[1956] • JUAN PABLO II (1978-2005) • DIMENSIÓN TRINITARIA DE LA FAMILIA
Homilía en el Jubileo de las Familias, 15 octubre 2000
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1. “Nos bendiga el Señor, fuente de la vida”. Amadísimos hermanos y hermanas, esta invocación, que hemos repetido en el Salmo responsorial, sintetiza muy bien la oración diaria de toda familia cristiana, y hoy, en esta celebración eucarística jubilar, expresa eficazmente el sentido de nuestro encuentro.
Habéis venido aquí no sólo como individuos, sino también como familias. Habéis llegado a Roma desde todas las partes del mundo, con la profunda convicción de que la familia es un gran don de Dios, un don originario, marcado por su bendición.
En efecto, así es. Desde los albores de la creación, sobre la familia se posó la mirada y la bendición de Dios. Dios creó al hombre y a la mujer a su imagen, y les dio una tarea específica para el desarrollo de la familia humana: “Los bendijo y les dijo: Creced, multiplicaos y llenad la tierra” (Gn 1, 28).
Vuestro jubileo, amadísimas familias, es un canto de alabanza por esta bendición originaria. Descendió sobre vosotros, esposos cristianos, cuando, al celebrar vuestro matrimonio, os prometisteis amor eterno delante de Dios. La recibirán hoy las ocho parejas de diferentes partes del mundo, que han venido a celebrar su matrimonio en el solemne marco de este rito jubilar.
Sí, que os bendiga el Señor, fuente de la vida. Abríos al flujo siempre nuevo de esta bendición, que encierra una fuerza creadora, regeneradora, capaz de eliminar todo cansancio y asegurar lozanía perenne a vuestro don.
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2. Esta bendición originaria va unida a un designio preciso de Dios, que su palabra nos acaba de recordar: “No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle alguien como él que le ayude” (Gn 2, 18). Así es como el autor sagrado presenta en el libro del Génesis la exigencia fundamental en la que se basa tanto la unión conyugal de un hombre y una mujer como la vida de la familia que nace de ella. Se trata de una exigencia de comunión. El ser humano no fue creado para la soledad; en su misma naturaleza espiritual lleva arraigada una vocación relacional. En virtud de esta vocación, crece en la medida en que entra en relación con los demás, encontrándose plenamente “en la entrega sincera de sí mismo” (Gaudium et spes, 24).
Al ser humano no le bastan relaciones simplemente funcionales. Necesita relaciones interpersonales, llenas de interioridad, gratuidad y espíritu de oblación. Entre éstas, es fundamental la que se realiza en la familia: no sólo en las relaciones entre los esposos, sino también entre ellos y sus hijos. Toda la gran red de las relaciones humanas nace y se regenera continuamente a partir de la relación con la cual un hombre y una mujer se reconocen hechos el uno para el otro, y deciden unir sus existencias en un único proyecto de vida: “Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne” (Gn 2, 24).
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3. ¡Una sola carne! ¡Cómo no captar la fuerza de esta expresión! El término bíblico “carne” no evoca sólo el aspecto físico del hombre, sino también su identidad global de espíritu y cuerpo. Lo que los esposos realizan no es únicamente un encuentro corporal; es, además, una verdadera unidad de sus personas. Se trata de una unidad tan profunda que, de alguna manera, los convierte en un reflejo del “Nosotros” de las tres Personas divinas en la historia (cf. Carta a las familias, 8)[1].
Así se comprende el gran reto que plantea el debate de Jesús con los fariseos en el evangelio de san Marcos, que acabamos de proclamar. Para los interlocutores de Jesús, se trataba de un problema de interpretación de la ley mosaica, que permitía el repudio, provocando debates sobre las razones que podían legitimarlo. Jesús supera totalmente esa visión legalista, yendo al núcleo del designio de Dios. En la norma mosaica ve una concesión a la sklerokardía, a la “dureza del corazón”. Pero Jesús no se resigna a esa dureza. ¿Y cómo podría hacerlo Él, que vino precisamente para eliminarla y ofrecer al hombre, con la redención, la fuerza necesaria para vencer las resistencias debidas al pecado? Jesús no tiene miedo de volver a recordar el designio originario: “Al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer” (Mc 10, 6).
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4. ¡Al principio! Sólo Él, Jesús, conoce al Padre “desde el principio”, y conoce también al hombre “desde el principio”. Él es, a la vez, el revelador del Padre y el revelador del hombre al hombre (cf. Gaudium et spes, 22). Por eso, siguiendo sus huellas, la Iglesia tiene la tarea de testimoniar en la historia este designio originario, manifestando que es verdad y que es practicable.
