[0434] • PÍO XII, 1939-1958 • PRUEBAS Y RIESGOS DE LA FIDELIDAD CONYUGAL
De la Alocución Parlando ultimamente, a unos recién casados, 9 diciembre 1942
1942 12 09 0001
[1.–] [...] Estas pruebas, sin falta alguna del uno o del otro, pueden provenir de deficiencia o de imprudencia de la otra parte; pueden ocasionarse también sin que ni una ni otra parte tengan la más pequeña culpa. Como quiera que sea, de estas pruebas, como de todas las que la Providencia permite en sus arcanos designios, es posible siempre, con la gracia y con la virtud, salir más grandes y más fuertes.
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[2.–] No os maravilléis si ante vosotros nos ocupamos también de aquellas pruebas de las que uno de los esposos es responsable. No es que dudemos de vosotros; antes bien, confiamos en que vuestra vida cristiana y vuestra humilde prudencia, unida a la oración, os obtendrán de Dios la gracia de conservaros y de perseverar y crecer en las disposiciones en que hoy os halláis. Pero Nos nos dirigimos a vosotros también como a Nuestros caritativos mensajeros, para haceros heraldos de consuelo y de paz ante los demás, puesto que esperamos que llevaréis lejos el eco de nuestra palabra. ¡Ojalá sirva de consuelo y de sostén a los que viven en la prueba! ¡Ojalá vosotros mismos, cuando en el curso de la vida halléis a otros en pruebas semejantes, podáis ser ángeles que les socorran y conforten, para curar y endulzar sus corazones heridos, para aliviar sus almas desalentadas por la profundidad de la angustia y la violencia de la tentación! ¡Qué obra tan hermosa de caridad haréis con vuestra ayuda!
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[3.–] I.–La primera de estas pruebas, y la más sensible, es la traición. Por desgracia, no es rara. Es verdad que entre un simple galanteo superficial y transitorio y el abandono del hogar doméstico hay muchos pasos y muy diversos; pero aun la herida más leve hiere profundamente un corazón leal, que se había dado plenamente y sin reserva. Y además es siempre un primer paso en una pendiente resbaladiza; por otra parte, para el esposo (o la esposa) ofendido y engañado es el declive de la tentación, acaso también el pretexto del primer escalón de la bajada. Y si falta fuerza para soportar la prueba y salir de ella triunfante, cae él mismo más abajo y toda la trama de la tragedia se concierta y se concluye.
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[4.–] Pero si a la infidelidad conduce un primer momento de extravío; si de ahí se sigue un vínculo que, poco a poco, se va estrechando cada vez más; si, por fin, lejos de los suyos, el infiel lleva una vida descuidada y ha fundado una familia ilegítima, entonces la prueba llega al colmo; colmo de sufrimiento, colmo de la tentación en esta viudez más triste que la muerte, que ni siquiera da el consuelo de las lágrimas sobre una tumba amada ni concede la posibilidad de volver a construir un nuevo nido.
La vida está rota, pero no apagada, y perdura en una prueba que tiene mucho de terrible. Y sin embargo, ¡cuánto se eleva aquél o aquélla que saben soportar esto digna y santamente! ¡Aquella madre, aquella mujer que debe sostener y educar una familia ella sola, es grande, es heroica en su aflicción, es digna de toda la admiración! Pero una angustia acaso más aguda y más amarga es la del padre, que no puede dar una segunda madre a sus hijos, todavía pequeños y necesitados de una caricia, para sustituir a aquélla que les ha abandonado. ¡Oh, y cómo sangra el corazón al pensar en estos niños que, al crecer, acabarán por comprender su desgracia, si es que no es necesario revelarles todavía antes el desorden moral de un padre o de una madre que viven lejos de ellos!
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[5.–] ¡Qué horrible tentación de acabar con la vida o de edificarse una vida diversa y un diverso hogar! Sin embargo, si hay tempestad en el corazón, el faro del deber está inmóvil en la playa de la vida; deber riguroso, que con los resplandores de su claridad escruta la conciencia y le impone la obligación de ser por su parte fiel al juramento recíproco que la otra parte ha violado y pisoteado.
