[0424] • PÍO XII, 1939-1958 • EL EGOÍSMO, ENEMIGO DE LA UNIÓN CONYUGAL
De la Alocución Se grande, a unos recién casados, 17 junio 1942
1942 06 17 0002
[2.–] [...] Estamos persuadidos de que no sin emoción habéis franqueado el umbral de la casa de vuestros padres para poneros en camino, el uno junto a la otra, inseparables hasta la muerte. Una lágrima, sin duda, ha brillado en vuestras pupilas en el momento de la partida al recibir el beso de adiós de vuestro padre y vuestra madre: en aquel beso, en el que vibraban todos los más dulces recuerdos de vuestra infancia y de vuestra adolescencia, vuestro pecho ha sentido la herida de la separación. ¿Quién podrá tacharos por ello? ¿Qué corazón de esposo o de esposa podrá mirarlo con recelo? ¿Acaso debe renunciar a ello y romper todo vínculo establecido en los hijos por la naturaleza, vuestro amor mutuo, a pesar de que quiere ser tan fuerte hasta sacrificar sin vacilaciones las dulzuras de la ternura filial a la vida común?
1942 06 17 0003
[3.–] Si es mandato de Dios el abandonar la morada paterna, es también precepto, no reñido con el primero, amar y honrar a los padres. En su alto y sabio consejo sobre el género humano, aquel mismo Dios que impone a los hijos el deber del amor y de la adhesión a quienes les han dado la vida, les manda también separarse del padre y de la madre para unirse a su esposa (1); y asimismo ordena a la esposa seguir, a través de todas las contingencias de la vida, los pasos de su esposo. Establecidos por Dios, estos dos amores están tan lejos de oponerse entre sí, que más bien la piedad filial es una de las más seguras garantías de la concordia y felicidad conyugal. Porque ¿qué confianza podríais poner en la unión y fidelidad recíproca de aquellos infelices que van al matrimonio sólo para desatarse y librarse del lazo tan dulce y del yugo tan suave de la vida familiar en el hogar paterno? Esa disposición de ánimo, no desprovista de ejemplos, cede en desestima y deshonra de un joven y una joven; es un triste presagio de que así como no se han conducido como hijos respetuosos y cariñosos, así tampoco serán esposos fieles y virtuosos. No ha sido un amor más potente que el afecto familiar el que los ha acercado uno a otro; sino el egoísmo, ávido, más que de unirse, de “vivir su vida” paralelamente, sellando el pacto tácito, y a veces incluso explícito, de un fementido e indiferente afecto conyugal y de una independencia mutua bajo el velo de una unión aparente, estéril y revocable. ¿Son tal vez éstos los matrimonios consagrados por el legítimo sentimiento cristiano y la bendición de Dios?
1. Cfr. Gen. II, 24.
1942 06 17 0004
[4.–] [...] En la ley de Dios que proclama la indisolubilidad del matrimonio habéis iniciado el camino de vuestra nueva vida; en aquella ley habéis jurado seguir y caminar, porque la habéis acogido, no como un duro yugo, sino como un yugo de amor; no como una coacción de vuestra voluntad, sino como la sanción celestial de vuestro recíproco e inmutable afecto: no como una imposición de esclavitud espiritual, sino como la garantía divina, fuente de inquebrantable confianza, contra todo peligro que quisiera acechar o amenazar la sólida roca de vuestra unión.
1942 06 17 0005
[5.–] Hacéis muy bien en alimentar en vosotros esta confianza; pero requiere en su camino encontrar como compañeras a la humildad y a la prudencia bajo la protección de Dios. La historia de las familias presenta ejemplos de jóvenes esposos que, aun habiendo entrado en la vida conyugal con las mismas buenas condiciones que a vosotros os animan, han dejado luego, a medida que pasaba el tiempo sobre esta unión antes tan íntima y tierna, engendrarse un gusano corruptor que ha devorado y eliminado día tras día parte del primer vigor y lozanía unitiva.
