[1688] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL VALOR E INVIOLABILIDAD DE LA VIDA HUMANA
Encíclica Evangelium vitae –sobre el bien inviolable de la vida humana–, 25 marzo 1995
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1. El Evangelio de la vida está en el centro del mensaje de Jesús. Acogido con amor cada día por la Iglesia, es anunciado con intrépida fidelidad como buena noticia a los hombres de todas las épocas y culturas.
En la aurora de la salvación, el nacimiento de un niño es proclamado como gozosa noticia: “Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor” (Lc 2, 10-11). El nacimiento del Salvador produce ciertamente esta “gran alegría”; pero la Navidad pone también de manifiesto el sentido profundo de todo nacimiento humano, y la alegría mesiánica constituye así el fundamento y realización de la alegría por cada niño que nace (cf. Jn 16, 21).
Presentando el núcleo central de su misión redentora, Jesús dice: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10). Se refiere a aquella vida “nueva” y “eterna”, que consiste en la comunión con el Padre, a la que todo hombre está llamado gratuitamente en el Hijo por obra del Espíritu Santificador. Pero es precisamente en esa “vida” donde encuentran pleno significado todos los aspectos y momentos de la vida del hombre.
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Valor incomparable de la persona humana
2. El hombre está llamado a una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación sobrenatural manifiesta la grandeza y el valor de la vida humana incluso en su fase temporal. En efecto, la vida en el tiempo es condición básica, momento inicial y parte integrante de todo el proceso unitario de la vida humana. Un proceso que, inesperada e inmerecidamente, es iluminado por la promesa y renovado por el don de la vida divina, que alcanzará su plena realización en la eternidad (cf. 1 Jn 3, 1-2). Al mismo tiempo, esta llamada sobrenatural subraya precisamente el carácter relativo de la vida terrena del hombre y de la mujer. En verdad, ésa no es realidad “última”, sino “penúltima”; es realidad sagrada, que se nos confía para que la custodiemos con sentido de responsabilidad y la llevemos a perfección en el amor y en el don de nosotros mismos a Dios y a los hermanos.
La Iglesia sabe que este Evangelio de la vida, recibido de su Señor (1), tiene un eco profundo y persuasivo en el corazón de cada persona, creyente e incluso no creyente, porque, superando infinitamente sus expectativas, se ajusta a ella de modo sorprendente. Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun entre dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el influjo secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su corazón (cf. Rm 2, 14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver respetado totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política.
Los creyentes en Cristo deben, de modo particular, defender y promover este derecho, conscientes de la maravillosa verdad recordada por el Concilio Vaticano II: “El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (2). En efecto, en este acontecimiento salvífico se revela a la humanidad no sólo el amor infinito de Dios que “tanto amó al mundo que dio a su Hijo único” (Jn 3, 16), sino también el valor incomparable de cada persona humana.
La Iglesia, escrutando asiduamente el misterio de la Redención, descubre con renovado asombro este valor (3) y se siente llamada a anunciar a los hombres de todos los tiempos este “evangelio”, fuente de esperanza inquebrantable y de verdadera alegría para cada época de la historia. El Evangelio del amor de Dios al hombre, el Evangelio de la dignidad de la persona y el Evangelio de la vida son un único e indivisible Evangelio.
Por ello el hombre, el hombre viviente, constituye el camino primero y fundamental de la Iglesia (4).
1. Dictio Evangelium vitae ut talis in libris divinis reapse no invenitur. Ea tamen bene biblici nuntii necessariae parti respondet.
2. Const. past. De Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 22.
3. Cfr. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encyclic. Redemptor hominis (4 Martii 1979), 10: AAS 71 (1979), 275.
4. Cfr. Ibid., 14: l.m., 285 [1979 03 04/14].
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Nuevas amenazas a la vida humana
3. Cada persona, precisamente en virtud del misterio del Verbo de Dios hecho carne (cf. Jn 1, 14), es confiada a la solicitud materna de la Iglesia. Por eso, toda amenaza a la dignidad y a la vida del hombre repercute en el corazón mismo de la Iglesia, afecta al núcleo de su fe en la encarnación redentora del Hijo de Dios, la compromete en su misión de anunciar el Evangelio de la vida por todo el mundo y a cada criatura (cf. Mc 16, 15).
Hoy este anuncio es particularmente urgente ante la impresionante multiplicación y agudización de las amenazas a la vida de las personas y de los pueblos, especialmente cuando ésta es débil e indefensa. A las tradicionales y dolorosas plagas del hambre, las enfermedades endémicas, la violencia y las guerras, se añaden otras, con nuevas facetas y dimensiones inquietantes.
Ya el Concilio Vaticano II, en una página de dramática actualidad, denunció con fuerza los numerosos delitos y atentados contra la vida humana. A treinta años de distancia, haciendo mías las palabras de la asamblea conciliar, una vez más y con idéntica firmeza los deploro en nombre de la Iglesia entera, con la certeza de interpretar el sentimiento auténtico de cada conciencia recta: “Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como meros instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes los practican que a quienes padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al Creador” (5).
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4. Por desgracia, este alarmante panorama, en vez de disminuir, se va más bien agrandando. Con las nuevas perspectivas abiertas por el progreso científico y tecnológico surgen nuevas formas de agresión contra la dignidad del ser humano, a la vez que se va delineando y consolidando una nueva situación cultural, que confiere a los atentados contra la vida un aspecto inédito y –podría decirse– aún más inicuo ocasionando ulteriores y graves preocupaciones: amplios sectores de la opinión pública justifican algunos atentados contra la vida en nombre de los derechos de la libertad individual, y sobre este presupuesto pretenden no sólo la impunidad, sino incluso la autorización por parte del Estado, con el fin de practicarlos con absoluta libertad y además con la intervención gratuita de las estructuras sanitarias.
En la actualidad, todo esto provoca un cambio profundo en el modo de entender la vida y las relaciones entre los hombres. El hecho de que las legislaciones de muchos países, alejándose tal vez de los mismos principios fundamentales de sus Constituciones, hayan consentido no penar o incluso reconocer la plena legitimidad de estas prácticas contra la vida es, al mismo tiempo, un síntoma preocupante y causa no marginal de un grave deterioro moral. Opciones, antes consideradas unánimemente como delictivas y rechazadas por el común sentido moral, llegan a ser poco a poco socialmente respetables. La misma medicina, que por su vocación está ordenada a la defensa y cuidado de la vida humana, se presta cada vez más en algunos de sus sectores a realizar estos actos contra la persona, deformando así su rostro, contradiciéndose a sí misma y degradando la dignidad de quienes la ejercen. En este contexto cultural y legal, incluso los graves problemas demográficos, sociales y familiares, que pesan sobre numerosos pueblos del mundo y exigen una atención responsable y activa por parte de las comunidades nacionales y de las internacionales, se encuentran expuestos a soluciones falsas e ilusorias, en contraste con la verdad y el bien de las personas y de las naciones.
El resultado al que se llega es dramático: si es muy grave y preocupante el fenómeno de la eliminación de tantas vidas humanas incipientes o próximas a su ocaso, no menos grave e inquietante es el hecho de que a la conciencia misma, casi oscurecida por condicionamientos tan grandes, le cueste cada vez más percibir la distinción entre el bien y el mal en lo referente al valor fundamental mismo de la vida humana.
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En comunión con todos los Obispos del mundo
5. El Consistorio extraordinario de Cardenales, celebrado en Roma del 4 al 7 de abril de 1991, se dedicó al problema de las amenazas a la vida humana en nuestro tiempo. Después de un amplio y profundo debate sobre el tema y sobre los desafíos presentados a toda la familia humana y, en particular, a la comunidad cristiana, los Cardenales, con voto unánime, me pidieron ratificar, con la autoridad del Sucesor de Pedro, el valor de la vida humana y su carácter inviolable, con relación a las circunstancias actuales y a los atentados que hoy la amenazan.
Acogiendo esta petición, escribí en Pentecostés de 1991 una carta personal a cada Hermano en el Episcopado para que, en el espíritu de colegialidad episcopal, me ofreciera su colaboración para redactar un documento al respecto (6). Estoy profundamente agradecido a todos los Obispos que contestaron, enviándome valiosas informaciones, sugerencias y propuestas. Ellos testimoniaron así su unánime y convencida participación en la misión doctrinal y pastoral de la Iglesia sobre el Evangelio de la vida.
En la misma carta, a pocos días de la celebración del centenario de la Encíclica Rerum novarum, llamaba la atención de todos sobre esta singular analogía: “Así como hace un siglo la clase obrera estaba oprimida en sus derechos fundamentales, y la Iglesia tomó su defensa con gran valentía, proclamando los derechos sacrosantos de la persona del trabajador, así ahora, cuando otra categoría de personas está oprimida en su derecho fundamental a la vida, la Iglesia siente el deber de dar voz, con la misma valentía, a quien no tiene voz. El suyo es el clamor evangélico en defensa de los pobres del mundo y de quienes son amenazados, despreciados y oprimidos en sus derechos humanos” (7).
Hoy una gran multitud de seres humanos débiles e indefensos, como son, concretamente, los niños aún no nacidos, está siendo aplastada en su derecho fundamental a la vida. Si la Iglesia, al final del siglo pasado, no podía callar ante los abusos entonces existentes, menos aún puede callar hoy, cuando a las injusticias sociales del pasado, tristemente no superadas todavía, se añaden en tantas partes del mundo injusticias y opresiones incluso más graves, consideradas tal vez como elementos de progreso de cara a la organización de un nuevo orden mundial.
La presente Encíclica, fruto de la colaboración del Episcopado de todos los Países del mundo, quiere ser pues una confirmación precisa y firme del valor de la vida humana y de su carácter inviolable, y, al mismo tiempo, una acuciante llamada a todos y a cada uno, en nombre de Dios: ¡respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana! ¡Sólo siguiendo este camino encontrarás justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y felicidad!
¡Que estas palabras lleguen a todos los hijos e hijas de la Iglesia! ¡Que lleguen a todas las personas de buena voluntad, interesadas por el bien de cada hombre y mujer y por el destino de toda la sociedad!
6. Cfr. Epistula ad omnes Fratres in episcopatus de Evangelio vitae (19 Maii 1991): Insegnamenti XIV, 1 (1991), 1293-1296 [1991 05 19/1].
7. Ibid., l.m., 1294 [1991 05 19/3].
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6. En comunión profunda con cada uno de los hermanos y hermanas en la fe, y animado por una amistad sincera hacia todos, quiero meditar de nuevo y anunciar el Evangelio de la vida, esplendor de la verdad que ilumina las conciencias, luz diáfana que sana la mirada oscurecida, fuente inagotable de constancia y valor para afrontar los desafíos siempre nuevos que encontramos en nuestro camino.
Al recordar la rica experiencia vivida durante el Año de la Familia, como completando idealmente la Carta dirigida por mí “a cada familia de cualquier región de la tierra” (8), miro con confianza renovada a todas las comunidades domésticas, y deseo que resurja o se refuerce a cada nivel el compromiso de todos por sostener la familia, para que también hoy –aun en medio de numerosas dificultades y de graves amenazas– ella se mantenga siempre, según el designio de Dios, como “santuario de la vida” (9).
A todos los miembros de la Iglesia, pueblo de la vida y para la vida, dirijo mi más apremiante invitación para que, juntos, podamos ofrecer a este mundo nuestro nuevos signos de esperanza, trabajando para que aumenten la justicia y la solidaridad y se afiance una nueva cultura de la vida humana, para la edificación de una auténtica civilización de la verdad y del amor.
8. Litterae Familiis datae Gratissimam sane (2 Februarii 1994), 4: AAS 86 (1994), 871 [1994 02 02/4].
9. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encyclic. Centesimus annus (1 Maii 1991), 39: AAS 83 (1991), 842 [1991 05 01/39].
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“Caín se lanzó contra su hermano Abel y lo mató” (Gn 4, 8): Raíz de la violencia contra la vida
7. “No fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes; Él todo lo creó para que subsistiera... Porque Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen” (Sb 1, 13-14; 2, 23-24).
El Evangelio de la vida, proclamado al principio con la creación del hombre a imagen de Dios para un destino de vida plena y perfecta (cf. Gn 2, 7; Sb 9, 2-3), está como en contradicción con la experiencia lacerante de la muerte que entra en el mundo y oscurece el sentido de toda la existencia humana. La muerte entra por la envidia del diablo (cf. Gn 3, 1.4-5) y por el pecado de los primeros padres (cf. Gn 2, 17; 3, 17-19). Y entra de un modo violento, a través de la muerte de Abel causada por su hermano Caín: “Cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató” (Gn 4, 8).
Esta primera muerte es presentada con una singular elocuencia en una página emblemática del libro del Génesis. Una página que cada día se vuelve a escribir, sin tregua y con degradante repetición, en el libro de la historia de los pueblos.
Releamos juntos esta página bíblica, que, a pesar de su carácter arcaico y de su extrema simplicidad, se presenta muy rica de enseñanzas.
“Fue Abel pastor de ovejas y Caín labrador. Pasó algún tiempo, y Caín hizo al Señor una oblación de los frutos del suelo. También Abel hizo una oblación de los primogénitos de su rebaño, y de la grasa de los mismos. El Señor miró propicio a Abel y su oblación, mas no miró propicio a Caín y su oblación, por lo cual se irritó Caín en gran manera y se abatió su rostro. El Señor dijo a Caín: ‘¿Por qué andas irritado, y por qué se ha abatido tu rostro? ¿No es cierto que si obras bien podrás alzarlo? Mas, si no obras bien, a la puerta está el pecado acechando como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar’.
Caín dijo a su hermano Abel: ‘Vamos afuera’. Y cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató.
El Señor dijo a Caín: ‘¿Dónde está tu hermano Abel?’. Contestó: ‘No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?’. Replicó el Señor: ‘¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo. Pues bien: maldito seas, lejos de este suelo que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. Aunque labres el suelo, no te dará más fruto. Vagabundo y errante serás en la tierra’.
Entonces dijo Caín al Señor: ‘Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es decir que hoy me echas de este suelo y he de esconderme de tu presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará’.
El Señor le respondió: ‘Al contrario, quienquiera que matare a Caín, lo pagará siete veces’. Y el Señor puso una señal a Caín para que nadie que lo encontrase le atacara. Caín salió de la presencia del Señor, y se estableció en el país de Nod, al oriente de Edén” (Gn 4, 2-16).
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9. Dios no puede dejar impune el delito: desde el suelo sobre el que fue derramada, la sangre del asesinado clama justicia a Dios (cf. Gn 37, 26; Is 26, 21; Ez 24, 7-8). De este texto la Iglesia ha sacado la denominación de “pecados que claman venganza ante la presencia de Dios” y entre ellos ha incluido, en primer lugar, el homicidio voluntario (12). Para los hebreos, como para otros muchos pueblos de la antigüedad, en la sangre se encuentra la vida, mejor aún, “la sangre es la vida” (Dt 12, 23) y la vida, especialmente la humana, pertenece sólo a Dios: por eso quien atenta contra la vida del hombre, de alguna manera atenta contra Dios mismo.
Caín es maldecido por Dios y también por la tierra, que le negará sus frutos (cf. Gn 4, 11-12). Y es castigado: tendrá que habitar en la estepa y en el desierto. La violencia homicida cambia profundamente el ambiente de vida del hombre. La tierra de “jardín de Edén” (Gn 2, 15), lugar de abundancia, de serenas relaciones interpersonales y de amistad con Dios, pasa a ser “país de Nod” (Gn 4, 16), lugar de “miseria”, de soledad y de lejanía de Dios. Caín será “vagabundo errante por la tierra” (Gn 4, 14): la inseguridad y la falta de estabilidad lo acompañarán siempre.
Pero Dios, siempre misericordioso incluso cuando castiga, “puso una señal a Caín para que nadie que le encontrase le atacara” (Gn 4, 15). Le da, por tanto, una señal de reconocimiento, que tiene como objetivo no condenarlo a la execración de los demás hombres, sino protegerlo y defenderlo frente a quienes querrán matarlo para vengar así la muerte de Abel. Ni siquiera el homicida pierde su dignidad personal y Dios mismo se hace su garante. Es justamente aquí donde se manifiesta el misterio paradójico de la justicia misericordiosa de Dios, como escribió san Ambrosio: “Porque se había cometido un fratricidio, esto es, el más grande de los crímenes, en el momento mismo en que se introdujo el pecado, se debió desplegar la ley de la misericordia divina; ya que, si el castigo hubiera golpeado inmediatamente al culpable, no sucedería que los hombres, al castigar, usen cierta tolerancia o suavidad, sino que entregarían inmediatamente al castigo a los culpables. (...) Dios expulsó a Caín de su presencia y, renegado por sus padres, lo desterró como al exilio de una habitación separada, por el hecho de que había pasado de la humana benignidad a la ferocidad bestial. Sin embargo, Dios no quiso castigar al homicida con el homicidio, ya que quiere el arrepentimiento del pecador y no su muerte” (13).
12. Cfr. Catholicae Ecclesiae Catechismus, nn. 1867 et 2268.
13. De Cain et Abel, II, 10, 38: CSEL 32, 408.
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“¿Qué has hecho?” (Gn 4, 10): eclipse del valor de la vida
10. El Señor dice a Caín: “¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo” (Gn 4, 10). La voz de la sangre derramada por los hombres no cesa de clamar, de generación en generación, adquiriendo tonos y acentos diversos y siempre nuevos.
La pregunta del Señor “¿Qué has hecho?”, que Caín no puede esquivar, se dirige también al hombre contemporáneo para que tome conciencia de la amplitud y gravedad de los atentados contra la vida, que siguen marcando la historia de la humanidad; para que busque las múltiples causas que los generan y alimentan; reflexione con extrema seriedad sobre las consecuencias que derivan de estos mismos atentados para la vida de las personas y de los pueblos.
Hay amenazas que proceden de la naturaleza misma, y que se agravan por la desidia culpable y la negligencia de los hombres que, no pocas veces, podrían remediarlas. Otras, sin embargo, son fruto de situaciones de violencia, odio, intereses contrapuestos, que inducen a los hombres a agredirse entre sí con homicidios, guerras, matanzas y genocidios.
¿Cómo no pensar también en la violencia contra la vida de millones de seres humanos, especialmente niños, forzados a la miseria, a la desnutrición, y al hambre, a causa de una inicua distribución de las riquezas entre los pueblos y las clases sociales? ¿o en la violencia derivada, incluso antes que de las guerras, de un comercio escandaloso de armas, que favorece la espiral de tantos conflictos armados que ensangrientan el mundo? ¿o en la siembra de muerte que se realiza con el temerario desajuste de los equilibrios ecológicos, con la criminal difusión de la droga, o con el fomento de modelos de práctica de la sexualidad que, además de ser moralmente inaceptables, son también portadores de graves riesgos para la vida? Es imposible enumerar completamente la vasta gama de amenazas contra la vida humana, ¡son tantas sus formas, manifiestas o encubiertas, en nuestro tiempo!