Algunas veces el esposo culpable no rompe la convivencia conyugal, pero su infidelidad, especialmente si va unida a modales duros y ásperos, hace la vida común cada vez más difícil y casi intolerable. Sin duda, permaneciendo firme el vínculo conyugal, el derecho permite la separación al cónyuge inocente en casos determinados. Pero salvo el peligro de escándalo o el interés superior de los hijos u otra causa grave que se oponga a ella, la caridad, que se acomoda a todo (1), invita e inclina a aquél a soportar y callar, para reconquistar un corazón extraviado. ¡Cuántas veces habría sido posible de este modo la reconciliación! La enmienda habría podido suceder al extravío pasajero y con ella la reparación, el rescate del pasado con una vida ejemplar, que habría sepultado todo en el olvido. En cambio, si la caridad cristiana no vence, si la parte inocente se alborota, aquella alma, que acaso estaba para arrepentirse, o estaba ya arrepentida, se encuentra empujada a un abismo todavía más profundo que aquél del que habría buscado la salida. ¡Se han dado casos de estos sublimes perdones!
1. I Cor. XIII, 7.
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[6.–] Sucede a veces –y vosotros lo sabéis muy bien– que el hombre, fiel a su siempre amada esposa, al volver, después de una larga ausencia, acaso de un cautiverio de guerra, al amado hogar, ve sonreir o siente dar vagidos a una de aquellas cunas, que se han llamado justa y dolorosamente “cunas trágicas”. Se siente conmover por la piedad; después de un momento de vacilación y de lucha interna se acerca y se inclina sobre aquella cuna; besa la frente del pequeño, también él víctima inocente: lo toma como suyo. Ciertamente el deber no obliga a tanto; puede ser también que en algunos casos la razón aconseje un acto semejante; pero ante tales héroes de la caridad y de la fidelidad no se puede pasar sin admiración.
1942 12 09 0007
[7.–] II.–Otra prueba, por desgracia todavía más frecuente, a la que está expuesta la fidelidad, deriva del desconocimiento, por parte de uno de los esposos, de la santidad del deber conyugal. Por temor de ver multiplicarse el peso de la familia; por temor del trabajo, del sufrimiento, de un riesgo que a veces se exagera; por el temor, incomparablemente más fútil, de sacrificar alguna línea de la propia elegancia, algún jirón de la propia vida de placer y de libertad, alguna vez aun por frialdad de corazón y mezquindad de alma, por mal humor o por la ilusión de una virtud mal entendida, uno de los esposos rehúsa al otro y no se presta si no es dejando entender su descontento o sus aprensiones. Evidentemente, no hablamos aquí del acuerdo culpable de dos esposos para tener lejos de su hogar la bendición de los hijos.
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[8.–] Tal prueba es bien dura para un esposo o para una esposa que procuran cumplir su propio deber; y cuando se repite, cuando se prolonga, cuando se convierte en permanente y como decretada definitivamente, nace fácilmente con ella la tentación de buscar en otra parte alguna ilícita compensación. El Apóstol San Pablo la dice expresamente: “No queráis defraudaros el derecho recíproco, a no ser por algún tiempo de común acuerdo, para dedicaros a la oración; y después volved a estar juntos, no sea que os tiente Satanás por vuestra incontinencia” (1[2]).
1[2]. I Cor. VII, 5.
