[0953] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA PUREZA DEL CORAZÓN
De la Alocución Dopo la pausa, en la Audiencia General, 7 enero 1981
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1. ¿Qué significa la afirmación: “La carne tiene tendencias contrarias a las del espíritu y el espíritu tendencias contrarias a las de la carne”? (Gál 5, 17). Esta pregunta parece importante, más aún, fundamental, en el contexto de nuestras reflexiones sobre la pureza de corazón de la que habla el Evangelio. Sin embargo, el autor de la Carta a los Gálatas abre ante nosotros, a este respecto, horizontes todavía más amplios. En esta contraposición de la “carne” al Espíritu (Espíritu de Dios), y de la vida “según la carne” a la vida “según el Espíritu”, está contenida la teología paulina acerca de la justificación, esto es, la expresión de la fe en el realismo antropológico y ético de la redención realizada por Cristo, a la que Pablo, en el contexto que ya conocemos, llama también “redención del cuerpo”. Según la Carta a los Romanos (8, 23), la “redención del cuerpo” tiene también una dimensión “cósmica” (que se refiere a toda la creación), pero en el centro de ella está el hombre: el hombre constituido en la unidad personal del espíritu y del cuerpo. Y precisamente en este hombre, en su “corazón”, y consiguientemente en todo su comportamiento, fructifica la redención de Cristo, gracias a esas fuerzas del Espíritu que realizan la “justificación”, esto es, hacen realmente que la justicia “abunde” en el hombre, como se inculca en el Sermón de la Montaña: Mt 5, 20, es decir, que abunde en la medida que Dios mismo ha querido y que Él espera.
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2. Resulta significativo que Pablo, al hablar de las “obras de la carne” (cf. Gál 5, 11-21), menciona no sólo “fornicación, impureza, lascivia..., embriagueces, orgías” –por tanto, todo lo que, según un modo objetivo de entender, reviste el carácter de los “pecados carnales” y del placer sexual ligado con la carne–, sino que nombra también otros pecados, a los que no estaríamos inclinados a atribuir un carácter también “carnal” y “sensual”: “idolatría, hechicería, odios, discordias, celos, iras, rencillas, disensiones, divisiones, envidias...” (Gál 5, 20-21). De acuerdo con nuestras categorías antropológicas (y éticas) nos sentiríamos propensos, más bien, a llamar a todas las obras enunciadas aquí “pecados del espíritu” humano antes que pecados de la “carne”. No sin motivo habremos podido entrever en ellas más bien los efectos de la “concupiscencia de los ojos” o de la “soberbia de la vida” que no los efectos de la “concupiscencia de la carne”. Sin embargo, Pablo las califica como “obras de la carne”. Esto se entiende exclusivamente sobre el fondo de ese significado más amplio (en cierto sentido metonímico) que en las Cartas paulinas asume el término “carne”, contrapuesto no sólo y no tanto al “espíritu” humano cuanto al Espíritu Santo que actúa en el alma (en el espíritu) del hombre.
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3. Existe, pues, una significativa analogía entre lo que Pablo define como “obras de la carne” y las palabras con las que Cristo explica a sus discípulos lo que antes había dicho a los fariseos acerca de la “pureza” y la “impureza” ritual (cf. Mt 15, 2-20). Según las palabras de Cristo, la verdadera “pureza” (como también la “impureza”) en sentido moral está en el “corazón” y proviene “del corazón” humano. Se definen como “obras impuras” en el mismo sentido no sólo los “adulterios” y las “fornicaciones”, por tanto, los “pecados de la carne” en sentido estricto, sino también los “malos deseos..., los robos, los falsos testimonios, las blasfemias”. Cristo, como ya hemos podido comprobar, se sirve del significado tanto general como específico de la “impureza” (y, por lo mismo, indirectamente también de la “pureza”). San Pablo se expresa de manera análoga: las obras “de la carne” en el texto paulino se entienden tanto en el sentido general como en el específico. Todos los pecados son expresión de la “vida según la carne”, que se contrapone a la “vida según el Espíritu”. Lo que, conforme a nuestro convencionalismo lingüístico (por lo demás, parcialmente justificado), se considera como “pecado de la carne”, en el elenco paulino es una de las muchas manifestaciones (o especies) de lo que él denomina “obras de la carne”, y, en este sentido, uno de los síntomas, es decir, de las obras de la vida “según la carne” y no “según el Espíritu”.