Al hacerlo, la Iglesia no desconoce las dificultades y los dramas que la experiencia histórica concreta registra en la vida de las familias. Pero también sabe que la voluntad de Dios, acogida y realizada con todo el corazón, no es una cadena que esclaviza, sino la condición de una libertad verdadera que tiene su plenitud en el amor. Asimismo, la Iglesia sabe –y la experiencia diaria se lo confirma– que cuando este designio originario se oscurece en las conciencias, la sociedad sufre un daño incalculable.
Ciertamente, existen dificultades. Pero Jesús ha proporcionado a los esposos los medios de gracia adecuados para superarlas. Por voluntad suya, el matrimonio ha adquirido, en los bautizados, el valor y la fuerza de un signo sacramental, que consolida sus características y sus prerrogativas. En efecto, en el matrimonio sacramental los esposos, como harán dentro de poco las parejas jóvenes cuya boda bendeciré, se comprometen a manifestarse mutuamente y a testimoniar al mundo el amor fuerte e indisoluble con el que Cristo ama a la Iglesia. Se trata del “gran misterio”, como lo llama el apóstol san Pablo (cf. Ef 5, 32).
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5. “Os bendiga Dios, fuente de la vida”. La bendición de Dios no sólo es el origen de la comunión conyugal, sino también de la apertura responsable y generosa a la vida. Los hijos son en verdad la “primavera de la familia y de la sociedad”, como reza el lema de vuestro jubileo. El matrimonio florece en los hijos: ellos coronan la comunión total de vida (“totius vitae consortium”: Código de derecho canónico, c. 1055, § 1)[2], que convierte a los esposos en “una sola carne”; y esto vale tanto para los hijos nacidos de la relación natural entre los cónyuges, como para los queridos mediante la adopción. Los hijos no son un “accesorio” en el proyecto de una vida conyugal. No son “algo opcional”, sino “el don más excelente” (Gaudium et spes, 50)[3], inscrito en la estructura misma de la unión conyugal.
La Iglesia, como se sabe, enseña la ética del respeto a esta institución fundamental en su significado al mismo tiempo unitivo y procreador. De este modo, expresa el acatamiento que debe dar al designio de Dios, delineando un cuadro de relaciones entre los esposos basadas en la aceptación recíproca sin reservas. De este modo se respeta, sobre todo, el derecho de los hijos a nacer y crecer en un ambiente de amor plenamente humano. Conformándose a la palabra de Dios, la familia se transforma así en laboratorio de humanización y de verdadera solidaridad.
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6. A esta tarea están llamados los padres y los hijos, pero, como ya escribí en 1994, con ocasión del Año de la familia, “el ‘nosotros’ de los padres, marido y mujer, se desarrolla, por medio de la generación y de la educación, en el ‘nosotros’ de la familia, que deriva de las generaciones precedentes y se abre a una gradual expansión” (Carta a las familias, 16)[4]. Cuando se respetan las funciones, logrando que la relación entre los esposos y la relación entre los padres y los hijos se desarrollen de manera armoniosa y serena, es natural que para la familia adquieran significado e importancia también los demás parientes, como los abuelos, los tíos y los primos. A menudo, en estas relaciones fundadas en el afecto sincero y en la ayuda mutua, la familia desempeña un papel realmente insustituible, para que las personas que se encuentran en dificultad, los solteros, las viudas y los viudos, y los huérfanos encuentren un ambiente agradable y acogedor. La familia no puede encerrarse en sí misma. La relación afectuosa con los parientes es el primer ámbito de esta apertura necesaria, que proyecta a la familia hacia la sociedad entera.
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7. Así pues, queridas familias cristianas, acoged con confianza la gracia jubilar, que Dios derrama abundantemente en esta Eucaristía. Acogedla tomando como modelo a la familia de Nazaret que, aunque fue llamada a una misión incomparable, recorrió vuestro mismo camino, entre alegrías y dolores, entre oración y trabajo, entre esperanzas y pruebas angustiosas, siempre arraigada en la adhesión a la voluntad de Dios. Ojalá que vuestras familias sean cada vez más verdaderas “iglesias domésticas”, desde las cuales se eleve a diario la alabanza a Dios y se irradie a la sociedad un flujo de amor benéfico y regenerador.
“¡Nos bendiga el Señor, fuente de vida!”. Que este jubileo de las familias constituya para todos los que lo estáis viviendo un gran momento de gracia. Que sea también para la sociedad una invitación a reflexionar en el significado y en el valor de este gran don que es la familia, formada según el corazón de Dios.
Que la Virgen María, “Reina de la familia”, os acompañe siempre con su mano materna.
