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[1955] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LOS HIJOS, PRIMAVERA DE LA FAMILIA

Discurso È con grande gioia, en el Encuentro de testimonio y fiesta con ocasión del Jubileo de las Familias, 14 octubre 2000

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1. Con gran alegría os doy la bienvenida, amadísimas familias, que habéis venido aquí desde las más diversas regiones del mundo. Saludo también a las familias que, bajo todos los cielos, están conectadas ahora con nosotros mediante la radio y la televisión, y se unen a este jubileo de las familias.

Agradezco al señor cardenal Alfonso López Trujillo, presidente del Consejo pontificio para la familia, las palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros. Saludo también a los demás señores cardenales y hermanos en el episcopado aquí presentes, así como a los sacerdotes, los religiosos y las religiosas que participan en este encuentro festivo.

Recientemente tuve la alegría de ir en peregrinación a Nazaret, el lugar donde el Verbo se hizo carne. Durante aquella visita os llevé a todos en mi corazón, pidiendo fervientemente por vosotros a la Sagrada Familia, modelo sublime de todas las familias.

Esta tarde queremos revivir precisamente el clima espiritual de la casa de Nazaret. El gran espacio que nos acoge, entre la basílica y la columnata de Bernini, nos sirve de casa, una gran casa al aire libre. Aquí, reunidos como una verdadera familia, “con un solo corazón y una sola alma” (Hch 4, 32), podemos intuir y experimentar la dulzura y la intimidad de aquella humilde casa, donde María y José vivían alternando la oración y el trabajo, y donde Jesús “estaba sujeto a ellos” (Lc 2, 51), participando gradualmente en la vida común.

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2. La contemplación de la Sagrada Familia, queridos esposos cristianos, os estimula a interrogaros sobre las tareas que Cristo os asigna en vuestra estupenda y ardua vocación.

El tema de vuestro jubileo –“Los hijos: primavera de la familia y de la sociedad”– puede ser para vosotros una significativa fuente de inspiración. ¿No son precisamente los hijos quienes “examinan” continuamente a los padres? No sólo lo hacen con sus frecuentes “¿por qué?”, sino también con su rostro, unas veces sonriente y otras velado por la tristeza. Es como si todo su modo de ser reflejara un interrogante, que se expresa de formas muy diversas, incluso con sus caprichos, y que podríamos traducir en preguntas como estas: “Mamá, papá, ¿me queréis? ¿Soy de verdad un don para vosotros? ¿Me acogéis por lo que soy? ¿Os esforzáis por buscar siempre mi verdadero bien?”.

Estas preguntas las formulan más con la mirada que con las palabras, pero obligan a los padres a asumir su gran responsabilidad y, en cierto modo, para ellos son el eco de la voz de Dios.

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3. Los hijos son “primavera”: ¿qué significa esta metáfora elegida para vuestro jubileo?

Nos remite al horizonte de vida, de colores, de luz y de canto, típico de la estación primaveral. Naturalmente, los hijos son todo esto. Son la esperanza que sigue floreciendo, un proyecto que se inicia continuamente, el futuro que se abre sin cesar. Representan el florecimiento del amor conyugal, que en ellos se refleja y se consolida. Al venir a la luz, traen un mensaje de vida que, en definitiva, remite al Autor mismo de la vida. Al estar necesitados de todo, en especial durante las primeras fases de su existencia, constituyen naturalmente una llamada a la solidaridad.

No por casualidad Jesús invitó a sus discípulos a tener corazón de niño (cf. Mc 10, 13-16). Queridas familias, hoy queréis dar gracias por el don de los hijos y, al mismo tiempo, acoger el mensaje que Dios os envía a través de su existencia.

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4. Por desgracia, como bien sabemos, la situación de los niños en el mundo no es siempre como debería ser. En muchas regiones y, paradójicamente, sobre todo en los países de mayor bienestar, traer al mundo un hijo se ha convertido en una elección realizada con gran perplejidad, más allá de la prudencia que exige obligatoriamente una procreación responsable. Se diría que a veces a los hijos se les ve más como una amenaza que como un don.

¿Y qué decir del otro triste escenario de la infancia ultrajada y explotada, sobre la que también llamé la atención en la Carta a los niños?

Pero vosotros estáis aquí, esta tarde, para testimoniar vuestra convicción, basada en la confianza en Dios, de que es posible cambiar esta tendencia. Estáis aquí para una “fiesta de la esperanza”, haciendo vuestro el “realismo” operante de esta virtud cristiana fundamental.

