinitamente generosa, trascendente e reggente le moltiformi vicissitudini del vivere nostro quaggiù.
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[9.–] Un così potente sentimento cristiano del dovere crescerà e si rafforcerà in voi, diletti figli e figlie, con la perseverante fedeltà ai vostri più umili uffici e obblighi quotidiani: i minimi sacrifici, le piccole vittorie su voi stessi verranno di giorno in giorno sempre più radicando e rinvigorendo il virtuoso abito del non curarvi di impressioni, impulsi e ripugnanze, che sorgano sul sentiero della vostra vita, ogni volta che si tratti di un dovere, di una volontà di Dio da compiere. L’eroismo non è frutto di un giorno, nè matura in un mattino: attraverso lente ascensioni si plasmano e salgono le anime grandi, per trovarsi pronte, presentandosene l’occasione, alle magnifiche gesta e ai supremi trionfi che ci riempiono d’ammirazione.
[DR 3, 183-187]