[1928] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL VALOR DE LA ANCIANIDAD
Carta Settant’anni, a los Ancianos, 1 octubre 1999
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1. Setenta eran muchos años en el tiempo en que el Salmista escribía estas palabras, y eran pocos los que los superaban; hoy, gracias a los progresos de la medicina y a la mejora de las condiciones sociales y económicas, en muchas regiones del mundo la vida se ha alargado notablemente. Sin embargo, sigue siendo verdad que los años pasan aprisa; el don de la vida, a pesar de la fatiga y el dolor, es demasiado bello y valioso para que nos cansemos de él.
He sentido el deseo, siendo yo también anciano, de ponerme en diálogo con vosotros. Lo hago, ante todo, dando gracias a Dios por los dones y las oportunidades que hasta hoy me ha concedido en abundancia. Al recordar las etapas de mi existencia, que se entremezcla con la historia de gran parte de este siglo, me vienen a la memoria los rostros de innumerables personas, algunas de ellas particularmente queridas: son recuerdos de hechos ordinarios y extraordinarios, de momentos alegres y de episodios marcados por el sufrimiento. Pero, por encima de todo, experimento la mano providente y misericordiosa de Dios Padre, el cual “cuida del mejor modo todo lo que existe” (1) y “si le pedimos algo según su voluntad, nos escucha” (1 Jn 5, 14). A él me dirijo con el Salmista: “Dios mío, me has instruido desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas, ahora, en la vejez y las canas, no me abandones, Dios mío, hasta que anuncie a la nueva generación tus proezas y tus victorias excelsas” (Sal 71, 17-18).
Mi pensamiento se dirige con afecto a todos vosotros, queridos ancianos de cualquier lengua o cultura. Os dirijo esta carta en el año que la Organización de las Naciones Unidas, con buen criterio, ha querido dedicar a los ancianos para llamar la atención de toda la sociedad sobre la situación de quien, por el peso de la edad, debe afrontar frecuentemente muchos y difíciles problemas.
El Consejo pontificio para los laicos ha ofrecido ya valiosas pautas de reflexión sobre este tema (2). Con la presente carta deseo solamente expresaros mi cercanía espiritual, con el ánimo de quien, año tras año, siente crecer dentro de sí una comprensión cada vez más profunda de esta fase de la vida y, en consecuencia, se da cuenta de la necesidad de un contacto más inmediato con sus coetáneos, para tratar de las cosas que son experiencia común, poniéndolo todo bajo la mirada de Dios, el cual nos envuelve con su amor y nos sostiene y conduce con su providencia.
1. S. Giovanni Damasceno, Esposizione della fede ortodossa, 2, 29.
2. Cfr La dignità dell’anziano e la sua missione nella Chiesa e nel mondo, Città del Vaticano 1998.
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2. Queridos hermanos y hermanas, a nuestra edad resulta espontáneo recorrer de nuevo el pasado para intentar hacer una especie de balance. Esta mirada retrospectiva permite una valoración más serena y objetiva de las personas y de las situaciones que hemos encontrado a lo largo del camino. El paso del tiempo difumina los rasgos de los acontecimientos y suaviza sus aspectos dolorosos. Por desgracia, en la existencia de cada uno hay sobradas cruces y tribulaciones. A veces se trata de problemas y sufrimientos que ponen a dura prueba la resistencia psicofísica y hasta conmocionan quizás la fe misma. No obstante, la experiencia enseña que, con la gracia del Señor, los mismos sinsabores cotidianos contribuyen con frecuencia a la madurez de las personas, templando su carácter.
La reflexión que predomina, por encima de los episodios particulares, es la que se refiere al tiempo, el cual transcurre inexorable. “El tiempo se escapa irremediablemente”, sentenciaba ya el antiguo poeta latino (3). El hombre está inmerso en el tiempo: en él nace, vive y muere. Con el nacimiento se fija una fecha, la primera de su vida, y con su muerte otra, la última. Es el alfa y la omega, el comienzo y el final de su existencia terrena, como subraya la tradición cristiana al esculpir estas letras del alfabeto griego en las lápidas sepulcrales.
No obstante, aunque la existencia de cada uno de nosotros es limitada y frágil, nos consuela el pensamiento de que, por el alma espiritual, sobrevivimos incluso a la muerte. Además, la fe nos abre a una “esperanza que no defrauda” (cf. Rm 5, 5), indicándonos la perspectiva de la resurrección final. Por eso la Iglesia usa en la solemne Vigilia pascual estas mismas letras con referencia a Cristo vivo, ayer, hoy y siempre: él es “principio y fin, alfa y omega. Suyo es el tiempo y la eternidad” (4). La existencia humana, aunque está sujeta al tiempo, es introducida por Cristo en el horizonte de la inmortalidad. Él “se ha hecho hombre entre los hombres, para unir el principio con el fin, esto es, el hombre con Dios” (5).
3. Virgilio, Fugit irreparabile tempus”, Georgiche, III, 284.
4. Liturgia della Veglia pasquale.
5. S. Ireneo di Lione, Adversus haereses, 4, 20, 4.
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Un siglo complejo hacia un futuro de esperanza
3. Al dirigirme a los ancianos, sé que hablo a personas y de personas que han realizado un largo recorrido (cf. Sb 4, 13). Hablo a los de mi edad; me resulta fácil, por tanto, buscar una analogía en mi experiencia personal. Nuestra vida, queridos hermanos y hermanas, ha sido inscrita por la Providencia en este siglo XX, que ha recibido una compleja herencia del pasado y ha sido testigo de numerosos y extraordinarios acontecimientos.
Como tantas otras épocas de la historia, nuestro siglo ha conocido luces y sombras. No todo han sido penumbras. Hay muchos aspectos positivos, que han sido el contrapeso de otros negativos o han surgido de éstos últimos, como una beneficiosa reacción de la conciencia colectiva. No obstante, es cierto –y sería tan injusto como peligroso olvidarlo– que se han producido sufrimientos inauditos, que han marcado la vida de millones y millones de personas. Bastaría pensar en los conflictos surgidos en diversos continentes, debidos a contenciosos territoriales entre Estados o al odio entre diversas etnias. Tampoco se han de considerar menos graves las condiciones de pobreza extrema de amplios sectores sociales en el sur del mundo, el vergonzoso fenómeno de la discriminación racial y la sistemática violación de los derechos humanos en muchas naciones. Y, en fin, ¿qué decir de los grandes conflictos mundiales?
Sólo en la primera parte del siglo hubo dos, de una magnitud hasta entonces desconocida por las muertes y la destrucción ocasionadas. La primera guerra mundial ocasionó la muerte de millones de soldados y civiles, truncando muchas vidas humanas casi en la adolescencia o incluso en su niñez. Y, ¿qué decir de la segunda guerra mundial? Estalló tras pocos decenios de una relativa paz en el mundo, especialmente en Europa, y resultó más trágica que la anterior, con tremendas consecuencias para la vida de las naciones y los continentes. Fue guerra total, una inaudita explosión de odio, que se abatió brutalmente también sobre la inerme población civil y destruyó generaciones enteras. Fue incalculable el tributo pagado en los diversos frentes al delirio bélico, y terroríficos los estragos llevados a cabo en los campos de exterminio, auténticos Gólgotas de la época contemporánea.
Durante muchos años, en la segunda mitad del siglo, se ha vivido la pesadilla de la guerra fría, esto es, la confrontación entre los dos grandes bloques ideológicos contrapuestos, el Este y el Oeste, con una desenfrenada carrera de armamentos y la amenaza constante de una guerra atómica, capaz de destruir la humanidad entera (6). Gracias a Dios, esa página oscura terminó con la caída en Europa de los regímenes totalitarios opresivos, como fruto de una lucha pacífica, que empuñó las armas de la verdad y la justicia (7). Ha comenzado así un arduo pero provechoso proceso de diálogo y reconciliación, orientado a instaurar una convivencia más serena y solidaria entre los pueblos.
No obstante, demasiadas naciones están todavía muy lejos de experimentar los beneficios de la paz y la libertad. En los últimos meses, el violento conflicto surgido en la región de los Balcanes, que ya en los años precedentes había sido teatro de una terrible guerra de carácter étnico, ha suscitado gran conmoción; se ha derramado más sangre, se han intensificado las destrucciones y se han alimentado nuevos odios. Ahora, cuando finalmente el fragor de las armas se ha apaciguado, se comienza a pensar en la reconstrucción, en la perspectiva del nuevo milenio. Pero, mientras tanto, siguen propagándose también en otros continentes numerosos focos de guerra, a veces con matanzas y violencias, olvidadas demasiado pronto por las crónicas.
6. Cfr Giovanni Paolo II, Lett. enc. Centesimus annus, 18.
7. Cfr ibíd., 23.
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4. Aunque estos recuerdos y estas dolorosas situaciones actuales nos entristecen, no podemos olvidar que nuestro siglo ha visto surgir en el horizonte múltiples signos positivos, los cuales son, al mismo tiempo, motivos de esperanza para el tercer milenio. Así, se ha acrecentado –aunque entre muchas contradicciones, especialmente en lo que se refiere al respeto a la vida de cada ser humano– la conciencia de los derechos humanos universales, proclamados en declaraciones solemnes, que comprometen a los pueblos.
Asimismo, se ha desarrollado el sentido del derecho de los pueblos al autogobierno, en el marco de relaciones nacionales e internacionales inspirados en la valoración de las identidades culturales y, al mismo tiempo, en el respeto de las minorías. La caída de los sistemas totalitarios, como los del Este europeo, ha ayudado a percibir mejor y más universalmente el valor de la democracia y del libre mercado, aunque planteando el gran desafío de compaginar la libertad y la justicia social.
También se ha de considerar un gran don de Dios el que las religiones estén intentando, cada vez con mayor determinación, un diálogo que les permita ser un factor fundamental de paz y de unidad para el mundo.
Tampoco se ha de olvidar que aumenta en la conciencia común el debido reconocimiento a la dignidad de la mujer. Indudablemente, queda aún mucho camino por recorrer, pero se ha trazado el rumbo a seguir. Asimismo, es motivo de esperanza el auge de las comunicaciones que, favorecidas por la tecnología actual, permiten superar los límites tradicionales y hacernos sentir ciudadanos del mundo.
