[0432] • PÍO XII, 1939-1958 • EL PECADO DE LA INFIDELIDAD SECRETA CONYUGAL O DEL CORAZÓN
De la Alocución Ben a ragione, a unos recién casados, 4 noviembre 1942
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[1.–] [...] La ley del Redentor Divino, que es ley de amor, es también protectora y conservadora del verdadero amor y de la verdadera felicidad. Es una ley de amor, que no se limita ni se ciñe a las prescripciones minuciosas y exteriores de un código, sino que penetra en el espíritu y en el corazón hasta excluir aun el pecado de mero deseo (1).
1. Cfr. Matth. V, 27-28.
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[2.–] ¿Hay según eso, aun salvando las apariencias, una infidelidad secreta escondida en los más íntimos repliegues del corazón? Sin duda alguna; porque del corazón, lo dijo Nuestro Señor, brotan los malos pensamientos y las demás iniquidades (2); y, sin embargo, este pecado de infidelidad secreta es, por desgracia, tan frecuente que el mundo no le presta atención y la conciencia adormecida se adapta a él como en el embeleso de una ilusión.
2. Cfr. Matth. XV, 19.
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[3.–] Pero siempre, frente a todo hechizo engañoso, se yergue y descuella la verdadera felicidad, que, como dijimos en nuestro último discurso, tiene por objeto y fundamento el recíproco don, no sólo del cuerpo de ambos esposos, sino también de su espíritu y de su corazón. ¿No es acaso verdad que la mínima infracción de esta fidelidad exquisita y cordial conduce fácilmente, antes o después, a las grandes quiebras de la vida y de la felicidad conyugal?
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[4.–] I.–¡Delicadísima virtud la de la fidelidad simbolizada por el anillo nupcial! Antes de ser formulada y promulgada por Nuestro Señor había sido esculpida por el Creador en el fondo de los corazones de los justos, de donde la celebridad de la frase de Job sobre el pacto que había hecho con sus Ojos de abstenerse de toda mirada impura (1[3]).
1[3]. Cfr. Iob. XXXI, 1.
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[5.–] Comparad con esta austera reserva, que es prerrogativa de un ánimo dueño de sí, la conducta de tantos cristianos bañados desde su nacimiento en las aguas de la regeneración y crecidos en la radiante luz del Evangelio. Semejantes a los niños, propensos siempre a ver una exageración en los afanes de la solicitud materna, los veis sonreírse ante las ansiedades morales de su Madre la Iglesia. Y con todo, no es ella la única que de ello se preocupa; todas las personas honradas, aunque alejadas del sentimiento cristiano, lanzan un grito de alarma. En las calles públicas, en las playas, en los espectáculos, mujeres y jovencitas se presentan y se exhiben sin rubor a miradas indiscretas y sensuales, a vecindades deshonestas en promiscuidades indecorosas. ¡Con qué fermento surgen las pasiones en esas condiciones y encuentros! Si se exceptúa el último paso, el de la caída en la infidelidad formal –aun suponiendo que casi por milagro no se llegue a él–, ¿qué diferencia puede concebirse entre semejantes costumbres y la conducta de esas infelices que pisotean abiertamente todo pudor?
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[6.–] Y no se comprende si no es por culpa de la languidez del sentimiento moral cómo hombres de honor pueden soportar que sus mujeres y novias permitan a otros miradas y familiaridades tan audaces; ni cómo una novia o una esposa que tengan gran estima del decoro de su dignidad, llegan a tolerar que el marido o el novio se tomen con otras semejantes libertades y familiaridades. ¿Quién no ve alzarse y surgir contra tan graves ultrajes a la santa fidelidad de un amor casto y legítimo, todas, aun las menores centellas de honesto sentimiento?
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[7.–] II.–Pero baste cuanto hemos dicho sobre tan inconvenientes y desconcertantes bajezas. En el orden del espíritu y del corazón el discernimiento entre el bien y el mal es todavía más delicado. Es verdad que hay simpatías naturales irreprensibles en sí mismas a las que las presentes condiciones de la vida brindan más fáciles y frecuentes ocasiones. Aunque a veces puedan presentar algún peligro, no ofenden por sí mismas la fidelidad. Sin embargo, Nos os queremos poner en guardia contra ciertas intimidades secretamente voluptuosas. Contra un amor que se quiere llamar platónico, pero que demasiadas veces no es sino el preludio que inicia o el discreto velo que cubre un afecto menos lícito y puro.