1942 06 17 0006
[6.–] [...] También aquellos esposos han venido poco a poco a tomar su lazo como una esclavitud: han intentado y procurado finalmente, si no romperlo, cuando menos aflojar su vigor; toda vez que aquel vínculo, no era ya para ellos un vínculo de amor. ¿Deberéis acaso desanimaros o ver perturbada la alegría de vuestras almas ante ejemplos tan dolorosos? ¡Oh, no! El conocimiento que tenéis vosotros mismos, la experiencia que iréis adquiriendo de la inconstancia y volubilidad del pobre corazón humano, no deben mermar vuestra confianza, sino que la deben hacer más discreta, más alerta, más humilde, más prudente, menos ilusoria, menos presuntuosa, menos falaz; por el contrario, abrirán vuestra alma para recibir con espíritu filial los paternos avisos con que Nos quisiéramos preservaros de esa miseria conyugal, señalándoos y explicándoos la raíz y las causas de esa tan lamentable degeneración de la vida común y los medios para prevenirla y para preservaros de ella o, si hiciera falta, para atajarla a tiempo.
1942 06 17 0007
[7.–] ¿De dónde puede nacer, amados hijos e hijas, este empeoramiento, esta evolución? ¿Ha comenzado acaso de repente, como por capricho, o por el descubrimiento imprevisto de la incompatibilidad de caracteres, o por algún trágico accidente? De ordinario, los corazones que el día de las bodas estaban tan firme y amorosamente resueltos a vivir juntos, no emprenden de esa manera el camino hacia aquel desamor, hacia aquella fría indiferencia que, paso a paso y grado a grado, llevan a la antipatía, a la desunión y separación moral, triste preludio con harta frecuencia de una desgarradura todavía más real y más grave. Aquellos caprichos, aquellos descubrimientos, aquellos incidentes trágicos que parecen haber señalado el principio de esa mudanza, no han sido en realidad sino la ocasión reveladora que ha precipitado la ruptura. Bajo la ceniza se escondía el rescoldo ardiente.
1942 06 17 0008
[8.–] Penetrad y sondead las profundidades de aquellos corazones. Las separaciones morales conscientes, más o menos manifiestas al público, o tal vez escondidas en el secreto del hogar, salvando exteriormente con cuidado las apariencias, nunca habrán dejado de estar precedidas de una disonancia, a los principios tal vez imperceptible para los mismos esposos, semejante a la resquebrajadura oculta de un hermoso vaso de alabastro. Si el amor hubiera sido total, si hubiera sido absoluto, si hubiera sido el amor que consiente en la entrega de sí mismo, si no hubiera conocido otros límites que los del amor de Dios, o, por mejor decir, si aquel amor humano se hubiera levantado por encima de los sentidos para apoyarse, fundarse y fundirse en un común amor de Dios, total y absoluto, entonces sí que ningún ajeno tumulto hubiera turbado su armonía, ningún choque lo hubiera roto, ninguna nube hubiera oscurecido su cielo. También en el amor hay que contar con el dolor. San Agustín lo dice con su acostumbrado vigor expresivo: “Donde reina el amor, o está ausente la pena, o se ama la misma pena” (1[2]).
1[2]. “De bono viduitatis”, c. 21. Migne PL, t. 40, col. 448.
1942 06 17 0009
[9.–] ¿Quién es, según eso, el que ha producido en aquel amor, en aquella santa unión de almas, una herida invisible y muchas veces fatal? No es necesario buscarlo muy lejos. Buscadlo cerca; buscadlo en los corazones. Allí está el enemigo; allí está el culpable. Es aquel amor propio tan vario como solapado en sus manifestaciones y desfogues, aquel amor de sí mismo que nace con el hombre, vive con él y que apenas si muere con él.