Otro campo importante en el que se ha madurado es la nueva sensibilidad ecológica, la cual merece ser alentada. También son factores de esperanza los grandes progresos de la medicina y de las ciencias aplicadas al bienestar del hombre.
Así pues, hay muchos motivos por los que debemos dar gracias a Dios. A pesar de todo, este final de siglo presenta grandes posibilidades de paz y de progreso. De las mismas pruebas por las que ha pasado nuestra generación surge una luz capaz de iluminar los años de nuestra vejez. Se confirma así un principio muy entrañable para la tradición cristiana: “Las tribulaciones no sólo no destruyen la esperanza, sino que son su fundamento” (8).
Por tanto, mientras el siglo y el milenio están llegando a su ocaso y se vislumbra ya el alba de una nueva época para la humanidad, es importante que nos detengamos a meditar sobre la realidad del tiempo, que pasa con rapidez, no para resignarnos a un destino inexorable, sino para valorar plenamente los años que nos quedan por vivir.
8. S. Giovanni Crisostomo, Commento alla Lettera ai Romani, 9, 2.
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El otoño de la vida
5. ¿Qué es la vejez? A veces se habla de ella como del otoño de la vida –como ya decía Cicerón (9)–, por analogía con las estaciones y la sucesión de los ciclos de la naturaleza. Basta observar a lo largo del año los cambios del paisaje en la montaña y en la llanura, en los prados, los valles y los bosques, en los árboles y las plantas. Hay una gran semejanza entre los biorritmos del hombre y los ciclos de la naturaleza, de la cual él mismo forma parte.
Al mismo tiempo, sin embargo, el hombre se distingue de cualquier otra realidad que lo rodea porque es persona. Plasmado a imagen y semejanza de Dios, es un sujeto consciente y responsable. Aun así, también en su dimensión espiritual el hombre experimenta la sucesión de fases diversas, igualmente fugaces. A san Efrén el Sirio le gustaba comparar la vida con los dedos de una mano, bien para demostrar que los dedos no son más largos de un palmo, bien para indicar que cada etapa de la vida, al igual que cada dedo, tiene una característica peculiar, y “los dedos representan los cinco peldaños sobre los que el hombre avanza” (10).
Por tanto, así como la infancia y la juventud son el período en el cual el ser humano está en formación, vive proyectado hacia el futuro y, tomando conciencia de sus capacidades, traza proyectos para la edad adulta, también la vejez tiene sus ventajas, porque –como observa san Jerónimo–, atenuando el ímpetu de las pasiones, “acrecienta la sabiduría y da consejos más maduros” (11). En cierto sentido, es la época privilegiada de aquella sabiduría que generalmente es fruto de la experiencia, porque “el tiempo es un gran maestro” (12). Es bien conocida la oración del Salmista: “Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato” (Sal 90, 12).
9. Cfr Cato maior, seu De senectute, 19, 70.
10. Su Tutto è vanità e afflizione di spirito”, 5-6.
11. Auget sapientiam, dat maturiora consilia”, Commentaria in Amos, 2, Prol.
12. Corneille, Sertorius, a. II, sc. 4, b. 717.
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Los ancianos en la sagrada Escritura
6. “Juventud y pelo negro, vanidad”, observa el Eclesiastés (Qo 11, 10). La Biblia llama la atención sobre la caducidad de la vida y del tiempo, que pasa inexorablemente, a veces con gran realismo: “¡Vanidad de vanidades! (...) ¡vanidad de vanidades, todo es vanidad!” (Qo 1, 2). ¿Quién no conoce esta severa advertencia del antiguo sabio? Especialmente nosotros los ancianos, enseñados por la experiencia, lo entendemos muy bien.
No obstante este realismo desencantado, la Escritura conserva una visión muy positiva del valor de la vida. El hombre sigue siendo un ser creado “a imagen de Dios” (cf. Gn 1, 26) y cada edad tiene su belleza y sus tareas. Más aún, la palabra de Dios muestra una gran consideración por la edad avanzada, hasta el punto de que la longevidad es interpretada como un signo de la benevolencia divina (cf. Gn 11, 10-32). Con Abraham, del cual se subraya el privilegio de la ancianidad, dicha benevolencia se convierte en promesa: “De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y será una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra” (Gn 12, 2-3). Junto a él está Sara, la mujer que vio envejecer su cuerpo pero que experimentó, en la limitación de la carne ya marchita, el poder de Dios, que suple la insuficiencia humana.
Moisés es ya anciano cuando Dios le confía la misión de hacer salir de Egipto al pueblo elegido. Las grandes obras realizadas en favor de Israel por mandato del Señor no las lleva a cabo en su juventud, sino ya entrado en años. Entre otros ejemplos de ancianos, quisiera citar el caso de Tobías, el cual, con humildad y valentía, se compromete a observar la ley de Dios, a ayudar a los necesitados y a soportar con paciencia la ceguera, hasta que experimenta la intervención sanadora del ángel de Dios (cf. Tb 3, 16-17); también el de Eleazar, cuyo martirio es un testimonio de singular generosidad y fortaleza (cf. 2 M 6, 18-31).
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7. El Nuevo Testamento, inundado por la luz de Cristo, nos ofrece asimismo figuras elocuentes de ancianos. El evangelio de san Lucas comienza presentando una pareja de esposos “de avanzada edad” (Lc 1, 7), Isabel y Zacarías, los padres de Juan Bautista. A ellos se dirige la misericordia del Señor (cf. Lc 1, 5-25. 39-79); a Zacarías, ya anciano, se le anuncia el nacimiento de un hijo. Lo subraya él mismo: “yo soy viejo y mi mujer avanzada en edad” (Lc 1, 18). Durante la visita de María, su anciana prima Isabel, llena del Espíritu Santo, exclama: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno” (Lc 1, 42). Al nacer Juan Bautista, Zacarías proclama el himno del Benedictus. He aquí una admirable pareja de ancianos, animada por un profundo espíritu de oración.
En el templo de Jerusalén, María y José, que habían llevado a Jesús para ofrecerlo al Señor o, mejor dicho, para rescatarlo como primogénito según la Ley, se encuentran con el anciano Simeón, que durante tanto tiempo había esperado la venida del Mesías. Tomando al niño en sus brazos, Simeón bendijo a Dios y entonó el Nunc dimittis: “Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz...” (Lc 2, 29).
Junto a él encontramos a Ana, una viuda de ochenta y cuatro años, que frecuentaba asiduamente el templo y que tuvo en aquella ocasión el gozo de ver a Jesús. Observa el evangelista que se puso a alabar a Dios “y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén” (Lc 2, 38).
Anciano es Nicodemo, notable miembro del Sanedrín, que visita a Jesús por la noche para que no lo vean. El divino Maestro le revelará que él es el Hijo de Dios, venido para salvar al mundo (cf. Jn 3, 1-21). Volvemos a encontrar a Nicodemo en el momento de la sepultura de Cristo, cuando, llevando una mezcla de mirra y áloe, supera el miedo y se manifiesta como discípulo del Crucificado (cf. Jn 19, 38-40). ¡Qué testimonios tan confortadores! Nos recuerdan cómo el Señor, en cualquier edad, pide a cada uno que aporte sus propios talentos. ¡El servicio al Evangelio no es una cuestión de edad!
Y, ¿qué podemos decir del anciano Pedro, llamado a dar testimonio de su fe con el martirio? Un día, Jesús le había dicho: “Cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras” (Jn 21, 18). Como Sucesor de Pedro, estas palabras me afectan muy directamente y me hacen sentir profundamente la necesidad de tender las manos hacia las de Cristo, obedeciendo su mandato: “Sígueme” (Jn 21, 19).
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8. El Salmo 92, como sintetizando los maravillosos testimonios de ancianos que encontramos en la Biblia, proclama: “El justo crecerá como una palmera, se alzará como un cedro del Líbano; (...) en la vejez seguirá dando fruto y estará lozano y frondoso, para proclamar que el Señor es justo” (Sal 92[91], 13. 15-16). El apóstol san Pablo, haciéndose eco del Salmista, escribe en la carta a Tito: “que los ancianos sean sobrios, dignos, sensatos, sanos en la fe, en la caridad, en la paciencia, en el sufrimiento; que las ancianas asimismo sean en su porte cual conviene a los santos (...); maestras del bien, para que enseñen a las jóvenes a amar a sus maridos y a sus hijos” (Tt 2, 2-5).
Así pues, a la luz de la enseñanza y según la terminología propia de la Biblia, la vejez se presenta como un “tiempo favorable” para la culminación de la existencia humana y forma parte del proyecto divino sobre cada hombre, como momento de la vida en el que todo confluye, permitiéndole de este modo comprender mejor el sentido de la vida y alcanzar la “sabiduría del corazón”. “La ancianidad venerable –advierte el libro de la Sabiduría– no es la de los muchos días ni se mide por el número de años; la verdadera canicie para el hombre es la prudencia, y la edad provecta, una vida inmaculada” (Sb 4, 8-9). Es la etapa definitiva de la madurez humana y, a la vez, expresión de la bendición divina.
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Depositarios de la memoria colectiva
9. En el pasado se tenía un gran respeto a los ancianos. A este propósito, el poeta latino Ovidio escribía: “En un tiempo, había una gran reverencia por la cabeza canosa” (13). Siglos antes, el poeta griego Focílides amonestaba: “Respeta el cabello blanco: ten con el anciano sabio la misma consideración que tienes con tu padre” (14).
Si nos detenemos a analizar la situación actual, constatamos cómo, en algunos pueblos, la ancianidad es tenida en gran estima y aprecio; en otros, sin embargo, lo es mucho menos, a causa de una mentalidad que pone en primer término la utilidad inmediata y la productividad del hombre. Debido a esta actitud, la llamada tercera o cuarta edad es frecuentemente subestimada, y los ancianos mismos se sienten inducidos a preguntarse si su existencia es todavía útil.