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4. Las palabras de Pablo a los Romanos: “Así, pues, hermanos, no somos deudores a la carne de vivir según la carne, que si vivís según la carne, moriréis; mas si con el Espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis” (Rom 8, 12-13), nos introducen de nuevo en la rica y diferenciada esfera de los significados que los términos “cuerpo” y “espíritu” tienen para él. Sin embargo, el significado definitivo de ese enunciado es parenético, exhortativo; por tanto, válido para el ethos evangélico. Pablo, cuando habla de la necesidad de hacer morir a las obras del cuerpo con la ayuda del Espíritu, expresa precisamente aquello de lo que Cristo habló en el Sermón de la Montaña, haciendo una llamada al corazón humano y exhortándolo al dominio de los deseos, también de los que se expresan con la “mirada” del hombre dirigida hacia la mujer, a fin de satisfacer la concupiscencia de la carne. Esta superación, o sea, como escribe Pablo, el “hacer morir las obras del cuerpo con la ayuda del Espíritu”, es condición indispensable de la “vida según el Espíritu”, esto es, de la “vida”, que es antítesis de la “muerte”, de las que se habla en el mismo contexto. La vida “según la carne”, en efecto, tiene como fruto la “muerte”, es decir, lleva consigo como efecto la “muerte” del Espíritu.
Por consiguiente, el término “muerte” no significa sólo muerte corporal, sino también el pecado, al que la teología llamará mortal. En las Cartas a los Romanos y a los Gálatas el Apóstol amplía continuamente el horizonte del “pecado-muerte”, tanto hacia el “principio” de la historia del hombre como hacia el final. Y por esto, después de haber enumerado las multiformes “obras de la carne”, afirma que “quienes las hacen no heredarán el Reino de Dios” (Gál 5, 21). En otro lugar escribirá con idéntica firmeza: “Habéis de saber que ningún fornicario o impuro, o avaro, que es como adorador de ídolos, tendrá parte en la heredad del Reino de Cristo y de Dios” (Ef 5, 5). También en este caso las obras que impiden tener “parte en el Reino de Cristo y de Dios”, esto es, las “obras de la carne”, se enumeran como ejemplo y con valor general, aunque aquí ocupen el primer lugar los pecados contra la “pureza” en el sentido específico (cf. Ef 5, 3-7).
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5. Para completar el cuadro de la contraposición entre el “cuerpo” y el “fruto del Espíritu” es necesario observar que en todo lo que es manifestación de la vida y del comportamiento según el Espíritu, Pablo ve al mismo tiempo la manifestación de esa libertad, con la que Cristo “nos ha liberado” (Gál 3, 1). Escribe precisamente así: “Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servíos unos a otros por la caridad. Porque toda la ley se resume en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gál 5, 13-14). Como ya hemos puesto de relieve anteriormente, la contraposición “cuerpo-espíritu”, vida “según la carne”, vida “según el Espíritu”, penetra profundamente toda la doctrina paulina sobre la justificación. El Apóstol de las Gentes proclama, con excepcional fuerza de convicción, que la justificación del hombre se realiza en Cristo y por Cristo. El hombre consigue la justificación en la “fe actuada por la caridad” (Gál 5, 6) y no sólo mediante la observancia de cada una de las prescripciones de la ley veterotestamentaria (en particular de la circuncisión). La justificación, pues, viene “del Espíritu” (de Dios) y no “de la carne”. Por eso exhorta a los destinatarios de su Carta a liberarse de la errónea concepción “carnal” de la justificación, para seguir la verdadera, esto es, la “espiritual”. En este sentido, los exhorta a considerarse libres de la ley y, aún más, a ser libres con la libertad, por la cual Cristo “nos ha hecho libres”.
Así, pues, siguiendo el pensamiento del Apóstol, nos conviene considerar y, sobre todo, realizar la pureza evangélica, es decir, la pureza del corazón, según la medida de esa libertad con la que Cristo “nos ha hecho libres”.
