[0960] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LAS DOS DIMENSIONES DE LA PUREZA SEGÚN SAN PABLO
Alocución Durante i nostri, en la Audiencia General, 11 febrero 1981
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1. Durante nuestros últimos encuentros de los miércoles hemos analizado dos pasajes, tomados de la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5) y de la primera Carta a los Corintios (12, 18-25), con el fin de mostrar lo que parece ser esencial en la doctrina de San Pablo sobre la pureza, entendida en sentido moral, o sea, como virtud. Si en el texto citado de la primera Carta a los Tesalonicenses se puede comprobar que la pureza consiste en la templanza, sin embargo, en este texto, igual que en la primera Carta a los Corintios, se pone también de relieve la nota del “respeto”. Mediante este respeto debido al cuerpo humano (y añadimos que, según la primera Carta a los Corintios, el respecto es considerado precisamente en relación con su componente de pudor), la pureza como virtud cristiana se manifiesta en las Cartas paulinas como un camino eficaz para apartarse de lo que en el corazón humano es fruto de la concupiscencia de la carne. La abstención “de la impureza”, que implica el mantenimiento del cuerpo “en santidad y respeto”, permite deducir que, según la doctrina del Apóstol, la pureza es una “capacidad” centrada en la dignidad del cuerpo, esto es, en la dignidad de la persona en relación con el propio cuerpo, con la feminidad y masculinidad que se manifiesta en este cuerpo. La pureza, entendida como “capacidad” es precisamente expresión y fruto de la vida “según el Espíritu” en el significado pleno de la expresión, es decir, como capacidad nueva del ser humano, en el que da fruto el don del Espíritu Santo. Estas dos dimensiones de la pureza –la dimensión moral, o sea, la virtud, y la dimensión carismática, o sea, el don del Espíritu Santo– están presentes y estrechamente ligadas en el mensaje de Pablo. Esto lo pone especialmente de relieve el Apóstol en la primera Carta a los Corintios, en la que llama al cuerpo “templo (por tanto, morada y santuario) del Espíritu Santo”.
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2. “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis?”, pregunta Pablo a los Corintios (1 Cor 6, 19) después de haberles instruido antes con mucha severidad acerca de las exigencias morales de la pureza. “Huid de la fornicación. Cualquier pecado que cometa un hombre, fuera de su cuerpo queda; pero el que fornica, peca contra su propio cuerpo” (ibid. 6, 18). La nota peculiar del pecado al que el Apóstol estigmatiza aquí está en el hecho de que este pecado, al contrario de todos los demás, es “contra el cuerpo” (mientras que los otros pecados quedan “fuera del cuerpo”). Así, pues, en la terminología paulina encontramos la motivación para las expresiones “los pecados del cuerpo” o los “pecados carnales”. Pecados que están en contraposición precisamente con esa virtud, gracias a la cual el hombre mantiene “el propio cuerpo en santidad y respeto” (cf. 1 Tes 4, 3-5).
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3. Estos pecados llevan consigo la “profanación” del cuerpo: privan al cuerpo de la mujer o del hombre del respeto que se les debe a causa de la dignidad de la persona. Sin embargo, el Apóstol va más allá: según él, el pecado contra el cuerpo es también “profanación del templo”. Sobre la dignidad del cuerpo humano, a los ojos de Pablo, no sólo decide el espíritu humano, gracias al cual el hombre es constituido como sujeto personal, sino más aún la realidad sobrenatural, que es la morada y la presencia continua del Espíritu Santo en el hombre –en su alma y en su cuerpo– como fruto de la redención realizada por Cristo. De donde se sigue que el “cuerpo” del hombre ya no es solamente “propio”. Y no sólo por ser cuerpo de la persona merece ese respeto, cuya manifestación en la conducta recíproca de los hombres, varones y mujeres, constituye la virtud de la pureza. Cuando el Apóstol escribe: “Vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios” (1 Cor 6, 19), quiere indicar todavía otra fuente de la dignidad del cuerpo, precisamente el Espíritu Santo, que es también fuente del deber moral que se deriva de esta dignidad.