Se llega incluso a proponer con creciente insistencia la eutanasia como solución para las situaciones difíciles. Por desgracia, el concepto de eutanasia ha ido perdiendo en estos años para muchas personas aquellas connotaciones de horror que suscita naturalmente en quienes son sensibles al respeto de la vida. Ciertamente, puede suceder que, en casos de enfermedad grave, con dolores insoportables, las personas aquejadas sean tentadas por la desesperación, y que sus seres queridos, o los encargados de su cuidado, se sientan impulsados, movidos por una compasión mal entendida, a considerar como razonable la solución de una “muerte dulce”. A este propósito, es preciso recordar que la ley moral permite la renuncia al llamado “ensañamiento terapéutico” (15), exigiendo sólo aquellas curas que forman parte de una normal asistencia médica. Pero eso es muy diverso de la eutanasia, entendida como provocación directa de la muerte. Más allá de las intenciones y de las circunstancias, la eutanasia sigue siendo un acto intrínsecamente malo, una violación de la ley divina y una ofensa a la dignidad de la persona humana (16).
13. Magna fuit quondam capitis reverentia cani”, Fasti, lib. V, v. 57.
14. Sentenze, XLII.
15. Cfr Giovanni Paolo II, Lett. enc. Evangelium vitae, 65 [1995 03 25b/ 65].
16. Cfr ibid [1995 03 25b/ 65].
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10. Es urgente recuperar una adecuada perspectiva, desde la cual se ha de considerar la vida en su conjunto. Esta perspectiva es la eternidad, de la cual la vida es una preparación, significativa en cada una de sus fases. También la ancianidad tiene una misión que cumplir en el proceso de progresiva madurez del ser humano en camino hacia la eternidad. De esta madurez se beneficia el mismo grupo social del cual forma parte el anciano.
Los ancianos ayudan a ver los acontecimientos terrenos con más sabiduría, porque las vicisitudes de la vida los han hecho expertos y maduros. Son depositarios de la memoria colectiva y, por eso, intérpretes privilegiados del conjunto de ideales y valores comunes que rigen y guían la convivencia social. Excluirlos es como rechazar el pasado, en el cual hunde sus raíces el presente, en nombre de una modernidad sin memoria. Los ancianos, gracias a su madura experiencia, están en condiciones de ofrecer a los jóvenes consejos y enseñanzas valiosas.
Desde esta perspectiva, los aspectos de la fragilidad humana, relacionados de un modo más visible con la ancianidad, son una llamada a la mutua dependencia y a la necesaria solidaridad que une a las generaciones entre sí, porque toda persona necesita a los demás y se enriquece con los dones y carismas de todos.
A este respecto son elocuentes las consideraciones de un poeta que aprecio, el cual escribe: “No es eterno sólo el futuro, ¡no sólo!... Sí, también el pasado es la era de la eternidad: lo que ya ha sucedido, no volverá hoy como antes... Volverá, sin embargo, como idea, no volverá como él mismo” (17).
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“Honra a tu padre y a tu madre”
11. ¿Por qué, entonces, no seguir tributando al anciano aquel respeto tan valorado en las sanas tradiciones de muchas culturas en todos los continentes? Para los pueblos del ámbito influenciado por la Biblia, la referencia ha sido, a través de los siglos, el mandamiento del Decálogo: “Honra a tu padre y a tu madre”; un deber, por lo demás, reconocido universalmente. De su plena y coherente aplicación no ha surgido solamente el amor de los hijos a los padres, sino que también se ha puesto de manifiesto el fuerte vínculo que existe entre las generaciones. Donde el precepto es reconocido y cumplido fielmente, los ancianos saben que no corren peligro de ser considerados un peso inútil y embarazoso.
El mandamiento enseña, además, a respetar a los que nos han precedido y todo el bien que han hecho: “tu padre y tu madre” indican el pasado, el vínculo entre una generación y otra, la condición que hace posible la existencia misma de un pueblo. Según la doble redacción propuesta por la Biblia (cf. Ex 20, 2-17; Dt 5, 6-21), este mandato divino ocupa el primer puesto en la segunda Tabla, la que concierne a los deberes del ser humano hacia sí mismo y hacia la sociedad. Es el único al que se añade una promesa: “Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar” (Ex 20, 12; cf. Dt 5, 16).
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12. “Ponte en pie ante las canas y honra el rostro del anciano” (Lv 19, 32). Honrar a los ancianos implica el deber de acogerlos, asistirlos y valorar sus cualidades. En muchos ambientes eso sucede casi espontáneamente, como por costumbre antigua. En otros, especialmente en las naciones económicamente más desarrolladas, parece obligado un cambio de tendencia para que los que avanzan en años puedan envejecer con dignidad, sin temor a quedar reducidos a personas que ya no cuentan para nada. Es preciso convencerse de que es propio de una civilización plenamente humana respetar y amar a los ancianos, para que, a pesar del debilitamiento de las fuerzas, se sientan parte viva de la sociedad. Ya observaba Cicerón que “el peso de la edad es más leve para el que se siente respetado y amado por los jóvenes” (18).
El espíritu humano, por lo demás, aun participando del envejecimiento del cuerpo, en cierto sentido permanece siempre joven si vive orientado hacia lo eterno; esta perenne juventud se experimenta mejor cuando al testimonio interior de la buena conciencia se une el afecto atento y agradecido de las personas queridas. El hombre, entonces, como escribe san Gregorio Nacianceno, “no envejecerá en el espíritu: aceptará la disolución del cuerpo como el momento establecido para la necesaria libertad. Dulcemente transmigrará hacia el más allá, donde nadie es inmaduro o viejo, sino que todos son perfectos en la edad espiritual” (19).
Todos conocemos ejemplos elocuentes de ancianos con una sorprendente juventud y vigor de espíritu. Para quien los trata de cerca, son estímulo con sus palabras y consuelo con el ejemplo. Es de desear que la sociedad valore plenamente a los ancianos, que en algunas regiones del mundo –pienso en particular en África– son considerados justamente como “bibliotecas vivientes” de sabiduría, custodios de un inestimable patrimonio de testimonios humanos y espirituales. Aunque es verdad que a nivel físico tienen generalmente necesidad de ayuda, también es verdad que, en su edad avanzada, pueden ofrecer apoyo a los jóvenes, que en su recorrido se asoman al horizonte de la existencia para probar los distintos caminos.
Mientras hablo de los ancianos, no puedo dejar de dirigirme también a los jóvenes, para invitarlos a estar a su lado. Os exhorto, queridos jóvenes, a hacerlo con amor y generosidad. Los ancianos pueden daros mucho más de cuanto podáis imaginar. En este sentido, el libro del Eclesiástico advierte: “No desprecies lo que cuentan los viejos, que ellos también han aprendido de sus padres” (Si 8, 9); “acude a la reunión de los ancianos; ¿que hay un sabio?, júntate a él” (Si 6, 34); porque “¡qué bien parece la sabiduría en los viejos!” (Si 25, 5).
18. Levior fit senectus, eorum qui a iuventute coluntur et diliguntur”, Cato maior, seu De senectute, 8, 26.
19. Discorso dopo il ritorno dalla campagna, 11.
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13. La comunidad cristiana puede recibir mucho de la serena presencia de quienes son de edad avanzada. Pienso, sobre todo, en la evangelización: su eficacia no depende principalmente de la eficiencia operativa. ¡En cuántas familias los nietos reciben de los abuelos la primera educación en la fe! Pero la aportación beneficiosa de los ancianos puede extenderse a otros muchos campos. El Espíritu actúa como quiere y donde quiere, sirviéndose muchas veces de medios humanos que cuentan poco a los ojos del mundo. ¡Cuántos encuentran comprensión y consuelo en las personas ancianas, solas o enfermas, pero capaces de infundir ánimo mediante el consejo afectuoso, la oración silenciosa y el testimonio del sufrimiento acogido con paciente abandono! Precisamente cuando las energías disminuyen y se reducen las capacidades operativas, estos hermanos y hermanas nuestros son más valiosos en el designio misterioso de la Providencia.
Por tanto, también desde esta perspectiva, además de la evidente exigencia psicológica del anciano mismo, el lugar más natural para vivir la condición de ancianidad es el ambiente en el que él se siente “en casa”, entre parientes, conocidos y amigos, y donde puede realizar todavía algún servicio. A medida que se prolonga la media de vida y crece el número de los ancianos, será cada vez más urgente promover esta cultura de una ancianidad acogida y valorada, no relegada al margen. El ideal sigue siendo la permanencia del anciano en la familia, con la garantía de eficaces ayudas sociales para las crecientes necesidades que conllevan la edad o la enfermedad. Sin embargo, hay situaciones en las que las mismas circunstancias aconsejan o imponen el ingreso en “residencias de ancianos”, para que el anciano pueda gozar de la compañía de otras personas y recibir una asistencia específica. Dichas instituciones son, por tanto, loables y la experiencia dice que pueden prestar un precioso servicio, en la medida en que se inspiran en criterios no sólo de eficacia organizativa, sino también de una atención afectuosa. Todo es más fácil, en este sentido, si se establece una relación con cada uno de los ancianos residentes por parte de familiares, amigos y comunidades parroquiales, que los ayude a sentirse personas amadas y todavía útiles para la sociedad. Sobre este particular, ¿cómo no recordar con admiración y gratitud a las congregaciones religiosas y los grupos de voluntariado que se dedican con especial cuidado precisamente a la asistencia de los ancianos, sobre todo de los más pobres, abandonados o en dificultad?
Mis queridos ancianos, que os encontráis en precarias con diciones por la salud u otras circunstancias, me siento afec tuosamente cercano a vosotros. Cuando Dios permite nuestro sufrimiento por la enfermedad, la soledad u otras razones relacionadas con la edad avanzada, nos da siempre la gracia y la fuerza para que nos unamos con más amor al sacrificio de su Hijo y participemos con más intensidad en su proyecto salvífico. Dejémonos persuadir: ¡Él es Padre, un Padre rico en amor y misericordia!