1942 06 17 0010
[10.–] Pero diréis: ¿acaso tenemos que odiarnos a nosotros mismos? ¿La misma naturaleza no nos inclina a amar y buscar nuestro bien? Sí: la naturaleza dispone al hombre a amarse a sí mismo, pero para aquel bien que según la razón es propio suyo. Ahora bien: la razón enseña al hombre y a la mujer no sólo el bien individual, sino también el bien de la familia, que en la unión y en la lealtad conyugal se eleva a bien de la prole. Hay, amados recién casados, un amor de vosotros mismos bueno y otro malo, a saber: el amor propio, que es un sinónimo más decente, pero no menos maligno del egoísmo. El hombre y la mujer han sido hechos por Dios. Dios, que crió su naturaleza, no es autor de su corrupción; la corrupción de la naturaleza derivó de la culpa de Eva y de Adán. Debemos amarnos a nosotros mismos conforme a la naturaleza hecha por Dios, no según la corrupción causada por nuestros primeros padres, y amar nuestra alma y nuestro cuerpo con aquel amor de caridad con que amamos las cosas de Dios y a Dios mismo (1[3]), mientras se difunde y nos une con los allegados y con el prójimo. ¿Qué amor es éste? Es un amor que salva nuestra alma, que salva la unión de los corazones en la vida común y en la familia: es un amor que se transforma en odio de la corrupción del alma en este mundo para custodiarla para la vida eterna, conforme a las palabras de Cristo: “El que odia su alma en este mundo, la custodia para la vida eterna” (2[4]).
1[3]. S. Th. II-II, 1. 25, a. 4-5.
2[4]. Io. XII, 25.
1942 06 17 0011
[11.–] Frente a un amor tan santo y saludable, hay otro amor perverso; y con ese amor “el que ama su alma, la perderá” (3[5]). ¿Qué amor es éste? Es el amor de la corrupción; es el egoísmo, es el amor propio, fuente de todo mal, y por eso dice el angélico Santo Tomás que “el amor de sí mismo es la raíz de toda iniquidad” (4[6]). Os lo señalamos, amados recién casados, como el mayor enemigo de vuestra unión, como el veneno de vuestro amor sagrado. Dos egoísmos odian el sacrificio de sí mismos; no constituyen aquella sólida amistad de dos cónyuges, en la que no hay más que un querer y un no querer, en la que todo es común, la alegría y el dolor, el trabajo y la ayuda. El amor propio desune la vida común; y si el egoísmo del marido no está siempre a la par del egoísmo de la mujer, con todo, a veces los dos egoísmos corren parejos en la culpa.
3[5]. Ibid.
4[6]. In Epist. 2 Tim. 3, 2; cap. 3, lect. 1.
1942 06 17 0012
[12.–] El amor propio es un gran seductor de todas las pasiones humanas. Centro de todos los pensamientos, de todos los deseos y de todos los movimientos, llega no raras veces a erigirse como un ídolo a quien se rinde el culto de la belleza que apacienta la mirada, de la armonía que halaga el oído, de la dulzura que recrea el gusto, del perfume que deleita el olfato, de la molicie que acaricia el tacto, de la alabanza y admiración que hacen presa en el corazón. El amor desordenado de sí mismo dirige el pensamiento, la acción y la vida al placer propio, a la ventaja propia, a la propia comodidad, y sigue más los desarreglados apetitos que la razón y el impulso de la gracia, no escuchando ni atendiendo el imperio del deber para con Dios y para con el compañero o la compañera del hogar doméstico. Pero la vida conyugal, el lazo indisoluble del matrimonio, pide que se sacrifique el amor propio al deber, al amor de Dios, que ha elevado y consagrado vuestros latidos comunes al amor de los hijos para quienes habéis recibido la bendición del sacerdote y del cielo. ¡Oh, esposas! No rehuséis el dolor que, si por un momento os hace fruncir el ceño, os lleva al gozo de una cuna, donde el vagido de un niño hace estremecer vuestro corazón, donde unos labios infantiles buscan vuestro seno, donde una manecita os acaricia y una sonrisa de ángel os embelesa. Ante una cuna, amados recién casados, renovad la consagración de vuestro amor, haced holocausto de vuestro amor propio con todos sus sueños; y que vuestra alegría materna y paterna disipe toda nube, como el sol disuelve y esfuma, al nacer, toda niebla.