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[9.–] Sin embargo, aunque la prueba oprima el espíritu, hay que salir victorioso. ¡Desgraciado del que perece en ella! ¿No debía luchar y orar? “Orad para no caer en la tentación” (2[3]). A pesar de todo, ha sido vencida su voluntad. Pero, junto con la lucha y con la oración, ¿ha hecho todo lo que debía, todo lo que podía? Le quedaba todavía algo grande, algo hermoso. Aquel marido, aquella mujer a quien se ama, a quien se ha ligado la propia vida, es un alma queridísima, y esta alma está en peligro; más todavía, está más que en el peligro, porque vive habitualmente en estado de pecado mortal, del cual no puede salir más que con el arrepentimiento y con la voluntad de cumplir con su deber en el porvenir. ¿Y no se pondría todo el interés posible, todo absolutamente y cueste lo que cueste, por salvarla? ¿No es éste uno de los primeros deberes de la fidelidad y el más urgente de todos los apostolados? Apostolado difícil, pero que un amor poderoso y puro haría fructuoso. Sin duda ninguna hace falta constancia, energía dulce y paciente, es necesaria la persuasión, es necesaria la oración, mucha oración suplicante y confiada; pero es necesario también el amor, el amor de todos los momentos, amor delicado, tierno, dispuesto a todos los sacrificios, a todas las concesiones que no sean contra la conciencia, amor solícito para satisfacer, para prevenir cualquier deseo, acaso también cualquier capricho inocuo, para reconquistar el corazón extraviado y volverlo a traer al camino del deber.
Pero a pesar de todo, dirán acaso algunos, semejante esfuerzo no siempre tendrá éxito. Aunque solamente lo obtuviera una vez, valdría de verdad la pena intentarlo con toda decisión. Hasta que no se ha hecho este esfuerzo a fondo, de todas las maneras, con perseverancia, no se puede decir que se ha hecho todo; y hasta que no se ha hecho todo, no hay derecho a desesperar del éxito. ¡Es un alma, un alma tan preciosa! Y aunque no se llegase a triunfar sobre la obstinación o la pusilanimidad del culpable, la lucha haría a aquella alma más fuerte para mantenerse, a pesar de la prueba, en una irreprensible fidelidad.
2[3]. Mat. XXVI, 41.
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[10.–] III.–Nos hemos enumerado recientemente las separaciones forzadas de los cónyuges entre los enemigos de la unión indisoluble; debemos ahora computarlas también entre las pruebas de la fidelidad. Ninguno de los dos esposos es culpable; pero hay aquí también una prueba dura y peligrosa. Nos no volveremos hoy sobre el tema sino para indicar brevemente una forma especial de esta separación; separación parcial y de la que ningún extraño cae en la cuenta, pero que no es por eso menos grave y penosa. Nos referimos a las dolencias, a las enfermedades, que imponen a veces durante un largo período de tiempo una continencia perfecta, mientras se sigue juntos, amándose como el primer día y deseando vivir cristianamente. Entonces, para conservar la fidelidad en su indefectible perfección, en su exquisita delicadeza, es menester que el amor sea fuerte, que la fe sea viva. Entonces hay que vigilar, luchar, orar, fortificar el alma, el corazón y los sentidos con el alimento divino de la Santa Comunión. Entonces conviene elevar el espíritu al ideal del amor verdadero y noble, que supera incomparablemente al pobre amor puramente humano, siempre más o menos egoísta. ¿Qué prueba, qué hora es ésta? Es la prueba y la hora en que el amor conyugal se confunde, sublimándose, con el amor del prójimo hacia el herido, caído junto al camino de Jericó, para socorrerle, para curarle, para consolarle, para amarle como a sí mismo. ¿Y qué prójimo más prójimo que el marido para la mujer y la mujer para el marido? Entonces el uno para con el otro se hacen el piadoso samaritano o la piadosa samaritana, y la asistencia mutua y afectuosa, los cuidados y las oraciones son un nuevo sello de la fidelidad jurada ante Dios y en su amor.
A quien así se eleva, y lucha, y ora, y vive de Dios, no se le puede nunca negar la gracia. Nos rogamos al Señor que aleje de vosotros semejantes pruebas; pero si su amorosa providencia dispusiese otra cosa, le suplicamos que no sufra el que seáis tentados o probados por encima de vuestras fuerzas, sino que os procure con la tentación el camino de la evasión y del triunfo, para que podáis sosteneros (1[4]).
