[1002] • JUAN PABLO II (1978-2005) • NO HAY SOCIEDAD RENOVADA SIN RENOVACIÓN DE LA FAMILIA
Del Discurso A voi il mio saluto, al Congreso Nacional de Agentes de Pastoral para la Familia, organizado por la Comisión Episcopal Italiana para la Familia, y al Congreso sobre la Familia, organizado por el Instituto Polaco para la Cultura Cristiana, de Roma, por el Centro Cultural Maximiliano Kolbe y por la Fundación Juan Diego de Guadalupe, de Buenos Aires (Argentina), 7 diciembre 1981
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2. La pregunta a la que ha tratado de dar una respuesta estos días el congreso organizado por la Conferencia Episcopal Italiana: “La familia italiana, ¿es una comunidad en comunión?”, es una de las preguntas centrales en esta delicada materia. Efectivamente, la familia, en cuanto instituida “desde el principio” por Dios, posee su verdad propia, a la que debemos retornar continuamente y a cuya luz debemos juzgar cada situación. Por tanto, preguntarse si la familia es una “comunidad en comunión”, equivale a preguntarse si la familia realiza verdadera y totalmente el proyecto de Dios sobre ella.
Escuchando continua y fielmente la Palabra de Dios y aprovechando todo lo que la experiencia de la humanidad ha percibido, la Iglesia ha ido descubriendo, cada vez más, el proyecto divino, que constituye la verdad íntima de toda familia. Con intuición particularmente profunda, mi predecesor Pablo VI, de venerada memoria, expresó tal verdad de este modo sintético: “Los esposos, mediante su recíproca donación io poder supresivo, que es intocable, digna de todo respeto, de todo cuidado, de cualquier debido sacrificio. Para quien cree en Dios es espontáneo, es debido por ley religiosa trascendente; e incluso, para quien no tiene esta suerte de admitir la mano de Dios protectora y desagraviadora de todo ser humano, es, y debe ser, intuitivo, en virtud de la dignidad humana, este sentido de lo sacro, es decir, de lo intocable, de lo inviolable, propio de una existencia humana viva. Lo saben, lo sienten aquéllos que han tenido la desventura, la culpa implacable, el remordimiento siempre renaciente de haber suprimido voluntariamente una vida; la voz de la sangre inocente grita en el corazón de la persona homicida con desgarradora insistencia; la paz interior no es posible por vía de sofismas egoístas. Y si lo es, un atentado contra la paz, es decir, contra el sistema protector general del orden, de la humana y segura convivencia, en una palabra, contra la paz, ha sido perpetrado. Vida individual y paz general est fuente de la vida humana, y el don de la vida humana exige en su origen el amor conyugal. A la luz de esta relación puesta por Dios, se comprende cómo la comunidad familiar sólo puede estar en comunión cuando ella es el lugar donde el amor engendra la vida, y la vida nace del amor. Ninguna de estas dos realidades, esto es, amor y vida, sería auténtica si estuviese separada de la otra: ni el amor conyugal existiría según la medida total de su verdad, ni la vida humana tendría un origen digno de su grandeza única. En una palabra: la comunidad conyugal no sería de comunión plena ni, consiguientemente, estaría en condición de hacer estar en comunión a la comunidad familiar.
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3. “El Señor”, como enseña el Concilio Vaticano II “se ha dig nado sanar este amor” conyugal, “perfeccionarlo y elevarlo con el don especial de la gracia y de la caridad” (Gaudium et spes, 49). Remontarse a las fuentes de la comunión conyugal, y, por lo tanto, de la comunión familiar, quiere decir remontarse al sacramento del matrimonio. Efectivamente, en él el hombre y la mujer se hacen partícipes, como enseña la carta a los Efesios (5, 25-32), del mismo acto de donación que se realizó en la cruz y está siempre eucarísticamente presente en la Iglesia.
Este acto vuelve a construir la comunión de los hombres con Dios y entre sí, destruida por el pecado. Mediante el sacramento, el hombre y la mujer, liberados de la dureza de su corazón, son capaces de realizar, en su comunidad conyugal y en su comunidad familiar, el acontecimiento de la comunión.
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4. Sin embargo, habéis fijado vuestra atención no sólo sobre la familia en general, sino, más bien, en la familia italiana. Os afanáis para que ella, dentro de las circunstancias particulares en que se halla, se sienta llamada a entrar en el designio eterno del Creador y del Redentor y se comprometa a unir en sí misma el misterio de la vida y el misterio del amor, haciendo que actúen juntos y se unan a otro inseparablemente, como Dios los ha unido.