[O.R. (e. c.), 20.X.2000, 7]
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1. “Ci benedica il Signore, fonte della vita”. L’invocazione che abbiamo ripetuto nel Salmo responsoriale, carissimi Fratelli e Sorelle, ben sintetizza la preghiera quotidiana di ogni famiglia cristiana, ed oggi, in questa celebrazione eucaristica giubilare, efficacemente esprime il senso del nostro incontro.
Voi siete qui convenuti non solo come singoli, ma come famiglie. Siete giunti a Roma da ogni parte del mondo, portando con voi la profonda convinzione che la famiglia è un grande dono di Dio, un dono originario, segnato dalla sua benedizione.
Così è, infatti. Fin dall’alba della creazione sulla famiglia si posò lo sguardo benedicente di Dio. Dio creò l’uomo e la donna a sua immagine, e diede loro un compito specifico per lo sviluppo della famiglia umana: “...li benedisse e disse loro: siate fecondi e moltiplicatevi, riempite la terra” (Gn 1, 28).
Il vostro Giubileo, carissime famiglie, è canto di lode per questa benedizione originaria. Essa si è posata su di voi, coniugi cristiani, quando, celebrando il vostro matrimonio, vi siete giurati amore perenne davanti a Dio. La riceveranno oggi le otto coppie di varie parti del mondo, venute a celebrare il loro matrimonio nella cornice solenne di questo rito giubilare.
Sì, vi benedica il Signore, fonte della vita! Apritevi al flusso sempre nuovo di questa benedizione. Essa porta in sè una forza creatrice, rigenerante, capace di eliminare ogni stanchezza e di assicurare perenne freschezza al vostro dono.
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2. Questa benedizione originaria è legata a un preciso disegno di Dio, che la sua parola ci ha or ora ricordato: “Non è bene che l’uomo sia solo: gli voglio fare un aiuto che gli sia simile” (Gn 2, 18). È così che, nel libro della Genesi, l’autore sacro delinea l’esigenza fondamentale su cui poggia l’unione sponsale di un uomo e di una donna, e con essa la vita della famiglia che ne scaturisce. Si tratta di un’esigenza di comunione. L’essere umano non è fatto per la solitudine, porta in sè una vocazione relazionale, radicata nella sua stessa natura spirituale. In forza di tale vocazione, egli cresce nella misura in cui entra in relazione con gli altri, ritrovandosi pienamente “nel dono sincero di sè” (Gaudium et spes, 24).
All’essere umano non bastano rapporti puramente funzionali. Ha bisogno di rapporti interpersonali ricchi di interiorità, di gratuità, di oblatività. Tra questi, fondamentale è quello che si realizza nella famiglia: nei rapporti tra i coniugi, come tra questi ed i figli. Tutta la grande rete delle relazioni umane scaturisce e continuamente si rigenera a partire da quel rapporto con cui un uomo e una donna si riconoscono fatti l’uno per l’altra, e decidono di fondere le proprie esistenze in un unico progetto di vita: “Per questo l’uomo lascerà suo padre e sua madre e si unirà a sua moglie e i due saranno una sola carne” (Gn 2, 24).
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3. Una sola carne! Come non cogliere la forza di questa espressione? Il termine biblico “carne” non evoca soltanto la fisicità dell’uomo, ma la sua identità globale di spirito e di corpo. Ciò che i coniugi realizzano non è soltanto un incontro corporeo, ma una vera unità delle loro persone. Un’unità così profonda, da renderli in qualche modo nella storia un riflesso del “Noi” delle Tre Persone divine (cf. Lettera alle famiglie, 8)[1].
Si comprende, allora, la grande posta in gioco che emerge dal dibattito di Gesù con i farisei nel Vangelo di Marco, poc’anzi proclamato. Per gli interlocutori di Gesù, si trattava di un problema di interpretazione della legge mosaica, la quale consentiva il ripudio, provocando dibattiti sulle ragioni che potevano legittimarlo. Gesù supera totalmente questa visione legalista, andando al cuore del disegno di Dio. Nella norma mosaica egli vede una concessione alla “sclerocardia”, alla “durezza del cuore”. Ma proprio a questa durezza Gesù non si rassegna. E come potrebbe, Lui che è venuto appunto per scioglierla ed offrire all’uomo, con la redenzione, la forza di vincere le resistenze dovute al peccato? Egli non teme di riadditare il disegno originario: “All’inizio della creazione Dio li creò maschio e femmina” (Mc 10, 6).
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4. All’inizio! Solo Lui, Gesù, conosce il Padre “dall’inizio”, e conosce anche l’uomo “dall’inizio”. Egli è insieme il rivelatore del Padre e il rivelatore dell’uomo all’uomo (cf. Gaudium et spes, 22). Per questo, sulle sue orme, la Chiesa ha il compito di testimoniare nella storia questo disegno originario, manifestandone la verità e la praticabilità.