[FC, 341-345]
1[4]. Cfr. I Cor. X, 13.
1942 12 09 0001
[1.–] [...] Tali prove, senza alcun fallo di colui o di colei che colpiscono, possono provenire da mancanza o da imprudenza dell’altra parte; possono nascere altresì senza che nè l’una parte nè l’altra ne abbiano la minima colpa. In ogni caso, da queste prove, come da tutte quelle che la Provvidenza permette nei suoi arcani disegni, è sempre possibile con la grazia e la virtù uscire più grandi e più forti.
1942 12 09 0002
[2.–] Non meravigliatevi se Noi trattiamo dinnanzi a voi anche di quelle prove, di cui uno degli sposi è responsabile. Non è che dubitiamo di voi; anzi abbiamo fiducia che la vostra vita cristiana, la vostra umile prudenza, unita alla preghiera, vi otterranno da Dio la grazia di conservarvi e perseverare e crescere nelle sante disposizioni in che oggi vi trovate. Ma Noi Ci rivolgiamo a voi anche come a Nostri caritatevoli messaggeri, per farvi araldi di conforto e di pace agli altri, poichè speriamo che voi porterete lontano l’eco della Nostra parola. Possa essa riuscire di qualche consolazione e sostegno a coloro che vivono nella prova! Possiate voi stessi, allorchè nel corso della vita incontrerete altri in simili cimenti, divenire angeli soccorrevoli e confortatori, per curare e disacerbare i cuori feriti, per sollevare gli animi scoraggiati dalla profondità della angoscia o dalla violenza della tentazione! Quale opera di carità voi farete con l’aiutarli!
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[3.–] 1.–La prima di queste prove, e la più sensibile, è il tradimento. Ahimè! esso non è raro. È vero che tra un semplice corteggiamento superciale e transitorio e l’abbandono del focolare domestico vi sono molti e diversi passi: ma anche il più lieve ferisce profondamente un cuore leale che si era donato pienamente e senza riserva. E poi è sempre un primo passo sopra una china sdrucciolevole; d’altra parte, per lo sposo (o la sposa) offeso e deluso è il pendio della tentazione, forse anche il pretesto del primo gradino nella discesa. E se manca di forza per sopportare la prova e trionfarne, cade egli stesso più in basso e tutta la trama della tragedia si concerta e si compie.
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[4.–] Ma se all’infedeltà condusse un primo istante di smarrimento; se ne seguì un legame divenuto a poco a poco più stretto; se infine, lungi dai suoi, l’infedele mena una vita spensierata o ha fondato una famiglia illegittima, la prova tocca il colmo: colmo della sofferenza, colmo della tentazione in questa vedovanza più triste della morte, che nè lascia consolazione delle lagrime sopra una tomba amata, nè concede la possibilità di rifarsi un nuovo nido. La vita è infranta, ma non spenta, e perdura in una prova che ha del terribile. Eppure quanto grandeggia colui o colei che sa sopportarla degnamente, santamente! Grande, eroica nella sua afflizione, ammirate quella donna, quella madre, che sola deve allevare ed educare la famiglia! Ma un’angoscia forse più acuta e più amara è quella del padre, che non può dare una seconda madre ai suoi figli ancor piccoli e bisognosi di una carezza, per sostituire colei che li ha abbandonati. Oh come sanguina il cuore al pensare che questi fanciulli, crescendo, finiranno col compredere la loro sventura, quando non bisogni ancor prima rivelare loro il disordine morale di un padre o di una madre che vive lontano da essi!