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[8.–] Mientras la simpatía intelectual se detiene en la armonía entre las concepciones sinceras y espontáneas del espíritu y en el goce y admiración de la altura y de la nobleza de un alma, no hay todavía de suyo nada de reprobable. [...] Insensiblemente el recto orden sale de aquí muchas veces invertido, de suerte que de los principios de una simpatía honesta hacia una persona, por influjo de la armonía de las ideas, de las inclinaciones y de los caracteres, se pasa, con inconsciente consentimiento, a armonizar y concertar las propias ideas y las propias concepciones con las ideas y concepciones de la persona admirada. En un principio se deja uno avasallar por ella en cuestiones de poca monta; luego en cosas más serias, en materias de orden práctico, en asuntos de arte y de gusto, que tienen ya más carácter íntimo; más tarde en el campo propiamente intelectual o filosófico y, por fin, en las doctrinas religiosas y morales, hasta el punto de renunciar al propio criterio personal para no pensar ni juzgar sino bajo aquella influencia preconcebida. Se echan por tierra los principios y se sacuden las normas de vida. ¿Cómo explicar entonces una tan entera sumisión y tan plena sujeción a las ideas ajenas, siendo así que el espíritu humano es naturalmente, y muchas veces hasta el exceso, orgulloso en la adhesión al juicio propio?
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[9.–] Pero al mismo tiempo que de este modo el espíritu propio va modelándose poco a poco conforme al de un extraño o de una extraña, se enajena por el contrario cada día más del alma del esposo o de la esposa legítimos. Llega a sentir por todo lo que éstos piensan y dicen un irresistible instinto de contradicción, de irritación, de desprecio. Ese sentimiento, tal vez inconsciente, pero no por eso menos peligroso, indica que la inteligencia ha sido conquistada y acaparada, que se ha dado a merced de otros el espíritu del que se había hecho don irrevocable el día de las bodas. ¿Es esto fidelidad?
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[10.–] ¡Ilusión sutil y mal comprendida! Pudo muy bien suceder que gracias al influjo de almas elevadas, ardientes y movidas por el celo más puro, una simpatía intelectual se convirtiese en la aurora de una conversión; pero las más de las veces se trató sólo de una aurora; rara vez la luz de la mañana subió hasta el pleno día. ¡Cuántos, por el contrario, perdieron de ese modo la fe y el sentimiento cristiano! Ejemplos ilustres, aunque muy raros, bastan para tranquilizar a algunos, que se imaginan ver en sí mismos una Beatriz y un Dante. En muchos casos sucede, por el contrario, que en su doble ceguera caminan a lo largo de un margen resbaladizo y caen ambos en el hoyo (1[4]).
1[4]. Cfr. Mat. XV, 14.
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[11.–] III.–Aun suponiendo que el espíritu no haya sido, [...] la víctima de un engaño del corazón, el corazón, ciego a su vez, acompaña al espíritu y no tarda, a su vez, en arrastrarlo con su impulso. Tras del espíritu se entrega el corazón; pero no se entrega sino haciéndose traidor a la persona a quien desde un principio se había entregado con lazo indisoluble.
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[12.–] Bien puede el mundo proclamar fiel a la esposa que no ha consumado materialmente la transgresión y celebrar la excelencia de su fidelidad porque con un sacrificio tal vez heroico, aunque de un heroísmo puramente humano, continúa viviendo sin amor al lado del esposo a quien había unido su vida, mientras su corazón, todo entero, pertenece definitivamente y apasionadamente a otra persona. ¡Más austera y santa es la moral de Jesucristo! Se enaltece por ahí la nobleza de una pretendida unión de corazones, castamente unidos “como los astros y las palmeras”; se envuelve esta pasión en la aureola de una vaga religiosidad, que no es sino desvarío alimentado de poesía y de novela, no de Evangelio y de vínculo cristiano; se engríen de mantener este amor en alturas serenas; la naturaleza, después del pecado original, no es dócil hasta este punto a los aforismos ingenuamente vanidosos de los espíritus ilusos y la fidelidad ha sido ya violada con la ilícita pasión del corazón.