Facendo ciò, la Chiesa non si nasconde le difficoltà e i drammi, che la concreta esperienza storica registra nella vita delle famiglie. Ma essa sa anche che il volere di Dio, accolto e realizzato con tutto il cuore, non è una catena che rende schiavi, ma la condizione di una libertà vera che ha nell’amore la sua pienezza. La Chiesa sa anche –e l’esperienza quotidiana glielo conferma– che quando questo disegno originario si oscura nelle coscienze, la società ne riceve un danno incalcolabile.
Certo, le difficoltà ci sono. Ma Gesù ha provveduto a fornire gli sposi di mezzi di grazia adeguati per superarle. Per sua volontà il matrimonio ha acquistato, nei battezzati, il valore e la forza di un segno sacramentale, che ne consolida i caratteri e le prerogative. Nel matrimonio sacramentale, infatti, i coniugi –come faranno tra poco le giovani coppie di cui benedirò le nozze– si impegnano a esprimersi vicendevolmente e a testimoniare al mondo l’amore forte e indissolubile con cui Cristo ama la Chiesa. È il “grande mistero”, come lo chiama l’apostolo Paolo (cf. Ef 5, 32).
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5. “Vi benedica Dio, sorgente della vita!”. La benedizione di Dio è all’origine non solo della comunione coniugale, ma anche della responsabile e generosa apertura alla vita. I figli sono davvero la “primavera della famiglia e della società”, come recita il motto del vostro Giubileo. Nei figli il matrimonio trova la sua fioritura: in essi si realizza il coronamento di quella totale condivisione di vita (“totius vitae consortium”: C.I.C., can. 1055 § 1)[2], che fa degli sposi “una sola carne”; e ciò tanto nei figli nati dal naturale rapporto tra i coniugi, quanto in quelli voluti mediante l’adozione. I figli non sono un “accessorio” nel progetto di una vita coniugale. Non sono un “optional”, ma un “dono preziosissimo” (Gaudium et spes, 50)[3], iscritto nella struttura stessa dell’unione coniugale.
La Chiesa, com’è noto, insegna l’etica del rispetto di questa struttura fondamentale nel suo significato insieme unitivo e procreativo. In tutto ciò, essa esprime il doveroso ossequio al disegno di Dio, delineando un quadro di rapporti tra i coniugi improntati all’accettazione reciproca senza riserve. Ciò, oltre tutto, viene incontro al diritto dei figli di nascere e di crescere in un contesto di amore pienamente umano. Conformandosi alla parola di Dio, la famiglia si fa così laboratorio di umanizzazione e di vera solidarietà.
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6. A questo compito sono chiamati genitori e figli, ma, come già scrivevo nel 1994, in occasione dell’Anno della Famiglia, “il ‘noi’ dei genitori, del marito e della moglie, si sviluppa, per mezzo della generazione e dell’educazione, nel ‘noi’ della famiglia, che s’innesta sulle generazioni precedenti e si apre ad un graduale allargamento” (Lettera alle famiglie, 16)[4]. Quando i ruoli vengono rispettati, in modo che il rapporto tra i coniugi e quello tra genitori e figli si svolga in modo compiuto e sereno, è naturale che per la famiglia acquistino significato ed importanza anche gli altri parenti, quali i nonni, gli zii, i cugini. Spesso, in questi rapporti improntati a sincero affetto e aiuto scambievole, la famiglia svolge un ruolo davvero insostituibile, perchè le persone in difficoltà, le persone non sposate, le vedove e i vedovi, gli orfani, possano trovare un luogo di calore e di accoglienza. La famiglia non può chiudersi in se stessa. Il rapporto affettuoso con i parenti è un primo ambito di quella necessaria apertura, che proietta la famiglia verso l’intera società.
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7. Accogliete, dunque, con fiducia, care famiglie cristiane, la grazia giubilare, che in questa Eucarestia viene abbondantemente effusa. Accoglietela prendendo come modello la famiglia di Nazareth che, pur chiamata a una missione incomparabile, fece il vostro stesso cammino, tra gioie e dolori, tra preghiera e lavoro, tra speranze e prove angustianti, sempre radicata nell’adesione alla volontà di Dio. Siano le vostre famiglie, sempre più, vere “chiese domestiche”, da cui salga ogni giorno la lode a Dio e si irradi sulla società un flusso benefico e rigenerante di amore.
“Ci benedica il Signore, fonte della vita!”. Possa questo Giubileo delle famiglie costituire per tutti voi che lo state vivendo un grande momento di grazia. Sia anche per la società un invito a riflettere sul significato e il valore di questo grande dono che è la famiglia, costruita secondo il cuore di Dio.
Maria, “Regina della famiglia”, vi accompagni sempre con la sua mano materna.
[O.R., 16-17.X.2000, 6-7]