Pienso de modo especial en vosotros, viudos y viudas, que os habéis quedado solos en el último tramo de la vida; en vosotros, religiosos y religiosas ancianos, que por muchos años habéis servido fielmente a la causa del reino de los cielos; en vosotros, queridos hermanos en el sacerdocio y en el episcopado, que por alcanzar los límites de edad habéis dejado la responsabilidad directa del ministerio pastoral. La Iglesia aún os necesita. Aprecia los servicios que podéis seguir prestando en múltiples campos de apostolado, cuenta con vuestra oración constante, espera vuestros consejos, fruto de la experiencia, y se enriquece con el testimonio evangélico que dais día tras día.
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“Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo
en tu presencia” (Sal 16, 11)
14. Es natural que, con el paso de los años, llegue a sernos familiar el pensamiento del “ocaso de la vida”. Nos lo recuerda, al menos, el simple hecho de que la lista de nuestros parientes, amigos y conocidos se va reduciendo: nos damos cuenta de ello en varias circunstancias, por ejemplo, cuando nos juntamos en reuniones de familia, en encuentros con nuestros compañeros de la infancia, del colegio, de la universidad, del servicio militar, con nuestros compañeros del seminario... El límite entre la vida y la muerte recorre nuestras comunidades y se acerca a cada uno de nosotros inexorablemente. Si la vida es una peregrinación hacia la patria celestial, la ancianidad es el tiempo en el que más naturalmente se mira hacia el umbral de la eternidad.
Sin embargo, también a nosotros, ancianos, nos cuesta resignarnos ante la perspectiva de este paso. En efecto, éste presenta, en la condición humana marcada por el pecado, una dimensión de oscuridad que necesariamente nos entristece y nos da miedo. En realidad, ¿cómo podría ser de otro modo? El hombre está hecho para la vida, mientras que la muerte –como la Escritura nos explica desde las primeras páginas (cf. Gn 2-3)– no estaba en el proyecto original de Dios, sino que entró sutilmente a consecuencia del pecado, fruto de la “envidia del diablo” (Sb 2, 24). Se comprende entonces por qué, ante esta tenebrosa realidad, el hombre reacciona y se rebela. Es significativo, en este sentido, que Jesús mismo, “probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado” (Hb 4, 15), haya tenido miedo ante la muerte: “Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa” (Mt 26, 39). Y ¿cómo olvidar sus lágrimas ante la tumba del amigo Lázaro, a pesar de que se disponía a resucitarlo? (cf. Jn 11, 35).
Aun cuando la muerte sea racionalmente comprensible bajo el aspecto biológico, no es posible vivirla como algo que nos resulta “natural”. Contrasta con el instinto más profundo del hombre. A este propósito ha dicho el Concilio: “Ante la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su culmen. El hombre no sólo es atormentado por el dolor y la progresiva disolución del cuerpo, sino también, y aún más, por el temor de la extinción perpetua” (20). Ciertamente, el dolor no tendría consuelo si la muerte fuera la destrucción total, el final de todo. Por eso, la muerte obliga al hombre a plantearse las preguntas radicales sobre el sentido mismo de la vida: ¿qué hay más allá del muro de sombra de la muerte? ¿Es ésta el fin definitivo de la vida o existe algo que la supera?
20. Conc. Ecum. Vat. II, Cost. past. Gaudium et spes, 18.
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15. En la cultura de la humanidad, desde los tiempos más antiguos hasta nuestros días, no faltan respuestas reductivas, que limitan la vida a la que vivimos en esta tierra. Incluso en el Antiguo Testamento, algunas observaciones del libro del Eclesiastés hacen pensar en la ancianidad como en un edificio en demolición, y en la muerte como en su total y definitiva destrucción (cf. Qo 12, 1-7). Pero, precisamente a la luz de estas respuestas pesimistas, adquiere mayor relieve la perspectiva, llena de esperanza, que se deriva del conjunto de la Revelación y especialmente del Evangelio: Dios “no es un Dios de muertos, sino de vivos” (Lc 20, 38). Como afirma el apóstol Pablo, el Dios que da vida a los muertos (cf. Rm 4, 17) dará la vida también a nuestros cuerpos mortales (cf. Rm 8, 11). Y Jesús dice de sí mismo: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11, 25-26).
Cristo, habiendo cruzado los confines de la muerte, ha revelado la vida que hay más allá de este límite, en aquel “territorio” inexplorado por el hombre que es la eternidad. Él es el primer testigo de la vida inmortal; en él la esperanza humana se revela plena de inmortalidad. “Aunque nos entristece la certeza de la muerte, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad” (21). A estas palabras, que la liturgia ofrece a los creyentes como consuelo en la hora de la despedida de una persona querida, sigue un anuncio de esperanza: “Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo” (22). En Cristo, la muerte, realidad dramática y desconcertante, es rescatada y transformada, hasta presentarse como una “hermana” que nos conduce a los brazos del Padre (23).
21. Messale Romano, I° Prefazio dei defunti.
22. Ibíd.
23. Cfr S. Francesco d’Assisi, Cantico delle creature.
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16. La fe ilumina así el misterio de la muerte e infunde serenidad en la vejez, no considerada y vivida ya como espera pasiva de un acontecimiento destructivo, sino como acercamiento prometedor a la meta de la plena madurez. Son años para vivir con un sentido de confiado abandono en las manos de Dios, Padre providente y misericordioso; un período que se ha de utilizar de modo creativo con vistas a profundizar en la vida espiritual, mediante la intensificación de la oración y el compromiso de una dedicación a los hermanos en la caridad.
Por eso son loables todas aquellas iniciativas sociales que permiten a los ancianos seguir cultivándose física e intelectualmente, o en la vida de relación, así como ser útiles, poniendo a disposición de los demás su tiempo, sus capacidades y su experiencia. De este modo, se conserva y aumenta el gusto por la vida, don fundamental de Dios. Por otra parte, este gusto por la vida no contrarresta el deseo de eternidad, que madura en cuantos tienen una experiencia espiritual profunda, como nos enseña la vida de los santos.
El evangelio nos recuerda, a este propósito, las palabras del anciano Simeón, que se declara preparado para morir, una vez que ha podido estrechar entre sus brazos al Mesías esperado: “Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu salvación” (Lc 2, 29-30). El apóstol Pablo se debatía entre el deseo de seguir viviendo para anunciar el Evangelio y el anhelo de “partir y estar con Cristo” (Flp 1, 23). San Ignacio de Antioquía nos dice que, mientras iba gozoso a sufrir el martirio, oía en su interior la voz del Espíritu Santo, como “agua” viva que le brotaba de dentro y le susurraba la invitación: “Ven al Padre” (24). Los ejemplos podrían continuar aún. En modo alguno ensombrecen el valor de la vida terrena, que es bella, a pesar de las limitaciones y los sufrimientos, y ha de vivirse a fondo. Pero nos recuerdan que no es el valor último, de tal manera que, desde una perspectiva cristiana, el ocaso de la existencia terrena tiene los rasgos característicos de un “paso”, de un puente tendido desde la vida a la vida, entre la frágil e insegura alegría de esta tierra y la alegría plena que el Señor reserva a sus siervos fieles: “¡Entra en el gozo de tu Señor!” (Mt 25, 21).
24. Lettera ai Romani, 7, 2.
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Un augurio de vida
17. Con este espíritu, mientras os deseo, queridos hermanos y hermanas ancianos, que viváis serenamente los años que el Señor haya dispuesto para cada uno, me resulta espontáneo compartir hasta el fondo con vosotros los sentimientos que me animan en este tramo de mi vida, después de más de veinte años de ministerio en la sede de Pedro, y a la espera del tercer milenio, ya a las puertas. A pesar de las limitaciones que me han sobrevenido con la edad, conservo el gusto por la vida. Doy gracias al Señor por ello. Es hermoso poderse gastar hasta el final por la causa del reino de Dios.
Al mismo tiempo, encuentro una gran paz al pensar en el momento en el que el Señor me llame: ¡de vida a vida! Por eso, a menudo me viene a los labios, sin asomo de tristeza alguna, una oración que el sacerdote reza después de la celebración eucarística: “In hora mortis meae voca me, et iube me venire ad te”: en la hora de mi muerte llámame, y mándame ir a ti. Es la oración de la esperanza cristiana, que nada quita a la alegría de la hora presente, sino que pone el futuro en manos de la bondad divina.
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18. “Iube me venire ad te!”: éste es el anhelo más profundo del corazón humano, incluso para el que no es consciente de ello.
Concédenos, Señor de la vida, la gracia de tomar conciencia lúcida de ello y de saborear como un don, rico en ulteriores promesas, todas las etapas de nuestra vida.
Haz que acojamos con amor tu voluntad, poniéndonos cada día en tus manos misericordiosas.
Cuando venga el momento del “paso” definitivo, concédenos afrontarlo con ánimo sereno, sin pesadumbre por lo que dejemos. Porque, al encontrarte a ti, después de haberte buscado tanto, nos encontraremos con todo valor auténtico experimentado aquí en la tierra, junto a quienes nos han precedido en el signo de la fe y de la esperanza.
Y tú, María, Madre de la humanidad peregrina, ruega por nosotros “ahora y en la hora de nuestra muerte”. Mantennos siempre muy unidos a Jesús, tu Hijo amado y hermano nuestro, Señor de la vida y de la gloria.
Amén.
[OR (e.c.) 29.X.1999, 5-7]
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1. Settant’anni erano tanti al tempo in cui il Salmista scriveva queste parole, e non erano in molti ad oltrepassarli; oggi, grazie ai progressi della medicina nonchè alle migliorate condizioni sociali ed economiche, in molte regioni del mondo la vita si è notevolmente allungata. Resta, però, sempre vero che gli anni passano in fretta; il dono della vita, nonostante la fatica e il dolore che la segnano, è troppo bello e prezioso perchè ce ne possiamo stancare.
