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[0928] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA FAMILIA EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO

Discurso Le testimonianze, a las Familias en la Jornada de la Familia, con motivo  del Sínodo de los Obispos sobre la Familia, 12 octubre 1980

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1. Los testimonios que todos hemos escuchado con atención y sentimientos de viva participación nos ofrecen –me parece– un retrato fiel y sugestivo de la familia en este tiempo nuestro.

Luces y sombras, expectativas y preocupaciones, problemas graves y sólidas esperanzas forman parte de este retrato. Al mirarlo, pienso que realmente los estudiosos, en el futuro, podrán decir que nuestro siglo ha sido el de la familia. Efectivamente, jamás como en este siglo la familia ha sido embestida por tantas amenazas, agresiones y erosiones. Pero, al mismo tiempo, nunca como en este siglo se ha salido al encuentro de la familia con tantas ayudas, lo mismo en el plano eclesial que en el civil. Particularmente la reflexión teológica como la actividad pastoral, en las diversas parroquias, no se cansan de ofrecer a la familia puntos de referencia y caminos concretos para la superación de las dificultades y para el propio perfeccionamiento. Si se puede decir lo que afirmaba mi predecesor Pío XII al terminar la Segunda Guerra Mundial, esto es, que en nuestra sociedad llena de sufrimientos la familia es la gran enferma, se debe decir también que son muchos los que quieren ofrecer válidos remedios y ayudas a la familia. La Iglesia, de acuerdo con su misión –el Sínodo que se celebra en estos días es un testimonio de ello–, está dispuesta a ofrecerle la medicina evangelii, el remedium salutis.

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Testimonio cristiano

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2. Todos hemos seguido con emoción y gratitud las palabras de quienes han querido dar aquí el testimonio de su vida. Han sido relatos breves, que, sin embargo, nos han permitido entrever, detrás de las frases necesariamente lacónicas, auténticos poemas de amor y de entrega, cada uno de cuyos capítulos conoceremos a fondo en el Reino de Dios, y esto formará parte también de la alegría perfecta de entonces. Me disgusta no poder reanudar y desarrollar todos los temas que se han evocado aquí con la vivacidad, la lozanía, la fuerza propias de cada testimonio arraigado en la experiencia personal.

Sin embargo, no puedo silenciar el aprecio con que he oído hablar, por ejemplo, a los dos jóvenes novios sobre la preponderancia que ellos dan a los valores espirituales, con relación a los materiales, en la preparación de su matrimonio. Y así, me ha impresionado la lucidez con que se ha subrayado, en los diversos testimonios, la incidencia positiva que el compromiso de vivir castamente el amor ha tenido en su crecimiento y en su maduración. En medio de tantas voces que, en nuestra sociedad permisiva, exaltan la “libertad” sexual como factor de plenitud humana, es justo que se eleve también la voz de quienes, en la experiencia cotidiana de un sereno y generoso autocontrol, han podido descubrir una fuente nueva de conocimiento recíproco, de entendimiento más profundo, de libertad auténtica.

He observado además, con íntima alegría, que las distintas parejas han mostrado que sienten como una exigencia “natural” de su amor la de abrirse a los hermanos, para ofrecer a quien se hallaba en necesidad comprensión, consejo, ayuda concreta: la dimensión altruista forma parte del amor verdadero, que, al darse, en lugar de empobrecerse o de dispersarse, se encuentra enriquecido, reavivado y consolidado.

Un dato que emerge en las varias experiencias presentadas ha sido la conciencia, que se podía notar en las palabras de todos, de que el amor auténtico constituye la clave de solución para todos los problemas aun de los más dramáticos, como los de la quiebra del matrimonio, de la muerte del cónyuge o de un hijo, de la guerra. El camino de salida –se ha dicho– es siempre y sólo el amor; un amor más fuerte que la muerte.

Pero el amor humano es una realidad frágil e insidiada: explícita o implícitamente lo han reconocido todos. Para sobrevivir sin esterilizarse tiene necesidad de trascenderse. Sólo un amor que se encuentra con Dios puede evitar el riesgo de perderse a lo largo del camino. Desde diversos ángulos, cuantos han hablado nos han dado testimonio de la importancia decisiva que ha tenido en su vida un diálogo con Dios, la oración. En las vicisitudes de cada uno ha habido momentos en los que sólo a través del rostro de Dios ha sido posible descubrir de nuevo los auténticos rasgos del rostro de la persona querida.