[FC, 330-334]
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[1.–] [...] La legge del Redentore divino, che è legge di amore, è anche protettrice e conservatrice del vero amore e della vera fedeltà. È una legge di amore che non si confina nè si restringe nelle prescrizioni minuziose ed esterne di un codice, ma che penetra lo spirito, il cuore, fino ad escludere anche il peccato di solo desiderio (cfr. Matth 5, 27-28).
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[2.–] Vi sarebbe dunque, pur salvando le apparenze, una infedeltà segreta, nascosta nelle più intime latebre del cuore? Senza dubbio; perchè dal cuore, disse Nostro Signore, vengono i cattivi pensieri e le altre iniquità (cfr. Matth 15, 19); eppure questo peccato d’infedeltà segreta è, pur troppo, così frequente, che il mondo non vi fa attenzione e la coscienza sopita vi si adatta, come nell’incanto di una illusione.
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[3.–] Sempre però contro ogni ingannevole fascino si erge e grandeggia la vera fedeltà, la quale, come dicemmo nell’ultimo Nostro discorso, ha per oggetto e fondamento il dono mutuo non solo del corpo dei due sposi, ma altresì del loro spirito e del loro cuore. Non è forse vero che la minima infrazione a questa fedeltà squisita e cordiale facilmente conduce, presto o tardi, ai grandi fallimenti della vita e della felicità coniugale?
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[4.–] 1. Simboleggiata dall’anello nuziale, delicatissima virtù è la fedeltà! Prima di essere formulata e promulgata da Nostro Signore, era stata dal Creatore scolpita in fondo al cuore dei giusti, onde è rimasto celebre il detto di Giobbe sul patto che aveva concluso col suoi occhi di astenersi da qualsiasi sguardo impuro (cfr. Job 31, 1).
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[5.–] Con tale austero riserbo, ch’è prerogativa di animo signore di sè, raffrontate la condotta di tanti cristiani bagnati fin dalla nascita nelle acque della rigenerazione ed elevati nella luce raggiante del Vangelo. Non dissimili dai fanciulli, propensi sempre a scorgere una esagerazione nelle angosce della sollecitudine materna, voi li vedete sorridere delle ansietà morali della loro Madre, la Chiesa. Eppure essa non è la sola a darsene pensiero: tutte le persone probe, anche lontane dal senso cristiano, gettano il grido di allarme. Nelle pubbliche vie, sulle spiaggie, negli spettacoli, donne e fanciulle si presentano e si espongono senza rossore a sguardi indiscreti e sensuali, ad accostamenti disonesti, in promiscuità indecorose. In tali condizioni ed incontri, con quale fermento insorgono le passioni! Tranne l’ultimo passo, la caduta nella infedeltà formale –pur supponendo che, quasi per miracolo, non si giunga a tanto–, quale differenza potrebbe farsi tra simili costumi e la condotta di quelle infelici che calpestano apertamente ogni pudore?
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[6.–] Nè si comprende, se non incolpandone il languire del senso morale, come uomini di onore possano sopportare che ad altri le loro donne o le loro fidanzate permettano sguardi e familiarità così audazi; nè come una fidanzata o una sposa, che sentano alto il decoro della loro dignitá, riescano a tollerare che il marito o il fidanzato con altre si prendano tali libertà e domestichezze. Contro così gravi oltraggi alla santa fedeltà di un legittimo e casto amore, chi non vede rivoltarsi e insorgere ogni benchè minima scintilla di onesto sentimento?
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[7.–] 2. Ma basti quanto abbiamo detto su così sconvenienti e sconcertanti bassezze. Nell’ordine dello spirito e del cuore il discernimento tra il bene e il male è ancor più delicato. È vero che vi sono simpatie naturali in sè irreprensibili, alle quali le presenti condizioni della vita porgono più facili e frequenti occasioni. Quantunque possano talvolta presentare qualche pericolo, non offendono per se stesse la fedeltà Nondimeno Noi dobbiamo mettervi in guardia contro talune intimità segretamente voluttuose, contro un amore che si vuol chiamare platonico, ma che non è troppo spesso se non il preludio che inizia o il velo discreto che copre un affetto meno lecito e puro.