[FC, 286-290]
1942 06 17 0002
[2.–] [...] Ce ne persuade l’animo Nostro, non senza commozione voi avete varcato la soglia della casa dei vostri genitori per mettervi in cammino, l’uno al fianco dell’altra, inseparabili fino alla morte. Una lacrima, senza dubbio, al momento della partenza, ha brillato sulle vostre pupille, nel ricevere il bacio d’addio di vostro padre e di vostra madre: in quel bacio, in che vibravano tutti i ricordi più dolci della vostra infanzia e della vostra adolescenza, il vostro petto ha sentito la ferita del distacco. Chi potrebbe muovervene rimprovero? Quale cuore di sposo o di sposa potrebbe esserne geloso? Il vostro mutuo amore, che pure vuol essere così forte da sacrificare, senza esitazione, alla vita comune le dolcezze della tenerezza filiale, forse che deve ancora rinnegarle, e spezzare ogni vincolo che nei figli fa la natura?
1942 06 17 0003
[3.–] Se comando di Dio è il lasciare la dimora paterna, l’amare e onorare i genitori è un altro precetto, non contrastante col primo. Nell’alto e provvido suo consiglio sopra il genere umano, quel medesimo Iddio, che impone ai figli il dovere dell’amore, dell’attaccamento verso chi ha dato loro la vita, ingiunge ad essi anche di separarsi dal padre e dalla madre per stringersi alla loro sposa (cfr. Gen 2, 24); e, parimente, alla sposa ordina di seguire, attraverso tutte le vicende della vita, i passi del suo sposo. Voluti da Dio, questi due amori sono tanto lungi dall’opporsi l’uno all’altro, che anzi la pietà filiale è una delle più sicure guarentigie della concordia e felicità coniugale. Quale fiducia potreste voi infatti riporre nell’unione e nella fedeltà reciproca di quegl’infelici, che nel matrimonio altro non vedono nè cercano se non lo svincolarsi e il liberarsi dal legame così dolce, dal giogo così soave della vita familiare presso il focolare paterno? Tale disposizione d’animo, non senza esempi, disistima e disonora un giovine e una giovane; è un triste presagio che, come non si sono portati da figli rispettosi e affezionati, così non saranno nemmeno sposi fedeli e virtuosi. Non già un amore più potente dell’affetto familiare li ha tratti l’uno verso l’altro; ma l’egoismo, quel bacato e sinistro egoismo, avido assai meno dell’unirsi che non del “vivere la loro vita” parallelamente, suggellando il patto tacito, e talora anche esplicito, di un mentito e indifferente affetto coniugale e di una indipendenza mutua sotto il velo di una unione apparente, sterile e revocabile. Sono forse questi i matrimoni, cui consacrano il genuino senso cristiano e la benedizione di Dio?
1942 06 17 0004
[4.–] [...] Nella legge di Dio, che proclama l’ndissolubilità del matrimonio, voi avete inaugurata e iniziata la via della vostra nuova vita; in quella legge voi avete giurato di avanzare e camminare, perchè l’avete accolta, non come un duro giogo, ma come un giogo di amore; non come un costringimento della vostra volontà, ma come la sanzione celeste del vostro scambievole e immutabile affetto; non come una imposizione di schiavitù spirituale, ma come la garanzia divina, fonte d’incrollabile fiducia contro ogni pericolo che venisse a insidiare o minacciare la salda rocca della vostra unione.
1942 06 17 0005
[5.–] Di nutrire in voi questa fiducia voi avete ben ragione; ma essa vuole nel suo procedere trovar compagne l’umiltà e la prudenza, sotto la protezione di Dio. La storia delle famiglie presenta esempi di giovani sposi che, pur essendo entrati nella vita coniugale con le stesse buone disposizioni, onde siete oggi voi medesimi animati, hanno poi, col passare del tempo sopra cotesta unione già così intima e tenera, lasciato ingenerarsi un verme corruttore, e divorare e portarsi via, un dì dopo l’altro, un poco della prima forza e freschezza unitiva.