He aquí algunas de las bellísimas cosas que nos han dicho hoy estos hermanos y hermanas nuestros. Les damos las gracias porque, ahora, después de haberles escuchado, nos sentimos más ricos. Somos plenamente conscientes, en efecto, de que tenemos que aprender mucho de quien está tratando de vivir con coherencia las riquezas insondables de un sacramento. En la línea de los testimonios que acabamos de escuchar quiero expresar ahora, como siguiendo un diálogo, algunos pensamientos míos.

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3. Y ante todo me urge decir: es necesario devolver la confianza a las familias cristianas. En la tempestad en que se halla, puesta como está bajo acusación, la familia cristiana se encuentra cada vez más frecuentemente tentada por el desaliento, por la desconfianza en sí misma y por el temor. Por tanto, debemos decirle, con palabras verdaderas y convincentes, que tiene una misión y un lugar en el mundo contemporáneo y que, para cumplir esta misión, cuenta con formidables recursos y valores imperecederos.

Estos valores son, ante todo, de orden espiritual y religioso: hay un sacramento, un sacramentum magnum, en la raíz y en la base de la familia, el cual es signo de una presencia operante de Cristo resucitado en el seno de la familia, así como es igualmente fuente inagotable de gracia.

Pero estos valores son también de orden natural: iluminarlos cuando se oscurecen, reforzarlos cuando se debilitan y encenderlos de nuevo cuando están casi apagados es un noble servicio que se presta al hombre. Estos valores son el amor, la fidelidad, la mutua ayuda, la indisolubilidad, la fecundidad en su significado más pleno, la intimidad enriquecida por la apertura hacia los otros, la conciencia de ser la célula originaria de la sociedad, etc.

La familia es depositaria y transmisora privilegiada de estos valores. La familia cristiana lo es por un título nuevo y especial. Estos valores la afianzan más en su ser y la hacen dinámica y eficaz en el conjunto de la comunidad a todos los niveles. Pero es necesario que la familia crea en estos valores, los proclame impávidamente y los viva serenamente, los transmita y los propague.

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Defensa de la familia

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4. Mi segundo pensamiento es éste: así como la “pasión” de la familia en las condiciones de nuestro mundo contemporáneo se extiende y asume aspectos diversos (lo hemos visto bien, escuchando los testimonios), igualmente debe ser universal la “compasión” por la familia.

¿De qué padece, pues, la familia cristiana hoy? Ciertamente, sufre en los países pobres y en las zonas pobres de los países ricos, sufre graves daños debidos a situaciones desagradables de trabajo y de salarios, de higiene y de casas, de alimentación y de educación... Pero no es el único este sufrimiento: la familia, incluso en la abundancia de bienes, jamás está al abrigo de otras dificultades. La dificultad que viene de la insuficiente preparación para las altas responsabilidades del matrimonio; la de la incomprensión entre los miembros de la familia, que puede llevar a graves fracturas; la de las desviaciones, bajo varias formas, de uno o más hijos, etc.

Ningún hombre, ningún grupo humano, por sí solo, puede poner remedio a estos diversos sufrimientos. Esto requiere el interés de todos: la Iglesia, el Estado, los cuerpos intermedios, los diversos grupos humanos están llamados, respetando la personalidad de cada uno, a un servicio eficaz de la familia. Sobre todo es necesario el interés de cada uno de los esposos y, por esto, es preciso esperar ardientemente que el marido y la mujer tengan o se esfuercen en tener, desde el comienzo, la misma visión sobre los valores esenciales de la familia.

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5. Mi tercer pensamiento se refiere a la familia cristiana y a la ayuda pastoral que la Iglesia le debe.

Mientras escuchaba, hace poco, los diversos testimonios, me ha impresionado no sólo el contenido de ellos y la demanda especial que de ellos provenía, sino también me ha impresionado el hecho de que estos testimonios y demandas venían todas de laicos, de maridos y mujeres cristianos que viven realmente la vida familiar. Este factor es significativo en la actual acción pastoral de la Iglesia respecto a la familia.