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11. Pero nuestra atención quiere concentrarse, en particular, en otro género de atentados, relativos a la vida naciente y terminal, que presentan caracteres nuevos respecto al pasado y suscitan problemas de gravedad singular, por el hecho de que tienden a perder, en la conciencia colectiva, el carácter de “delito” y a asumir paradójicamente el de “derecho”, hasta el punto de pretender con ello un verdadero y propio reconocimiento legal por parte del Estado y la sucesiva ejecución mediante la intervención gratuita de los mismos agentes sanitarios. Estos atentados golpean la vida humana en situaciones de máxima precariedad, cuando está privada de toda capacidad de defensa. Más grave aún es el hecho de que, en gran medida, se produzcan precisamente dentro y por obra de la familia, que constitutivamente está llamada a ser, sin embargo, “santuario de la vida”.
¿Cómo se ha podido llegar a una situación semejante? Se deben tomar en consideración múltiples factores. En el fondo hay una profunda crisis de la cultura, que engendra escepticismo en los fundamentos mismos del saber y de la ética, haciendo cada vez más difícil ver con claridad el sentido del hombre, de sus derechos y deberes. A esto se añaden las más diversas dificultades existenciales y relacionales, agravadas por la realidad de una sociedad compleja, en la que las personas, los matrimonios y las familias se quedan con frecuencia solas con sus problemas. No faltan además situaciones de particular pobreza, angustia o exasperación, en las que la prueba de la supervivencia, el dolor hasta el límite de lo soportable, y las violencias sufridas, especialmente aquéllas contra la mujer, hacen que las opciones por la defensa y promoción de la vida sean exigentes, a veces incluso hasta el heroísmo.
Todo esto explica, al menos en parte, cómo el valor de la vida pueda hoy sufrir una especie de “eclipse”, aun cuando la conciencia no deje de señalarlo como valor sagrado e intangible, como demuestra el hecho mismo de que se tienda a disimular algunos delitos contra la vida naciente o terminal con expresiones de tipo sanitario, que distraen la atención del hecho de estar en juego el derecho a la existencia de una persona humana concreta.
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12. En efecto, si muchos y graves aspectos de la actual problemática social pueden explicar en cierto modo el clima de extendida incertidumbre moral y atenuar a veces en las personas la responsabilidad objetiva, no es menos cierto que estamos frente a una realidad más amplia, que se puede considerar como una verdadera y auténtica estructura de pecado, caracterizada por la difusión de una cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera “cultura de muerte”. Esta estructura está activamente promovida por fuertes corrientes culturales, económicas y políticas, portadoras de una concepción de la sociedad basada en la eficiencia. Mirando las cosas desde este punto de vista, se puede hablar, en cierto sentido, de una guerra de los poderosos contra los débiles. La vida que exigiría más acogida, amor y cuidado es tenida por inútil, o considerada como un peso insoportable y, por tanto, despreciada de muchos modos. Quien, con su enfermedad, con su minusvalidez o, más simplemente, con su misma presencia pone en discusión el bienestar y el estilo de vida de los más aventajados, tiende a ser visto como un enemigo del que hay que defenderse o a quien eliminar. Se desencadena así una especie de “conjura contra la vida”, que afecta no sólo a las personas concretas en sus relaciones individuales, familiares o de grupo, sino que va más allá llegando a perjudicar y alterar, a nivel mundial, las relaciones entre los pueblos y los Estados.
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13. Para facilitar la difusión del aborto, se han invertido y se siguen invirtiendo ingentes sumas destinadas a la obtención de productos farmacéuticos, que hacen posible la muerte del feto en el seno materno, sin necesidad de recurrir a la ayuda del médico. La misma investigación científica sobre este punto parece preocupada casi exclusivamente por obtener productos cada vez más simples y eficaces contra la vida y, al mismo tiempo, capaces de sustraer el aborto a toda forma de control y responsabilidad social.
Se afirma con frecuencia que la anticoncepción, segura y asequible a todos, es el remedio más eficaz contra el aborto. Se acusa además a la Iglesia católica de favorecer de hecho el aborto al continuar obstinadamente enseñando la ilicitud moral de la anticoncepción. La objeción, mirándolo bien, se revela en realidad falaz. En efecto, puede ser que muchos recurran a los anticonceptivos incluso para evitar después la tentación del aborto. Pero los contravalores inherentes a la “mentalidad anticonceptiva” –bien diversa del ejercicio responsable de la paternidad y maternidad, respetando el significado pleno del acto conyugal– son tales que hacen precisamente más fuerte esta tentación, ante la eventual concepción de una vida no deseada. De hecho, la cultura abortista está particularmente desarrollada justo en los ambientes que rechazan la enseñanza de la Iglesia sobre la anticoncepción. Es cierto que anticoncepción y aborto, desde el punto de vista moral, son males específicamente distintos: la primera contradice la verdad plena del acto sexual como expresión propia del amor conyugal, el segundo destruye la vida de un ser humano; la anticoncepción se opone a la virtud de la castidad matrimonial, el aborto se opone a la virtud de la justicia y viola directamente el precepto divino “no matarás”.
A pesar de su diversa naturaleza y peso moral, muy a menudo están íntimamente relacionados, como frutos de una misma planta. Es cierto que no faltan casos en los que se llega a la anticoncepción y al mismo aborto bajo la presión de múltiples dificultades existenciales, que sin embargo nunca pueden eximir del esfuerzo por observar plenamente la Ley de Dios. Pero en muchísimos otros casos estas prácticas tienen sus raíces en una mentalidad hedonista e irresponsable respecto a la sexualidad y presuponen un concepto egoísta de libertad que ve en la procreación un obstáculo al desarrollo de la propia personalidad. Así, la vida que podría brotar del encuentro sexual se convierte en enemigo a evitar absolutamente, y el aborto en la única respuesta posible frente a una anticoncepción frustrada.
Lamentablemente la estrecha conexión que, como mentalidad, existe entre la práctica de la anticoncepción y la del aborto se manifiesta cada vez más y lo demuestra de modo alarmante también la preparación de productos químicos, dispositivos intrauterinos y “vacunas” que, distribuidos con la misma facilidad que los anticonceptivos, actúan en realidad como abortivos en las primerísimas fases de desarrollo de la vida del nuevo ser humano.
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14. También las distintas técnicas de reproducción artificial, que parecerían puestas al servicio de la vida y que son practicadas no pocas veces con esta intención, en realidad dan pie a nuevos atentados contra la vida. Más allá del hecho de que son moralmente inaceptables desde el momento en que separan la procreación del contexto integralmente humano del acto conyugal (14), estas técnicas registran altos porcentajes de fracaso. Éste afecta no tanto a la fecundación como al desarrollo posterior del embrión, expuesto al riesgo de muerte por lo general en brevísimo tiempo. Además, se producen con frecuencia embriones en número superior al necesario para su implantación en el seno de la mujer, y estos así llamados “embriones supernumerarios” son posteriormente suprimidos o utilizados para investigaciones que, bajo el pretexto del progreso científico o médico, reducen en realidad la vida humana a simple “material biológico” del que se puede disponer libremente.
Los diagnósticos prenatales, que no presentan dificultades morales si se realizan para determinar eventuales cuidados necesarios para el niño aún no nacido, con mucha frecuencia son ocasión para proponer o practicar el aborto. Es el aborto eugenésico, cuya legitimación en la opinión pública procede de una mentalidad –equivocadamente considerada acorde con las exigencias de la “terapéutica”– que acoge la vida sólo en determinadas condiciones, rechazando la limitación, la minusvalidez, la enfermedad.
Siguiendo esta misma lógica, se ha llegado a negar los cuidados ordinarios más elementales, y hasta la alimentación, a niños nacidos con graves deficiencias o enfermedades. Además, el panorama actual resulta aún más desconcertante debido a las propuestas, hechas en varios lugares, de legitimar, en la misma línea del derecho al aborto, incluso el infanticidio, retornando así a una época de barbarie que se creía superada para siempre.
14. Cfr. CONGREGATIO PRO DOCTRINA FIDEI, Instructio de observantia erga vitam humanam nascentem deque procreationis dignitate tuenda Donum vitae (22 Februarii 1987): AAS 80 (1988), 70-102 [1987 02 22/1-23].
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15. Amenazas no menos graves afectan también a los enfermos incurables y a los terminales, en un contexto social y cultural que, haciendo más difícil afrontar y soportar el sufrimiento, agudiza la tentación de resolver el problema del sufrimiento eliminándolo en su raíz, anticipando la muerte al momento considerado como más oportuno.
En una decisión así confluyen con frecuencia elementos diversos, lamentablemente convergentes en este terrible final. Puede ser decisivo, en el enfermo, el sentimiento de angustia, exasperación, e incluso desesperación, provocado por una experiencia de dolor intenso y prolongado. Esto supone una dura prueba para el equilibrio a veces ya inestable de la vida familiar y personal, de modo que, por una parte, el enfermo –no obstante la ayuda cada vez más eficaz de la asistencia médica y social–, corre el riesgo de sentirse abatido por la propia fragilidad; por otra, en las personas vinculadas afectivamente con el enfermo, puede surgir un sentimiento de comprensible aunque equivocada piedad. Todo esto se ve agravado por un ambiente cultural que no ve en el sufrimiento ningún significado o valor, es más, lo considera el mal por excelencia, que debe eliminar a toda costa. Esto acontece especialmente cuando no se tiene una visión religiosa que ayude a comprender positivamente el misterio del dolor.
Además, en el conjunto del horizonte cultural no deja de influir también una especie de actitud prometeica del hombre que, de este modo, se cree señor de la vida y de la muerte porque decide sobre ellas, cuando en realidad es derrotado y aplastado por una muerte cerrada irremediablemente a toda perspectiva de sentido y esperanza. Encontramos una trágica expresión de todo esto en la difusión de la eutanasia, encubierta y subrepticia, practicada abiertamente o incluso legalizada. Ésta, más que por una presunta piedad ante el dolor del paciente, es justificada a veces por razones utilitarias, de cara a evitar gastos innecesarios demasiado costosos para la sociedad. Se propone así la eliminación de los recién nacidos malformados, de los minusválidos graves, de los impedidos, de los ancianos, sobre todo si no son autosuficientes, y de los enfermos terminales. No nos es lícito callar ante otras formas más engañosas, pero no menos graves o reales, de eutanasia. Éstas podrían producirse cuando, por ejemplo, para aumentar la disponibilidad de órganos para trasplante, se procede a la extracción de los órganos sin respetar los criterios objetivos y adecuados que certifican la muerte del donante.
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16. Otro fenómeno actual, en el que confluyen frecuentemente amenazas y atentados contra la vida, es el demográfico. Éste presenta modalidades diversas en las diferentes partes del mundo: en los Países ricos y desarrollados se registra una preocupante reducción o caída de los nacimientos; los Países pobres, por el contrario, presentan en general una elevada tasa de aumento de la población, difícilmente soportable en un contexto de menor desarrollo económico y social, o incluso de grave subdesarrollo. Ante la superpoblación de los Países pobres faltan, a nivel internacional, medidas globales –serias políticas familiares y sociales, programas de desarrollo cultural y de justa producción y distribución de los recursos– mientras se continúan realizando políticas antinatalistas.
La anticoncepción, la esterilización y el aborto están ciertamente entre las causas que contribuyen a crear situaciones de fuerte descenso de la natalidad. Puede ser fácil la tentación de recurrir también a los mismos métodos y atentados contra la vida en las situaciones de “explosión demográfica”.
El antiguo Faraón, viendo como una pesadilla la presencia y aumento de los hijos de Israel, los sometió a toda forma de opresión y ordenó que fueran asesinados todos los recién nacidos varones de las mujeres hebreas (cf. Ex 1, 7-22). Del mismo modo se comportan hoy no pocos poderosos de la tierra. Éstos consideran también como una pesadilla el crecimiento demográfico actual y temen que los pueblos más prolíficos y más pobres representen una amenaza para el bienestar y la tranquilidad de sus Países. Por consiguiente, antes que querer afrontar y resolver estos graves problemas respetando la dignidad de las personas y de las familias, y el derecho inviolable de todo hombre a la vida, prefieren promover e imponer por cualquier medio una masiva planificación de los nacimientos. Las mismas ayudas económicas, que estarían dispuestos a dar, se condicionan injustamente a la aceptación de una política antinatalista.
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17. La Humanidad de hoy nos ofrece un espectáculo verdaderamente alarmante, si consideramos no sólo los diversos ámbitos en los que se producen los atentados contra la vida, sino también su singular proporción numérica, junto con el múltiple y poderoso apoyo que reciben de una vasta opinión pública, de un frecuente reconocimiento legal y de la implicación de una parte del personal sanitario.
Como afirmé con fuerza en Denver, con ocasión de la VIII Jornada Mundial de la Juventud: “Con el tiempo, las amenazas contra la vida no disminuyen. Al contrario, adquieren dimensiones enormes. No se trata sólo de amenazas procedentes del exterior, de las fuerzas de la naturaleza o de los ‘Caínes’ que asesinan a los ‘Abeles’; no, se trata de amenazas programadas de manera científica y sistemática. El siglo XX será considerado una época de ataques masivos contra la vida, una serie interminable de guerras y una destrucción permanente de vidas humanas inocentes. Los falsos profetas y los falsos maestros han logrado el mayor éxito posible” (15). Más allá de las intenciones, que pueden ser diversas y presentar tal vez aspectos convincentes incluso en nombre de la solidaridad, estamos en realidad ante una objetiva “conjura contra la vida”, que ve implicadas incluso a Instituciones internacionales, dedicadas a alentar y programar auténticas campañas de difusión de la anticoncepción, la esterilización y el aborto. Finalmente, no se puede negar que los medios de comunicación social son con frecuencia cómplices de esta conjura, creando en la opinión pública una cultura que presenta el recurso a la anticoncepción, la esterilización, el aborto y la misma eutanasia como un signo de progreso y conquista de libertad, mientras muestran como enemigas de la libertad y del progreso las posiciones incondicionales a favor de la vida.
15. Allocutio ad iuventam ex omnibus nationibus in nocturnis vigiliis Denverii congregatam (14 Augusti 1993), II, 3: AAS 86 (1994), 419.
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“¿Soy acaso yo el guarda de mi hermano?” (Gn 4, 9):
una idea perversa de libertad
18. El panorama descrito debe considerarse atendiendo no sólo a los fenómenos de muerte que lo caracterizan, sino también a lasmúltiples causas que lo determinan. La pregunta del Señor: “¿Qué has hecho?” (Gn 4, 10) parece como una invitación a Caín para ir más allá de la materialidad de su gesto homicida, y comprender toda su gravedad en las motivaciones que estaban en su origen y en las consecuencias que se derivan.
Las opciones contra la vida proceden, a veces, de situaciones difíciles o incluso dramáticas de profundo sufrimiento, soledad, falta total de perspectivas económicas, depresión y angustia por el futuro. Estas circunstancias pueden atenuar incluso notablemente la responsabilidad subjetiva y la consiguiente culpabilidad de quienes hacen estas opciones en sí mismas moralmente malas. Sin embargo, hoy el problema va bastante más allá del obligado reconocimiento de estas situaciones personales. Está también en el plano cultural, social y político, donde presenta su aspecto más subversivo e inquietante en la tendencia, cada vez más frecuente, a interpretar estos delitos contra la vida como legítimas expresiones de la libertad individual, que deben reconocerse y ser protegidas como verdaderos y propios derechos.
De este modo se produce un cambio de trágicas consecuencias en el largo proceso histórico, que después de descubrir la idea de los “derechos humanos” –como derechos inherentes a cada persona y previos a toda Constitución y legislación de los Estados– incurre hoy en una sorprendente contradicción: justo en una época en la que se proclaman solemnemente los derechos inviolables de la persona y se afirma públicamente el valor de la vida, el derecho mismo a la vida queda prácticamente negado y conculcado, en particular en los momentos más emblemáticos de la existencia, como son el nacimiento y la muerte.
Por una parte, las varias declaraciones universales de los derechos del hombre y las múltiples iniciativas que se inspiran en ellas, afirman a nivel mundial una sensibilidad moral más atenta a reconocer el valor y la dignidad de todo ser humano en cuanto tal, sin distinción de raza, nacionalidad, religión, opinión política o clase social.
Por otra parte, a estas nobles declaraciones se contrapone lamentablemente en la realidad su trágica negación. Ésta es aún más desconcertante y hasta escandalosa, precisamente por producirse en una sociedad que hace de la afirmación y de la tutela de los derechos humanos su objetivo principal y al mismo tiempo su motivo de orgullo. ¿Cómo poner de acuerdo estas repetidas afirmaciones de principios con la multiplicación continua y la difundida legitimación de los atentados contra la vida humana? ¿Cómo conciliar estas declaraciones con el rechazo del más débil, del más necesitado, del anciano y del recién concebido? Estos atentados van en una dirección exactamente contraria a la del respeto a la vida, y representan una amenaza frontal a toda la cultura de los derechos del hombre. Es una amenaza capaz, al límite, de poner en peligro el significado mismo de la convivencia democrática: nuestras ciudades corren el riesgo de pasar de ser sociedades de “con-vivientes” a sociedades de excluidos, marginados, rechazados y eliminados. Si además se dirige la mirada al horizonte mundial, ¿cómo no pensar que la afirmación misma de los derechos de las personas y de los pueblos se reduce a un ejercicio retórico estéril, como sucede en las altas reuniones internacionales, si no se desenmascara el egoísmo de los Países ricos que cierran el acceso al desarrollo de los Países pobres, o lo condicionan a absurdas prohibiciones de procreación, oponiendo el desarrollo al hombre? ¿No convendría quizá revisar los mismos modelos económicos, adoptados a menudo por los Estados incluso por influencias y condicionamientos de carácter internacional, que producen y favorecen situaciones de injusticia y violencia en las que se degrada y vulnera la vida humana de poblaciones enteras?
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19. ¿Dónde están las raíces de una contradicción tan sorprendente?