1942 12 09 0005
[5.–] Quale orribile tentazione di finirla con la vita oppur di rifarsi una vita diversa e un diverso focolare! Tuttavia, se la tempesta è nel cuore, sta immobile il faro del dovere sul lido della vita; dovere rigoroso, che coi bagliori della sua chiarezza fruga la coscienza, e impone di essere dal canto proprio fedele al giuramento reciproco che l’altra parte ha violato e calpestato. –Alcune volte lo sposo colpevole non rompe la convivenza coniugale, ma la sua infedeltà, specialmente se va congiunta con modi duri e aspri, rende la vita comune sempre più difficile e quasi intollerabile. Senza dubbio, fermo restando il vincolo matrimoniale, i diritto permette in determinati casi al coniuge innocente la separazione. Ma, salvo quando il pericolo di scandalo o l’interesse superiore dei figli o altra grave causa vi si opponga, la carità, che a tutto s’accomoda (1 Cor 13, 7), invita e inclina alla sopportazione e al silenzio, che riconquista un cuore sviato. Quante volte la riconciliazione sarebbe così stata possibile! Al traviamento passeggero sarebbe potuta succedere l’emendazione, la riparazione, il riscatto del passato con una vita essemplare, che tutto avrebbe avvolto nell’oblio. Se invece la carità cristiana non vince, se la parte innocente s’inalbera, un’anima forse sul pentirsi o già pentita si trova respinta in un abisso ancor più profondo di quello da cui avrebbe cercato di uscire. Si conoscono questi perdoni sublimi!
1942 12 09 0006
[6.–] Accade talora –voi ben lo sapete– che l’uomo, fedele alla sua sposa sempre amata, di ritorno, dopo lunga assenza, forse dalla prigionia di guerra, al caro focolare, vede sorridere o sente vagire una di quelle culle, che sono state giustamente e dolorosamente chiamate le “culle tragiche”. Egli se ne commuove a pietà; dopo un momento di esitanza e di interna lotta, si appressa e si china su quella culla: bacia la fronte del bambino, anch’esso innocente vittima: lo prende come suo. Certo, il dovere non obbliga a tanto: può essere anche che in alcuni casi la ragione sconsigli quell’atto: ma davanti a tali eroi della carità e della fedeltà non si può passare senza ammirarli.
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[7.–] 2.–Un’altra prova, purtroppo ancor più frequente, cui è esposta la fedeltà deriva dal disconoscimento, da parte di uno degli sposi, della santità del dovere coniugale. Per timore di veder moltiplicarsi i pesi della famiglia, per timore della fatica, della sofferenza, di un rischio che talvolta si esagera, per il timore incomparabilmente più futile di sacrificare qualche linea della propria eleganza, qualche lembo della propria vita di piacere e di libertà, talvolta anche per freddezza di cuore o meschinità di spirito, per cattivo umore o per la illusione di una mal compresa virtù, l’uno degli sposi si rifiuta all’altro o non si presta che lasciando scorgere il suo malcontento e le sue apprensioni. Noi non parliamo qui evidentemente del colpevole accordo di due sposi, per tener lontana dal loro focolare la benedizione dei figli.
1942 12 09 0008
[8.–] Tale prova è ben dura per uno sposo o una sposa, curante di compiere il proprio dovere; e quando si rinnova, quando si prolunga, quando diviene permanente e come definitivamente decretata, con essa nasce facilmente la tentazione di cercare altrove qualche illecito compenso. L’Apostolo S. Paolo lo dice espressamente: “Non privatevi l’uno dell’altro, se non forse di mutuo consenso per alcun tempo, affine di dedicarvi alla preghiera; ma poi di nuovo riunitevi insieme, perchè non vi tenti Satana per la vostra incontinenza” (1 Cor 7, 5).