A este propósito no puedo por menos de recordar la importancia de los Movimientos familiares: son numerosos y florecientes, y en el siglo actual son uno de los signos de la vitalidad indefectible y de la creatividad pastoral de la Iglesia. Un aspecto esencial de estos Movimientos es el hecho de que son principio activo para el perfeccionamiento interior de muchas familias en los diversos niveles de la vida familiar, y al mismo tiempo constituyen centros dinámicos de impulso apostólico.

Hay que estar agradecidos a estos Movimientos por todo lo que hacen en favor de la familia. Hay que alegrarse por el interés que ponen para ampliar sus horizontes con miras a un servicio que será cada vez más válido, cada vez más inteligente, cada vez más en armonía con las realidades complejas y los problemas de nuestro tiempo. A pesar de ello, se debe expresar la esperanza de que los Movimientos familiares no decaerán en su inspiración fundamental –inspiración que es también su carisma y por esto su fuerza– para evitar un servicio genérico e indiscriminado. Una preocupación social y legítima no debe hacer que estos Movimientos caigan en una sociología falsa, que los vaciaría del contenido pleno que les es propio mientras sean verdaderos Movimientos eclesiales.

Para ser completamente eficaces, todos los Movimientos familiares deben considerar esa estructura fundamental de la Iglesia que es la parroquia, e integrarse en ella. A este respecto, también es útil recordar lo que dije el año pasado en el contexto de la catequesis: “La parroquia sigue siendo una referencia importante para el pueblo cristiano” (Catechesi tradendae, 67). A través de su actividad pastoral coordinada, la parroquia está totalmente orientada hacia el bien de la familia y hacia su bienestar. A su vez, la familia está llamada a sostener a la parroquia en su misión esencial de construir el Reino de Dios llevando la Palabra de Dios a la vida de todos.

Al ofrecer mi aliento y ayuda a todos los que en las diversas parroquias del mundo colaboran para promover la atención pastoral de las familias, manifiesto la esperanza de que todos sabrán aprovechar la ayuda que la parroquia da a las familias, y ruego para que cada parroquia se constituya como verdadera familia, unida y rica de amor.

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Solicitud de la Iglesia por las familias

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6. Un último pensamiento me lleva a una dimensión invisible, no traducible en números, pero que hay que considerar entre las más importantes, si no la más importante de la realidad familiar. Me refiero –lo habéis adivinado ya– a la espiritualidad familiar. Hacia este punto de referencia deberían converger siempre todas las consideraciones sobre la familia cristiana como hacia la propia raíz y el propio vértice. En efecto, la familia cristiana, nace de un sacramento –el del matrimonio– que, como todos los sacramentos, es una desconcertante iniciativa divina en el corazón de una existencia humana. Por otra parte, una de las finalidades de este sacramento es la de construir con células vivas el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. La familia se comprende solamente en el campo de atracción de estos dos polos: una llamada de Dios que compromete a cada uno de los cristianos que la componen, la respuesta de cada uno en la gran comunidad de fe y de salvación, peregrina hacia Dios.

No obstante, todo esto lo encarna y vive una familia cristiana en el contexto de elementos que son específicos precisamente de la realidad familiar: el amor humano entre los esposos y entre padres e hijos, la comprensión mutua, el perdón, la ayuda y el servicio recíprocos, la educación de los hijos, el trabajo, las alegrías y sufrimientos... Todos estos elementos, dentro del matrimonio cristiano, están envueltos y como impregnados por la gracia y por la virtud del sacramento y se convierten en camino de vida evangélica, búsqueda del rostro del Señor, escuela de caridad cristiana.