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5. En efecto, la situación de los niños es un desafío para toda la sociedad, un desafío que interpela directamente a las familias. Nadie puede constatar mejor que vosotros, queridos padres, cuán esencial es para los hijos poder contar con vosotros, con ambos –con el padre y la madre– en la complementariedad de vuestros dones. No, no es un progreso en la civilización secundar tendencias que oscurecen esta verdad elemental y pretenden afirmarse también en el ámbito legal.

¿Acaso la plaga del divorcio no perjudica ya excesivamente a los niños? ¡Qué triste es para un niño tener que resignarse a compartir su amor con padres enfrentados entre sí! Muchos hijos llevarán para siempre el trauma psíquico de la prueba a la que los ha sometido la separación de sus padres.

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6. Ante tantas familias rotas, la Iglesia no se siente llamada a expresar un juicio severo e indiferente, sino más bien a iluminar los numerosos dramas humanos con la luz de la palabra de Dios, acompañada por el testimonio de su misericordia. Con este espíritu la pastoral familiar procura aliviar también las situaciones de los creyentes que se han divorciado y se han vuelto a casar. No están excluidos de la comunidad; al contrario, están invitados a participar en su vida, recorriendo un camino de crecimiento en el espíritu de las exigencias evangélicas. La Iglesia, sin ocultarles la verdad del desorden moral objetivo en el que se hallan y de las consecuencias que derivan de él para la práctica sacramental, quiere mostrarles toda su cercanía materna.

Vosotros, esposos cristianos, tened la seguridad de que el sacramento del matrimonio os da la gracia necesaria para perseverar en el amor mutuo, que vuestros hijos necesitan como el pan.

Hoy estáis llamados a interrogaros sobre esta comunión profunda entre vosotros, mientras pedís la abundancia de la misericordia jubilar.

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7. Al mismo tiempo, no podéis eludir el interrogante esencial sobre vuestra misión de educadores. Habiendo dado la vida a vuestros hijos, también tenéis el deber de seguirlos, de modo adecuado a su edad, en las orientaciones y en las opciones de vida, velando por todos sus derechos.

En nuestro tiempo, el reconocimiento de los derechos del niño ha experimentado un indudable progreso, pero sigue siendo motivo de aflicción la negación práctica de estos derechos, como lo manifiestan los numerosos y terribles atentados contra su dignidad. Es preciso vigilar para que el bien del niño se ponga por encima de todo, comenzando desde el momento en que se desea tener un hijo. La tendencia a recurrir a prácticas moralmente inaceptables en la generación pone de relieve la mentalidad absurda de un “derecho al hijo”, que ha usurpado el lugar del justo reconocimiento de un “derecho del hijo” a nacer y después a crecer de modo plenamente humano. Al contrario, ¡cuán diversa y digna de apoyo es la práctica de la adopción! Un verdadero ejercicio de caridad, que antepone el bien de los hijos a las exigencias de los padres.

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8. Queridos hermanos, comprometámonos con todas nuestras fuerzas a defender el valor de la familia y el respeto a la vida humana, desde el momento de la concepción. Se trata de valores que pertenecen a la “gramática” fundamental del diálogo y de la convivencia humana entre los pueblos. Expreso mi vivo deseo de que tanto los Gobiernos y los Parlamentos nacionales, como las organizaciones internacionales y, en particular, la Organización de las Naciones Unidas, reconozcan esta verdad. A todos los hombres de buena voluntad que creen en estos valores les pido que unan eficazmente sus esfuerzos, para que prevalezcan en la realidad de la vida, en las orientaciones culturales y en los medios de comunicación social, en las opciones políticas y en las legislaciones de los pueblos.

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9. A vosotras, queridas madres, que tenéis en vuestro interior un instinto incoercible de defender la vida, os dirijo un llamamiento apremiante: ¡sed siempre fuentes de vida, jamás de muerte!

A vosotros juntos, padres y madres, os digo: habéis sido llamados a la altísima misión de cooperar con el Creador en la transmisión de la vida (cf. Carta a las familias, 8)[1]; ¡no tengáis miedo a la vida! Proclamad juntos el valor de la familia y el de la vida. Sin estos valores no existe futuro digno del hombre.

Quiera Dios que el estupendo espectáculo de vuestras antorchas encendidas en esta plaza os acompañe durante mucho tiempo como un signo de Aquel que es la luz y os llama a iluminar con vuestro testimonio los pasos de la humanidad por las sendas del nuevo milenio.

[O.R. (e. c.), 20.X.2000, 6]