[1183] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA FUERZA DEL AMOR
Alocución Continuiamo, en la Audiencia General, 10 octubre 1984
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1. Continuamos delineando la espiritualidad conyugal a la luz de la Encíclica “Humanae Vitae”.
Según la doctrina contenida en ella, en conformidad con las fuentes bíblicas y con toda la Tradición, el amor es –desde el punto de vista subjetivo– “fuerza”, es decir, capacidad del espíritu humano, de carácter “teológico” (o mejor, “teologal”). Ésta es, pues, la fuerza que se le da al hombre para participar en el amor con que Dios mismo ama en el misterio de la creación y de la redención. Es el amor que “se complace en la verdad” (1 Cor 13, 6), esto es, en el cual se expresa la alegría espiritual (el “frui” agustiniano) de todo valor auténtico: gozo semejante al gozo del mismo Creador, que al principio vio que “era muy bueno” (Gén 1, 31).
Si las fuerzas de la concupiscencia intentan separar el “lenguaje del cuerpo” de la verdad, es decir, tratan de falsificarlo, en cambio, la fuerza del amor lo corrobora siempre de nuevo en esa verdad, a fin de que el misterio de la redención del cuerpo pueda fructificar en ella.
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2. El mismo amor, que hace posible y hace ciertamente que el diálogo conyugal se realice según la verdad plena de la vida de los esposos, es, a la vez, fuerza, o sea, capacidad de carácter moral, orientada activamente hacia la plenitud del bien y, por esto mismo, hacia todo verdadero bien. Por lo cual, su tarea consiste en salvaguardar la unidad indivisible de los “dos significados del acto conyugal”, de los que trata la Encíclica (Humanae vitae, 12), es decir, en proteger tanto el valor de la verdadera unión de los esposos (esto es, de la comunión personal), como el de la paternidad y maternidad responsables (en su forma madura y digna del hombre).
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3. Según el lenguaje tradicional, el amor, como “fuerza” superior, coordina las acciones de la persona, del marido y de la mujer, en el ámbito de los fines del matrimonio. Aunque ni la Constitución conciliar, ni la Encíclica, al afrontar el tema, empleen el lenguaje acostumbrado en otro tiempo, sin embargo, tratan de aquello a lo que se refieren las expresiones tradicionales.
El amor, como fuerza superior que el hombre y la mujer reciben de Dios, juntamente con la particular “consagración” del sacramento del matrimonio, comporta una coordinación correcta de los fines, según los cuales –en la enseñanza tradicional de la Iglesia– se constituye el orden moral (o mejor, “teologal y moral”) de la vida de los esposos.
La doctrina de la Constitución “Gaudium et Spes”, igual que la de la Encíclica “Humanae Vitae”, clarifican el mismo orden moral con referencia al amor, entendido como fuerza superior que confiere adecuado contenido y valor a los actos conyugales según la verdad de los dos significados, el unitivo y el procreador, respetando su indivisibilidad.
Con este renovado planteamiento, la enseñanza tradicional sobre los fines del matrimonio (y sobre su jerarquía) queda confirmada y a la vez se profundiza desde el punto de vista de la vida interior de los esposos, o sea, de la espiritualidad conyugal y familiar.
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4. La función del amor, que es “derramado en los corazones” (Rom 5, 5) de los esposos como la fundamental fuerza espiritual de su pacto conyugal, consiste –como se ha dicho– en proteger tanto el valor de la verdadera comunión de los cónyuges, como el de la paternidad-maternidad verdaderamente responsable. La fuerza del amor –auténtica en el sentido teológico y ético– se manifiesta en que el amor une correctamente “los dos significados del acto conyugal”, excluyendo no sólo en la teoría, sino sobre todo en la práctica, la “contradicción” que podría darse en este campo. Esta “contradicción” es el motivo más frecuente de objeción a la Encíclica “Humanae Vitae” y a la enseñanza de la Iglesia. Es necesario un análisis bien profundo, y no sólo teológico, sino también antropológico (hemos tratado de hacerlo en toda la presente reflexión), para demostrar que en este caso no hay que hablar de “contradicción”, sino sólo de “dificultad”. Ahora bien, la Encíclica misma subraya esta “dificultad” en varios pasajes.