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4. La realidad de la redención, que es también “redención del cuerpo”, constituye esta fuente. Para Pablo, este misterio de la fe es una realidad viva, orientada directamente hacia cada uno de los hombres. Por medio de la redención, cada uno de los hombres ha recibido de Dios, nuevamente, su propio ser y su propio cuerpo. Cristo ha impreso en el cuerpo humano –en el cuerpo de cada hombre y de cada mujer– una nueva dignidad, dado que en Él mismo el cuerpo humano ha sido admitido, juntamente con el alma, a la unión con la Persona del Hijo-Verbo. Con esta nueva dignidad, mediante la “redención del cuerpo”, nace a la vez también una nueva obligación, de la que Pablo escribe de modo conciso, pero mucho más impresionante: “Habéis sido comprados a precio” (ibid. 6, 20). Efectivamente, el fruto de la redención es el Espíritu Santo, que habita en el hombre y en su cuerpo como en un templo. En este don, que santifica a cada uno de los hombres, el cristiano recibe nuevamente su propio ser como don de Dios. Y este nuevo doble don obliga. El Apóstol hace referencia a esta dimensión de la obligación cuando escribe a los creyentes, que son conscientes del don, para convencerles de que no se debe cometer la “impureza”, no se debe “pecar contra el propio cuerpo” (ibid. 6, 18). Escribe “El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo” (ibid. 6, 13). Es difícil expresar de manera más concisa lo que comporta para cada uno de los creyentes el misterio de la Encarnación. El hecho de que el cuerpo humano venga a ser en Jesucristo cuerpo de Dios-Hombre logra, por este motivo, en cada uno de los hombres, una nueva elevación sobrenatural, que cada cristiano debe tener en cuenta en su comportamiento respecto al “propio” cuerpo y, evidentemente, respecto al cuerpo del otro: el hombre hacia la mujer y la mujer hacia el hombre. La redención del cuerpo comporta la institución en Cristo y por Cristo de una nueva medida de la santidad del cuerpo. A esta santidad precisamente se refiere Pablo en la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5) cuando habla de “mantener el propio cuerpo en santidad y respeto”.
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5. En el capítulo 6 de la primera Carta a los Corintios, en cambio, Pablo precisa la verdad sobre la santidad del cuerpo, estigmatizando con palabras incluso drásticas la “impureza”, esto es, el pecado contra la santidad del cuerpo, el pecado de la “impureza”: “¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Y voy a tomar yo los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una meretriz? ¡No lo quiera Dios! ¿No sabéis que quien se allega a una meretriz se hace un cuerpo con ella? Porque serán dos, dice, en una carne. Pero el que se allega al Señor se hace un espíritu con Él” (1 Cor 6, 15-17). Si la pureza, según la enseñanza paulina, es un aspecto de la “vida según el Espíritu”, esto quiere decir que en ella fructifica el misterio de la redención del cuerpo como parte del misterio de Cristo, comenzado en la Encarnación y, a través de ella, dirigido ya a cada uno de los hombres. Este misterio fructifica también en la pureza, entendida como un empeño particular fundado sobre la ética. El hecho de que hayamos “sido comprados a precio” (1 Cor 6, 20), esto es, al precio de la redención de Cristo, hace surgir precisamente un compromiso especial, o sea, el deber de “mantener el propio cuerpo en santidad y respeto”. La conciencia de la redención del cuerpo actúa en la voluntad humana en favor de la abstención de la “impureza”; más aún, actúa a fin de hacer conseguir una apropiada habilidad o capacidad, llamada virtud de la pureza.
Lo que resulta de las palabras de la primera Carta a los Corintios (6, 15-17) acerca de la enseñanza de Pablo sobre la virtud de la pureza como realización de la vida “según el Espíritu”, es de una profundidad particular y tiene la fuerza del realismo sobrenatural de la fe. Es necesario que volvamos a reflexionar sobre este tema más de una vez.