[Enseñanzas 9, 68-70]
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1. Che cosa significa l’affermazione: “La carne ha desideri contrari, allo Spirito e lo Spirito ha desideri contrari alla carne”?(2) Questa domanda sembra importante, anzi fondamentale nel contesto delle nostre riflessioni sulla purezza di cuore, di cui parla il Vangelo. Tuttavia, l’Autore della lettera ai Galati apre davanti a noi, a questo riguardo, orizzonti ancor più vasti. In questa contrapposizione della “carne” allo Spirito (Spirito di Dio), e della vita “secondo la carne” alla vita “secondo lo Spirito” è contenuta la teologia paolina circa la giustificazione, cioè l’espressione della fede nel realismo antropologico ed etico della redenzione compiuta da Cristo, che Paolo, nel contesto a noi già noto, chiama anche “redenzione del corpo”. Secondo la Lettera ai Romani 8, 23, la “redenzione del corpo” ha anche una dimensione “cosmica” (riferita a tutta la creazione), ma al centro di essa vi è l’uomo: l’uomo costituito nell’unità personale dello spirito e del corpo. E appunto in questo uomo, nel suo “cuore”, e conseguentemente in tutto il suo comportamento, fruttifica la redenzione di Cristo, grazie a quelle forze dello Spirito che attuano la “giustificazione”, cioè fanno sì che la giustizia “abbondi” nell’uomo come è inculcato nel Discorso della Montagna: Matteo 5, 20, cioè “abbondi” nella misura che Dio stesso ha voluto e che Egli attende.
2. Gal. 5, 17.
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2. È significativo che Paolo, parlando delle “opere della carne” (3), menziona non soltanto “fornicazione, impurità, libertinaggio... ubriachezza, orge” –quindi, tutto ciò che, secondo un modo di comprendere oggettivo, riveste il carattere dei “peccati carnali” e del godimento sensuale collegato con la carne– ma nomina anche altri peccati, ai quali non saremmo portati ad attribuire un carattere anche “carnale” e “sensuale”: “idolatria, stregonerie, inimicizie, discordia, gelosia, dissensi, divisioni, fazioni, invidie...” (4). Secondo le nostre categorie antropologiche (ed etiche) noi saremmo propensi piuttosto a chiamare tutte le “opere” qui elencate “peccati dello spirito” umano, anzichè peccati della “carne”. Non senza motivo avremmo potuto intravvedere in esse piuttosto gli effetti della “concupiscenza degli occhi” o della “superbia della vita” che non gli effetti della “concupiscenza della carne”. Tuttavia, Paolo le qualifica tutte come “opere della carne”. Ciò s’intende esclusivamente sullo sfondo di quel significato più ampio (in certo senso metonimico), che nelle lettere paoline assume il termine “carne”, contrapposto non soltanto e non tanto allo “spirito” umano quanto allo Spirito Santo che opera nell’anima (nello spirito) dell’uomo.
3. Cfr. Gal. 5, 11-21.
4. Ibid. 5, 20-21.
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3. Esiste, dunque, una significativa analogia tra ciò che Paolo definisce come “opere della carne” e le parole con cui Cristo spiega ai suoi discepoli ciò che prima aveva detto ai farisei circa la “purezza” e l’“impurità” rituale (5). Secondo le parole di Cristo, la vera “purezza” (come anche l’“impurità”) in senso morale sta nel “cuore” e proviene “dal cuore” umano. Come “opere impure” nello stesso senso, sono definiti non soltanto gli “adulterii” e le “prostituzioni”, quindi i “peccati della carne” in senso stretto, ma anche i “propositi malvagi... i furti, le false testimonianze, le bestemmie”. Cristo, come abbiamo già potuto costatare, si serve qui del significato tanto generale quanto specifico dell’“impurità” (e quindi indirettamente anche della “purezza”). San Paolo si esprime in maniera analoga: le opere “della carne” sono intese nel testo paolino in senso tanto generale quanto specifico. Tutti i peccati sono espressione della “vita secondo la carne”, che è in contrasto con la “vita secondo lo Spirito”. Quello che, conformemente alla nostra convenzione linguistica (del resto parzialmente giustificata), viene considerato come “peccato della carne”, nell’elenco paolino è una delle tante manifestazioni (o specie) di ciò che egli denomina “opere della carne”, e, in questo senso, uno dei sintomi, cioè delle attualizzazioni della vita “secondo la carne” e non “secondo lo Spirito”.