También la familia italiana ha sufrido transformaciones profundas en estos años; transformaciones que exigen de los cristianos una robusta capacidad de discernimiento para saber distinguir lo que en ellas hay de positivo y de negativo. El criterio que debe guiar este discernimiento es el proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia, de los que he hablado antes brevemente. Buscar los criterios de discernimiento en otra parte, tendría como consecuencia inevitable la construcción de comunidades familiares que nunca estarían plenamente en comunión.
En particular, no se debe olvidar todo lo que ha enseñado el Concilio Vaticano II: “No puede haber contradicción verdadera entre las leyes divinas de la transmisión obligatoria de la vida y del fomento del genuino amor conyugal” (Gaudium et spes, 51). Al defender la doctrina enseñada por la encíclica Humanae vitae, la Iglesia es consciente de prestar un servicio precioso a la comunidad conyugal; más aún, al hombre como tal: a su verdad y a su dignidad. Esta enseñanza debe ser transmitida fielmente en la catequesis tanto de los esposos como de quienes se preparan al matrimonio. Silencios, incertidumbres o ambigüedades al respecto tienen como consecuencia oscurecer la verdad humana y cristiana del amor conyugal.
Hecho aún más destructor de la comunión familiar es la plaga del aborto, al que el Concilio llama, justamente, un “delito abominable” (Gaudium et spes, 51). El testimonio de las familias cristianas a este respecto debe ser límpido. Ninguna ley humana puede declarar legítimo lo que condena la ley moral: la vida de todo hombre, también la del hombre ya concebido y aún no nacido, merece un respeto absoluto e incondicionado. Si no se respeta este derecho primigenio, ¿cómo es posible hablar luego de derechos del hombre y de dignidad de la persona humana? ¿No hay en todo esto una contradicción patente? A este respecto, se abre para la familia cristiana un “espacio de caridad” inmenso: el espacio de la ayuda a las maternidades difíciles, de la acogida, del compromiso civil para que no se instaure en las costumbres una mentalidad en la que no se perciba el valor absoluto de la vida humana ya concebida y aún no nacida.
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5. No menos estimulante es el tema afrontado en el simposio promovido por las organizaciones que he mencionado al principio: la familia como lugar donde nace el hombre entendido en todas sus dimensiones.
La formulación misma del tema revela la convicción profunda –que comparto plenamente– acerca del papel decisivo que la familia está llamada a desarrollar en el futuro del hombre, de la sociedad y de la obra evangelizadora de la Iglesia. Efectivamente, la familia es “la escuela más completa y más rica de humanismo” (Gaudium et spes, 52); en ella se crean las múltiples re laciones personales, que constituyen la verdadera medida del desarrollo de una personalidad. El hombre que no es capaz de abrirse libre y personalmente, por amor, a la relación con sus semejantes, ciertamente no ha conseguido la madurez de la propia personalidad.
En la familia nacen esas relaciones fundamentales de fraternidad que constituyen la base misma de la fraternidad social, gracias a la cual los hombres se comunican entre sí como verdaderos hermanos que caminan juntos por la senda de la vida; no como competidores, como extraños o incluso como enemigos, sino ayudándose mutuamente a conseguir sus fines más altos. Sólo es posible vivir la fraternidad cuando se basa en una común experiencia filial. Por este motivo reviste tanta importancia la conciencia de la paternidad divina, de la presencia de Dios Padre, que en Cristo nos hace sus hijos y, por lo tanto, hermanos entre nosotros, llamados a ser “sal de la tierra y luz del mundo”.
No podemos esperar una sociedad renovada en sus valores sin una profunda renovación de la familia. Ella es generadora y transmisora de cultura. No podremos llegar a una eficaz evangelización de la cultura sin evangelizar profundamente a la familia. Se trata de una auténtica cruzada, que es necesario poner en marcha para defender, reforzar y estimular al compromiso a las familias cristianas, puesto que de ellas depende en gran parte el destino de la sociedad y su evangelización.
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6. Si, como he dicho en la encíclica Redemptor hominis, el hombre es “el camino primero y fundamental de la Iglesia” (n. 14), y si el hombre accede plenamente a su humanidad mediante la familia, entonces se debe concluir que toda la Iglesia está comprometida en el servicio a la familia, para conseguir que se convierta cada vez más en lo que está llamada a ser.
[Enseñanzas 10, 467-470]