[Enseñanzas 9, 85-87]
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1. Durante i nostri ultimi incontri del mercoledì abbiamo analizzato due passi tratti dalla prima Lettera ai Tessalonicesi (1) e dalla prima Lettera ai Corinzi (2), al fine di mostrare ciò che sembra essere essenziale nella dottrina di san Paolo sulla purezza, intesa in senso morale, ossia come virtù. Se nel testo citato della prima Lettera ai Tessalonicesi si può costatare che la purezza consiste nella temperanza, tuttavia in questo testo, come pure nella prima Lettera ai Corinzi, è anche posto in rilievo il momento del “rispetto”. Mediante tale rispetto dovuto al corpo umano (e aggiungiamo che, secondo la prima Lettera ai Corinzi, il rispetto è appunto visto in relazione alla sua componente di pudore), la purezza come virtù cristiana, si revela nelle Lettere paoline una via efficace per distaccarsi da ciò che nel cuore umano è frutto della concupiscenza della carne. L’astensione “dalla impudicizia”, che implica il mantenimento del corpo “con santità e rispetto”, permette di dedurre che, secondo la dottrina dell’Apostolo, la purezza è una “capacità” incentrata sulla dignità del corpo, cioè sulla dignità della persona in relazione al proprio corpo, alla femminilità o mascolinità che in questo corpo si manifesta. La purezza, intesa come “capacità”, e appunto espressione e frutto della vita “secondo lo Spirito” nel pieno significato dell’espressione, cioè come nuova capacità dell’essere umano, in cui porta frutto il dono dello Spirito Santo. Queste due dimensioni della purezza –la dimensione morale, ossia la virtù, e la dimensione carismatica, ossia il dono dello Spirito Santo– sono presenti e strettamente connesse nel messaggio di Paolo. Ciò viene posto in particolare rilievo dall’Apostolo nella prima Lettera ai Corinzi, in cui egli chiama il corpo “tempio (quindi: dimora e santuario) dello Spirito Santo”.
1. 1 Thess. 4, 3-5.
2. 1 Cor. 12, 18-25.
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2. “O non sapete che il vostro corpo è tempio dello Spirito Santo che è in voi e che avete da Dio e non appartenete a voi stessi?” –chiede Paolo ai Corinzi (3), dopo averli prima istruiti con molta severità circa le esigenze morali della purezza. “Fuggite la prostituzione! Qualsiasi peccato l’uomo commetta è fuori del suo corpo; ma chi si dà all’impudicizia, pecca contro il proprio corpo” (4). La nota peculiare del peccato che l’Apostolo qui stigmatizza sta nel fatto che tale peccato, diversamente da tutti gli altri, è “contro il corpo” (mentre gli altri peccati sono “fuori del corpo”). Così, dunque, nella terminologia paolina troviamo la motivazione per le espressioni: “i peccati del corpo” o i “peccati carnali”. Peccati che sono in contrapposizione appunto con quella virtù, in forza della quale l’uomo mantiene “il proprio corpo con santità e rispetto” (5).
3. 1 Cor. 6, 19.
4. Ibid. 6, 18.
5. Cfr. 1 Thess. 4, 3-5.
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3. Tali peccati portano con sè la “profanazione” del corpo: privano il corpo della donna o dell’uomo del rispetto ad esso dovuto a motivo della dignità della persona. Tuttavia, l’Apostolo va oltre: secondo lui il peccato contro il corpo è pure “profanazione del tempio”. Della dignità del corpo umano, agli occhi di Paolo, decide non soltanto lo spirito umano, grazie a cui l’uomo si costituisce come soggetto personale, ma ancor più la realtà soprannaturale che è la dimora e la continua presenza dello Spirito Santo nell’uomo –nella sua anima e nel suo corpo– come frutto della redenzione compiuta da Cristo. Ne consegue che il “corpo” dell’uomo ormai non è più soltanto “proprio”. E non soltanto per il motivo che è corpo della persona, esso merita quel rispetto, la cui manifestazione nella condotta reciproca degli uomini, maschi e femmine, costituisce la virtù della purezza. Quando l’Apostolo scrive: “Il vostro corpo è tempio dello Spirito che è in voi e che avete da Dio” (6), intende indicare ancora un’altra fonte della dignità del corpo, appunto lo Spirito Santo, che è anche fonte del dovere morale derivante da tale dignità.
6. 1 Cor. 6, 19.
