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[1430] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL MISTERIO DEL AMOR ESPONSAL Y LA FIDELIDAD A LA UNIÓN MATRIMONIAL

De la Alocución Scrive San Paolo, en  la Audiencia General, 18 diciembre 1991

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2. Eso resulta aún más evidente si se considera que la carta a los Efesios coloca el amor nupcial de Cristo hacia la Iglesia en relación directa con el sacramento que une como esposos a un hombre y una mujer, consagrando su amor. En efecto, leemos: “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra (alusión al bautismo), y presentándola resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga, ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada” (Ef 5, 25~27). Un poco más adelante, el Apóstol mismo subraya el gran misterio de la unión nupcial, porque la pone en relación con Cristo y la Iglesia (cfr. Ef 5, 32). Sus palabras, en su esencia quieren significar que en el matrimonio y en el amor nupcial cristiano se refleja el amor nupcial del Redentor hacia la Iglesia: amor redentor, preñado de poder salvífico, operante en el misterio de la gracia con la que Cristo hace a los miembros de su Cuerpo partícipes de la vida nueva.

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3. Por este motivo, al desarrollar su idea, el Apóstol recurre al pasaje del Génesis que, hablando de la unión del hombre y la mujer, dice: “Los dos se harán una sola carne” (Ef 5, 31; Gn 2, 24). Inspirándose en esta afirmación, el Apóstol escribe: “Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo. Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia” (Ef 5, 28~29). Se puede decir que en el pensamiento de Pablo el amor nupcial entra en una ley de igualdad, que el hombre y la mujer realizan en Jesucristo (cfr. 1 Co 7, 4). Con todo, cuando el Apóstol constata: “El marido es cabeza de la mujer, como Cristo es Cabeza de la Iglesia, el salvador del Cuerpo” (Ef 5, 23), queda superada la igualdad, la paridad interhumana, porque en el amor hay un orden. El amor del marido hacia la mujer es participación del amor de Cristo hacia la Iglesia. Ahora bien, Cristo, Esposo de la Iglesia, ha sido el primero en el amor, porque ha realizado la salvación (cfr. Rm 5, 6; 1 Jn 4, 19). Así, pues, él es al mismo tiempo “Cabeza” de la Iglesia, su “Cuerpo”, que él salva, alimenta y cuida con amor inefable. Esta relación entre Cabeza y Cuerpo no anula la reciprocidad nupcial, sino que la refuerza. Precisamente la precedencia del Redentor con respecto a los redimidos (y, por tanto, con respecto a la Iglesia) es lo que hace posible esa reciprocidad nupcial, en virtud de la gracia que Cristo mismo concede. Ésta es la esencia del misterio de la Iglesia como Esposa de Cristo-Redentor, verdad repetidamente testimoniada y enseñada por San Pablo.

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4. El Apóstol no es un testigo lejano o desinteresado, como si hablase o escribiese de forma académica o notarial. En sus cartas se muestra profundamente comprometido en la tarea de inculcar esta verdad. Como escribe a los Corintios: “Celoso estoy de vosotros con celos de Dios. Pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo” (2 Co 11, 2). En este texto, Pablo se presenta a sí mismo como el amigo del Esposo, cuya gran preocupación consiste en favorecer la fidelidad perfecta de la esposa a la unión conyugal. En efecto, prosigue: “Temo que, al igual que la serpiente engañó a Eva con su astucia, se perviertan vuestras mentes apartándose de la sinceridad con Cristo” (2 Co 11, 3). Ése es el celo del Apóstol.

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5. También en la primera carta a los Corintios leemos la misma verdad de la carta a los Efesios y de la segunda carta a los mismos Corintios, que hemos citado más arriba. Escribe el Apóstol: “¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? Y ¿había de tomar yo los miembros de Cristo para hacerlos miembros de prostituta? ¡De ningún modo!” (1 Co 6, 15). También aquí es fácil advertir casi un eco de los profetas de la Antigua Alianza, que acusaban al pueblo de prostitución, especialmente por sus caídas en la idolatría. Los profetas hablaban de “prostitución” en sentido metafórico, para echar en cara cualquier culpa grave de infidelidad a la ley de Dios. San Pablo, en cambio, habla efectivamente de relaciones sexuales con prostitutas y las declara totalmente incompatibles con un auténtico cristiano. No es posible tomar los miembros de Cristo y hacerlos miembros de una prostituta. Pablo precisa, luego, un punto importante: mientras la relación de un hombre con una prostituta se realiza sólo a nivel de la carne y, por ello, provoca un divorcio entre carne y espíritu, la unión con Cristo se lleva a cabo al nivel del espíritu y corresponde, por consiguiente, a todas las exigencias del amor auténtico: “¿O no sabéis que quien se une a la prostituta se hace un solo cuerpo con ella? Pues está dicho: Los dos se harán una sola carne. Mas el que se une al Señor, se hace un solo espíritu con él” (1 Co 6, 16-17). Como se ve, la analogía usada por los profetas para condenar con tanta pasión la profanación, la traición y el amor nupcial de Israel con su Dios, sirve aquí al Apóstol para poner de relieve la unión con Cristo, que es la esencia de la Nueva Alianza, y para precisar las exigencias que implica para la conducta cristiana: “Quien se une al Señor forma con él un solo espíritu”.

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6. Era necesaria la “experiencia” de la Pascua de Cristo; era necesaria la “experiencia” de Pentecostés, para atribuir ese significado a la analogía del amor nupcial, heredada de los profetas. Pablo conocía esa doble experiencia de la comunidad primitiva, que había recibido de los discípulos no sólo la instrucción, sino también la comunicación viva de ese misterio. Él había recibido y profundizado esa experiencia, y ahora, a su vez, se hacía apóstol de la misma con los fieles de Corinto, de Éfeso y de todas las Iglesias a las que escribía. Era una traducción sublime de su experiencia del carácter esponsal de la relación entre Cristo y la Iglesia: “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis?” (1 Co 6, 19).

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7. Concluyamos también nosotros con esta constatación de fe, que nos hace desear esa hermosa experiencia: la Iglesia es la Esposa de Cristo.

Como Esposa, pertenece a Él en virtud del Espíritu Santo que, sacando “de los manantiales de la salvación” (Is 12, 3), santifica la Iglesia y le permite responder con amor al amor.

[E 52 (1992), 75-77]