Anziano anch’io, ho sentito il desiderio di mettermi in dialogo con voi. E lo faccio anzitutto rendendo grazie a Dio per i doni e le opportunità che mi ha elargito con abbondanza sino ad oggi. Ripercorro nella memoria le tappe della mia esistenza, che scon la storia di gran parte di questo secolo, e vedo affiorare i volti di innumerevoli persone, alcune delle quali particolarmente care: sono ricordi di eventi ordinari e straordinari, di momenti lieti e di vicende segnate dalla sofferenza. Sopra ogni cosa, tuttavia, vedo stendersi la mano provvidente e misericordiosa di Dio Padre, il quale “cura nel modo migliore tutto ciò che esiste” (1), e “qualunque cosa gli chiediamo secondo la sua volontà egli ci ascolta” (1 Gv 5, 14). A Lui dico con il Salmista: “Tu mi hai istruito, o Dio, fin dalla giovinezza / e ancora oggi proclamo i tuoi prodigi. / E ora, nella vecchiaia e nella canizie, / Dio, non abbandonarmi, / finchè io annunzi la tua potenza, / a tutte le generazioni le tue meraviglie” (Sal 71 [70], 17-18).
Il mio pensiero si volge con affetto a tutti voi, carissimi anziani di ogni lingua e cultura. Vi indirizzo questa lettera nell’anno che l’Organizzazione delle Nazioni Unite ha voluto opportunamente dedicare agli anziani, per richiamare l’attenzione dellsocietà sulla situazione di chi, per il peso dell’età, deve spesso affrontare molteplici e difficili problemi.
Su questo tema già il Pontificio Consiglio per i Laici ha offerto preziose linee di riflessione (2). Con la presente lettera intendo soltanto esprimervi la mia vicinanza spirituale con l’animo di chi, anno dopo anno, sente crescere dentro di sè una comprensione sempre più profonda di questa fase della vita ed avverte conseguentemente il bisogno di un contatto più immediato con i suoi coetanei per ragionare di cose che sono esperienza comune, tutto ponendo sotto lo sguardo di Dio, che ci avvolge col suo amore e con la sua provvidenza ci sostiene e ci conduce.
1. S. Giovanni Damasceno, Esposizione della fede ortodossa, 2, 29.
2. Cfr La dignità dell’anziano e la sua missione nella Chiesa e nel mondo, Città del Vaticano 1998.
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2. Carissimi fratelli e sorelle, riandare al passato per tentare una sorta di bilancio è spontaneo alla nostra età. Questo sguardo retrospettivo consente una valutazione più serena ed oggettiva di persone e situazioni incontrate lungo il cammino. Il passare del tempo sfuma i contorni delle vicende e ne addolcisce i risvolti dolorosi. Purtroppo crucci e tribolazioni sono largamente presenti nell’esistenza di ciascuno. Talvolta si tratta di problemi e sofferenze, che mettono a dura prova la resistenza psicofisica e magari scuotono la stessa fede. L’esperienza però insegna che le stesse pene quotidiane, con la grazia del Signore, contribuiscono spesso alla maturazione delle persone, temprandone il carattere.
Al di là delle singole vicende, la riflessione che maggiormente s’impone è quella relativa al tempo che scorre inesorabile. “Il tempo fugge irrimediabilmente”, sentenziava già l’antico poeta latino (3). L’uomo è immerso nel tempo: in esso nasce, vive e muore. Con la nascita viene fissata una data, la prima della sua vita, e con la morte un’altra, l’ultima: l’alfa e l’omega, l’inizio e la fine della sua vicenda terrena, come la tradizione cristiana sottolinea, scolpendo queste lettere dell’alfabeto greco sulle lapidi delle tombe.
Ma se così misurata e fragile è l’esistenza di ciascuno di noi, ci conforta il pensiero che, in forza dell’anima spirituale, sopravviviamo alla morte stessa. La fede poi ci apre ad una “speranza che non delude” (cfr Rm 5, 5), additandoci la prospettiva della risurrezione finale. Non per nulla la Chiesa, nella solenne Veglia pasquale, usa queste stesse lettere in riferimento a Cristo vivo ieri, oggi e sempre: “Egli è il principio e la fine, è l’alfa e l’omega. A lui appartengono il tempo e i secoli” (4). La vicenda umana, pur soggetta al tempo, viene posta da Cristo nell’orizzonte dell’immortalità. Egli “si è fatto uomo tra gli uomini, per unire il principio alla fine, cioè l’uomo a Dio” (5).
3. Virgilio, Fugit irreparabile tempus”, Georgiche, III, 284.
4. Liturgia della Veglia pasquale.
5. S. Ireneo di Lione, Adversus haereses, 4, 20, 4.
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Un secolo complesso verso un futuro di speranza
3. Rivolgendomi agli anziani, so di parlare a persone e di persone che hanno compiuto un lungo percorso (cfr Sap 4, 13). Parlo ai miei coetanei; posso, dunque, facilmente cercare un’analogia nella mia vicenda personale. La nostra vita, cari fratelli e sorelle, è stata inscritta dalla Provvidenza in questo ventesimo secolo, che ha ricevuto una complessa eredità dal passato ed è stato testimone di numerosi e straordinari eventi.
Come tanti altri tempi della storia, esso ha registrato luci ed ombre. Non tutto è stato oscuro. Molti aspetti positivi hanno bilanciato il negativo o sono emersi da esso come una benefica reazione della coscienza collettiva. È vero tuttavia –e sarebbe ingiusto quanto pericoloso dimenticarlo!– che ci sono state inaudite sofferenze, che hanno inciso sulla vita di milioni e milioni di persone. Basterebbe pensare ai conflitti esplosi in diversi continenti in seguito a contese territoriali fra Stati o all’odio interetnico. Non meno gravi sono da considerare le condizioni di estrema povertà di ampie fasce sociali nel Sud del mondo, il vergognoso fenomeno della discriminazione razziale e la sistematica violazione dei diritti umani in molte nazioni. E che dire poi dei grandi conflitti mondiali?
Nella prima parte del secolo ce ne furono ben due, con una quantità mai prima conosciuta di morti e distruzioni. La prima guerra mondiale mieté milioni di soldati e di civili, stroncando tante vite umane sul limitare dell’adolescenza o, addirittura, dell’infanzia. E che dire della seconda guerra mondiale? Sopravvenuta dopo pochi decenni di relativa pace nel mondo, specialmente in Europa, fu più tragica della precedente, con conseguenze immani per la vita delle nazioni e dei continenti. Fu guerra totale, inaudita mobilitazione dell’odio, che si abbatté brutalmente anche sulle inermi popolazioni civili e distrusse intere generazioni. Il tributo pagato sui vari fronti alla follia bellica fu incalcolabile e altrettanto terrificante fu l’eccidio consumato nei campi di sterminio, veri Golgota dell’epoca contemporanea.
Sulla seconda metà del secolo è pesato, per diversi anni, l’incubo della guerra fredda, del confronto cioè tra i due grandi blocchi ideologici contrapposti, l’Est e l’Ovest, con una folle corsa agli armamenti e la costante minaccia di una guerra atomica, capace di condurre l’umanità all’estinzione (6). Grazie a Dio, quella pagina oscura si è chiusa con la caduta in Europa dei regimi totalitari oppressivi, come frutto di una lotta pacifica, che s’è avvalsa dell’uso delle armi della verità e della giustizia (7). Si è così avviato un faticoso, ma proficuo processo di dialogo e di riconciliazione, teso ad instaurare una più serena e solidale convivenza fra i popoli.
Ma troppe nazioni sono ancora ben lontane dal conoscere i benefici della pace e della libertà. Grande trepidazione ha suscitato nei mesi scorsi il violento conflitto scoppiato nella regione dei Balcani, teatro già negli anni precedenti di una terribile guerra a sfondo etnico: altro sangue è stato versato, altre distruzioni si sono avute, altro odio è stato alimentato. Ora, che finalmente il furore delle armi s’è placato, si comincia a pensare alla ricostruzione nella prospettiva del nuovo millennio. Ma intanto continuano a divampare, anche in altri continenti, molteplici focolai di guerra, talvolta con massacri e violenze troppo presto dimenticati dalle cronache.
6. Cfr Giovanni Paolo II, Lett. enc. Centesimus annus, 18.
7. Cfr ibíd., 23.
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4. Se questi ricordi e queste attualità dolorose ci rattristano, non possiamo dimenticare che il nostro secolo ha visto levarsi all’orizzonte molteplici segnali positivi, che costituiscono altrettante risorse di speranza per il terzo millennio. È cresciuta così –pur tra tante contraddizioni, specie sul versante del rispetto della vita di ogni essere umano– la coscienza dei diritti umani universali, proclamati in solenni dichiarazioni che impegnano i popoli.
Si è venuto, altresì, sviluppando il senso del diritto dei popoli ad auto-governarsi nel quadro di rapporti nazionali e internazionali ispirati alla valorizzazione delle identità culturali e insieme al rispetto delle minoranze. Il crollo di sistemi totalitari, come quelli dell’Est europeo, ha fatto crescere la percezione universale del valore della democrazia e del libero mercato, pur lasciando l’enorme sfida di coniugare libertà e giustizia sociale.
È pure da considerare un grande dono di Dio che le religioni stiano tentando, con sempre maggior determinazione, un dialogo che le renda elemento fondamentale di pace e di unità per il mondo.
E che dire poi della crescita, nella coscienza comune, del riconoscimento della dignità della donna? C’è indubbiamente ancora molto cammino da percorrere, ma la linea è tracciata. Motivo di speranza è inoltre l’intensificarsi delle comunicazioni che, favorite dall’attuale tecnologia, permettono di superare i confini tradizionali, facendoci sentire cittadini del mondo.
Altro importante campo di maturazione è la nuova sensibilità ecologica, che merita di essere incoraggiata. Fattori di speranza sono anche i grandi progressi della medicina e delle scienze applicate al benessere dell’uomo.
Tanti sono dunque i motivi per i quali dobbiamo ringraziare Dio. Questo scorcio di secolo si presenta, nonostante tutto, con grandi potenzialità di pace e di progresso. Dalle stesse prove attraverso cui è passata la nostra generazione emerge una luce capace di illuminare gli anni della nostra vecchiaia. Risulta così confermato un principio che è caro alla fede cristiana: “Le tribolazioni non solo non distruggono la speranza, ma ne sono il fondamento” (8).
È suggestivo allora che, mentre il secolo ed il millennio si avviano al tramonto e si intravvede già l’alba d’una nuova stagione per l’umanità, noi ci fermiamo a meditare sulla realtà del tempo che scorre via veloce, non per rassegnarci ad un destino inesorabile, ma per valorizzare appieno gli anni che ci restano da vivere.