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4. È la realtà della redenzione, che è pure “redenzione del corpo”, a costituire questa fonte. Per Paolo, questo mistero della fede è una realtà viva, orientata direttamente ad ogni uomo. Per mezzo della redenzione, ogni uomo ha ricevuto da Dio quasi nuovamente se stesso e il proprio corpo. Cristo ha iscritto nel corpo umano –nel corpo di ogni uomo e di ogni donna– una nuova dignità, dato che in lui stesso il corpo umano è stato ammesso, insieme all’anima, all’unione con la Persona del Figlio-Verbo. Con questa nuova dignità, mediante la “redenzione del corpo” nacque al tempo stesso anche un nuovo obbligo, di cui scrive Paolo in modo conciso, ma quanto mai toccante: “Siete stati comprati a caro prezzo” (7). Il frutto della redenzione è infatti lo Spirito Santo, che abita nell’uomo e nel suo corpo come in un tempio. In questo Dono, che santifica ogni uomo, il cristiano riceve nuovamente se stesso in dono da Dio. E questo nuovo, duplice dono obbliga. L’Apostolo fa riferimento a questa dimensione dell’obbligo quando scrive ai credenti, consapevoli del Dono, per convincerli che non si deve commettere l’“impudicizia”, non si deve “peccare contro il proprio corpo” (8). Egli scrive: “Il corpo ... non è per l’impudicizia, ma per il Signore, e il Signore è per il corpo” (9). È difficile esprimere in modo più conciso ciò che porta con sè per ogni credente il mistero dell’Incarnazione. Il fatto che il corpo umano divenga in Gesù Cristo corpo di Dio-Uomo ottiene per tale motivo, in ciascun uomo, una nuova soprannaturale elevazione, di cui ogni cristiano deve tener conto nel suo comportamento nei riguardi del “proprio” corpo e, evidentemente, nei riguardi del corpo altrui: l’uomo verso la donna e la donna verso l’uomo. La redenzione del corpo comporta l’istituzione in Cristo e per Cristo di una nuova misura della santità del corpo. Proprio a questa “santità” fa richiamo Paolo nella prima Lettera ai Tessalonicesi (10), quando scrive di “mantenere il proprio corpo con santità e rispetto”.
7. Ibid. 6, 20.
8. Ibid. 6, 18.
9. Ibid. 6, 13.
10. 1 Thess. 4, 3-5.
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5. Nel capitolo 6 della prima Lettera ai Corinzi, Paolo precisa invece la verità sulla santità del corpo, stigmatizzando con parole perfino drastiche l’“impudicizia”, cioè il peccato contro la santità del corpo, il peccato dell’impurità: “Non sapete che i vostri corpi sono membra di Cristo? Prenderò dunque le membra di Cristo e ne farò membra di una prostituta? Non sia mai! O non sapete voi che chi si unisce alla prostituta forma con essa un corpo solo? I due saranno, è detto, un corpo solo. Ma chi si unisce al Signore forma con lui un solo spirito” (11). Se la purezza è, secondo l’insegnamento paolino, un aspetto della “vita secondo lo Spirito”, ciò vuol dire che fruttifica in essa il mistero della redenzione del corpo come parte del mistero di Cristo, iniziato nell’Incarnazione e già attraverso di essa rivolto ad ogni uomo. Questo mistero fruttifica anche nella purezza, intesa come un particolare impegno fondato sull’etica. Il fatto che siamo “stati comprati a caro prezzo” (12), cioè a prezzo della redenzione di Cristo, fa scaturire appunto un impegno speciale, ossia il dovere di “mantenere il proprio corpo con santità e rispetto”. La consapevolezza della redenzione del corpo opera nella volontà umana in favore dell’astensione dalla “impudicizia”, anzi, agisce al fine di far acquisire un’appropriata abilità o capacità, detta virtù della purezza.
Ciò che risulta dalle parole della prima Lettera ai Corinzi (13) circa l’insegnamento di Paolo sulla virtù cristiana della purezza come attuazione della vita “secondo lo Spirito”, è di una particolare profondità ed ha la forza del realismo soprannaturale della fede. È necessario che ritorniamo a riflettere su questo tema più di una volta.
[Insegnamenti GP II, 4/1, 258-261]
11. 1 Cor. 6, 15-17.
12. Ibid. 6, 20.
13. Ibid. 6, 15-17.