Podemos encontrarlas en valoraciones generales de orden cultural o moral, comenzando por aquella mentalidad que, tergiversando e incluso deformando el concepto de subjetividad, sólo reconoce como titular de derechos a quien se presenta con plena o, al menos, incipiente autonomía y sale de situaciones de total dependencia de los demás. Pero, ¿cómo conciliar esta postura con la exaltación del hombre como ser “indisponible”? La teoría de los derechos humanos se fundamenta precisamente en la consideración del hecho de que el hombre, a diferencia de los animales y de las cosas, no puede ser sometido al dominio de nadie. También se debe señalar aquella lógica que tiende a identificar la dignidad personal con la capacidad de comunicación verbal y explícita y, en todo caso, experimentable. Está claro que, con estos presupuestos, no hay espacio en el mundo para quien, como el que ha de nacer o el moribundo, es un sujeto constitutivamente débil, que parece sometido en todo al cuidado de otras personas, dependiendo radicalmente de ellas, y que sólo sabe comunicarse mediante el lenguaje mudo de una profunda simbiosis de afectos. Es, por tanto, la fuerza la que se hace criterio de opción y acción en las relaciones interpersonales y en la convivencia social. Pero esto es exactamente lo contrario de cuanto ha querido afirmar históricamente el Estado de derecho, como comunidad en la que a las “razones de la fuerza” sustituye la “fuerza de la razón”.
A otro nivel, el origen de la contradicción entre la solemne afirmación de los derechos del hombre y su trágica negación en la práctica, está en un concepto de libertad que exalta de modo absoluto al individuo, y no lo dispone a la solidaridad, a la plena acogida y al servicio del otro. Si es cierto que, a veces, la eliminación de la vida naciente o terminal se enmascara también bajo una forma malentendida de altruismo y piedad humana, no se puede negar que semejante cultura de muerte, en su conjunto, manifiesta una visión de la libertad muy individualista, que acaba por ser la libertad de los “más fuertes” contra los débiles destinados a sucumbir.
Precisamente en este sentido se puede interpretar la respuesta de Caín a la pregunta del Señor “¿Dónde está tu hermano Abel?”: “No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?” (Gn 4, 9). Sí, cada hombre es “guarda de su hermano”, porque Dios confía el hombre al hombre. Y es también en vista de este encargo que Dios da a cada hombre la libertad, que posee una esencial dimensión relacional. Es un gran don del Creador, puesta al servicio de la persona y de su realización mediante el don de sí misma y la acogida del otro. Sin embargo, cuando la libertad es absolutizada en clave individualista, se vacía de su contenido original y se contradice en su misma vocación y dignidad.
Hay un aspecto aún más profundo que acentuar: la libertad reniega de sí misma, se autodestruye y se dispone a la eliminación del otro cuando no reconoce ni respeta su vínculo constitutivo con la verdad. Cada vez que la libertad, queriendo emanciparse de cualquier tradición y autoridad, se cierra a las evidencias primarias de una verdad objetiva y común, fundamento de la vida personal y social, la persona acaba por asumir como única e indiscutible referencia para sus propias decisiones no ya la verdad sobre el bien o el mal, sino sólo su opinión subjetiva y mudable o, incluso, su interés egoísta y su capricho.
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20. Con esta concepción de la libertad, la convivencia social se deteriora profundamente. Si la promoción del propio yo se entiende en términos de autonomía absoluta, se llega inevitablemente a la negación del otro, considerado como enemigo de quien defenderse. De este modo la sociedad se convierte en un conjunto de individuos colocados unos junto a otros, pero sin vínculos recíprocos: cada cual quiere afirmarse independientemente de los demás, incluso haciendo prevalecer sus intereses. Sin embargo, frente a los intereses análogos de los otros, se ve obligado a buscar cualquier forma de compromiso, si se quiere garantizar a cada uno el máximo posible de libertad en la sociedad. Así, desaparece toda referencia a valores comunes y a una verdad absoluta para todos; la vida social se adentra en las arenas movedizas de un relativismo absoluto. Entonces todo es pactable, todo es negociable: incluso el primero de los derechos fundamentales, el de la vida.
Es lo que de hecho sucede también en el ámbito más propiamente político o estatal: el derecho originario e inalienable a la vida se pone en discusión o se niega sobre la base de un voto parlamentario o de la voluntad de una parte –aunque sea mayoritaria–de la población. Es el resultado nefasto de un relativismo que predomina incontrovertible: el “derecho” deja de ser tal porque no está ya fundamentado sólidamente en la inviolable dignidad de la persona, sino que queda sometido a la voluntad del más fuerte. De este modo la democracia, a pesar de sus reglas, va por un camino de totalitarismo fundamental. El Estado deja de ser la “casa común” donde todos pueden vivir según los principios de igualdad fundamental, y se transforma en Estado tirano, que presume de poder disponer de la vida de los más débiles e indefensos, desde el niño aún no nacido hasta el anciano, en nombre de una utilidad pública que no es otra cosa, en realidad, que el interés de algunos. Parece que todo acontece en el más firme respeto de la legalidad, al menos cuando las leyes que permiten el aborto o la eutanasia son votadas según las, así llamadas, reglas democráticas. Pero en realidad estamos sólo ante una trágica apariencia de legalidad, donde el ideal democrático, que es verdaderamente tal cuando reconoce y tutela la dignidad de toda persona humana, es traicionado en sus mismas bases: “¿Cómo es posible hablar todavía de dignidad de toda persona humana, cuando se permite matar a la más débil e inocente? ¿En nombre de qué justicia se realiza la más injusta de las discriminaciones entre las personas, declarando a algunas dignas de ser defendidas, mientras a otras se niega esta dignidad?” (16). Cuando se verifican estas condiciones, se han introducido ya los dinamismos que llevan a la disolución de una auténtica convivencia humana y a la disgregación de la misma realidad establecida.
Reivindicar el derecho al aborto, al infanticidio, a la eutanasia, y reconocerlo legalmente, significa atribuir a la libertad humana un significado perverso e inicuo: el de un poder absoluto sobre los demás y contra los demás. Pero ésta es la muerte de la verdadera libertad: “En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo” (Jn 8, 34).
16. IOANNES PAULUS PP. II, Allocutio ad participes Congresso “de viate iure el Europa” (18 Decembris 1987): Insegnamenti X, 3 (1987), 1446-1447.
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“He de esconderme de tu presencia” (Gn 4, 14):
eclipse del sentido de Dios y del hombre
21. En la búsqueda de las raíces más profundas de la lucha entre la “cultura de la vida” y la “cultura de la muerte”, no basta detenerse en la idea perversa de libertad anteriormente señalada. Es necesario llegar al centro del drama vivido por el hombre contemporáneo: el eclipse del sentido de Dios y del hombre, característico del contexto social y cultural dominado por el secularismo, que con sus tentáculos penetrantes no deja de poner a prueba, a veces, a las mismas comunidades cristianas. Quien se deja contagiar por esta atmósfera, entra fácilmente en el torbellino de un terrible círculo vicioso: perdiendo el sentido de Dios, se tiende a perder también el sentido del hombre, de su dignidad y de su vida. A su vez, la violación sistemática de la ley moral, especialmente en el grave campo del respeto de la vida humana y su dignidad, produce una especie de progresiva ofuscación de la capacidad de percibir la presencia vivificante y salvadora de Dios.
Una vez más podemos inspirarnos en el relato del asesinato de Abel por parte de su hermano. Después de la maldición impuesta por Dios, Caín se dirige así al Señor: “Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es decir que hoy me echas de este suelo y he de esconderme de tu presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará” (Gn 4, 13-14). Caín considera que su pecado no podrá ser perdonado por el Señor y que su destino inevitable será tener que “esconderse de su presencia”. Si Caín confiesa que su culpa es “demasiado grande”, es porque sabe que se encuentra ante Dios y su justo juicio. En realidad, sólo delante del Señor el hombre puede reconocer su pecado y percibir toda su gravedad. Ésta es la experiencia de David, que después de “haber pecado contra el Señor”, reprendido por el profeta Natán (cf. 2 Sam 11-12), exclama: “Mi delito yo lo reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí; contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí” (Sal 51-50, 5-6).
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22. Por esto, cuando se pierde el sentido de Dios, también el sentido del hombre queda amenazado y contaminado, como afirma lapidariamente el Concilio Vaticano II: “La criatura sin el Creador desaparece... Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida” (17). El hombre no puede ya entenderse como “misteriosamente otro” respecto a las demás criaturas terrenas; se considera como uno de tantos seres vivientes, como un organismo que, a lo sumo, ha alcanzado un estadio de perfección muy elevado. Encerrado en el restringido horizonte de su materialidad, se reduce de este modo a “una cosa”, y ya no percibe el carácter trascendente de su “existir como hombre”. No considera ya la vida como un don espléndido de Dios, una realidad “sagrada” confiada a su responsabilidad y, por tanto, a su custodia amorosa, a su “veneración”. La vida llega a ser simplemente “una cosa”, que el hombre reivindica como su propiedad exclusiva, totalmente dominable y manipulable.
Así, ante la vida que nace y la vida que muere, el hombre ya no es capaz de dejarse interrogar sobre el sentido más auténtico de su existencia, asumiendo con verdadera libertad estos momentos cruciales de su propio “existir”. Se preocupa sólo del “hacer”y, recurriendo a cualquier forma de tecnología, se afana por programar, controlar y dominar el nacimiento y la muerte. Éstas, de experiencias originarias que requieren ser “vividas”, pasan a ser cosas que simplemente se pretenden “poseer” o “rechazar”.
Por otra parte, una vez excluida la referencia a Dios, no sorprende que el sentido de todas las cosas resulte profundamente deformado, y la misma naturaleza, que ya no es “mater”, quede reducida a “material” disponible a todas las manipulaciones. A esto parece conducir una cierta racionalidad técnico-científica, dominante en la cultura contemporánea, que niega la idea misma de una verdad de la creación que hay que reconocer o de un designio de Dios sobre la vida que hay que respetar. Esto no es menos verdad, cuando la angustia por los resultados de esta “libertad sin ley” lleva a algunos a la postura opuesta de una “ley sin libertad”, como sucede, por ejemplo, en ideologías que contestan la legitimidad de cualquier intervención sobre la naturaleza, como en nombre de una “divinización” suya, que una vez más desconoce su dependencia del designio del Creador.
En realidad, viviendo “como si Dios no existiera”, el hombre pierde no sólo el misterio de Dios, sino también el del mundo y el de su propio ser.
17. Const. past. De Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 36.
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23. El eclipse del sentido de Dios y del hombre conduce inevitablemente al materialismo práctico, en el que proliferan el individualismo, el utilitarismo y el hedonismo. Se manifiesta también aquí la perenne validez de lo que escribió el Apóstol: “Como no tuvieron a bien guardar el verdadero conocimiento de Dios, Dios los entregó a su mente insensata, para que hicieran lo que no conviene” (Rm 1, 28). Así, los valores del ser son sustituidos por los del tener. El único fin que cuenta es la consecución del propio bienestar material. La llamada “calidad de vida” se interpreta principal o exclusivamente como eficiencia económica, consumismo desordenado, belleza y goce de la vida física, olvidando las dimensiones más profundas –relacionales, espirituales y religiosas– de la existencia.
En semejante contexto el sufrimiento, elemento inevitable de la existencia humana, aunque también factor de posible crecimiento personal, es “censurado”, rechazado como inútil, más aún, combatido como mal que debe evitarse siempre y de cualquier modo. Cuando no es posible evitarlo y la perspectiva de un bienestar al menos futuro se desvanece, entonces parece que la vida ha perdido ya todo sentido y aumenta en el hombre la tentación de reivindicar el derecho a su supresión.
Siempre en el mismo horizonte cultural, el cuerpo ya no se considera como realidad típicamente personal, signo y lugar de las relaciones con los demás, con Dios y con el mundo. Se reduce a pura materialidad: está simplemente compuesto de órganos, funciones y energías que hay que usar según criterios de mero goce y eficiencia. Por consiguiente, también la sexualidad se despersonaliza e instrumentaliza: de signo, lugar y lenguaje del amor, es decir, del don de sí mismo y de la acogida del otro según toda la riqueza de la persona, pasa a ser cada vez más ocasión e instrumento de afirmación del propio yo y de satisfacción egoísta de los propios deseos e instintos. Así se deforma y falsifica el contenido originario de la sexualidad humana, y los dos significados, unitivo y procreativo, innatos a la naturaleza misma del acto conyugal, son separados artificialmente. De este modo, se traiciona la unión y la fecundidad se somete al arbitrio del hombre y de la mujer. La procreación se convierte entonces en el “enemigo” a evitar en la práctica de la sexualidad. Cuando se acepta, es sólo porque manifiesta el propio deseo, o incluso la propia voluntad, de tener un hijo “a toda costa”, y no, en cambio, por expresar la total acogida del otro y, por tanto, la apertura a la riqueza de vida de la que el hijo es portador.
En la perspectiva materialista expuesta hasta aquí, las relaciones interpersonales experimentan un grave empobrecimiento. Los primeros que sufren sus consecuencias negativas son la mujer, el niño, el enfermo o el que sufre y el anciano. El criterio propio de la dignidad personal –el del respeto, la gratuidad y el servicio– se sustituye por el criterio de la eficiencia, la funcionalidad y la utilidad. Se aprecia al otro no por lo que “es”, sino por lo que “tiene, hace o produce”. Es la supremacía del más fuerte sobre el más débil.
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24. En lo íntimo de la conciencia moral se produce el eclipse del sentido de Dios y del hombre, con todas sus múltiples y funestas consecuencias para la vida. Se pone en duda, sobre todo, la conciencia de cada persona, que en su unicidad e irrepetibilidad se encuentra sola ante Dios (18). Pero también se cuestiona, en cierto sentido, la “conciencia moral” de la sociedad. Ésta es de algún modo responsable, no sólo porque tolera o favorece comportamientos contrarios a la vida, sino también porque alimenta la “cultura de la muerte”, llegando a crear y consolidar verdaderas y auténticas “estructuras de pecado” contra la vida. La conciencia moral, tanto individual como social, está hoy sometida, a causa también del fuerte influjo de muchos medios de comunicación social, a un peligro gravísimo y mortal, el de la confusión entre el bien y el mal en relación con el mismo derecho fundamental a la vida. Lamentablemente, una gran parte de la sociedad actual se asemeja a la que Pablo describe en la Carta a los Romanos. Está formada “de hombres que aprisionan la verdad en la injusticia” (1, 18): habiendo renegado de Dios y creyendo poder construir la ciudad terrena sin necesidad de Él, “se ofuscaron en sus razonamientos” de modo que “su insensato corazón se entenebreció” (1, 21); “jactándose de sabios se volvieron estúpidos” (1, 22), se hicieron autores de obras dignas de muerte y “no solamente las practican, sino que aprueban a los que las cometen” (1, 32). Cuando la conciencia, este luminoso ojo del alma (cf. Mt 6, 22-23), llama “al mal bien y al bien mal” (Is 5, 20), camina ya hacia su degradación más inquietante y hacia la más tenebrosa ceguera moral.
Sin embargo, todos los condicionamientos y esfuerzos por imponer el silencio no logran sofocar la voz del Señor que resuena en la conciencia de cada hombre. De este íntimo santuario de la conciencia puede empezar un nuevo camino de amor, de acogida y de servicio a la vida humana.
18. Cfr. ibid., 16.
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“Os habéis acercado a la sangre de la aspersión” (cf. Hb 12, 22.24): signos de esperanza y llamada al compromiso
25. “Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo” (Gn 4, 10). No es sólo la sangre de Abel, el primer inocente asesinado, que clama a Dios, fuente y defensor de la vida. También la sangre de todo hombre asesinado después de Abel es un clamor que se eleva al Señor. De una forma absolutamente única, clama a Dios la sangre de Cristo, de quien Abel en su inocencia es figura profética, como nos recuerda el autor de la Carta a los Hebreos: “Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo... al mediador de una Nueva Alianza, y a la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel” (12, 22.24).
Es la sangre de la aspersión. De ella había sido símbolo y signo anticipador la sangre de los sacrificios de la Antigua Alianza, con los que Dios manifestaba la voluntad de comunicar su vida a los hombres, purificándolos y consagrándolos (cf. Ex 24, 8; Lv 17, 11). Ahora, todo esto se cumple y verifica en Cristo: la suya es la sangre de la aspersión que redime, purifica y salva; es la sangre del mediador de la Nueva Alianza “derramada por muchos para perdón de los pecados” (Mt 26, 28). Esta sangre, que brota del costado abierto de Cristo en la cruz (cf. Jn 19, 34), “habla mejor que la de Abel”; en efecto, expresa y exige una “justicia” más profunda, pero sobre todo implora misericordia (19), se hace ante el Padre intercesora por los hermanos (cf. Hb 7, 25), es fuente de redención perfecta y don de vida nueva.
La sangre de Cristo, mientras revela la grandeza del amor del Padre, manifiesta qué precioso es el hombre a los ojos de Dios y qué inestimable es el valor de su vida. Nos lo recuerda el apóstol Pedro: “Sabéis que habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo” (1 Pe 1, 18-19). Precisamente contemplando la sangre preciosa de Cristo, signo de su entrega de amor (cf. Jn 13, 1), el creyente aprende a reconocer y apreciar la dignidad casi divina de todo hombre y puede exclamar con nuevo y grato estupor: “¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha ‘merecido tener tan gran Redentor’ (Himno Exsultet de la Vigilia pascual), si ‘Dios ha dado a su Hijo’, a fin de que él, el hombre, ‘no muera sino que tenga la vida eterna’ (cf. Jn 3, 16)!” (20).
Además, la sangre de Cristo manifiesta al hombre que su grandeza, y por tanto su vocación, consiste en el don sincero de sí mismo. Precisamente porque se derrama como don de vida, la sangre de Cristo ya no es signo de muerte, de separación definitiva de los hermanos, sino instrumento de una comunión que es riqueza de vida para todos. Quien bebe esta sangre en el sacramento de la Eucaristía y permanece en Jesús (cf. Jn 6, 56) queda comprometido en su mismo dinamismo de amor y de entrega de la vida, para llevar a plenitud la vocación originaria al amor, propia de todo hombre (cf. Gn 1, 27; 2, 18-24).
Es en la sangre de Cristo donde todos los hombres encuentran la fuerza para comprometerse en favor de la vida. Esta sangre es justamente el motivo más grande de esperanza, más aún, es el fundamento de la absoluta certeza de que según el designio divino la vida vencerá. “No habrá ya muerte”, exclama la voz potente que sale del trono de Dios en la Jerusalén celestial (Ap 21, 4). Y san Pablo nos asegura que la victoria actual sobre el pecado es signo y anticipo de la victoria definitiva sobre la muerte, cuando “se cumplirá la palabra que está escrita: ‘La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?’” (1 Cor 15, 54-55).