8. S. Giovanni Crisostomo, Commento alla Lettera ai Romani, 9, 2.
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L’autunno della vita
5. Che cosa è la vecchiaia? Di essa a volte si parla come dell’autunno della vita –lo faceva già Cicerone (9)– seguendo l’analogia suggerita dalle stagioni e dal susseguirsi delle fasi della natura. Basta guardare il variare del paesaggio, lungo il corso dell’anno, sulle montagne e nelle pianure, nei prati, nelle vallate, nei boschi, sugli alberi e sulle piante. C’è una stretta somiglianza tra i bio-ritmi dell’uomo e i cicli della natura, di cui egli è parte.
Allo stesso tempo, però, l’uomo si distingue da ogni altra realtà che lo circonda, perchè è persona. Plasmato ad immagine e somiglianza di Dio, egli è soggetto consapevole e responsabile. Anche nella sua dimensione spirituale, tuttavia, egli vive il succedersi di fasi diverse, tutte ugualmente fuggevoli. Sant’Efrem il Siro amava paragonare la vita alle dita di una mano, sia per mettere in evidenza che la sua lunghezza non va oltre quella di una spanna, sia per indicare che, al pari di ciascun dito, ogni fase della vita ha la sua caratteristica, e “le dita rappresentano i cinque gradini su cui l’uomo avanza” (10).
Se, pertanto, l’infanzia e la giovinezza sono il periodo in cui l’essere umano è in formazione, vive proiettato verso il futuro, e, prendendo consapevolezza delle proprie potenzialità, imbastisce progetti per l’età adulta, la vecchiaia non manca dei suoi beni, perchè –come osserva san Girolamo– attenuando l’impeto delle passioni, essa “accresce la sapienza, dà più maturi consigli” (11). In un certo senso, è l’epoca privilegiata di quella saggezza che in genere è frutto dell’esperienza, perchè “il tempo è un grande maestro” (12). È ben nota, poi la preghiera del Salmista: “Insegnaci a contare i nostri giorni / e giungeremo alla sapienza del cuore” (Sal 90 [89], 12).
9. Cfr Cato maior, seu De senectute, 19, 70.
10. Su Tutto è vanità e afflizione di spirito”, 5-6.
11. Auget sapientiam, dat maturiora consilia”, Commentaria in Amos, 2, Prol.
12. Corneille, Sertorius, a. II, sc. 4, b. 717.
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Gli anziani nella Sacra Scrittura
6. “La giovinezza e i capelli neri sono un soffio”, osserva Qoelet (11, 10). La Bibbia non si esime dal richiamare l’attenzione, talora con schietto realismo, sulla caducità della vita e sul tempo che scorre inesorabilmente: “Vanità delle vanità [...] vanità delle vanità, tutto è vanità” (Qo 1, 2): chi non conosce il severo ammonimento dell’antico Sapiente? Lo comprendiamo specialmente noi anziani, ammaestrati dall’esperienza.
Nonostante questo disincantato realismo, la Scrittura conserva una visione molto positiva del valore della vita. L’uomo resta sempre fatto a “immagine di Dio” (cfr Gn 1, 26) ed ogni età ha la sua bellezza e i suoi compiti. L’età avanzata trova, anzi, nella parola di Dio una grande considerazione al punto che la longevità è vista come segno della benevolenza divina (cfr Gn 11, 10-32). Con Abramo, uomo di cui viene sottolineato il privilegio dell’anzianità, questa benevolenza assume il volto di una promessa: “Farò di te un grande popolo / e ti benedirò, / renderò grande il tuo nome / e diventerai una benedizione. / Benedirò coloro che ti benediranno / e coloro che ti malediranno maledirò / ed in te si diranno benedette / tutte le famiglie della terra” (Gn 12, 2-3). Accanto a lui c’è Sara, la donna che vede il proprio corpo invecchiare, ma che sperimenta nel limite della carne ormai sfiorita la potenza di Dio che supplisce all’umana insufficienza.
Anziano è Mosè, quando Dio gli affida la missione di far uscire il popolo eletto dall’Egitto. Le grandi opere che per mandato del Signore egli compie in favore di Israele non occupano gli anni della giovinezza, ma della vecchiaia. Tra altri esempi offerti da anziani, vorrei citare la vicenda di Tobi, il quale con umiltà e coraggio si impegna ad osservare la legge di Dio, ad aiutare i bisognosi, a sopportare con pazienza la cecità fino a sperimentare l’intervento risolutore dell’angelo di Dio (cfr Tb 3, 16-17); ed ancora quella di Eleazaro, il cui martirio è testimonianza di singolare generosità e fortezza (cfr 2 Mac 6, 18-31).
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7. Anche il Nuovo Testamento, pervaso dalla luce di Cristo, annovera eloquenti figure di anziani. Il Vangelo di Luca si apre presentando una coppia di coniugi “avanti negli anni” (1, 7): Elisabetta e Zaccaria, genitori di Giovanni Battista. Verso di loro si rivolge la misericordia del Signore (cfr Lc 1, 5-25.39-79): a Zaccaria ormai vecchio viene annunciata la nascita di un figlio. Egli stesso lo sottolinea: “Io sono vecchio e mia moglie è avanzata negli anni” (Lc 1, 18). Durante la visita di Maria, l’anziana cugina Elisabetta, piena di Spirito Santo, esclama: “Benedetta tu fra le donne e benedetto il frutto del tuo grembo” (Lc 1, 42) ed alla nascita di Giovanni Battista, Zaccaria intona l’inno del Benedictus. Ecco una mirabile coppia di anziani, pervasa da profondo spirito di preghiera.
Nel tempio di Gerusalemme Maria e Giuseppe, che vi hanno portato Gesù per offrirlo al Signore, o piuttosto, secondo la Legge, per riscattarlo come primogenito, incontrano il vecchio Simeone, che a lungo aveva atteso il Messia. Prendendo il Bambino tra le braccia, egli benedice Iddio e prorompe nel Nunc dimittis: “Ora lascia, o Signore, che il tuo servo vada in pace...” (Lc 2, 29).
Accanto a lui troviamo Anna, vedova di ottantaquattro anni, frequentatrice assidua del Tempio, che nell’occasione ha la gioia di vedere Gesù. Nota l’Evangelista che “si mise a lodare Dio e parlava del bambino a quanti aspettavano la redenzione di Gerusalemme” (Lc 2, 38). Anziano è Nicodemo, stimato componente del Sinedrio. Egli si reca di notte da Gesù per non dare nell’occhio. A lui il divin Maestro rivela di essere il Figlio di Dio, venuto a salvare il mondo (cfr Gv 3, 1-21). Ritroveremo Nicodemo al momento della sepoltura di Cristo, quando, portando una mistura di mirra e di aloe, vincerà la paura e si manifesterà come discepolo del Crocifisso (cfr Gv 19, 38-40). Quali confortanti testimonianze, queste! Ci ricordano come in ogni età il Signore chieda a ciascuno l’apporto dei propri talenti. Il servizio al Vangelo non è questione di età!
E che dire dell’anziano Pietro, chiamato a testimoniare la sua fede con il martirio? Gli aveva detto un giorno Gesù: “Quando eri più giovane ti cingevi la veste da solo, e andavi dove volevi; ma quando sarai vecchio tenderai le tue mani, e un altro ti cingerà la veste e ti porterà dove tu non vuoi” (Gv 21, 18). Sono parole che, in quanto successore di Pietro, mi toccano da vicino e mi fanno sentire forte il bisogno di tendere le mani verso quelle di Cristo, in obbedienza al suo comando: “Seguimi!” (Gv 21, 19).
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8. Il Salmo 92 [91], quasi sintetizzando le fulgide testimonianze di anziani che troviamo nella Bibbia, proclama: “Il giusto fiorirà come palma, / crescerà come cedro del Libano;... / Nella vecchiaia daranno ancora frutti, / saranno vegeti e rigogliosi, / per annunziare quanto è retto il Signore” (13. 15-16). E l’apostolo Paolo, facendo eco al Salmista, annota nella Lettera a Tito: “I vecchi siano sobri, dignitosi, assennati, saldi nella fede, nell’amore e nella pazienza. Ugualmente le donne anziane si comportino in maniera degna dei credenti...; sappiano insegnare il bene, per formare le giovani all’amore del marito e dei figli” (2, 2-5).
La vecchiaia, dunque, alla luce dell’insegnamento e nel lessico proprio della Bibbia, si propone come “tempo favorevole” per il compimento dell’umana avventura, e rientra nel disegno divino riguardo ad ogni uomo come tempo in cui tutto converge, perchè egli possa meglio cogliere il senso della vita e raggiungere la “sapienza del cuore”. “Vecchiaia veneranda –osserva il Libro della Sapienza– non è la longevità, né si calcola dal numero degli anni; ma la canizie per gli uomini sta nella sapienza; vera longevità è una vita senza macchia” (4, 8-9). Essa costituisce la tappa definitiva della maturità umana ed è espressione della benedizione divina.
1999 10 01 0009
Custodi di una memoria collettiva
9. Nel passato si nutriva grande rispetto per gli anziani. Scriveva in proposito il poeta latino Ovidio: “Grande era un tempo la riverenza per il capo canuto” (13). Secoli prima, il poeta greco Focilide ammoniva: “Rispetta i capelli bianchi: rendi al vecchio savio quegli omaggi stessi che tributi a tuo padre” (14).
Ed oggi? Se ci soffermiamo ad analizzare la situazione attuale, constatiamo che presso alcuni popoli la vecchiaia è stimata e valorizzata; presso altri, invece, lo è molto meno a causa di una mentalità che pone al primo posto l’utilità immediata e la produttività dell’uomo. Per via di tale atteggiamento, la cosiddetta terza o quarta età è spesso deprezzata, e gli anziani stessi sono indotti a domandarsi se la loro esistenza sia ancora utile.