1942 06 17 0006
[6.–] [...] Anche quegli sposi, a poco a poco, son venuti a considerare il loro legame al pari di un servaggio: hanno studiato e cercato infine, se non di spezzarlo, almeno di rallentarne il vigore; giacchè quel vincolo non era ormai più per essi un vincolo d’amore. Esempi tanto dolorosi dovranno forse scoraggiarvi o turbare la letizia degli animi vostri? Oh no. La conoscenza che avete di voi stessi, l’esperienza che andrete acquistando dell’incostanza e volubilità del povero cuore umano, non scemeranno la vostra fiducia, ma la renderanno più discreta, più vigile, più umile, più prudente, meno illusoria, meno presuntuosa, meno fallace; vi apriranno l’animo ad accogliere con spirito filiale i paterni avvisi coi quali Noi vorremmo preservarvi da una tale miseria coniugale, additandovi e chiarendovi la radice e le cause di una così deplorevole degenerazione della vita comune e i mezzi di prevenirla e di guardarvene, o, se ve ne fosse bisogno, di arrestarla a tempo.
1942 06 17 0007
[7.–] Donde può nascere, diletti figli e figlie, questo mutamento in peggio? questa evoluzione? È forse cominciata tutt’a un tratto per un capriccio? per la scoperta imprevista di una incompatibilità di caratteri? per qualche tragico incidente? D’ordinario, i cuori, che il giorno delle nozze erano tanto fermamente e tanto amorosamente risoluti di vivere insieme, non in tal guisa imprendono il cammino verso quella disaffezione, quella fredda indifferenza, che di passo in passo, di grado in grado, menano all’antipatia, alla disunione e separazione morale, triste preludio troppo spesso di una scissura ancor più reale e più grave. Quei capricci, quelle scoperte, quegl’incidenti tragici, che sembrano aver segnato l’inizio di tale mutamento, non sono stati di fatto se non l’occasione rivelatrice che ha precipitato la rottura. Sotto la infida cenere covavano i carboni ardenti.
1942 06 17 0008
[8.–] Penetrate e scandagliate le profondità di quei cuori. Le separazioni morali coscienti, più o meno manifeste al pubblico, ovvero celate nel segreto del focolare, salvando all’esterno gelosamente le apparenze, non è mai che non siano state precedute da una disarmonia, forse impercettibile sulle prime agli stessi sposi, simile all’incrinatura occulta di un bel vaso d’alabastro. Se l’amore fosse stato totale, se fosse stato assoluto, se fosse stato quell’amore che consiste nel dono di sè, se non avesse conosciuto altro limite fuori dell’amore di Dio, o meglio, se quell’amore umano si fosse sollevato sopra i sensi per appoggiarsi, fondarsi e fondersi in un comune amore di Dio, totale e assoluto, allora si nessun estraneo tumulto ne avrebbe turbata l’armonia, nessun urto l’avrebbe infranto, nessuna nube ne avrebbe oscurato il cielo. Anche nell’amore non si vive sempre senza dolore. S. Agostino, col suo consueto vigoroso linguaggio, dice: “Ove regna l’amore, o la pena è assente, o la pena stessa è amata” (De bono viduitatis, c. 21-Migne PL t. 40 col. 448).
1942 06 17 0009
[9.–] Chi dunque ha prodotto in quell’amore, in quella santa unione di anime, una ferita invisibile e spesso fatale? Non è necessario di cercare lontano. Cercate vicino; cercate nei cuori. Lì sta il nemico; lì sta il colpevole. Diverso altrettanto che subdolo nelle sue manifestazioni e apparizioni, esso è quell’amor proprio, quell’amore di se stessi, che nasce con l’uomo, vive con lui e appena è che muoia con lui.