5. Cfr. Matth. 15, 2-20.
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4. Le parole di Paolo scritte ai Romani: “Così dunque, fratelli, noi siamo debitori, ma non verso la carne per vivere secondo la carne; poichè se vivete secondo la carne, voi morirete; se invece con l’aiuto dello Spirito voi fate morire le opere del corpo, vivrete” (6), c’introducono nuovamente nella ricca e differenziata sfera dei significati, che i termini “corpo” e “spirito” hanno per lui. Tuttavia, il significato definitivo di quell’enunciato è parenetico, esortativo, quindi valido per l’ethos evangelico. Paolo, quando parla della necessità di far morire le opere del corpo con l’aiuto dello Spirito, esprime appunto ciò di cui Cristo ha parlato nel Discorso della Montagna, facendo richiamo al cuore umano ed esortandolo al dominio dei desideri, anche di quelli che si esprimono nello “sguardo” dell’uomo rivolto verso la donna al fine di appagare la concupiscenza della carne. Tale superamento, ossia, come scrive Paolo, il “far morire le opere del corpo con l’aiuto dello Spirito”, è condizione indispensabile della “vita secondo lo Spirito”, cioè della “vita” che è antitesi della “morte” di cui si parla nello stesso contesto. La vita “secondo la carne” fruttifica infatti la “morte”, cioè comporta come effetto la “morte” dello Spirito.
Dunque, il termine “morte” non significa soltanto morte corporale, ma anche il peccato, che la teologia morale chiamerà mortale. Nelle Lettere ai Romani e ai Galati l’Apostolo allarga continuamente l’orizzonte del “peccato-morte”, sia verso il “principio” della storia dell’uomo, sia verso il suo termine. E perciò, dopo aver elencato le multiformi “opere della carne”, afferma che “chi le compie non erediterà il regno di Dio” (7). Altrove scriverà con simile fermezza: “Sappiatelo bene, nessun fornicatore, o impuro, o avaro –che è roba da idolatri– avrà parte al regno di Cristo e di Dio” (8). Anche in questo caso, le opere che escludono dall’aver “parte al regno di Cristo e di Dio” –cioè le “opere della carne”– vengono elencate come esempio e con valore generale, sebbene al primo posto stiano qui i peccati contro la “purezza” nel senso specifico (9).
6. Rom. 8, 12-13.
7. Gal. 5, 21.
8. Eph. 5, 5.
9. Cfr. ibid. 5, 3-7.
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5. Per completare il quadro della contrapposizione tra il “corpo” e il “frutto dello Spirito” bisogna osservare che in tutto ciò che è manifestazione della vita e del comportamento secondo lo Spirito, Paolo vede ad un tempo la manifestazione di quella libertà, per la quale Cristo “ci ha liberati” (10). Così egli scrive appunto: “Voi infatti, fratelli, siete stati chiamati a libertà. Purchè questa libertà non divenga un pretesto per vivere secondo la carne, ma mediante la carità siate a servizio gli uni degli altri. Tutta la legge infatti trova la sua pienezza in un solo precetto: amerai il prossimo tuo come te stesso” (11). Come già in precedenza abbiamo rilevato, la contrapposizione “corpo-Spirito”, vita “secondo la carne”, vita “secondo lo Spirito”, permea profondamente tutta la dottrina paolina sulla giustificazione. L’Apostolo delle Genti, con eccezionale forza di convinzione, proclama che la giustificazione dell’uomo si compie in Cristo e per Cristo. L’uomo consegue la giustificazione nella “fede che opera per mezzo della carità” 12, e non solo mediante l’osservanza delle singole prescrizioni della Legge anticotestamentaria (in particolare, della circoncisione). La giustificazione viene quindi “dallo Spirito” (di Dio) e non “dalla carne”. Egli esorta, perciò, i destinatari della sua lettera a liberarsi dalla erronea concezione “carnale” della giustificazione, per seguire quella vera, cioè, quella “spirituale”, in questo senso li esorta a ritenersi liberi dalla Legge, e ancor più ad esser liberi della libertà, per la quale Cristo “ci ha liberati”.
Così, dunque, seguendo il pensiero dell’Apostolo, ci conviene considerare e soprattutto realizzare la purezza evangelica, cioè la purezza di cuore, secondo la misura di quella libertà per la quale Cristo “ci ha liberati”.
[Insegnamenti GP II, 4/1, 29-33]
10. Gal. 3, 1.
11. Ibid. 5, 13-14.
12. Ibid. 5, 6.