Existe, pues, una forma específica de vivir el Evangelio en el marco de la vida familiar. Aprenderla y actuarla es vivir plenamente la espiritualidad matrimonial y familiar. La hora de prueba y de esperanza que está viviendo la familia cristiana exige que un número cada día mayor de familias descubran y pongan en práctica una sólida espiritualidad familiar en medio de la trama cotidiana de la propia existencia. El esfuerzo llevado a cabo por los esposos cristianos que, dentro o fuera de los Movimientos familiares, tratan de difundir, bajo la guía de ilustrados Pastores, las líneas maestras de una verdadera espiritualidad matrimonial y familiar es como nunca necesario y providencial. La familia cristiana tiene necesidad de esta espiritualidad para encontrar su equilibrio, su plena realización, su serenidad, su dinamismo, su apertura a los demás, su alegría y su felicidad.

Las familias cristianas tienen necesidad de alguien que les ayude a vivir una auténtica espiritualidad. El hecho de que el actual Sínodo se preocupe también de esta dimensión constituye la alegría de todos nosotros.

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7. Éstas son algunas consideraciones que anidan en mi corazón de un modo especial. Os las confío a vosotros y os invito a seguir profundizando en ellas mediante la reflexión personal y en el coloquio común con vuestros cónyuges. Asimismo os invito también a sacar las correspondientes deducciones tanto para vosotros mismos como para vuestra vida matrimonial y familiar. Sed conscientes de que, como familias cristianas, nunca estáis solos o abandonados ni en vuestras alegrías ni tampoco en vuestros apuros y dificultades. En la gran comunidad de creyentes otras muchas familias caminan a vuestro lado; vuestros párrocos y obispos están con vosotros por mandato de Cristo, y también el Papa piensa en vosotros con infatigable preocupación pastoral y reza por vosotros en el amor del Señor.

En esta amplia comunidad fraternal de la Iglesia saludo por ello en vuestras personas a todos los matrimonios y familias de vuestros respectivos países que no han podido participar personalmente en este día de la familia. Estamos seguros de que también ellos, individual y familiarmente, han tomado parte en la oración mundial de la Iglesia en este día, oración por la familia. Aquí, en el centro de la cristiandad, nosotros hemos rezado también por ellos, por las familias de todo el mundo. Tan estrechamente nos sentimos unidos a ellas. Y desde aquí imploramos, tanto para esas familias como para todas las aquí representadas, la especial protección y favor de Dios.

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8. En el encuentro excepcional de hoy, caracterizado por la dimensión de un testimonio ante Dios, dado a la Iglesia y al mundo, sobre la familia cristiana y su misión en el mundo contemporáneo, participan también numerosas familias de mi patria. Y esto es para mí motivo de particular alegría. Os doy la bienvenida y os saludo a todos cordialmente junto a la tumba de San Pedro, en el corazón de la Iglesia. En vosotros, aquí presentes –y por medio de vosotros–, saludo a cada una de las familias polacas, tanto si están en la patria como más allá de sus fronteras: a cada padre, a cada madre, a cada niño, que es la esperanza y el porvenir del mundo y de la Iglesia. Llevad este saludo y mi bendición a los umbrales de cada casa, a cada familia. Y llevad también esta experiencia, este testimonio de la familia que habéis dado aquí en Roma y los que la Iglesia da sobre la familia.

De Roma, del presente Sínodo de los Obispos y de todo lo que vivís en el curso de estos días, sacad la convicción, la confianza y la certeza de que es un derecho-deber de la Iglesia cultivar y poner en práctica su doctrina en la orientación pastoral sobre el matrimonio y la familia.

La Iglesia no trata de imponer a nadie esta doctrina y orientación, pero está dispuesta a proponerlas libremente y a tutelarlas como punto de referencia irrenunciable para quien se gloría del título de católico y quiere pertenecer a la comunidad eclesial.

La Iglesia, pues, cree que debe proclamar sus convicciones sobre la familia, segura de prestar un servicio a todos los hombres. Traicionaría al hombre si callase su mensaje sobre la familia. Estad, pues, seguros de sembrar el bien cada vez que anunciáis con libertad, humildad y amor la Buena Nueva sobre la familia.

Que vuestras familias sean fuertes con la fortaleza de Dios; que las guíen la ley divina, la gracia y el amor; que en ella y por ellas se renueve la faz de la tierra.

Renuevo a todos mi saludo e imparto a todos de corazón mi Bendición.

[Enseñanzas 8, 702-707]