Si giunge persino a proporre con crescente insistenza l’eutanasia, come soluzione per le situazioni difficili. Il concetto di eutanasia, purtroppo, è venuto perdendo in questi anni per molte persone quella connotazione di orrore che naturalmente suscita negli animi sensibili al rispetto della vita. Certo, può accadere che, nei casi di malattie gravi con sofferenze insopportabili, le persone provate siano tentate di esasperazione e i loro cari o quanti sono preposti alle loro cure possano sentirsi spinti da una malintesa compassione a ritenere ragionevole la soluzione della “morte dolce”. A tal proposito, occorre ricordare che la legge morale consente di rinunciare al cosiddetto “accanimento terapeutico” (15), e richiede soltanto quelle cure che rientrano nelle normali esigenze dell’assistenza medica. Ma ben altro è l’eutanasia intesa come diretta provocazione della morte! Malgrado le intenzioni e le circostanze, essa resta un atto intrinsecamente cattivo, una violazione della legge divina, un’offesa alla dignità della persona umana (16).
13. Magna fuit quondam capitis reverentia cani”, Fasti, lib. V, v. 57.
14. Sentenze, XLII.
15. Cfr Giovanni Paolo II, Lett. enc. Evangelium vitae, 65 [1995 03 25b/ 65].
16. Cfr ibid [1995 03 25b/ 65].
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10. Urge ricuperare la giusta prospettiva da cui considerare la vita nel suo insieme. E la prospettiva giusta è l’eternità, della quale la vita è preparazione significativa in ogni sua fase. Anche la vecchiaia ha un suo ruolo da svolgere in questo processo di progressiva maturazione dell’essere umano in cammino verso l’eterno. Da questa maturazione non potrà non trarre giovamento lo stesso gruppo sociale di cui l’anziano è parte.
Gli anziani aiutano a guardare alle vicende terrene con più saggezza, perchè le vicissitudini li hanno resi esperti e maturi. Essi sono custodi della memoria collettiva, e perciò interpreti privilegiati di quell’insieme di ideali e di valori comuni che reggono e guidano la convivenza sociale. Escluderli è come rifiutare il passato, in cui affondano le radici del presente, in nome di una modernità senza memoria. Gli anziani, grazie alla loro matura esperienza, sono in grado di proporre ai giovani consigli ed ammaestramenti preziosi.
Gli aspetti di fragile umanità, connessi in maniera più visibile con la vecchiaia, diventano in questa luce un richiamo all’interdipendenza ed alla necessaria solidarietà che legano tra loro le generazioni, perchè ogni persona è bisognosa dell’altra e si arricchisce dei doni e dei carismi di tutti.
Suonano significative, al riguardo, le considerazioni di un poeta a me caro, che così scrive: “Non è eterno solo il futuro, non solo!... Sì, anche il passato è l’era dell’eternità: quanto è già successo, non si ripresenterà d’un tratto così com’era... Ritornerà come Idea, non ricomparirà come se stesso” (17).
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“Onora il padre e la madre”
11. Perchè allora non continuare a tributare all’anziano quel rispetto che le sane tradizioni di molte culture in ogni continente hanno posto in valore? Per i popoli dell’area raggiunta dall’influsso biblico, il riferimento è stato, nei secoli, il comandamento del Decalogo: “Onora il padre e la madre”; un dovere, peraltro, universalmente riconosciuto. Dalla sua piena e coerente applicazione non è scaturito soltanto l’amore per i genitori da parte dei figli, ma è stato anche evidenziato il forte legame che esiste fra le generazioni. Dove il precetto viene accolto e fedelmente osservato, gli anziani sanno di non correre il pericolo di essere considerati un peso inutile ed ingombrante.
Il comandamento insegna, inoltre, a tributare rispetto a coloro che ci hanno preceduto e a quanto hanno operato di bene: “il padre e la madre” indicano il passato, il legame tra una generazione e l’altra, la condizione che rende possibile l’esistenza stessa di un popolo. Secondo la duplice redazione proposta dalla Bibbia (cfr Es 20, 2-17; Dt 5, 6-21), questo comando divino occupa il primo posto nella seconda Tavola, quella concernente i doveri dell’essere umano verso se stesso e verso la società. È poi l’unico a cui è legata una promessa: “Onora tuo padre e tua madre, perchè si prolunghino i tuoi giorni nel paese che ti dà il Signore, tuo Dio” (Es 20, 12; cfr Dt 5, 16).
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12. “Alzati davanti a chi ha i capelli bianchi, onora la persona del vecchio” (Lv 19, 32). Onorare gli anziani comporta un triplice dovere verso di loro: l’accoglienza, l’assistenza, la valorizzazione delle loro qualità. In molti ambienti ciò avviene quasi spontaneamente, come per antica consuetudine. Altrove, specialmente nelle nazioni economicamente più progredite, s’impone una doverosa inversione di tendenza, per far sì che coloro che avanzano negli anni possano invecchiare con dignità, senza dover temere di essere ridotti a non contare più nulla. Occorre convincersi che è proprio di una civiltà pienamente umana rispettare e amare gli anziani, perchè essi si sentano, nonostante l’affievolirsi delle forze, parte viva della società. Osservava già Cicerone che “il peso dell’età è più lieve per chi si sente rispettato ed amato dai giovani” (18).
Lo spirito umano, del resto, pur partecipando all’invecchiamento del corpo, rimane in un certo senso sempre giovane, se vive rivolto verso l’eterno, e di questa perenne giovinezza fa più viva esperienza, quando all’interiore testimonianza della buona coscienza, si unisce l’affetto premuroso e grato delle persone care. L’uomo, allora, come scrive san Gregorio di Nazianzo, “non invecchierà nello spirito: accetterà la dissoluzione come il momento stabilito per la necessaria libertà. Dolcemente trasmigrerà nell’aldilà dove nessuno è immaturo o vecchio, ma tutti sono perfetti nell’età spirituale” (19).
Tutti conosciamo esempi eloquenti di anziani con una sorprendente giovinezza e vigoria dello spirito. Per chi li avvicina, essi sono di stimolo con le loro parole e di conforto con l’esempio. Possa la società valorizzare appieno gli anziani, che in alcune regioni del mondo –penso in particolare all’Africa– sono stimati giustamente come “biblioteche viventi” di saggezza, custodi di un patrimonio inestimabile di testimonianze umane e spirituali. Se è vero che sul piano fisico hanno in genere bisogno di aiuto, è altrettanto vero che, nella loro età avanzata, possono offrire sostegno ai passi dei giovani che si affacciano all’orizzonte dell’esistenza per saggiarne i percorsi.
Mentre parlo degli anziani, non posso non rivolgermi anche ai giovani per invitarli a stare loro accanto. Vi esorto, cari giovani, a farlo con amore e generosità. Gli anziani possono darvi molto di più di quanto possiate immaginare. Il Libro del Siracide in proposito ammonisce: “Non trascurare i discorsi dei vecchi, perchè anch’essi hanno imparato dai loro padri” (8, 9); “Frequenta le riunioni degli anziani; qualcuno è saggio? Unisciti a lui” (6, 34); perchè agli anziani “si addice la sapienza” (25, 5).
18. Levior fit senectus, eorum qui a iuventute coluntur et diliguntur”, Cato maior, seu De senectute, 8, 26.
19. Discorso dopo il ritorno dalla campagna, 11.
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13. La comunità cristiana può ricevere molto dalla serena presenza di chi è avanti negli anni. Penso, soprattutto, all’evangelizzazione: la sua efficacia non dipende principalmente dall’efficienza operativa. In quante famiglie i nipotini ricevono dai nonni i primi rudimenti della fede! Ma sono molti altri i campi a cui può estendersi il benefico apporto degli anziani. Lo Spirito agisce come e dove vuole, servendosi non di rado di vie umane che agli occhi del mondo appaiono di poco conto. Quanti trovano comprensione e conforto in persone anziane, sole o ammalate, ma capaci di infondere coraggio mediante il consiglio amorevole, la silenziosa preghiera, la testimonianza della sofferenza accolta con paziente abbandono! Proprio mentre vengono meno le energie e si riducono le capacità operative, questi nostri fratelli e sorelle diventano più preziosi nel disegno misterioso della Provvidenza.
Anche sotto questo profilo, dunque, oltre che per un’evidente esigenza psicologica dell’anziano stesso, il luogo più naturale per vivere la condizione di anzianità resta quello dell’ambiente in cui egli è “di casa”, tra parenti, conoscenti ed amici, e dove può rendere ancora qualche servizio. A mano a mano che, con l’allungamento medio della vita, la fascia degli anziani cresce, diventerà sempre più urgente promuovere questa cultura di una anzianità accolta e valorizzata, non relegata ai margini. L’ideale resta la permanenza dell’anziano in famiglia, con la garanzia di efficaci aiuti sociali rispetto ai bisogni crescenti che l’età o la malattia comportano. Ci sono tuttavia situazioni, in cui le circostanze stesse consigliano o impongono l’ingresso in per anziani”, perchè l’anziano possa godere della compagnia di altre persone e usufruire di un’assistenza specializzata. Tali istituzioni sono pertanto lodevoli, e l’esperienza dice che possono rendere un servizio prezioso, nella misura in cui si ispirano a criteri non solo di efficienza organizzativa, ma anche di affettuosa premura. Tutto è in questo senso più facile, se il rapporto stabilito con i singoli ospiti anziani da parte di familiari, amici, comunità parrocchiali, è tale da aiutarli a sentirsi persone amate e ancora utili per la società. E come non inviare qui un ammirato e grato pensiero alle Congregazioni religiose ed ai gruppi di volontariato, che si dedicano con speciale cura proprio all’assistenza degli anziani, soprattutto di quelli più poveri, abbandonati o in difficoltà?
Carissimi anziani, che vi trovate in precarie condizioni per la salute o per altro, vi sono vicino con affetto. Quando Dio permette la nostra sofferenza a causa della malattia, della solitudine o per altre ragioni connesse con l’età avanzata, ci dà sempre la grazia e la forza perchè ci uniamo con più amore al sacrificio del Figlio e partecipiamo con più intensità al suo progetto salvifico. Siamone persuasi: Egli è Padre, un Padre ricco di amore e di misericordia!