19. Cfr. S. GREGORIUS MAGNUS, Moralia in Iob, 13, 23: CCL 143 A, 683.
20. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encyclic. Redemptor hominis (4 Martii 1979), 10: AAS 71 (1979), 274.
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26. En realidad, no faltan signos que anticipan esta victoria en nuestras sociedades y culturas, a pesar de estar fuertemente marcadas por la “cultura de la muerte”. Se daría, por tanto, una imagen unilateral, que podría inducir a un estéril desánimo, si junto con la denuncia de las amenazas contra la vida no se presentan los signos positivos que se dan en la situación actual de la humanidad.
Desgraciadamente, estos signos positivos encuentran a menudo dificultad para manifestarse y ser reconocidos, tal vez también porque no encuentran una adecuada atención en los medios de comunicación social. Pero, ¡cuántas iniciativas de ayuda y apoyo a las personas más débiles e indefensas han surgido y continúan surgiendo en la comunidad cristiana y en la sociedad civil, a nivel local, nacional e internacional, promovidas por individuos, grupos, movimientos y organizaciones diversas!
Son todavía muchos los esposos que, con generosa responsabilidad, saben acoger a los hijos como “el don más excelente del matrimonio” (21). No faltan familias que, además de su servicio cotidiano a la vida, acogen a niños abandonados, a muchachos y jóvenes en dificultad, a personas minusválidas, a ancianos solos. No pocos centros de ayuda a la vida, o instituciones análogas, están promovidos por personas y grupos que, con admirable dedicación y sacrificio, ofrecen un apoyo moral y material a madres en dificultad, tentadas de recurrir al aborto. También surgen y se difunden grupos de voluntarios dedicados a dar hospitalidad a quienes no tienen familia, se encuentran en condiciones de particular penuria o tienen necesidad de hallar un ambiente educativo que les ayude a superar comportamientos destructivos y a recuperar el sentido de la vida.
La medicina, impulsada con gran dedicación por investigadores y profesionales, persiste en su empeño por encontrar remedios cada vez más eficaces: resultados que hace un tiempo eran del todo impensables y capaces de abrir prometedoras perspectivas se obtienen hoy para la vida naciente, para las personas que sufren y los enfermos en fase aguda o terminal. Distintos entes y organizaciones se movilizan para llevar, incluso a los países más afectados por la miseria y las enfermedades endémicas, los beneficios de la medicina más avanzada. Así, asociaciones nacionales e internacionales de médicos se mueven oportunamente para socorrer a las poblaciones probadas por calamidades naturales, epidemias o guerras. Aunque una verdadera justicia internacional en la distribución de los recursos médicos está aún lejos de su plena realización, ¿cómo no reconocer en los pasos dados hasta ahora el signo de una creciente solidaridad entre los pueblos, de una apreciable sensibilidad humana y moral y de un mayor respeto por la vida?
21. CONC. OECUM. VAT. II, Const. past. De Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 50 [1965 12 07c/50].
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27. Frente a legislaciones que han permitido el aborto y a tentativas, surgidas aquí y allá, de legalizar la eutanasia, han aparecido en todo el mundo movimientos e iniciativas de sensibilización social en favor de la vida. Cuando, conforme a su auténtica inspiración, actúan con determinada firmeza pero sin recurrir a la violencia, estos movimientos favorecen una toma de conciencia más difundida y profunda del valor de la vida, solicitando y realizando un compromiso más decisivo por su defensa.
¿Cómo no recordar, además, todos estos gestos cotidianos de acogida, sacrificio y cuidado desinteresado que un número incalculable de personas realiza con amor en las familias, hospitales, orfanatos, residencias de ancianos y en otros centros o comunidades, en defensa de la vida? La Iglesia, dejándose guiar por el ejemplo de Jesús “buen samaritano” (cf. Lc 10, 29-37) y sostenida por su fuerza, siempre ha estado en la primera línea de la caridad: tantos de sus hijos e hijas, especialmente religiosas y religiosos, con formas antiguas y siempre nuevas, han consagrado y continúan consagrando su vida a Dios ofreciéndola por amor al prójimo más débil y necesitado. Estos gestos construyen en lo profundo la “civilización del amor y de la vida”, sin la cual la existencia de las personas y de la sociedad pierde su significado más auténticamente humano. Aunque nadie los advierta y permanezcan escondidos a la mayoría, la fe asegura que el Padre, “que ve en lo secreto” (Mt 6, 4), no sólo sabrá recompensarlos, sino que ya desde ahora los hace fecundos con frutos duraderos para todos.
Entre los signos de esperanza se da también el incremento, en muchos estratos de la opinión pública, de una nueva sensibilidad cada vez más contraria a la guerra como instrumento de solución de los conflictos entre los pueblos, y orientada cada vez más a la búsqueda de medios eficaces, pero “no violentos”, para frenar la agresión armada. Además, en este mismo horizonte se da la aversión cada vez más difundida en la opinión pública a la pena de muerte, incluso como instrumento de “legítima defensa” social, al considerar las posibilidades con las que cuenta una sociedad moderna para reprimir eficazmente el crimen de modo que, neutralizando a quien lo ha cometido, no se le prive definitivamente de la posibilidad de redimirse.
También se debe considerar positivamente una mayor atención a la calidad de vida y a la ecología, que se registra sobre todo en las sociedades más desarrolladas, en las que las expectativas de las personas no se centran tanto en los problemas de la supervivencia cuanto más bien en la búsqueda de una mejora global de las condiciones de vida. Particularmente significativo es el despertar de una reflexión ética sobre la vida. Con el nacimiento y desarrollo cada vez más extendido de la bioética se favorece la reflexión y el diálogo –entre creyentes y no creyentes, así como entre creyentes de diversas religiones– sobre problemas éticos, incluso fundamentales, que afectan a la vida del hombre.
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28. Este horizonte de luces y sombras debe hacernos a todos plenamente conscientes de que estamos ante un enorme y dramático choque entre el bien y el mal, la muerte y la vida, la “cultura de la muerte” y la “cultura de la vida”. Estamos no sólo “ante”, sino necesariamente “en medio” de este conflicto: todos nos vemos implicados y obligados a participar, con la responsabilidad ineludible de elegir incondicionalmente en favor de la vida.
También para nosotros resuena clara y fuerte la invitación a Moisés: “Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia...; te pongo delante vida o muerte, bendición o maldición. Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia” (Dt 30, 15.19). Es una invitación válida también para nosotros, llamados cada día a tener que decidir entre la “cultura de la vida” y la “cultura de la muerte”. Pero la llamada del Deuteronomio es aún más profunda, porque nos apremia a una opción propiamente religiosa y moral. Se trata de dar a la propia existencia una orientación fundamental y vivir en fidelidad y coherencia con la Ley del Señor: “Yo te prescribo hoy que ames al Señor tu Dios, que sigas sus caminos y guardes sus mandamientos, preceptos y normas... Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia, amando al Señor tu Dios, escuchando su voz, viviendo unido a él; pues en eso está tu vida, así como la prolongación de tus días” (30, 16.19-20).
La opción incondicional en favor de la vida alcanza plenamente su significado religioso y moral cuando nace, viene plasmada y es alimentada por la fe en Cristo. Nada ayuda tanto a afrontar positivamente el conflicto entre la muerte y la vida, en el que estamos inmersos, como la fe en el Hijo de Dios que se ha hecho hombre y ha venido entre los hombres “para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10): es la fe en el Resucitado, que ha vencido la muerte; es la fe en la sangre de Cristo “que habla mejor que la de Abel” (Hb 12, 24).
Por tanto, a la luz y con la fuerza de esta fe, y ante los desafíos de la situación actual, la Iglesia toma más viva conciencia de la gracia y de la responsabilidad que recibe de su Señor para anunciar, celebrar y servir al Evangelio de la vida.
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“La Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto” (1 Jn 1, 2):
la mirada dirigida a Cristo, “Palabra de vida”
29. Ante las innumerables y graves amenazas contra la vida en el mundo contemporáneo, podríamos sentirnos como abrumados por una sensación de impotencia insuperable: ¡el bien nunca podrá tener la fuerza suficiente para vencer el mal!
Éste es el momento en que el Pueblo de Dios, y en él cada creyente, está llamado a profesar, con humildad y valentía, la propia fe en Jesucristo, “Palabra de vida” (1 Jn 1, 1). En realidad, el Evangelio de la vida no es una mera reflexión, aunque original y profunda, sobre la vida humana; ni sólo un mandamiento destinado a sensibilizar la conciencia y a causar cambios significativos en la sociedad; menos aún una promesa ilusoria de un futuro mejor. El Evangelio de la vida es una realidad concreta y personal, porque consiste en el anuncio de la persona misma de Jesús, el cual se presenta al apóstol Tomás, y en él a todo hombre, con estas palabras: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6). Es la misma identidad manifestada a Marta, la hermana de Lázaro: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11, 25-26). Jesús es el Hijo que desde la eternidad recibe la vida del Padre (cf. Jn 5, 26) y que ha venido a los hombres para hacerles partícipes de este don: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10).
Así, por la palabra, la acción y la persona misma de Jesús se da al hombre la posibilidad de “conocer” toda la verdad sobre el valor de la vida humana. De esa “fuente” recibe, en particular, la capacidad de “obrar” perfectamente esa verdad (cf. Jn 3, 21), es decir, asumir y realizar en plenitud la responsabilidad de amar y servir, defender y promover la vida humana.
En efecto, en Cristo se anuncia definitivamente y se da plenamente aquel Evangelio de la vida que, anticipado ya en la Revelación del Antiguo Testamento y, más aún, escrito de algún modo en el corazón mismo de cada hombre y mujer, resuena en cada conciencia “desde el principio”, o sea, desde la misma creación, de modo que, a pesar de los condicionamientos negativos del pecado, también puede ser conocido por la razón humana en sus aspectos esenciales. Como dice el Concilio Vaticano II, Cristo “con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte y para hacernos resucitar a una vida eterna” (22).
22. Const. dogm. De Divina Revelatione Dei Verbum, 4.
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30. Por tanto, con la mirada fija en el Señor Jesús queremos volver a escuchar de Él “las palabras de Dios” (Jn 3, 34) y meditar de nuevo el Evangelio de la vida. El sentido más profundo y original de esta meditación del mensaje revelado sobre la vida humana ha sido expuesto por el apóstol Juan, al comienzo de su Primera Carta: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida –pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó– lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros” (1 Jn 1, 1-3).
En Jesús, “Palabra de vida”, se anuncia y comunica la vida divina y eterna. Gracias a este anuncio y a este don, la vida física y espiritual del hombre, incluida su etapa terrena, encuentra plenitud de valor y significado: en efecto, la vida divina y eterna es el fin al que está orientado y llamado el hombre que vive en este mundo. El Evangelio de la vida abarca así todo lo que la misma experiencia y la razón humana dicen sobre el valor de la vida, lo acoge, lo eleva y lo lleva a término.
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“Mi fortaleza y mi canción es el Señor. Él es mi salvación”
(Ex 15, 2): la vida es siempre un bien
31. En realidad, la plenitud evangélica del mensaje sobre la vida fue ya preparada en el Antiguo Testamento. Es sobre todo en las vicisitudes del Éxodo, fundamento de la experiencia de fe del Antiguo Testamento, donde Israel descubre el valor de la vida a los ojos de Dios. Cuando parece ya abocado al exterminio, porque la amenaza de muerte se extiende a todos sus recién nacidos varones (cf. Ex 1, 15-22), el Señor se le revela como salvador, capaz de asegurar un futuro a quien está sin esperanza. Nace así en Israel una clara conciencia: su vida no está a merced de un faraón que puede usarla con arbitrio despótico; al contrario, es objeto de un tierno y fuerte amor por parte de Dios.
La liberación de la esclavitud es el don de una identidad, el reconocimiento de una dignidad indeleble y el inicio de una historia nueva, en la que van unidos el descubrimiento de Dios y de sí mismo. La experiencia del Éxodo es original y ejemplar. Israel aprende de ella que, cada vez que es amenazado en su existencia, sólo tiene que acudir a Dios con confianza renovada para encontrar en él asistencia eficaz: “Eres mi siervo, Israel. ¡Yo te he formado, tú eres mi siervo, Israel, yo no te olvido!” (Is 44, 21).
De este modo, mientras Israel reconoce el valor de su propia existencia como pueblo, avanza también en la percepción del sentido y valor de la vida en cuanto tal. Es una reflexión que se desarrolla de modo particular en los libros sapienciales, partiendo de la experiencia cotidiana de la precariedad de la vida y de la conciencia de las amenazas que la acechan. Ante las contradicciones de la existencia, la fe está llamada a ofrecer una respuesta.
El problema del dolor acosa sobre todo a la fe y la pone a prueba. ¿Cómo no oír el gemido universal del hombre en la meditación del libro de Job? El inocente aplastado por el sufrimiento se pregunta comprensiblemente: “¿Para qué dar la luz a un desdichado, la vida a los que tienen amargada el alma, a los que ansían la muerte que no llega y excavan en su búsqueda más que por un tesoro?” (3, 20-21). Pero también en la más densa oscuridad la fe orienta hacia el reconocimiento confiado y adorador del “misterio”: “Sé que eres todopoderoso: ningún proyecto te es irrealizable” (Jb 42, 2).
Progresivamente la Revelación lleva a descubrir con mayor claridad el germen de vida inmortal puesto por el Creador en el corazón de los hombres: “Él ha hecho todas las cosas apropiadas a su tiempo; también ha puesto el mundo en sus corazones” (Ecl 3, 11). Este germen de totalidad y plenitud espera manifestarse en el amor, y realizarse, por don gratuito de Dios, en la participación en su vida eterna.
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“El nombre de Jesús ha restablecido a este hombre” (cf. Hch 3, 16): en la precariedad de la existencia humana Jesús lleva a término el sentido de la vida
32. La experiencia del pueblo de la Alianza se repite en la de todos los “pobres” que encuentran a Jesús de Nazaret. Así como el Dios “amante de la vida” (cf. Sb 11, 26) había confortado a Israel en medio de los peligros, así ahora el Hijo de Dios anuncia, a cuantos se sienten amenazados e impedidos en su existencia, que sus vidas también son un bien al cual el amor del Padre da sentido y valor.
“Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva” (Lc 7, 22). Con estas palabras del profeta Isaías (35, 5-6; 61, 1), Jesús presenta el significado de su propia misión. Así, quienes sufren a causa de una existencia de algún modo “disminuida”, escuchan de Él la buena nueva de que Dios se interesa por ellos, y tienen la certeza de que también su vida es un don celosamente custodiado en las manos del Padre (cf. Mt 6, 25-34).
Los “pobres” son interpelados particularmente por la predicación y las obras de Jesús. La multitud de enfermos y marginados, que lo siguen y lo buscan (cf. Mt 4, 23-25), encuentran en su palabra y en sus gestos la revelación del gran valor que tiene su vida y del fundamento de sus esperanzas de salvación.
Lo mismo sucede en la misión de la Iglesia desde sus comienzos. Ella, que anuncia a Jesús como aquél que “pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hch 10, 38), es portadora de un mensaje de salvación que resuena con toda su novedad precisamente en las situaciones de miseria y pobreza de la vida del hombre. Así hace Pedro en la curación del tullido, al que ponían todos los días junto a la puerta “Hermosa” del templo de Jerusalén para pedir limosna: “No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, ponte a andar” (Hch 3, 6). Por la fe en Jesús, “autor de la vida” (cf. Hch 3, 15), la vida que yace abandonada y suplicante vuelve a ser consciente de sí misma y de su plena dignidad.
La palabra y las acciones de Jesús y de su Iglesia no se dirigen sólo a quienes padecen enfermedad, sufrimiento o diversas formas de marginación social, sino que conciernen más profundamente al sentido mismo de la vida de cada hombre en sus dimensiones morales y espirituales. Sólo quien reconoce que su propia vida está marcada por la enfermedad del pecado, puede redescubrir, en el encuentro con Jesús Salvador, la verdad y autenticidad de su existencia, según sus mismas palabras: “No necesitan médico los que están sanos, sino los que están mal. No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores” (Lc 5, 31-32).
En cambio, quien cree que puede asegurar su vida mediante la acumulación de bienes materiales, como el rico agricultor de la parábola evangélica, en realidad se engaña. La vida se le está escapando, y muy pronto se verá privado de ella sin haber logrado percibir su verdadero significado: “¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?” (Lc 12, 20).
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33. En la vida misma de Jesús, desde el principio al fin, se da esta singular “dialéctica” entre la experiencia de la precariedad de la vida humana y la afirmación de su valor. En efecto, la precariedad marca la vida de Jesús desde su nacimiento. Ciertamente encuentra acogida en los justos, que se unieron al “sí” decidido y gozoso de María (cf. Lc 1, 38). Pero también siente, en seguida, el rechazo de un mundo que se hace hostil y busca al niño “para matarle” (Mt 2, 13), o que permanece indiferente y distraído ante el cumplimiento del misterio de esta vida que entra en el mundo: “no tenían sitio en el alojamiento” (Lc 2, 7). Del contraste entre las amenazas y las inseguridades, por una parte, y la fuerza del don de Dios, por otra, brilla con mayor intensidad la gloria que se irradia desde la casa de Nazaret y del pesebre de Belén: esta vida que nace es salvación para toda la humanidad (cf. Lc 2, 11).
Jesús asume plenamente las contradicciones y los riesgos de la vida: “siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza” (2 Cor 8, 9). La pobreza de la que habla Pablo no es sólo despojarse de privilegios divinos, sino también compartir las condiciones más humildes y precarias de la vida humana (cf. Flp 2, 6-7). Jesús vive esta pobreza durante toda su vida, hasta el momento culminante de la cruz: “se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre” (Flp 2, 8-9). Es precisamente en su muerte donde Jesús revela toda la grandeza y el valor de la vida, ya que su entrega en la cruz es fuente de vida nueva para todos los hombres (cf. Jn 12, 32). En este peregrinar en medio de las contradicciones y en la misma pérdida de la vida, Jesús es guiado por la certeza de que está en las manos del Padre. Por eso puede decirle en la cruz: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” (Lc 23, 46), esto es, mi vida. ¡Qué grande es el valor de la vida humana si el Hijo de Dios la ha asumido y ha hecho de ella el lugar donde se realiza la salvación para toda la humanidad!
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“Llamados... a reproducir la imagen de su Hijo” (Rm 8, 28-29):
la gloria de Dios resplandece en el rostro del hombre
34. La vida es siempre un bien. Ésta es una intuición o, más bien, un dato de experiencia, cuya razón profunda el hombre está llamado a comprender.