1942 12 09 0009
[9.–] Tuttavia, se la prova grava lo spirito, occorre uscirne vittoriosamente. Infelice colui che vi soccombe! Non doveva egli lottare e pregare? “Pregate, per non entrare nella tentazione” (Matth 26, 41). Ciò nonostante, la sua volontà è rimasta vinta. Ma, insieme con la lotta e la preghiera, ha egli fatto tutto ciò che doveva, tutto ciò che poteva? Gli restava ancora qualche cosa da fare di grande e di bello. Quel marito, quella moglie, che si ama e a cui si è legata la propria vita, è un’anima ben cara, e quest’anima è in pericolo; anzi è più che in pericolo, perchè vive abitualmente in stato di peccato mortale, da cui non può risorgere che mediante il pentimento e con la volontà di compiere nell’avvenire il suo dovere. E non si avrebbe a cuore di far tutto, assolutamente tutto e ad ogni costo, per salvarla? Non è questo uno dei primi doveri della fedeltà il più urgente degli apostolati? Apostolato difficile, ma che un potente e puro amore renderebbe fruttuoso. Senza dubbio occorre costanza, una dolce e paziente energia, occorre la persuasione, occorre la preghiera, molta preghiera, supplichevole e fiduciosa; ma occorre anche l’amore, l’amore di tutti gl’istanti, amore delicato, tenero, pronto a tutti i sacrifici, a tutte le concessioni che non siano contro la coscienza, amore premuroso a soddisfare, a prevenire anche qualche desiderio, fosse pure un qualche innocuo capriccio, per riconquistare il cuore traviato e rincondurlo nel sentiero del dovere. Con tutto ciò, diranno forse alcuni, un tale sforzo non sempre riuscirà. Non dovesse riuscire che una sola volta, varrebbe ben la pena di tentarlo risolutamente. Finchè non si è compiuto questo sforzo, a fondo, in tutti i modi, con perseveranza, non si può dire che si è fatto tutto e, finchè non si è fatto tutto, non si ha il diritto di disperare del successo. È un’anima, un’anima così preziosa! E anche se non si pervenisse a trionfare della ostinazione o della pusillaminità del colpevole, la lotta renderebbe l’animo proprio più forte per mantenersi, nonostante la prova, in una irreprensibile fedeltà
1942 12 09 0010
[10.–] 3.–Noi abbiamo recentemente annoverato le separazioni forzate dei coniugi fra i nemici della unione indissolubile; dobbiamo ora computarle altresì fra le prove della fedeltà. Nessuno dei due sposi è in colpa: ma anche qui è un cimento duro e pericoloso. Noi non vi torneremo oggi sopra, se non per additare brevemente una forma particolare di queste separazioni; separazione parziale e di cui nessuna persona estranea si accorge, ma che non è per ciò men grave e penosa. Noi intendiamo parlare delle malattie, delle infermità, che impongono, talvolta per un lungo periodo di tempo, una continenza perfetta, mentre si continua a stare insieme, ad amarsi come il primo giorno e a voler vivere cristianamente. Allora per conservare alla fedeltà la sua indefettibile perfezione, la sua squisita delicatezza, è necessario che l’amore sia forte, che la fede sia viva. Allora è da vigilare, lottare, pregare, fortificare l’anima, il cuore, i sensi, col divino nutrimento della santa Comunione. Allora conviene elevare lo spirito verso l’ideale del vero e nobile amore, che supera incomparabilmente il povero amore puramente umano, sempre più o meno egoista. Qual prova, qual ora è questa? È la prova e l’ora, in che l’amore coniugale si confonde, sublimandosi, con l’amore del prossimo verso il caduto ferito sulla via di Gerico, per soccorrerlo, per curarlo, per consolarlo, per amarlo come se stesso. E qual prossimo più prossimo che il marito alla moglie, la moglie al marito? Allora l’uno verso l’altra diventa il pio samaritano o la pia samaritana, e la scambievole affettuosa assistenza e cura e preghiera un nuovo suggello della fedeltà giurata innanzi a Dio e nel suo amore. A chi così s’innalza e lotta e prega e vive di Dio, la grazia non può esser mai negata. Noi preghiamo il Signore che vi risparmi simili prove; ma se la sua amorosa Provvidenza disponesse altrimenti, lo supplichiamo di non soffrire che siate tentati o provati al di sopra delle vostre forze, sibbene di procurarvi con la tentazione anche la via dello scampo e del trionfo, affinchè possiate sostenerla (cfr. 1 Cor 10, 13).
[DR 4, 305-310]