Y ésta se deriva del hecho de que la fuerza del amor está injertada en el hombre insidiado por la concupiscencia: en los sujetos humanos el amor choca con la triple concupiscencia (cfr. 1 Jn 2, 16), en particular con la concupiscencia de la carne, que deforma la verdad del “lenguaje del cuerpo”. Y, por esto, tampoco el amor está en disposición de realizarse en la verdad del “lenguaje del cuerpo”, si no es mediante el dominio de la concupiscencia.
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5. Si el elemento clave de la espiritualidad de los esposos y de los padres –esa “fuerza” esencial que los cónyuges deben sacar continuamente de la “consagración” sacramental– es el amor, este amor, como se deduce del texto de la Encíclica (cfr. Humanae vitae, 20), está por su naturaleza unido con la castidad que se manifiesta como dominio de sí o sea, como continencia: en particular, como continencia periódica. En el lenguaje bíblico, parece aludir a esto el autor de la Carta a los Efesios, cuando en su texto “clásico” exhorta a los esposos a estar “sujetos los unos a los otros en el temor de Cristo” (Ef 5, 21).
Puede decirse que la Encíclica “Humanae Vitae” es precisamente el desarrollo de esta verdad bíblica sobre la espiritualidad cristiana conyugal y familiar. Sin embargo, para hacerlo aún más claro, es preciso un análisis más profundo de la virtud de la continencia y de su particular significado para la verdad del mutuo “lenguaje del cuerpo” en la convivencia conyugal e (indirectamente) en la amplia esfera de las relaciones recíprocas entre el hombre y la mujer.
Emprenderemos este análisis en las sucesivas reflexiones del miércoles.
[OR (ed. esp.) 14-X-1984, 11]
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1. Continuiamo a delineare la spiritualità coniugale nella luce dell’Enciclica “Humanae Vitae”.
Secondo la dottrina in essa contenuta, conformemente alle fonti bibliche e a tutta la Tradizione, l’amore è –dal punto di vista soggettivo– “forza”, cioè capacità dello spirito umano, di carattere “teologico” (o piuttosto “teologale”). Questa è dunque la forza data all’uomo per partecipare a quell’amore con cui Dio stesso ama nel mistero della Creazione e della Redenzione. È quell’amore che “si compiace della verità” (1), nel quale cioè si esprime la gioia spirituale (il “frui” agostiniano) di ogni autentico valore; gaudio simile al gaudio dello stesso Creatore, il quale al principio vide che “era cosa molto buona” (2).
Se le forze della concupiscenza tentano di staccare il “linguaggio del corpo”, dalla verità, tentano cioè di falsificarlo, la forza dell’amore invece lo corrobora sempre di nuovo in quella verità, affinchè il mistero della redenzione del corpo possa fruttificare in essa.
1. 1 Cor. 13, 6.
2. Gen. 1, 31.
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2. Lo stesso amore, che rende possibile e fa sì che il dialogo coniugale si attui secondo la verità piena della vita degli sposi, è ad un tempo forza, ossia capacità di carattere morale, orientata attivamente verso la pienezza del bene e per ciò stesso verso ogni vero bene. E perciò il suo compito consiste nel salvaguardare l’unità inscindibile dei “due significati dell’atto coniugale”, di cui tratta l’Enciclica (3), vale a dire nel proteggere sia il valore della vera unione dei coniugi (cioè della comunione personale) sia quello della paternità e maternità responsabili (nella loro forma matura e degna dell’uomo).
3. PAULI VI, Humanae vitae, 12 [1968 07 25/12].
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3. Secondo il linguaggio tradizionale, l’amore, quale “forza” su periore, coordina le azioni delle persone, del marito e della moglie, nell’ambito dei fini del matrimonio. Sebbene né la Costituzione conciliare né l’Enciclica, nell’affrontare l’argomento, usino il linguaggio un tempo consueto, essi trattano, tuttavia, di ciò a cui si riferiscono le espressioni tradizionali.