¿Por qué la vida es un bien? La pregunta recorre toda la Biblia, y ya desde sus primeras páginas encuentra una respuesta eficaz y admirable. La vida que Dios da al hombre es original y diversa de la de las demás criaturas vivientes, ya que el hombre, aunque proveniente del polvo de la tierra (cf. Gn 2, 7; 3, 19; Jb 34, 15; Sal 103-102, 14; 104-103, 29), es manifestación de Dios en el mundo, signo de su presencia, resplandor de su gloria (cf. Gn 1, 26-27; Sal 8, 6). Es lo que quiso acentuar también san Ireneo de Lyón con su célebre definición: “el hombre que vive es la gloria de Dios” (23). Al hombre se le ha dado una altísima dignidad, que tiene sus raíces en el vínculo íntimo que lo une a su Creador: en el hombre se refleja la realidad misma de Dios.
Lo afirma el libro del Génesis en el primer relato de la creación, poniendo al hombre en el vértice de la actividad creadora de Dios, como su culmen, al término de un proceso que va desde el caos informe hasta la criatura más perfecta. Toda la creación está ordenada al hombre y todo se somete a él: “Henchid la tierra y sometedla; mandad... en todo animal que serpea sobre la tierra” (1, 28), ordena Dios al hombre y a la mujer. Un mensaje semejante aparece también en el otro relato de la creación: “Tomó, pues, el Señor Dios al hombre y le dejó en el jardín de Edén, para que lo labrase y cuidase” (Gn 2, 15). Así se reafirma la primacía del hombre sobre las cosas, las cuales están destinadas a él y confiadas a su responsabilidad, mientras que por ningún motivo el hombre puede ser sometido a sus semejantes y reducido al rango de cosa.
En el relato bíblico, la distinción entre el hombre y las demás criaturas se manifiesta sobre todo en el hecho de que sólo su creación se presenta como fruto de una especial decisión por parte de Dios, de una deliberación que establece un vínculo particular y específico con el Creador: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra” (Gn 1, 26). La vida que Dios ofrece al hombre es un don con el que Dios comparte algo de sí mismo con la criatura.
Israel se peguntará durante mucho tiempo sobre el sentido de este vínculo particular y específico del hombre con Dios. También el libro del Eclesiástico reconoce que Dios al crear a los hombres “los revistió de una fuerza como la suya, y los hizo a su imagen” (17, 3). Con esto el autor sagrado manifiesta no sólo su dominio sobre el mundo, sino también las facultades espirituales más características del hombre, como la razón, el discernimiento del bien y del mal, la voluntad libre: “De saber e inteligencia los llenó, les enseñó el bien y el mal” (Si 17, 7). La capacidad de conocer la verdad y la libertad son prerrogativas del hombre en cuanto creado a imagen de su Creador, el Dios verdadero y justo (cf. Dt 32, 4). Sólo el hombre, entre todas las criaturas visibles, tiene “capacidad para conocer y amar a su Creador” (24). La vida que Dios da al hombre es mucho más que un existir en el tiempo. Es tensión hacia una plenitud de vida, es germen de una existencia que supera los mismos límites del tiempo: “Porque Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza” (Sb 2, 23).
23. Adversus haereses, IV, 20, 7: SCh 100/2, 648.
24. CONC. OECUM. VAT. II, Const. past. De Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 12 [1995 12 07c/12].
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35. El relato yahvista de la creación expresa también la misma convicción. En efecto, esta antigua narración habla de un soplo divino que es infundido en el hombre para que tenga vida: “El Señor Dios formó al hombre con polvo del suelo, sopló en sus narices un aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente” (Gn 2, 7).
El origen divino de este espíritu de vida explica la perenne insatisfacción que acompaña al hombre durante su existencia. Creado por Dios, llevando en sí mismo una huella indeleble de Dios, el hombre tiende naturalmente a Él. Al experimentar la aspiración profunda de su corazón, todo hombre hace suya la verdad expresada por san Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (25).
Qué elocuente es la insatisfacción de la que es víctima la vida del hombre en el Edén, cuando su única referencia es el mundo vegetal y animal (cf. Gn 2, 20). Sólo la aparición de la mujer, es decir, de un ser que es hueso de sus huesos y carne de su carne (cf. Gn 2, 23), y en quien vive igualmente el espíritu de Dios creador, puede satisfacer la exigencia de diálogo interpersonal que es vital para la existencia humana. En el otro, hombre o mujer, se refleja Dios mismo, meta definitiva y satisfactoria de toda persona.
“¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes, el hijo de Adán para que de él te cuides?”, se pregunta el Salmista (Sal 8, 5). Ante la inmensidad del universo es muy poca cosa, pero precisamente este contraste descubre su grandeza: “Apenas inferior a los ángeles le hiciste (también se podría traducir: ‘apenas inferior a Dios’), coronándole de gloria y de esplendor” (Sal 8, 6). La gloria de Dios resplandece en el rostro del hombre. En él encuentra el Creador su descanso, como comenta asombrado y conmovido san Ambrosio: “Finalizó el sexto día y se concluyó la creación del mundo con la formación de aquella obra maestra que es el hombre, el cual ejerce su dominio sobre todos los seres vivientes y es como el culmen del universo y la belleza suprema de todo ser creado. Verdaderamente deberíamos mantener un reverente silencio, porque el Señor descansó de toda obra en el mundo. Descansó al final en lo íntimo del hombre, descansó en su mente y en su pensamiento; en efecto, había creado al hombre dotado de razón, capaz de imitarle, émulo de sus virtudes, anhelante de las gracias celestes. En estas dotes suyas descansa el Dios que dijo: ‘¿En quién encontraré reposo, si no es en el humilde y contrito, que tiembla a mi palabra’ (cf. Is 66, 1-2). Doy gracias al Señor nuestro Dios por haber creado una obra tan maravillosa donde encontrar su descanso” (26).
25. Confessiones, I, 1: CCL 27, 1.
26. Exaëmeron, VI, 75-76: CSEL 32, 260-261.
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36. Lamentablemente, el magnífico proyecto de Dios se oscurece por la irrupción del pecado en la historia. Con el pecado el hombre se rebela contra el Creador, acabando por idolatrar a las criaturas: “Cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en vez del Creador” (Rm 1, 25). De este modo, el ser humano no sólo desfigura en sí mismo la imagen de Dios, sino que está tentado de ofenderla también en los demás, sustituyendo las relaciones de comunión por actitudes de desconfianza, indiferencia, enemistad, llegando al odio homicida. Cuando no se reconoce a Dios como Dios, se traiciona el sentido profundo del hombre y se perjudica la comunión entre los hombres.
En la vida del hombre la imagen de Dios vuelve a resplandecer y se manifiesta en toda su plenitud con la venida del Hijo de Dios en carne humana: “Él es imagen de Dios invisible” (Col 1, 15), “resplandor de su gloria e impronta de su sustancia” (Hb 1, 3). Él es la imagen perfecta del Padre.
El proyecto de vida confiado al primer Adán encuentra finalmente su cumplimiento en Cristo. Mientras la desobediencia de Adán deteriora y desfigura el designio de Dios sobre la vida del hombre, introduciendo la muerte en el mundo, la obediencia redentora de Cristo es fuente de gracia que se derrama sobre los hombres abriendo de par en par a todos las puertas del reino de la vida (cf. Rm 5, 12-21). Afirma el apóstol Pablo: “Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida” (1 Cor 15, 45).
La plenitud de la vida se da a cuantos aceptan seguir a Cristo. En ellos la imagen divina es restaurada, renovada y llevada a perfección. Éste es el designio de Dios sobre los seres humanos: que “reproduzcan la imagen de su Hijo” (Rm 8, 29). Sólo así, con el esplendor de esta imagen, el hombre puede ser liberado de la esclavitud de la idolatría, puede reconstruir la fraternidad rota y reencontrar su propia identidad.
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“Todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11, 26):
el don de la vida eterna
37. La vida que el Hijo de Dios ha venido a dar a los hombres no se reduce a la mera existencia en el tiempo. La vida, que desde siempre está “en él” y es “la luz de los hombres” (Jn 1, 4), consiste en ser engendrados por Dios y participar de la plenitud de su amor: “A todos los que lo recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; el cual no nació de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios” (Jn 1, 12-13).
A veces Jesús llama esta vida, que Él ha venido a dar, simplemente así: “la vida”; y presenta la generación por parte de Dios como condición necesaria para poder alcanzar el fin para el cual Dios ha creado al hombre: “El que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios” (Jn 3, 3). El don de esta vida es el objetivo específico de la misión de Jesús: él “es el que baja del cielo y da la vida al mundo” (Jn 6, 33), de modo que puede afirmar con toda verdad: “El que me siga... tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12).
Otras veces Jesús habla de “vida eterna”, donde el adjetivo no se refiere sólo a una perspectiva supratemporal. “Eterna” es la vida que Jesús promete y da, porque es participación plena de la vida del “Eterno”. Todo el que cree en Jesús y entra en comunión con Él tiene la vida eterna (cf. Jn 3, 15; 6, 40), ya que escucha de Él las únicas palabras que revelan e infunden plenitud de vida en su existencia; son las “palabras de vida eterna” que Pedro reconoce en su confesión de fe: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn 6, 68-69). Jesús mismo explica después en qué consiste la vida eterna, dirigiéndose al Padre en la gran oración sacerdotal: “Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3). Conocer a Dios y a su Hijo es acoger el misterio de la comunión de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en la propia vida, que ya desde ahora se abre a la vida eterna por la participación en la vida divina.
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38. Por tanto, la vida eterna es la vida misma de Dios y a la vez la vida de los hijos de Dios. Un nuevo estupor y una gratitud sin límites se apoderan necesariamente del creyente ante esta inesperada e inefable verdad que nos viene de Dios en Cristo. El creyente hace suyas las palabras del apóstol Juan: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!... Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es” (1 Jn 3, 1-2).
Así alcanza su culmen la verdad cristiana sobre la vida. Su dignidad no sólo está ligada a sus orígenes, a su procedencia divina, sino también a su fin, a su destino de comunión con Dios en su conocimiento y amor. A la luz de esta verdad san Ireneo precisa y completa su exaltación del hombre: “el hombre que vive” es “gloria de Dios”, pero “la vida del hombre consiste en la visión de Dios” (27).
De aquí derivan unas consecuencias inmediatas para la vida humana en su misma condición terrena, en la que ya ha germinado y está creciendo la vida eterna. Si el hombre ama instintivamente la vida porque es un bien, este amor encuentra ulterior motivación y fuerza, nueva extensión y profundidad en las dimensiones divinas de este bien. En esta perspectiva, el amor que todo ser humano tiene por la vida no se reduce a la simple búsqueda de un espacio donde pueda realizarse a sí mismo y entrar en relación con los demás, sino que se desarrolla en la gozosa conciencia de poder hacer de la propia existencia el “lugar” de la manifestación de Dios, del encuentro y de la comunión con Él. La vida que Jesús nos da no disminuye nuestra existencia en el tiempo, sino que la asume y conduce a su destino último: “Yo soy la resurrección y la vida...; todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11, 25.26).
27. Adversus haereses, IV, 20, 7: SCh 100/2, 648.
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“A cada uno pediré cuentas de la vida de su hermano” (Gn 9, 5): veneración y amor por la vida de todos
39. La vida del hombre proviene de Dios, es su don, su imagen e impronta, participación de su soplo vital. Por tanto, Dios es el único señor de esta vida: el hombre no puede disponer de ella. Dios mismo lo afirma a Noé después del diluvio: “Os prometo reclamar vuestra propia sangre: la reclamaré a todo animal y al hombre: a todos y a cada uno reclamaré el alma humana” (Gn 9, 5). El texto bíblico se preocupa de subrayar cómo la sacralidad de la vida tiene su fundamento en Dios y en su acción creadora: “Porque a imagen de Dios hizo Él al hombre” (Gn 9, 6).
La vida y la muerte del hombre están, pues, en las manos de Dios, en su poder: “Él, que tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre”, exclama Job (12, 10). “El Señor da muerte y vida, hace bajar al Seol y retornar” (1 S 2, 6). Sólo Él puede decir: “Yo doy la muerte y doy la vida” (Dt 32, 39).
Sin embargo, Dios no ejerce este poder como voluntad amenazante, sino como cuidado y solicitud amorosa hacia sus criaturas. Si es cierto que la vida del hombre está en las manos de Dios, no lo es menos que sus manos son cariñosas como las de una madre que acoge, alimenta y cuida a su niño: “Mantengo mi alma en paz y silencio como niño destetado en el regazo de su madre. ¡Como niño destetado está mi alma en mí!” (Sal 131-130, 2; cf. Is 49, 15; 66, 12-13; Os 11, 4). Así Israel ve en las vicisitudes de los pueblos y en la suerte de los individuos no el fruto de una mera casualidad o de un destino ciego, sino el resultado de un designio de amor con el que Dios concentra todas las potencialidades de vida y se opone a las fuerzas de muerte que nacen del pecado: “No fue Dios quien hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes; él todo lo creó para que subsistiera” (Sb 1, 13-14).
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40. De la sacralidad de la vida deriva su carácter inviolable, inscrito desde el principio en el corazón del hombre, en su conciencia. La pregunta “¿Qué has hecho?” (Gn 4, 10), con la que Dios se dirige a Caín después de que éste hubiera matado a su hermano Abel, presenta la experiencia de cada hombre: en lo profundo de su conciencia siempre es llamado a respetar el carácter inviolable de la vida –la suya y la de los demás–, como realidad que no le pertenece, porque es propiedad y don de Dios Creador y Padre.
El mandamiento relativo al carácter inviolable de la vida humana ocupa el centro de las “diez palabras” de la alianza del Sinaí (cf. Ex 34, 28). Prohíbe, ante todo, el homicidio: “No matarás” (Ex 20, 13); “No quites la vida al inocente y justo” (Ex 23, 7); pero también condena –como se explicita en la legislación posterior de Israel– cualquier daño causado a otro (cf. Ex 21, 12-27). Ciertamente, se debe reconocer que en el Antiguo Testamento esta sensibilidad por el valor de la vida, aunque ya muy marcada, no alcanza todavía la delicadeza del Sermón de la Montaña, como se puede ver en algunos aspectos de la legislación entonces vigente, que establecía penas corporales no leves e incluso la pena de muerte. Pero el mensaje global, que corresponde al Nuevo Testamento llevar a perfección, es una fuerte llamada a respetar el carácter inviolable de la vida física y la integridad personal, y tiene su culmen en el mandamiento positivo que obliga a hacerse cargo del prójimo como de sí mismo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19, 18).
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41. El mandamiento “no matarás”, incluido y profundizado en el precepto positivo del amor al prójimo, es confirmado por el Señor Jesús en toda su validez. Al joven rico que le pregunta: “Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna?”, responde: “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos” (Mt 19, 16.17). Y cita, como primero, el “no matarás” (v. 18). En el Sermón de la Montaña, Jesús exige de los discípulos una justicia superior a la de los escribas y fariseos también en el campo del respeto a la vida: “Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal” (Mt 5, 21-22).
Jesús explicita posteriormente con su palabra y sus obras las exigencias positivas del mandamiento sobre el carácter inviolable de la vida. Éstas estaban ya presentes en el Antiguo Testamento, cuya legislación se preocupaba de garantizar y salvaguardar a las personas en situaciones de vida débil y amenazada: el extranjero, la viuda, el huérfano, el enfermo, el pobre en general, la vida misma antes del nacimiento (cf. Ex 21, 22; 22, 20-26). Con Jesús estas exigencias positivas adquieren vigor e impulso nuevos y se manifiestan en toda su amplitud y profundidad: van desde cuidar la vida del hermano (familiar, perteneciente al mismo pueblo, extranjero que vive en la tierra de Israel), a hacerse cargo delforastero, hasta amar al enemigo.
No existe el forastero para quien debe hacerse prójimo del necesitado, incluso asumiendo la responsabilidad de su vida, como enseña de modo elocuente e incisivo la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10, 25-37). También el enemigo deja de serlo para quien está obligado a amarlo (cf. Mt 5, 38-48; Lc 6, 27-35) y “hacerle el bien” (cf. Lc 6, 27.33.35), socorriendo las necesidades de su vida con prontitud y sentido de gratuidad (cf. Lc 6, 34-35). Culmen de este amor es la oración por el enemigo, mediante la cual sintonizamos con el amor providente de Dios: “Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5, 44-45; cf. Lc 6, 28.35).
De este modo, el mandamiento de Dios para salvaguardar la vida del hombre tiene su aspecto más profundo en la exigencia de veneración y amor hacia cada persona y su vida. Ésta es la enseñanza que el apóstol Pablo, haciéndose eco de la palabra de Jesús (cf. Mt 19, 17-18), dirige a los cristianos de Roma: “En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud” (Rm 13, 9-10).
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“Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra y sometedla”
(Gn 1, 28): responsabilidades del hombre ante la vida
42. Defender y promover, respetar y amar la vida es una tarea que Dios confía a cada hombre, llamándolo, como imagen palpitante suya, a participar de la soberanía que Él tiene sobre el mundo: “Y Dios los bendijo, y les dijo Dios: ‘Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra’” (Gn 1, 28).
El texto bíblico evidencia la amplitud y profundidad de la soberanía que Dios da al hombre. Se trata, sobre todo, del dominio sobre la tierra y sobre cada ser vivo, como recuerda el libro de la Sabiduría: “Dios de los Padres, Señor de la misericordia... con tu Sabiduría formaste al hombre para que dominase sobre los seres por ti creados, y administrase el mundo con santidad y justicia” (9, 1.2-3). También el Salmista exalta el dominio del hombre como signo de la gloria y del honor recibidos del Creador: “Le hiciste señor de las obras de tus manos, todo fue puesto por ti bajo sus pies: ovejas y bueyes, todos juntos, y aun las bestias del campo, y las aves del cielo, y los peces del mar, que surcan las sendas de las aguas” (Sal 8, 7-9).
El hombre, llamado a cultivar y custodiar el jardín del mundo (cf. Gn 2, 15), tiene una responsabilidad específica sobre el ambiente de vida, o sea, sobre la creación que Dios puso al servicio de su dignidad personal, de su vida: respecto no sólo al presente, sino también a las generaciones futuras. Es la cuestión ecológica –desde la preservación del “habitat” natural de las diversas especies animales y formas de vida, hasta la “ecología humana” propiamente dicha (28)– que encuentra en la Biblia una luminosa y fuerte indicación ética para una solución respetuosa del gran bien de la vida, de toda vida. En realidad, “el dominio confiado al hombre por el Creador no es un poder absoluto, ni se puede hablar de libertad de ‘usar y abusar’, o de disponer de las cosas como mejor parezca. La limitación impuesta por el mismo Creador desde el principio, y expresada simbólicamente con la prohibición de ‘comer del fruto del árbol’ (cf. Gn 2, 16-17), muestra claramente que, ante la naturaleza visible, estamos sometidos a las leyes no sólo biológicas sino también morales, cuya transgresión no queda impune” (29).