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[8.–] Fin che la simpatia intellettuale si ferma nell’armonia tra le vedute sincere e spontanee dello spirito, nel godimento e nell’ammirazione dell’altezza e della nobiltà di un’anima, non vi è per sè ancora nulla di biasimevole. [...] Insensibilmente il retto ordine ne rimane sovente invertito, di modo che, dal nascere di qualche onesta simpatia verso una persona per influsso dell’armonia dei pensieri, delle inclinazioni e dei caratteri, si passa, con un incosciente consentimento, ad armonizzare e concertare le proprie idee e le proprie vedute con le idee e le vedute della persona ammirata. Sulle prime se ne risente la prevalenza in questioni futili; poi in cose più serie, in materie di genere pratico, in argomenti di arte e di gusto che già hanno più dell’intimo; quindi nel campo propriamente intellettuale o filosofico, e infine nelle dottrine religiose e morali, sino al punto di rinunciare al proprio personale criterio, per non pensare nè giudicare che sotto quella concepita influenza. Si travolgono i principii, si scuotono le norme del vivere; mentre lo spirito umano è naturalmente, spesso fino all’eccesso, orgoglioso nell’attaccamento al proprio giudizio, come spiegare allora una così ligia sottomissione e piena sudditanza davanti al pensiero altrui?
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[9.–] Ma al tempo stesso che in tal guisa il proprio spirito viene a mano a mano modellandosi su quello di un estraneo o di una estranea, si aliena al contrario ogni giorno più dall’animo dello sposo o della sposa legittimi. Esso giunge a provare, riguardo a tutto ciò che questi pensano o dicono, un irresistibile istinto di contraddizione, di irritazione, di disprezzo. Tale sentimento, forse inconscio, ma non per ciò meno pericoloso, indica che l’intelligenza è stata conquistata, accaparrata, che è stato dato in balìa di altri lo spirito di cui si era fatto dono irrevocabile il giorno delle nozze. È questa fedeltà?
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[10.–] Sottile e mal compresa illusione! Potè ben accadere che, grazie all’influenza di anime elevate, ardenti, mosse dallo zelo più puro, una simpatia intellettuale divenisse l’aurora di una conversione: ma il più sovente fu solo una aurora: raramente la luce del mattino salì al pieno giorno. Quanti anzi in tal modo perdettero la fede ed il senso cristiano! Esempi illustri, ma ben rari, bastano a rassicurare taluni, i quali s’immaginamo di vedere in se stessi una Beatrice ed un Dante. In molti casi invece avviene che nel loro duplice accecamento camminano lungo un margine sdrucciolevole e cadono ambedue nella fossa (cfr. Matth 15, 14).
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[11.–] 3. Pur supponendo che lo spirito non sia stato, [...] la vittima di un inganno del cuore, il cuore, cieco anch’esso, accompagna lo spirito e non tarda, nel suo slancio, a trascinarlo alla sua volta. Dopo lo spirito il cuore si dona, ma non si dona che divenendo fedifrago verso la persona a cui da principio si era dato con legame indissolubile.
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[12.–] II mondo ha un bel proclamare fedele la sposa che non ha consumato materialmente il fallo, vantare la eccellenza della sua fedeltà, perchè, con sacrificio forse eroico, ma di un eroismo soltanto umano, ella continua a vivere senza amore al lato dello sposo, a cui aveva legato la vita, mentre il suo cuore, tutto il suo cuore, appartiene definitivamente, appassionatamente, a un altro. Più austera e santa è la morale di Cristo! Si ha un bell’esaltare la nobiltà di una pretesa unione dei cuori, castamente congiunti “come gli astri e le palme”; avvolgere questa passione nel nimbo di una vaga religiosità, che non è se non vaneggiamento nutrito di poesia e di romanzo, non di vangelo e di vincolo cristiano; lusingarsi di mantenere questo amore in altezze serene; la natura, dopo il peccato originale, non è fino a questo punto docile agli aforismi ingenuamente vanitosi di spiriti illusi, e la fedeltà, è già violata con la illecita passione del cuore.
[DR 4, 265-269]