L’amore, come forza superiore che l’uomo e la donna ricevono da Dio insieme alla particolare “consacrazione” del sacramento del matrimonio, comporta una coordinazione corretta dei fini, secondo i quali –nell’insegnamento tradizionale della Chiesa– si costituisce l’ordine morale (o piuttosto “teologale e morale”) della vita dei coniugi.
La dottrina della Costituzione “Gaudium et Spes”, come pure quella dell’Enciclica “Humanae Vitae”, chiariscono lo stesso ordine morale nel riferimento all’amore, inteso come forza superiore che conferisce adeguato contenuto e valore agli atti coniugali secondo la verità dei due significati, quello unitivo e quello procreativo, nel rispetto della loro inscindibilità.
In questa rinnovata impostazione, il tradizionale insegnamento sui fini del matrimonio (e sulla loro gerarchia) viene confermato ed insieme approfondito dal punto di vista della vita interiore dei coniugi, ossia della spiritualità coniugale e familiare.
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4. Il compito dell’amore che è “effuso nei cuori” (4) degli sposi come la fondamentale forza spirituale del loro patto coniugale, consiste –come si è detto– nel proteggere sia il valore della vera comunione dei coniugi, sia quello della paternità-maternità veramente responsabile. La forza dell’amore –autentica nel senso teologico ed etico– si esprime in questo che l’amore unisce correttamente “i due significati dell’atto coniugale”, escludendo non solo nella teoria, ma soprattutto nella pratica, la “contraddizione” che potrebbe verificarsi in questo campo. Tale “contraddizione” è il più frequente motivo di obiezione all’Enciclica “Humanae Vitae” e all’insegnamento della Chiesa. Occorre un’analisi ben approfondita, e non soltanto teologica ma anche antropologica (abbiamo cercato di farla in tutta la presente riflessione), per dimostrare che non bisogna qui parlare di “contraddizione”, ma soltanto di “difficoltà”. Orbene, l’Enciclica stessa sottolinea tale “difficoltà” in vari passi.
E questa deriva dal fatto che la forza dell’amore è innestata nell’uomo insidiato dalla concupiscenza: nei soggetti umani l’amore s’imbatte con la triplice concupiscenza (5), in particolare con la concupiscenza della carne che deforma la verità del “linguaggio del corpo”. E perciò anche l’amore non è in grado di realizzarsi nella verità del “linguaggio del corpo”, se non mediante il dominio sulla concupiscenza.
4. Rom. 5, 5.
5. Cfr. 1 Io. 2, 16.
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5. Se l’elemento chiave della spiritualità dei coniugi e dei genitori –quella essenziale “forza” che i coniugi debbono di continuo attingere dalla “consacrazione” sacramentale– è l’amore, questo amore, come risulta dal testo dell’Enciclica (6), è per sua natura congiunto con la castità che si manifesta come padronanza di sè, ossia come continenza: in par ticolare, come continenza periodica. Nel linguaggio biblico, sembra alludere a ciò l’Autore della Lettera agli Efesini, quando nel suo “classico” testo esorta gli sposi ad essere “sottomessi gli uni agli altri nel timore di Cristo” (7).
Si può dire che l’Enciclica “Humanae Vitae” costituisca appunto lo sviluppo di questa verità biblica sulla spiritualità cristiana coniugale e familiare. Tuttavia per renderlo ancor più manifesto occorre una analisi più profonda della virtù della continenza e del suo particolare significato per la verità del mutuo “linguaggio del corpo” nella convivenza coniugale e (indirettamente) nell’ampia sfera dei reciproci rapporti tra l’uomo e la donna.
Intraprenderemo questa analisi durante le successive riflessioni del mercoledì.
[Insegnamenti GP II, 7/2, 845-847]
6. Cfr. PAULI VI, Humanae vitae, 20 [1968 07 25/20].
7. Eph. 5, 21.