28. Cfr. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encyclic. Centesimus annus (1 Maii 1991), 38: AAS 83 (1991), 840-841.
29. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encyclic. Sollicitudo rei socialis (30 Decembris 1987), 34: AAS 80 (1988), 560.
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43. Una cierta participación del hombre en la soberanía de Dios se manifiesta también en la responsabilidad específica que le es confiada en relación con la vida propiamente humana. Es una responsabilidad que alcanza su vértice en el don de la vida mediante la procreación por parte del hombre y la mujer en el matrimonio, como nos recuerda el Concilio Vaticano II: “El mismo Dios, que dijo ‘no es bueno que el hombre esté solo’ (Gn 2, 18) y que ‘hizo desde el principio al hombre, varón y mujer’ (Mt 19, 4), queriendo comunicarle cierta participación especial en su propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: ‘Creced y multiplicaos’ (Gn 1, 28)” (30).
Hablando de una “cierta participación especial” del hombre y de la mujer en la “obra creadora” de Dios, el Concilio quiere destacar cómo la generación de un hijo es un acontecimiento profundamente humano y altamente religioso, en cuanto implica a los cónyuges que forman “una sola carne” (Gn 2, 24) y también a Dios mismo que se hace presente. Como he escrito en la Carta a las Familias, “cuando de la unión conyugal de los dos nace un nuevo hombre, éste trae consigo al mundo una particular imagen y semejanza de Dios mismo: en la biología de la generación está inscrita la genealogía de la persona. Al afirmar que los esposos, en cuanto padres, son colaboradores de Dios Creador en la concepción y generación de un nuevo ser humano, no nos referimos sólo al aspecto biológico; queremos subrayar más bien que en la paternidad y maternidad humanas Dios mismo está presente de un modo diverso de como lo está en cualquier otra generación ‘sobre la tierra’. En efecto, solamente de Dios puede provenir aquella ‘imagen y semejanza’, propia del ser humano, como sucedió en la creación. La generación es, por consiguiente, la continuación de la creación” (31).
Esto lo enseña, con lenguaje inmediato y elocuente, el texto sagrado refiriendo la exclamación gozosa de la primera mujer, “la madre de todos los vivientes” (Gn 3, 20). Consciente de la intervención de Dios, Eva dice: “He adquirido un varón con el favor del Señor” (Gn 4, 1). Por tanto, en la procreación, al comunicar los padres la vida al hijo, se transmite la imagen y la semejanza de Dios mismo, por la creación del alma inmortal (32). En este sentido se expresa el comienzo del “libro de la genealogía de Adán”: “El día en que Dios creó a Adán, le hizo a imagen de Dios. Los creó varón y hembra, los bendijo, y los llamó ‘Hombre’ en el día de su creación. Tenía Adán ciento treinta años cuando engendró un hijo a su semejanza, según su imagen, a quien puso por nombre Set” (Gn 5, 1-3). Precisamente en esta función suya como colaboradores de Dios que transmiten su imagen a la nueva criatura, está la grandeza de los esposos dispuestos “a cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia cada día más” (33). En este sentido el obispo Anfiloquio exaltaba el “matrimonio santo, elegido y elevado por encima de todos los dones terrenos” como “generador de la humanidad, artífice de imágenes de Dios” (34).
Así, el hombre y la mujer unidos en matrimonio son asociados a una obra divina: mediante el acto de la procreación, se acoge el don de Dios y se abre al futuro una nueva vida.
Sin embargo, más allá de la misión específica de los padres, el deber de acoger y servir la vida incumbe a todos y ha de manifestarse principalmente con la vida que se encuentra en condiciones de mayor debilidad. Es el mismo Cristo quien nos lo recuerda, pidiendo ser amado y servido en los hermanos probados por cualquier tipo de sufrimiento: hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos, enfermos, encarcelados... Todo lo que se hace a uno de ellos se hace a Cristo mismo (cf. Mt 25, 31-46).
30. Const. past. De Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 50 [1965 12 07c/50].
31. Litterae Familiis datae Gratissimam sane (2 Februarii 1994), 9: AAS 86 (1994), 878 [1994 02 02/9]. ; cfr. PIUS PP. XII, Litt. Encyclic. Humani generis (12 Augusti (195)0): AAS 42 (1950), 574.
32. “Animas enim a Deo immediate creari catholica fides nos retinere iubet “: PIUS PP. XII, Litt. Encyclic. Humanis generis (12 Augusti 1950), 28: AAS 42 (1950), 575.
33. Const. past. De Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 50 [1965 12 07c/50]; cfr. IOANNES PAULUS PP. II, Adhort. Ap. Post-synodalis Familiaris consortio (22 Novembris (198)1), 28: AAS 74 (1982), 114 [1981 11 22/28].
34. Orationes, II, 1; CCSG 3, 39.
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“Porque tú mis vísceras has formado” (Sal 139-138, 13):
la dignidad del niño aún no nacido
44. La vida humana se encuentra en una situación muy precaria cuando viene al mundo y cuando sale del tiempo para llegar a la eternidad. Están muy presentes en la Palabra de Dios –sobre todo en relación con la existencia marcada por la enfermedad y la vejez– las exhortaciones al cuidado y al respeto. Si faltan llamadas directas y explícitas a salvaguardar la vida humana en sus orígenes, especialmente la vida aún no nacida, como también la que está cercana a su fin, ello se explica fácilmente por el hecho de que la sola posibilidad de ofender, agredir o, incluso, negar la vida en estas condiciones se sale del horizonte religioso y cultural del pueblo de Dios.
En el Antiguo Testamento la esterilidad es temida como una maldición, mientras que la prole numerosa es considerada como una bendición: “La herencia del Señor son los hijos, recompensa el fruto de las entrañas” (Sal 127-126, 3; cf. Sal 128-127, 3-4). Influye también en esta convicción la conciencia que tiene Israel de ser el pueblo de la Alianza, llamado a multiplicarse según la promesa hecha a Abraham: “Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas... así será tu descendencia” (Gn 15, 5). Pero es sobre todo palpable la certeza de que la vida transmitida por los padres tiene su origen en Dios, como atestiguan tantas páginas bíblicas que con respeto y amor hablan de la concepción, de la formación de la vida en el seno materno, del nacimiento y del estrecho vínculo que hay entre el momento inicial de la existencia y la acción del Dios Creador.
“Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado” (Jr 1, 5): la existencia de cada individuo, desde su origen, está en el designio divino. Job, desde lo profundo de su dolor, se detiene a contemplar la obra de Dios en la formación milagrosa de su cuerpo en el seno materno, encontrando en ello un motivo de confianza y manifestando la certeza de la existencia de un proyecto divino sobre su vida: “Tus manos me formaron, me plasmaron, ¡y luego, en arrebato, me quieres destruir! Recuerda que me hiciste como se amasa el barro, y que al polvo has de devolverme. ¿No me vertiste como leche y me cuajaste como queso? De piel y de carne me vestiste y me tejiste de huesos y de nervios. Luego con la vida me agraciaste y tu solicitud cuidó mi aliento” (10, 8-12). Acentos de reverente estupor ante la intervención de Dios sobre la vida en formación resuenan también en los Salmos (35).
¿Cómo se puede pensar que uno solo de los momentos de este maravilloso proceso de formación de la vida pueda ser sustraído de la sabia y amorosa acción del Creador y dejado a merced del arbitrio del hombre? Ciertamente no lo pensó así la madre de los siete hermanos, que profesó su fe en Dios, principio y garantía de la vida desde su concepción, y al mismo tiempo fundamento de la esperanza en la nueva vida más allá de la muerte: “Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno. Pues así el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no miráis por vosotros mismos a causa de sus leyes” (2 M 7, 22-23).
35. Conferantur, exempli gratia, Psalmi 22 [21], 10-11; 71 [70], 6; 139 [138], 13-14.
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45. La revelación del Nuevo Testamento confirma el reconocimiento indiscutible del valor de la vida desde sus comienzos. La exaltación de la fecundidad y la espera diligente de la vida resuenan en las palabras con las que Isabel se alegra por su embarazo: “El Señor... se dignó quitar mi oprobio entre los hombres” (Lc 1, 25). El valor de la persona desde su concepción es celebrado más vivamente aún en el encuentro entre la Virgen María e Isabel, y entre los dos niños que llevan en su seno. Son precisamente ellos, los niños, quienes revelan la llegada de la era mesiánica: en su encuentro comienza a actuar la fuerza redentora de la presencia del Hijo de Dios entre los hombres. “Bien pronto –escribe san Ambrosio– se manifiestan los beneficios de la llegada de María y de la presencia del Señor... Isabel fue la primera en oír la voz, pero Juan fue el primero en experimentar la gracia, porque Isabel escuchó según las facultades de la naturaleza, pero Juan, en cambio, se alegró a causa del misterio. Isabel sintió la proximidad de María, Juan la del Señor; la mujer oyó la salutación de la mujer, el hijo sintió la presencia del Hijo; ellas proclaman la gracia, ellos, viviéndola interiormente, logran que sus madres se aprovechen de este don hasta tal punto que, con un doble milagro, ambas empiezan a profetizar por inspiración de sus propios hijos. El niño saltó de gozo y la madre fue llena del Espíritu Santo, pero no fue enriquecida la madre antes que el hijo, sino que, después que fue repleto el hijo, quedó también colmada la madre” (36).
36. Expositio Evangelii secundum Lucam, II, 22-23: CCL 14, 40-41.
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“¡Tengo fe, aún cuando digo: ‘Muy desdichado soy’!”
(Sal 116-115, 10): la vida en la vejez y en el sufrimiento
46. También en lo relativo a los últimos momentos de la existencia, sería anacrónico esperar de la revelación bíblica una referencia expresa a la problemática actual del respeto de las personas ancianas y enfermas, y una condena explícita de los intentos de anticipar violentamente su fin. En efecto, estamos en un contexto cultural y religioso que no está afectado por estas tentaciones, sino que, en lo concerniente al anciano, reconoce en su sabiduría y experiencia una riqueza insustituible para la familia y la sociedad.
La vejez está marcada por el prestigio y rodeada de veneración (cf. 2 M 6, 23). El justo no pide ser privado de la ancianidad y de su peso, al contrario, reza así: “Pues tú eres mi esperanza, Señor, mi confianza desde mi juventud... Y ahora que llega la vejez y las canas, ¡oh Dios, no me abandones!, para que anuncie yo tu brazo a todas las edades venideras” (Sal 71-70, 5.18). El tiempo mesiánico ideal es presentado como aquél en el que “no habrá jamás... viejo que no llene sus días” (Is 65, 20).
Sin embargo, ¿cómo afrontar en la vejez el declive inevitable de la vida? ¿Qué actitud tomar ante la muerte? El creyente sabe que su vida está en las manos de Dios: “Señor, en tus manos está mi vida” (cf. Sal 16-15, 5), y que de Él acepta también el morir: “Esta sentencia viene del Señor sobre toda carne, ¿por qué desaprobar el agrado del Altísimo?” (Si 41, 4). El hombre, que no es dueño de la vida, tampoco lo es de la muerte; en su vida, como en su muerte, debe confiarse totalmente al “agrado del Altísimo”, a su designio de amor.
Incluso en el momento de la enfermedad, el hombre está llamado a vivir con la misma seguridad en el Señor y a renovar su confianza fundamental en Él, que “cura todas las enfermedades” (cf. Sal 103-102, 3). Cuando parece que toda expectativa de curación se cierra ante el hombre –hasta moverlo a gritar: “Mis días son como la sombra que declina, y yo me seco como el heno” (Sal 102-101, 12)–, también entonces el creyente está animado por la fe inquebrantable en el poder vivificante de Dios. La enfermedad no lo empuja a la desesperación y a la búsqueda de la muerte, sino a la invocación llena de esperanza: “¡Tengo fe, aún cuando digo: ‘Muy desdichado soy’!” (Sal 116-115, 10); “Señor, Dios mío, clamé a ti y me sanaste. Tú has sacado, Señor, mi alma del Seol, me has recobrado de entre los que bajan a la fosa” (Sal 30-29, 3-4).
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47. La misión de Jesús, con las numerosas curaciones realizadas, manifiesta cómo Dios se preocupa también de la vida corporal del hombre. “Médico de la carne y del espíritu” (37), Jesús fue enviado por el Padre a anunciar la buena nueva a los pobres y a sanar los corazones quebrantados (cf. Lc 4, 18; Is 61, 1). Al enviar después a sus discípulos por el mundo, les confía una misión en la que la curación de los enfermos acompaña al anuncio del Evangelio: “Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios” (Mt 10, 7-8; cf. Mc 6, 13; 16, 18).
Ciertamente, la vida del cuerpo en su condición terrena no es un valor absoluto para el creyente, sino que se le puede pedir que la ofrezca por un bien superior; como dice Jesús, “quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8, 35). A este propósito, los testimonios del Nuevo Testamento son diversos. Jesús no vacila en sacrificarse a sí mismo y, libremente, hace de su vida una ofrenda al Padre (cf. Jn 10, 17) y a los suyos (cf. Jn 10, 15). También la muerte de Juan el Bautista, precursor del Salvador, manifiesta que la existencia terrena no es un bien absoluto; es más importante la fidelidad a la palabra del Señor, aunque pueda poner en peligro la vida (cf. Mc 6, 17-29). Y Esteban, mientras era privado de la vida temporal por testimoniar fielmente la resurrección del Señor, sigue las huellas del Maestro y responde a quienes le apedrean con palabras de perdón (cf. Hch 7, 59-60), abriendo el camino a innumerables mártires, venerados por la Iglesia desde su comienzo.
Sin embargo, ningún hombre puede decidir arbitrariamente entre vivir o morir. En efecto, sólo es dueño absoluto de esta decisión el Creador, en quien “vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 28).
37. S. IGNATIUS ANTIOCHENUS, Ad Ephesios, 7, 2; Patres Apostolici, ed. F.X. FUNK, II, 82.
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“Todos los que la guardan alcanzarán la vida” (Ba 4, 1):
de la Ley del Sinaí al don del Espíritu
48. La vida lleva escrita en sí misma de un modo indeleble su verdad. El hombre, acogiendo el don de Dios, debe comprometerse a mantener la vida en esta verdad, que le es esencial. Distanciarse de ella equivale a condenarse a sí mismo a la falta de sentido y a la infelicidad, con la consecuencia de poder ser también una amenaza para la existencia de los demás, una vez rotas las barreras que garantizan el respeto y la defensa de la vida en cada situación.
La verdad de la vida es revelada por el mandamiento de Dios. La palabra del Señor indica concretamente qué dirección debe seguir la vida para poder respetar su propia verdad y salvaguardar su propia dignidad. No sólo el específico mandamiento “no matarás” (Ex 20, 13; Dt 5, 17) asegura la protección de la vida, sino que toda la Ley del Señor está al servicio de esta protección, porque revela aquella verdad en la que la vida encuentra su pleno significado.
Por tanto, no sorprende que la Alianza de Dios con su pueblo esté tan fuertemente ligada a la perspectiva de la vida, incluso en su dimensión corpórea. El mandamiento se presenta en ella como camino de vida: “Yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia. Si escuchas los mandamientos del Señor tu Dios que yo te prescribo hoy, si amas al Señor tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos, preceptos y normas, vivirás y te multiplicarás; el Señor tu Dios te bendecirá en la tierra a la que vas a entrar para tomarla en posesión” (Dt 30, 15-16). Está en juego no sólo la tierra de Canaán y la existencia del pueblo de Israel, sino el mundo de hoy y del futuro, así como la existencia de toda la humanidad. En efecto, es absolutamente imposible que la vida se conserve auténtica y plena alejándose del bien; y, a su vez, el bien está esencialmente vinculado a los mandamientos del Señor, es decir, a la “ley de vida” (Si 17, 11). El bien que hay que cumplir no se superpone a la vida como un peso que carga sobre ella, ya que la razón misma de la vida es precisamente el bien, y la vida se realiza sólo mediante el cumplimiento del bien.
El conjunto de la Ley es, pues, lo que salvaguarda plenamente la vida del hombre. Esto explica lo difícil que es mantenerse fiel al “no matarás” cuando no se observan las otras “palabras de vida” (Hch 7, 38), relacionadas con este mandamiento. Fuera de este horizonte, el mandamiento acaba por convertirse en una simple obligación extrínseca, de la que muy pronto se querrán ver límites y se buscarán atenuaciones o excepciones. Sólo si nos abrimos a la plenitud de la verdad sobre Dios, el hombre y la historia, la palabra “no matarás” volverá a brillar como un bien para el hombre en todas sus dimensiones y relaciones. En este sentido podemos comprender la plenitud de la verdad contenida en el pasaje del libro del Deuteronomio, citado por Jesús en su respuesta a la primera tentación: “No sólo de pan vive el hombre, sino... de todo lo que sale de la boca del Señor” (8, 3; cf. Mt 4, 4).
Sólo escuchando la palabra del Señor el hombre puede vivir con dignidad y justicia; observando la Ley de Dios el hombre puede dar frutos de vida y felicidad: “todos los que la guardan alcanzarán la vida, mas los que la abandonan morirán” (Ba 4, 1).
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49. La historia de Israel muestra lo difícil que es mantener la fidelidad a la ley de la vida, que Dios ha inscrito en el corazón de los hombres y ha entregado en el Sinaí al pueblo de la Alianza. Ante la búsqueda de proyectos de vida alternativos al plan de Dios, los Profetas reivindican con fuerza que sólo el Señor es la fuente auténtica de la vida. Así escribe Jeremías: “Doble mal ha hecho mi pueblo: a mí me dejaron, manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas, que el agua no retienen” (2, 13). Los Profetas señalan con el dedo acusador a quienes desprecian la vida y violan los derechos de las personas: “Pisan contra el polvo de la tierra la cabeza de los débiles” (Am 2, 7); “Han llenado este lugar de sangre de inocentes” (Jr 19, 4). Entre ellos el profeta Ezequiel censura varias veces a la ciudad de Jerusalén, llamándola “la ciudad sanguinaria” (22, 2; 24, 6.9), “ciudad que derramas sangre en medio de ti” (22, 3).