Penso in maniera speciale a voi, vedovi e vedove, rimasti soli a percorrere l’ultimo tratto della vita; a voi, religiosi e religiose anziani, che per lunghi anni avete servito fedelmente la causa del Regno dei cieli; a voi, carissimi fratelli nel Sacerdozio e nell’Episcopato, che per raggiunti limiti di età avete lasciato la diretta responsabilità del ministero pastorale. La Chiesa ha ancora bisogno di voi. Essa apprezza i servizi che ancora vi sentite di prestare in molteplici campi di apostolato, conta sul vostro apporto di prolungata preghiera, attende i vostri sperimentati consigli, e si arricchisce della testimonianza evangelica da voi resa giorno dopo giorno.
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“Mi indicherai il sentiero della vita / gioia piena nella tua presenza”
(Sal 16 [15], 11)
14. È naturale che, con il passare degli anni, diventi familiare il pensiero del “tramonto”. Se non altro, ce lo ricorda il fatto stesso che le file dei nostri parenti, amici e conoscenti vanno assottigliandosi: ce ne rendiamo conto in varie circostanze, ad esempio quando ci ritroviamo per riunioni di famiglia, per incontri con i nostri compagni d’infanzia, di scuola, di università, di servizio militare, con i nostri colleghi di seminario... Il confine tra la vita e la morte attraversa le nostre comunità e si avvicina a ciascuno di noi inesorabilmente. Se la vita è un pellegrinaggio verso la patria celeste, la vecchiaia è il tempo in cui più naturalmente si guarda alla soglia dell’eternità.
E tuttavia anche noi anziani facciamo fatica a rassegnarci alla prospettiva di questo passaggio. Esso infatti presenta, nella condizione umana segnata dal peccato, una dimensione di oscurità che necessariamente ci intristisce e ci mette paura. E come potrebbe essere diversamente? L’uomo è stato fatto per la vita, mentre la morte –come la Scrittura ci spiega fin dalle prime pagine (cfr Gn 2-3)– non era nel progetto originario di Dio, ma è subentrata in seguito al peccato, frutto dell’“invidia del diavolo” (Sap 2, 24). Si comprende dunque perchè, di fronte a questa realtà tenebrosa, l’uomo reagisca e si ribelli. È significativo a tal proposito che Gesù stesso, “provato in ogni cosa come noi escluso il peccato” (Eb 4, 15), abbia avuto paura di fronte alla morte: “Padre, se possibile, passi da me questo calice” (Mt 26, 39). E come dimenticare le sue lacrime davanti alla tomba dell’amico Lazzaro, nonostante che egli si accingesse a risuscitarlo (cfr Gv 11, 35)?
Per quanto la morte sia razionalmente comprensibile sotto il profilo biologico, non è possibile viverla con “naturalezza”. Essa contrasta con l’istinto più profondo dell’uomo. Ha detto in proposito il Concilio: “In faccia alla morte l’enigma della condizione umana diventa sommo. Non solo si affligge, l’uomo, al pensiero dell’avvicinarsi del dolore e della dissoluzione del corpo, ma anche, ed anzi più ancora, per il timore che tutto finisca per sempre” (20). Certo, il dolore resterebbe inconsolabile, se la morte fosse la distruzione totale, la fine di tutto. La morte costringe perciò l’uomo a porsi le domande radicali sul senso stesso della vita: che c’è oltre il muro d’ombra della morte? Costituisce essa il termine definitivo della vita o esiste qualcosa che l’oltrepassa?
20. Conc. Ecum. Vat. II, Cost. past. Gaudium et spes, 18.
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15. Non mancano, nella cultura dell’umanità, dai tempi più antichi ai nostri giorni, risposte riduttive, che limitano la vita a quella che viviamo su questa terra. Nello stesso Antico Testamento, alcune annotazioni nel Libro di Qoelet fanno pensare alla vecchiaia come ad un edificio in demolizione ed alla morte come alla sua totale e definitiva distruzione (cfr 12, 1-7). Ma, proprio alla luce di queste risposte pessimistiche, acquista maggior rilievo la prospettiva piena di speranza, che emana dall’insieme della Rivelazione, e specialmente dal Vangelo: “Dio non è Dio dei morti, ma dei vivi” (Lc 20, 38). Attesta l’apostolo Paolo che il Dio che dà vita ai morti (cfr Rm 4, 17) darà la vita anche ai nostri corpi mortali (cfr ibíd., 8, 11). E Gesù afferma di se stesso: “Io sono la risurrezione e la vita; chi crede in me, anche se muore, vivrà; chiunque vive e crede in me, non morrà in eterno” (Gv 11, 25-26).
Cristo, avendo varcato i confini della morte, ha rivelato la vita che sta oltre questo limite in quel “territorio” inesplorato dall’uomo che è l’eternità. Egli è il primo Testimone della vita immortale; in Lui la speranza umana si rivela piena di immortalità. “Se ci rattrista la certezza di dover morire, ci consoli la promessa dell’immortalità futura” (21). A queste parole, che la Liturgia offre ai credenti come conforto nell’ora del commiato da una persona cara, segue un annuncio di speranza: “Ai tuoi fedeli, o Signore, la vita non è tolta, ma trasformata; e mentre si distrugge la dimora di questo esilio terreno, viene preparata un’abitazione eterna nel cielo” (22). In Cristo la morte, realtà drammatica e sconvolgente, viene riscattata e trasformata, fino a manifestare il volto di una “sorella” che ci conduce tra le braccia del Padre (23).
21. Messale Romano, I° Prefazio dei defunti.
22. Ibíd.
23. Cfr S. Francesco d’Assisi, Cantico delle creature.
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16. La fede illumina così il mistero della morte e infonde serenità alla vecchiaia, non più considerata e vissuta come attesa passiva di un evento distruttivo, ma come promettente approccio al traguardo della maturità piena. Sono anni da vivere con un senso di fiducioso abbandono nelle mani di Dio, Padre provvidente e misericordioso; un periodo da utilizzare in modo creativo in vista di un approfondimento della vita spirituale, mediante l’intensificazione della preghiera e l’impegno di dedizione ai fratelli nella carità.
Sono perciò da lodare tutte quelle iniziative sociali che permettono agli anziani sia di continuare a coltivarsi fisicamente, intellettualmente e nella vita di relazione, sia di rendersi utili, mettendo a disposizione degli altri il proprio tempo, le proprie capacità e la propria esperienza. In questo modo, si conserva ed accresce il gusto della vita, fondamentale dono di Dio. D’altra parte, con tale gusto della vita non contrasta quel desiderio dell’eternità, che matura in quanti fanno un’esperienza spirituale profonda, come ben testimonia la vita dei Santi.
Il Vangelo ci ricorda in proposito le parole del vecchio Simeone, che si dichiara pronto a morire, dal momento che ha potuto stringere tra le sue braccia il Messia atteso: “Ora lascia, o Signore, che il tuo servo / vada in pace secondo la tua parola; / perchè i miei occhi han visto la tua salvezza” (Lc 2, 29-30). L’apostolo Paolo si sentiva in certo senso combattuto tra il desiderio di continuare a vivere, per annunciare il Vangelo, e il desiderio di “essere sciolto dal corpo per essere con Cristo” (Fil 1, 23). Sant’Ignazio di Antiochia, mentre andava gioioso a subire il martirio, testimoniava di sentire nell’animo la voce dello Spirito Santo, quasi “acqua” viva che gli sgorgava dentro e gli sussurrava l’invito: “Vieni al Padre” (24). Gli esempi potrebbero continuare. Essi non gettano alcun’ombra sul valore della vita terrena, che è bella, nonostante limiti e sofferenze, e va vissuta fino in fondo. Ci ricordano però che essa non è il valore ultimo, sicchè il tramonto dell’esistenza, nella percezione cristiana, assume i contorni di un “passaggio”, di un ponte gettato dalla vita alla vita, tra la gioia fragile e insicura di questa terra e la gioia piena che il Signore riserva ai suoi servi fedeli: “Entra nella gioia del tuo Signore!”(Mt 25, 21).
24. Lettera ai Romani, 7, 2.
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Un augurio di vita
17. In questo spirito, mentre vi auguro, cari fratelli e sorelle anziani, di vivere serenamente gli anni che il Signore ha disposto per ciascuno, mi viene spontaneo parteciparvi fino in fondo i sentimenti che mi animano in questo scorcio della mia vita, dopo più di vent’anni di ministero sul soglio di Pietro, e nell’attesa del terzo millennio ormai alle porte. Nonostante le limitazioni sopraggiunte con l’età, conservo il gusto della vita. Ne ringrazio il Signore. È bello potersi spendere fino alla fine per la causa del Regno di Dio.
Al tempo stesso, trovo una grande pace nel pensare al momento in cui il Signore mi chiamerà: di vita in vita! Per questo mi sale spesso alle labbra, senza alcuna vena di tristezza, una preghiera che il sacerdote recita dopo la celebrazione eucaristica: In hora mortis meae voca me, et iube me venire ad te –nell’ora della morte chiamami, e comanda che io venga a te. È la preghiera della speranza cristiana, che nulla toglie alla letizia dell’ora presente, mentre consegna il futuro alla custodia della divina bontà.
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18. “Iube me venire ad te!”: è questo l’anelito più profondo del cuore umano, anche in chi non ne è consapevole.
Dacci, o Signore della vita, di prenderne lucida coscienza e di assaporare come un dono, ricco di ulteriori promesse, ogni stagione della nostra vita.
Fa’ che accogliamo con amore la tua volontà, ponendoci ogni giorno nelle tue mani misericordiose.
E quando verrà il momento del definitivo “passaggio”, concedici di affrontarlo con animo sereno, senza nulla rimpiangere di quanto lasceremo.
Incontrando Te, dopo averti a lungo cercato, ritroveremo infatti ogni valore autentico sperimentato qui sulla terra, insieme con quanti ci hanno preceduto nel segno della fede e della speranza.
E tu, Maria, Madre dell’umanità pellegrina, prega per noi “adesso e nell’ora della nostra morte”. Tienici sempre stretti a Gesù, Figlio tuo diletto e nostro fratello, Signore della vita e della gloria.
Amen!
[OR (Suppl.) 27.X.1999, I-IV]