1942 06 17 0010
[10.–] Ma voi direte: Dobbiamo forse odiare noi stessi? Non c’inclina la natura medesima ad amare e cercare il nostro bene? Sì: la natura dispone l’uomo ad amare se stesso, ma per quel bene che secondo ragione è proprio di lui. Ora la ragione insegna all’uomo e alla donna non solo il bene individuale, ma anche il bene della famiglia, che nell’unione e nella fedeltà coniugale si eleva a bene della prole. Vi sono, diletti sposi novelli, un amore di voi stessi buono e uno cattivo, quell’amor proprio, cioè, ch’è sinonimo più decente dell’egoismo, ma non ne è meno maligno. L’uomo e la donna sono fatti da Dio. Dio che ne fece la natura, non ne fece la corruzione; la corruzione della natura venne dalla colpa di Eva e di Adamo. Noi dobbiamo amare noi stessi secondo la natura fatta da Dio, non secondo la corruzione causata dai nostri progenitori, e amare l’anima nostra e il nostro corpo con quell’amore di carità, col quale amiamo le cose di Dio e Dio stesso (S. Th. 2.ª 2.ae q. 25 a. 4-5), mentre si effonde e ci lega coi congiunti e col prossimo. Che amore è questo? È un amore che salva l’anima nostra, che salva l’unione dei cuori nella vita comune e nella famiglia; è un amore che diventa odio della corruzione dell’anima in questo mondo per custodirla alla vita eterna, secondo la parola di Cristo: Qui odit animam suam in hoc mundo, in vitam aeternam custodit eam (Io 12, 25).
1942 06 17 0011
[11.–] Di fronte a un sì santo e salutare amore sta un altro amore perverso; e con tale amore qui amat animam suam, perdet eam (ibid.). Quale amore è questo? È l’amore della corruzione; è l’egoismo; è l’amor proprio, fonte di ogni male, e perciò dice l’Angelico S. Tommaso che l’amore di sè è la radice di ogni iniquità: Radix autem totius iniquitatis est amor sui ipsius (In Epist. 2 Tim. 3, 2; cap. 3 lect. 1). Noi ve lo additiamo, diletti sposi novelli, come il più gran nemico della vostra unione, come il veleno del vostro sacro amore. Due egoismi odiano il sacrificio di sè; non costituiscono quella salda amicizia di due coniugi, nella quale un medesimo è il volere e il non volere, nella quale tutto è comune, la gioia e il dolore, il travaglio e il conforto, il bisogno e il soccorso. L’amor proprio disunisce la vita comune; e l’egoismo del marito non è sempre pari all’egoismo della moglie; ma talvolta i due egoismi si appaiano nella colpa.
1942 06 17 0012
[12.–] L’amor proprio è un gran seduttore di tutte le passioni umane. Centro di tutti i pensieri, di tutti i desideri e di tutti i moti, arriva non di rado a innalzarsi quasi idolo, cui si rende il culto del bello che pasce l’occhio, dell’armonioso che blandisce l’udito, del dolce che diletta il gusto, del profumato che ricrea l’olfatto, del molle che accarezza il tatto, della lode e ammirazione che invesca il cuore. Al proprio piacere, al proprio vantaggio, al proprio comodo, l’amore sregolato di sè dirige il pensiero, l’azione e la vita, e segue più gli scorretti appetiti che la ragione e l’impulso della grazia, non ascoltando nè curando l’impero del dovere verso Dio e verso il compagno o la compagna del focolare domestico. Ma la vita coniugale, il vincolo indissolubile del matrimonio, chiede il sacrificio dell’amor proprio al dovere, all’amore di Dio che ha elevato e consacrato i vostri palpiti comuni, all’amore dei figli, per i quali avete ricevuta la benedizione del sacerdote e del cielo. O spose, non rifuggite dal dolore che, se un momento vi corruga la fronte, vi mena alla gioia di una culla, dove il gemito di un bambino fa sussultare il vostro cuore, dove un labbro infantile cerca il vostro seno, dove una manina vi accarezza e un sorriso d’angelo v’imparadisa. Davanti a una culla, diletti sposi novelli, riconsacrate il vostro amore, fate olocausto del vostro amor proprio con tutti i suoi sogni; e ne disperda ogni nube il vostro materno e paterno gaudio, come si dissolve e svanisce ogni nebbia al sole nascente.
[DR 4, 119-124]