Pero los Profetas, mientras denuncian las ofensas contra la vida, se preocupan sobre todo de suscitar la espera de un nuevo principio de vida, capaz de fundar una nueva relación con Dios y con los hermanos abriendo posibilidades inéditas y extraordinarias para comprender y realizar todas las exigencias propias del Evangelio de la vida. Esto será posible únicamente gracias al don de Dios, que purifica y renueva: “Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo” (Ez 36, 25-26; cf. Jr 31, 31-34). Gracias a este “corazón nuevo” se puede comprender y llevar a cabo el sentido más verdadero y profundo de la vida: ser un don que se realiza al darse. Éste es el mensaje esclarecedor que sobre el valor de la vida nos da la figura del Siervo del Señor: “Si se da a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargará sus días... Por las fatigas de su alma, verá luz” (Is 53, 10. (11)).
En Jesús de Nazaret se cumple la Ley y se da un corazón nuevo mediante su Espíritu. En efecto, Jesús no reniega de la Ley, sino que la lleva a su cumplimiento (cf. Mt 5, 17): la Ley y los Profetas se resumen en la regla de oro del amor recíproco (cf. Mt 7, 12). En Él la Ley se hace definitivamente “evangelio”, buena noticia de la soberanía de Dios sobre el mundo, que reconduce toda la existencia a sus raíces y a sus perspectivas originarias. Es la Ley Nueva, “la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús” (Rm 8, 2), cuya expresión fundamental, a semejanza del Señor que da la vida por sus amigos (cf. Jn 15, 13), es el don de sí mismo en el amor a los hermanos: “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte al vida, porque amamos a los hermanos” (1 Jn 3, 14). Es ley de libertad, de alegría y de bienaventuranza.
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“Mirarán al que atravesaron” (Jn 19, 37):
en el árbol de la Cruz se cumple el Evangelio de la vida
50. Al final de este capítulo, en el que hemos meditado el mensaje cristiano sobre la vida, quisiera detenerme con cada uno de vosotros a contemplar a Aquél que atravesaron y que atrae a todos hacia sí (cf. Jn 19, 37; 12, 32). Mirando “el espectáculo” de la cruz (cf. Lc 23, 48) podremos descubrir en este árbol glorioso el cumplimiento y la plena revelación de todo el Evangelio de la vida.
En las primeras horas de la tarde del viernes santo, “al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra... El velo del Santuario se rasgó por medio” (Lc 23, 44.45). Es símbolo de una gran alteración cósmica y de una inmensa lucha entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal, entre la vida y la muerte. Hoy nosotros nos encontramos también en medio de una lucha dramática entre la “cultura de la muerte”y la “cultura de la vida”. Sin embargo, esta oscuridad no eclipsa el resplandor de la Cruz; al contrario, resalta aún más nítida y luminosa y se manifiesta como centro, sentido y fin de toda la historia y de cada vida humana.
Jesús es clavado en la cruz y elevado sobre la tierra. Vive el momento de su máxima “impotencia”, y su vida parece abandonada totalmente al escarnio de sus adversarios y en manos de sus asesinos: es ridiculizado, insultado, ultrajado (cf. Mc 15, 24-36). Sin embargo, ante todo esto el centurión romano, viendo “que había expirado de esa manera”, exclama: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15, 39). Así, en el momento de su debilidad extrema se revela la identidad del Hijo de Dios: ¡en la Cruz se manifiesta su gloria!
Con su muerte, Jesús ilumina el sentido de la vida y de la muerte de todo ser humano. Antes de morir, Jesús ora al Padre implorando el perdón para sus perseguidores (cf. Lc 23, 34) y dice al malhechor que le pide que se acuerde de él en su reino: “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43). Después de su muerte “se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron” (Mt 27, 52). La salvación realizada por Jesús es don de vida y de resurrección. A lo largo de su existencia, Jesús había dado también la salvación sanando y haciendo el bien a todos (cf. Hch 10, 38). Pero los milagros, las curaciones y las mismas resurrecciones eran signo de otra salvación, consistente en el perdón de los pecados, es decir, en liberar al hombre de su enfermedad más profunda, elevándolo a la vida misma de Dios.
En la Cruz se renueva y realiza en su plena y definitiva perfección el prodigio de la serpiente levantada por Moisés en el desierto (cf. Jn 3, 14-15; Nm 21, 8-9). También hoy, dirigiendo la mirada a Aquél que atravesaron, todo hombre amenazado en su existencia encuentra la esperanza segura de liberación y redención.
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51. Existe todavía otro hecho concreto que llama mi atención y me hace meditar con emoción: “Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: ‘Todo está cumplido’. E inclinando la cabeza entregó el espíritu”. (Jn 19, 30). Y el soldado romano “le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua” (Jn 19, 34).
Todo ha alcanzado ya su pleno cumplimiento. La “entrega del espíritu” presenta la muerte de Jesús semejante a la de cualquier otro ser humano, pero parece aludir también al “don del Espíritu”, con el que nos rescata de la muerte y nos abre a una vida nueva.
El hombre participa de la misma vida de Dios. Es la vida que, mediante los sacramentos de la Iglesia –de los que son símbolo la sangre y el agua manados del costado de Cristo–, se comunica continuamente a los hijos de Dios, constituidos así como pueblo de la nueva alianza. De la Cruz, fuente de vida, nace y se propaga el “pueblo de la vida”.
La contemplación de la Cruz nos lleva, de este modo, a las raíces más profundas de cuanto ha sucedido. Jesús, que entrando en el mundo había dicho: “He aquí que vengo, Señor, a hacer tu voluntad” (cf. Hb 10, 9), se hizo en todo obediente al Padre y, “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1), se entregó a sí mismo por ellos.
Él, que no había “venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mc 10, 45), alcanza en la Cruz la plenitud del amor. “Nadie tiene mayor amor, que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Y Él murió por nosotros siendo todavía nosotros pecadores (cf. Rm 5, 8).
De este modo proclama que la vida encuentra su centro, su sentido y su plenitud cuando se entrega.
En este punto la meditación se hace alabanza y agradecimiento y, al mismo tiempo, nos invita a imitar a Jesús y a seguir sus huellas (cf. 1 P 2, 21).
También nosotros estamos llamados a dar nuestra vida por los hermanos, realizando de este modo en plenitud de verdad el sentido y el destino de nuestra existencia.
Lo podremos hacer porque Tú, Señor, nos has dado ejemplo y nos has comunicado la fuerza de tu Espíritu. Lo podremos hacer si cada día, contigo y como Tú, somos obedientes al Padre y cumplimos su voluntad.
Por ello, concédenos escuchar con corazón dócil y generoso toda palabra que sale de la boca de Dios. Así aprenderemos no sólo a “no matar” la vida del hombre, sino a venerarla, amarla y promoverla.
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“Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos”
(Mt 19, 17): Evangelio y mandamiento
52. “En esto se le acercó uno y le dijo: ‘Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna?’” (Mt 19, 16). Jesús responde: “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos” (Mt 19, 17). El Maestro habla de la vida eterna, es decir, de la participación en la vida misma de Dios. A esta vida se llega por la observancia de los mandamientos del Señor, incluido también el mandamiento “no matarás”. Precisamente éste es el primer precepto del Decálogo que Jesús recuerda al joven que pregunta qué mandamientos debe observar: “Jesús dijo: ‘No matarás, no cometerás adulterio, no robarás...’” (Mt 19, 18).
El mandamiento de Dios no está nunca separado de su amor; es siempre un don para el crecimiento y la alegría del hombre. Como tal, constituye un aspecto esencial y un elemento irrenunciable del Evangelio, más aún, es presentado como “evangelio”, esto es, buena y gozosa noticia. También el Evangelio de la vida es un gran don de Dios y, al mismo tiempo, una tarea que compromete al hombre. Suscita asombro y gratitud en la persona libre, y requiere ser aceptado, observado y estimado con gran responsabilidad: al darle la vida, Dios exige al hombre que la ame, la respete y la promueva. De este modo, el don se hace mandamiento, y el mandamiento mismo es un don.
El hombre, imagen viva de Dios, es querido por su Creador como rey y señor. “Dios creó al hombre –escribe san Gregorio de Nisa– de modo tal que pudiera desempeñar su función de rey de la tierra... El hombre fue creado a imagen de Aquél que gobierna el universo. Todo demuestra que, desde el principio, su naturaleza está marcada por la realeza... También el hombre es rey. Creado para dominar el mundo, recibió la semejanza con el rey universal, es la imagen viva que participa con su dignidad en la perfección del modelo divino” (38). Llamado a ser fecundo y a multiplicarse, a someter la tierra y a dominar sobre todos los seres inferiores a él (cf. Gn 1, 28), el hombre es rey y señor no sólo de las cosas, sino también y sobre todo de sí mismo (39) y, en cierto sentido, de la vida que le ha sido dada y que puede transmitir por medio de la generación, realizada en el amor y respeto del designio divino. Sin embargo, no se trata de un señorío absoluto, sino ministerial, reflejo real del señorío único e infinito de Dios. Por eso, el hombre debe vivirlo con sabiduría y amor, participando de la sabiduría y del amor inconmensurables de Dios. Esto se lleva a cabo mediante la obediencia a su santa Ley: una obediencia libre y gozosa (cf. Sal 119-118), que nace y crece siendo conscientes de que los preceptos del Señor son un don gratuito confiado al hombre siempre y sólo para su bien, para la tutela de su dignidad personal y para la consecución de su felicidad.
Como sucede con las cosas, y más aún con la vida, el hombre no es dueño absoluto y árbitro incensurable, sino –y aquí radica su grandeza sin par– que es “administrador del plan establecido por el Creador” (40).
La vida se confía al hombre como un tesoro que no se debe malgastar, como un talento a negociar. El hombre debe rendir cuentas de ella a su Señor (cf. Mt 25, 14-30; Lc 19, 12-27).
38. De hominis opificio, 4: PG 44, 136.
39. Cfr. S. IOANNES DAMASCENUS, De fide orthodoxa, 2, 12: PG 94, 920, locus laudatur in S. THOMAE AQUINATIS, Summa Theologiae, I-II, Prol.
40. PAULUS PP. VI, Litt. Encycl. Humanae vitae (25 Iulii 1968), 13: AAS 60 (1968), 489 [1968 07 25/13].
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“Pediré cuentas de la vida del hombre al hombre” (cf. Gn 9, 5):
la vida humana es sagrada e inviolable
53. “La vida humana es sagrada porque desde su inicio comporta ‘la acción creadora de Dios’ y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término: nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente” (41). Con estas palabras la Instrucción Donum vitae expone el contenido central de la revelación de Dios sobre el carácter sagrado e inviolable de la vida humana.
En efecto, la Sagrada Escritura impone al hombre el precepto “no matarás” como mandamiento divino (Ex 20, 13; Dt 5, 17). Este precepto –como ya he indicado– se encuentra en el Decálogo, en el núcleo de la Alianza que el Señor establece con el pueblo elegido; pero estaba ya incluido en la alianza originaria de Dios con la humanidad después del castigo purificador del diluvio, provocado por la propagación del pecado y de la violencia (cf. Gn 9, 5-6).
Dios se proclama Señor absoluto de la vida del hombre, creado a su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 26-28). Por tanto, la vida humana tiene un carácter sagrado e inviolable, en el que se refleja la inviolabilidad misma del Creador. Precisamente por esto, Dios se hace juez severo de toda violación del mandamiento “no matarás”, que está en la base de la convivencia social. Dios es el defensor del inocente (cf. Gn 4, 9-15; Is 41, 14; Jr 50, 34; Sal 19-18, 15). También de este modo, Dios demuestra que “no se recrea en la destrucción de los vivientes” (Sb 1, 13). Sólo Satanás puede gozar con ella: por su envidia la muerte entró en el mundo (cf. Sb 2, 24). Satanás, que es “homicida desde el principio”, y también “mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8, 44), engañando al hombre, lo conduce a los confines del pecado y de la muerte, presentados como logros o frutos de vida.
41. Cfr. CONGREGATIO PRO DOCTRINA FIDEI, Instructio de observantia erga vitam humanam nascentem deque procreationis dignitate tuenda Donum vitae (22 Februarii 1987), Introductio, 5: AAS 80 (1988), 76-77 [1987 02 22/6]; cfr. Cataholicae Ecclesiae Catechismus, n. 2258.
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54. Explícitamente, el precepto “no matarás” tiene un fuerte contenido negativo: indica el límite que nunca puede ser transgredido. Implícitamente, sin embargo, conduce a una actitud positiva de respeto absoluto por la vida, ayudando a promoverla y a progresar por el camino del amor que se da, acoge y sirve. El pueblo de la Alianza, aun con lentitud y contradicciones, fue madurando progresivamente en esta dirección, preparándose así al gran anuncio de Jesús: el amor al prójimo es un mandamiento semejante al del amor a Dios; “de estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas” (cf. Mt 22, 36-40). “Lo de... no matarás... y todos los demás preceptos –señala san Pablo– se resumen en esta fórmula: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’” (Rm 13, 9; cf. Ga 5, 14). El precepto “no matarás”, asumido y llevado a plenitud en la Nueva Ley, es condición irrenunciable para poder “entrar en la vida” (cf. Mt 19, 16-19). En esta misma perspectiva, son apremiantes también las palabras del apóstol Juan: “Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él” (1 Jn 3, 15).
Desde sus inicios, la Tradición viva de la Iglesia –como atestigua la Didaché, el más antiguo escrito cristiano no bíblico– repite de forma categórica el mandamiento “no matarás”: “Dos caminos hay, uno de la vida y otro de la muerte; pero grande es la diferencia que hay entre estos caminos... Segundo mandamiento de la doctrina: No matarás... no matarás al hijo en el seno de su madre, ni quitarás la vida al recién nacido... Mas el camino de la muerte es éste:... que no se compadecen del pobre, no sufren por el atribulado, no conocen a su Criador, matadores de sus hijos, corruptores de la imagen de Dios; los que rechazan al necesitado, oprimen al atribulado, abogados de los ricos, jueces injustos de los pobres, pecadores en todo. ¡Ojalá os veáis libres, hijos, de todos estos pecados!” (42).
A lo largo del tiempo, la Tradición de la Iglesia siempre ha enseñado unánimemente el valor absoluto y permanente del mandamiento “no matarás”. Es sabido que en los primeros siglos el homicidio se consideraba entre los tres pecados más graves –junto con la apostasía y el adulterio– y se exigía una penitencia pública particularmente dura y larga antes que al homicida arrepentido se le concediese el perdón y la readmisión en la comunión eclesial.
42. Didachè, I, 1; II, 1-2; V, 1 y 3: Patres Apostolici, ed. F.X. FUNK, I, 2-3, 6-9, 14-17; cfr. Epistula Pseudo-Barnabae, XIX, 5: l.m., 90-93.
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55. No debe sorprendernos: matar un ser humano, en el que está presente la imagen de Dios, es un pecado particularmente grave. ¡Sólo Dios es dueño de la vida! Desde siempre, sin embargo, ante las múltiples y a menudo dramáticas situaciones que la vida individual y social presenta, la reflexión de los creyentes ha tratado de conocer de forma más completa y profunda lo que prohíbe y prescribe el mandamiento de Dios (43). En efecto, hay situaciones en las que aparecen como una verdadera paradoja los valores propuestos por la Ley de Dios. Es el caso, por ejemplo, de la legítima defensa, en que el derecho a proteger la propia vida y el deber de no dañar la del otro resultan, en concreto, difícilmente conciliables. Sin duda alguna, el valor intrínseco de la vida y el deber de amarse a sí mismo no menos que a los demás son la base de un verdadero derecho a la propia defensa. El mismo precepto exigente del amor al prójimo, formulado en el Antiguo Testamento y confirmado por Jesús, supone el amor por uno mismo como uno de los términos de la comparación: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mc 12, 31). Por tanto, nadie podría renunciar al derecho a defenderse por amar poco la vida o a sí mismo, sino sólo movido por un amor heroico, que profundiza y transforma el amor por uno mismo, según el espíritu de las bienaventuranzas evangélicas (cf. Mt 5, 38-48) en la radicalidad oblativa cuyo ejemplo sublime es el mismo Señor Jesús.
Por otra parte, “la legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro, del bien común de la familia o de la sociedad” (44). Por desgracia sucede que la necesidad de evitar que el agresor cause daño conlleva a veces su eliminación. En esta hipótesis el resultado mortal se ha de atribuir al mismo agresor que se ha expuesto con su acción, incluso en el caso que no fuese moralmente responsable por falta del uso de razón (45).
43. Cfr. Catholicae Ecclesiae Catechismus, nn. 2263-2269; cfr. etiam Catechismus Concilii Tridentini III, 327-332.
44. Catholicae Ecclesiae Catechismus, n. 2265.
45. Cf. S. THOMAS AQUINAS, Summa Theologiae, II-II, q. 64, a. 7; S. ALPHONSUS MARIA DE’ LIGUORI, Theologia moralis, 1. III, tr. 4, c. 1, dub. 3.
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56. En este horizonte se sitúa también el problema de la pena de muerte, respecto a la cual hay, tanto en la Iglesia como en la sociedad civil, una tendencia progresiva a pedir una aplicación muy limitada e, incluso, su total abolición. El problema se enmarca en la óptica de una justicia penal que sea cada vez más conforme con la dignidad del hombre y por tanto, en último término, con el designio de Dios sobre el hombre y la sociedad. En efecto, la pena que la sociedad impone “tiene como primer efecto el de compensar el desorden introducido por la falta” (46). La autoridad pública debe reparar la violación de los derechos personales y sociales mediante la imposición al reo de una adecuada expiación del crimen, como condición para ser readmitido al ejercicio de la propia libertad. De este modo la autoridad alcanza también el objetivo de preservar el orden público y la seguridad de las personas, no sin ofrecer al mismo reo un estímulo y una ayuda para corregirse y enmendarse (47).
Es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes.
De todos modos, permanece válido el principio indicado por el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, según el cual “si los medios incruentos bastan para defender las vidas humanas contra el agresor y para proteger de él el orden público y la seguridad de las personas, en tal caso la autoridad se limitará a emplear sólo esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana” (48).
46. Catholicae Ecclesiae Catechismus, 2266.
47. Cfr. Ibid.
48. N. 2267.
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57. Si se pone tan gran atención al respeto de toda vida, incluida la del reo y la del agresor injusto, el mandamiento “no matarás” tiene un valor absoluto cuando se refiere a la persona inocente. Tanto más si se trata de un ser humano débil e indefenso, que sólo en la fuerza absoluta del mandamiento de Dios encuentra su defensa radical frente al arbitrio y a la prepotencia ajena.
En efecto, el absoluto carácter inviolable de la vida humana inocente es una verdad moral explícitamente enseñada en la Sagrada Escritura, mantenida constantemente en la Tradición de la Iglesia y propuesta de forma unánime por su Magisterio. Esta unanimidad es fruto evidente de aquel “sentido sobrenatural de la fe” que, suscitado y sostenido por el Espíritu Santo, preserva de error al pueblo de Dios, cuando “muestra estar totalmente de acuerdo en cuestiones de fe y de moral” (49).
Ante la progresiva pérdida de conciencia en los individuos y en la sociedad sobre la absoluta y grave ilicitud moral de la eliminación directa de toda vida humana inocente, especialmente en su inicio y en su término, el Magisterio de la Iglesia ha intensificado sus intervenciones en defensa del carácter sagrado e inviolable de la vida humana. Al Magisterio pontificio, especialmente insistente, se ha unido siempre el episcopal, por medio de numerosos y amplios documentos doctrinales y pastorales, tanto de Conferencias Episcopales como de Obispos en particular. Tampoco ha faltado, fuerte e incisiva en su brevedad, la intervención del Concilio Vaticano II (50).
Por tanto, con la autoridad conferida por Cristo a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral. Esta doctrina, fundamentada en aquella ley no escrita que cada hombre, a la luz de la razón, encuentra en el propio corazón (cf. Rm 2, 14-15), es corroborada por la Sagrada Escritura, transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal (51).
La decisión deliberada de privar a un ser humano inocente de su vida es siempre mala desde el punto de vista moral y nunca puede ser lícita ni como fin, ni como medio para un fin bueno. En efecto, es una desobediencia grave a la ley moral, más aún, a Dios mismo, su autor y garante; y contradice las virtudes fundamentales de la justicia y de la caridad. “Nada ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano inocente, sea feto o embrión, niño o adulto, anciano, enfermo incurable o agonizante. Nadie además puede pedir este gesto homicida para sí mismo o para otros confiados a su responsabilidad ni puede consentirlo explícita o implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni permitirlo” (52).
Cada ser humano inocente es absolutamente igual a todos los demás en el derecho a la vida. Esta igualdad es la base de toda auténtica relación social que, para ser verdadera, debe fundamentarse sobre la verdad y la justicia, reconociendo y tutelando a cada hombre y a cada mujer como persona y no como una cosa de la que se puede disponer. Ante la norma moral que prohíbe la eliminación directa de un ser humano inocente “no hay privilegios ni excepciones para nadie. No hay ninguna diferencia entre ser el dueño del mundo o el último de los miserables de la tierra: ante las exigencias morales somos todos absolutamente iguales” (53).
49. CONC. OECUM. VAT. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 12.
50. Cfr. Const. dogm. de Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 27. [1965 12 07c/27]
51. CONC. OECUM. VAT. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 25.
52. CONGREGATIO PRO DOCTRINA FIDEI, Decl. de euthanasia Iusa et bona (5 maii 1980), II: AAS 72 (1980), 546.
53. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encycl. Veritatis splendor (6 augusi 1993), 96: AAS 85 ( 1993 ), 1209.
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“Mi embrión tus ojos lo veían” (Sal 139-138, 16):
el delito abominable del aborto
58. Entre todos los delitos que el hombre puede cometer contra la vida, el aborto procurado presenta características que lo hacen particularmente grave e ignominioso. El Concilio Vaticano II lo define, junto con el infanticidio, como “crímenes nefandos” (54).
Hoy, sin embargo, la percepción de su gravedad se ha ido debilitando progresivamente en la conciencia de muchos. La aceptación del aborto en la mentalidad, en las costumbres y en la misma ley es señal evidente de una peligrosísima crisis del sentido moral, que es cada vez más incapaz de distinguir entre el bien y el mal, incluso cuando está en juego el derecho fundamental a la vida. Ante una situación tan grave, se requiere más que nunca el valor de mirar de frente a la verdad y de llamar a las cosas por su nombre, sin ceder a compromisos de conveniencia o a la tentación de autoengaño. A este propósito resuena categórico el reproche del Profeta: “¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal!; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad” (Is 5, 20). Precisamente en el caso del aborto se percibe la difusión de una terminología ambigua, como la de “interrupción del embarazo”, que tiende a ocultar su verdadera naturaleza y a atenuar su gravedad en la opinión pública. Quizás este mismo fenómeno lingüístico sea síntoma de un malestar de las conciencias. Pero ninguna palabra puede cambiar la realidad de las cosas: el aborto procurado es la eliminación deliberada y directa, como quiera que se realice, de un ser humano en la fase inicial de su existencia, que va de la concepción al nacimiento.
La gravedad moral del aborto procurado se manifiesta en toda su verdad si se reconoce que se trata de un homicidio y, en particular, si se consideran las circunstancias específicas que lo cualifican. Quien se elimina es un ser humano que comienza a vivir, es decir, lo más inocente en absoluto que se pueda imaginar: ¡jamás podrá ser considerado un agresor, y menos aún un agresor injusto! Es débil, inerme, hasta el punto de estar privado incluso de aquella mínima forma de defensa que constituye la fuerza implorante de los gemidos y del llanto del recién nacido. Se halla totalmente confiado a la protección y al cuidado de la mujer que lo lleva en su seno. Sin embargo, a veces, es precisamente ella, la madre, quien decide y pide su eliminación, e incluso la procura.
Es cierto que en muchas ocasiones la opción del aborto tiene para la madre un carácter dramático y doloroso, en cuanto que la decisión de deshacerse del fruto de la concepción no se toma por razones puramente egoístas o de conveniencia, sino porque se quisieran preservar algunos bienes importantes, como la propia salud o un nivel de vida digno para los demás miembros de la familia. A veces se temen para el que ha de nacer tales condiciones de existencia que hacen pensar que para él lo mejor sería no nacer. Sin embargo, estas y otras razones semejantes, aun siendo graves y dramáticas, jamás pueden justificar la eliminación deliberada de un ser humano inocente.
54. Const. past. de Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 51: « Abortus necnon infanticidium nefanda sunt crimina ». [1965 12 07c/51]
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59. En la decisión sobre la muerte del niño aún no nacido, además de la madre, intervienen con frecuencia otras personas. Ante todo, puede ser culpable el padre del niño, no sólo cuando induce expresamente a la mujer al aborto, sino también cuando favorece de modo indirecto esta decisión suya al dejarla sola ante los problemas del embarazo (55): de esta forma se hiere mortalmente a la familia y se profana su naturaleza de comunidad de amor y su vocación de ser “santuario de la vida”. No se pueden olvidar las presiones que a veces provienen de un contexto más amplio de familiares y amigos. No raramente la mujer está sometida a presiones tan fuertes que se siente psicológicamente obligada a ceder al aborto: no hay duda de que en este caso la responsabilidad moral afecta particularmente a quienes directa o indirectamente la han forzado a abortar. También son responsables los médicos y el personal sanitario cuando ponen al servicio de la muerte la competencia adquirida para promover la vida.
Pero la responsabilidad implica también a los legisladores que han promovido y aprobado leyes que amparan el aborto y, en la medida en que haya dependido de ellos, los administradores de las estructuras sanitarias utilizadas para practicar abortos. Una responsabilidad general no menos grave afecta tanto a los que han favorecido la difusión de una mentalidad de permisivismo sexual y de menosprecio de la maternidad, como a quienes debieron haber asegurado –y no lo han hecho– políticas familiares y sociales válidas en apoyo de las familias, especialmente de las numerosas o con particulares dificultades económicas y educativas. Finalmente, no se puede minimizar el entramado de complicidades que llega a abarcar incluso a instituciones internacionales, fundaciones y asociaciones que luchan sistemáticamente por la legalización y la difusión del aborto en el mundo. En este sentido, el aborto va más allá de la responsabilidad de las personas concretas y del daño que se les provoca, asumiendo una dimensión fuertemente social: es una herida gravísima causada a la sociedad y a su cultura por quienes deberían ser sus constructores y defensores. Como he escrito en mi Carta a las Familias, “nos encontramos ante una enorme amenaza contra la vida: no sólo la de cada individuo, sino también la de toda la civilización” (56). Estamos ante lo que puede definirse como una “estructura de pecado” contra la vida humana aún no nacida.
55. Cfr. IOANNES PAULUS PP. II, Epist. Ap. Mulieris dignitatem (15 augusti 1988), 14: AAS 80 (1988), 1686. [1988 08 15/14]
56. N. 21: AAS 86 (1994), 920. [1994 02 02/21]
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60. Algunos intentan justificar el aborto sosteniendo que el fruto de la concepción, al menos hasta un cierto número de días, no puede ser todavía considerado una vida humana personal. En realidad, “desde el momento en que el óvulo es fecundado, se inaugura una nueva vida que no es la del padre ni la de la madre, sino la de un nuevo ser humano que se desarrolla por sí mismo. Jamás llegará a ser humano si no lo ha sido desde entonces. A esta evidencia de siempre... la genética moderna otorga una preciosa confirmación. Muestra que desde el primer instante se encuentra fijado el programa de lo que será ese viviente: una persona, un individuo con sus características ya bien determinadas. Con la fecundación inicia la aventura de una vida humana, cuyas principales capacidades requieren un tiempo para desarrollarse y poder actuar” (57). Aunque la presencia de un alma espiritual no puede deducirse de la observación de ningún dato experimental, las mismas conclusiones de la ciencia sobre el embrión humano ofrecen “una indicación preciosa para discernir racionalmente una presencia personal desde este primer surgir de la vida humana: ¿cómo un individuo humano podría no ser persona humana?” (58).
Por lo demás, está en juego algo tan importante que, desde el punto de vista de la obligación moral, bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante una persona para justificar la más rotunda prohibición de cualquier intervención destinada a eliminar un embrión humano. Precisamente por esto, más allá de los debates científicos y de las mismas afirmaciones filosóficas en las que el Magisterio no se ha comprometido expresamente, la Iglesia siempre ha enseñado, y sigue enseñando, que al fruto de la generación humana, desde el primer momento de su existencia, se ha de garantizar el respeto incondicional que moralmente se le debe al ser humano en su totalidad y unidad corporal y espiritual: “El ser humano debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción y, por eso, a partir de ese mismo momento se le deben reconocer los derechos de la persona, principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida” (59).
57. CONGREGATIO PRO DOCTRINA FIDEI, Declaratio de abortu procurato (18 novembris 1974), 12-13: AAS 66 (1974), 738. [1974 11 18/12-13]
58. CONGREGATIO PRO DOCTRINA FIDEI, Instr. de observantia erga vitam humanam nascentem neque procreationis dignitate tuenda Donum vitae, (22 febrero 1987), I. 1 AAS 80 (1988) 78-79. [1987 02 22/7]
59. Ibid., l.m., 79. [1987 02 22/7]
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61. Los textos de la Sagrada Escritura, que nunca hablan del aborto voluntario y, por tanto, no contienen condenas directas y específicas al respecto, presentan de tal modo al ser humano en el seno materno, que exigen lógicamente que se extienda también a este caso el mandamiento divino “no matarás”.
La vida humana es sagrada e inviolable en cada momento de su existencia, también en el inicial que precede al nacimiento. El hombre, desde el seno materno, pertenece a Dios que lo escruta y conoce todo, que lo forma y lo plasma con sus manos, que lo ve mientras es todavía un pequeño embrión informe y que en él entrevé el adulto de mañana, cuyos días están contados y cuya vocación está ya escrita en el “libro de la vida” (cf. Sal 139-138, 1. 13-16). Incluso cuando está todavía en el seno materno, –como testimonian numerosos textos bíblicos (60)– el hombre es término personalísimo de la amorosa y paterna providencia divina.
La Tradición cristiana –como bien señala la Declaración emitida al respecto por la Congregación para la Doctrina de la Fe (61)– es clara y unánime, desde los orígenes hasta nuestros días, en considerar el aborto como desorden moral particularmente grave. Desde que entró en contacto con el mundo greco-romano, en el que estaba difundida la práctica del aborto y del infanticidio, la primera comunidad cristiana se opuso radicalmente, con su doctrina y praxis, a las costumbres difundidas en aquella sociedad, como bien demuestra la ya citada Didaché (62). Entre los escritores eclesiásticos del área griega, Atenágoras recuerda que los cristianos consideran como homicidas a las mujeres que recurren a medicinas abortivas, porque los niños, aun estando en el seno de la madre, son ya “objeto, por ende, de la providencia de Dios” (63). Entre los latinos, Tertuliano afirma: “Es un homicidio anticipado impedir el nacimiento; poco importa que se suprima el alma ya nacida o que se la haga desaparecer en el nacimiento. Es ya un hombre aquél que lo será” (64).
A lo largo de su historia bimilenaria, esta misma doctrina ha sido enseñada constantemente por los Padres de la Iglesia, por sus Pastores y Doctores. Incluso las discusiones de carácter científico y filosófico sobre el momento preciso de la infusión del alma espiritual, nunca han provocado la mínima duda sobre la condena moral del aborto.
60. Sic Ieremias propheta: «Et factum est verbum Domini ad me dicens: “Priusquam te formarem in utero, novi te et, antequam expires de vulva, sanctificavi te et prophetibus dedi te”» (1, 4-5). Psalmista, ex parte sua sic ad Dominum se vertit: «Super te innixus sum ex utero, de ventre matris meae tu es susceptor meus» (Ps 71 [70], 6; cfr. Is 46, 3; Iob 10, 8-12; Ps 22 [21], 10-11). Etiam evangelista Lucas –in mira illa narratione occursationis duarum matrum, Elizabeth et Mariae, duorumque filiorum, Ioannis Baptistae atque Iesu, adhuc in materno gremio adbitorum (cfr. 1, 39-45)– in luce ponit Pueri adventum animadvertere puerum atque laetari..
61. Cfr. Declaratio de abortu procurato (18 novembris 1974): AAS 66 (1974), 740-747. [1974 11 18/4]
62. «Non interficies foetum in abortione neque interimes infantem natum»: V, 2, Patres Apostolici, ed. F.X. FUNK, I, 17.
63. Libellus pro christianis, 35: PG 6, 969.
64. Apologeticum, IX, 8: CSEL 69, 24.
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62. El Magisterio pontificio más reciente ha reafirmado con gran vigor esta doctrina común. En particular, Pío XI en la Encíclica Casti connubii rechazó las pretendidas justificaciones del aborto (65); Pío XII excluyó todo aborto directo, o sea, todo acto que tienda directamente a destruir la vida humana aún no nacida, “tanto si tal destrucción se entiende como fin o sólo como medio para el fin” (66); Juan XXIII reafirmó que la vida humana es sagrada, porque “desde que aflora, ella implica directamente la acción creadora de Dios” (67). El Concilio Vaticano II, como ya he recordado, condenó con gran severidad el aborto: “se ha de proteger la vida con el máximo cuidado desde la concepción; tanto el aborto como el infanticidio son crímenes nefandos” (68).
La disciplina canónica de la Iglesia, desde los primeros siglos, ha castigado con sanciones penales a quienes se manchaban con la culpa del aborto y esta praxis, con penas más o menos graves, ha sido ratificada en los diversos períodos históricos. El Código de Derecho Canónico de 1917 establecía para el aborto la pena de excomunión (69). También la nueva legislación canónica se sitúa en esta dirección cuando sanciona que “quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae sententiae” (70), es decir, automática. La excomunión afecta a todos los que cometen este delito conociendo la pena, incluidos también aquellos cómplices sin cuya cooperación el delito no se hubiera producido (71): con esta reiterada sanción, la Iglesia señala este delito como uno de los más graves y peligrosos, alentando así a quien lo comete a buscar solícitamente el camino de la conversión. En efecto, en la Iglesia la pena de excomunión tiene como fin hacer plenamente conscientes de la gravedad de un cierto pecado y favorecer, por tanto, una adecuada conversión y penitencia.
Ante semejante unanimidad en la tradición doctrinal y disciplinar de la Iglesia, Pablo VI pudo declarar que esta enseñanza no había cambiado y que era inmutable (72). Por tanto, con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con todos los Obispos –que en varias ocasiones han condenado el aborto y que en la consulta citada anteriormente, aunque dispersos por el mundo, han concordado unánimemente sobre esta doctrina–, declaro que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal (73).
Ninguna circunstancia, ninguna finalidad, ninguna ley del mundo podrá jamás hacer lícito un acto que es intrínsecamente ilícito, por ser contrario a la Ley de Dios, escrita en el corazón de cada hombre, reconocible por la misma razón, y proclamada por la Iglesia.
65. Cf. Litt. Encycl. Casti connubii (31 decembris 1930), II: AAS 22 (1930),562-592. [1930 12 31/63]
66. Allocutio ad Coetum medico-biologicum «S. Lucas» (12 novembris 1944): Discorsi e radiomessaggi, VI, (1944-1945), 191 [1944 11 12/25]; cfr. Allocutio ad Coetum Catholicum Italicum Obstetricum (29 octobris 1951), 2: AAS 43 (1951), 838. [1951 10 29/12]
67. Litt.Encycl. Mater et Magistra (15 maii 1961), 3: AAS 53 ( 1961 ), 447. [1961 05 15/190]
68. Const. past. de Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 51. [1965 12 07c/51]
69. Cfr. Can. 2350, § 1.
70. Codex Iuris Canonici, can. 1398; cfr. etiam Codex Canonum Ecclesiarum orientalium, can. 1450 § 2.
71. Cfr. Ibid., can. 1329; Codex Canonum Ecclesiarum orientalium, can. 1417.
72. Cfr. Allocutio ad Italicos Iuris peritos Catholicos (9 decembris 1972): AAS 64 (1972 ), 777 [1972 12 09/4]; Litt. encycl. Humanae vitae (25 iulii 1968), 14: AAS 60 (1968), 490. [1968 07 25/14]
73. Cfr. CONC. OECUM. VAT. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 25. [1987 02 22/9]
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63. La valoración moral del aborto se debe aplicar también a las recientes formas de intervención sobre los embriones humanos que, aun buscando fines en sí mismos legítimos, comportan inevitablemente su destrucción. Es el caso de los experimentos con embriones, en creciente expansión en el campo de la investigación biomédica y legalmente admitida por algunos Estados. Si “son lícitas las intervenciones sobre el embrión humano siempre que respeten la vida y la integridad del embrión, que no lo expongan a riesgos desproporcionados, que tengan como fin su curación, la mejora de sus condiciones de salud o su supervivencia individual” (74), se debe afirmar, sin embargo, que el uso de embriones o fetos humanos como objeto de experimentación constituye un delito en consideración a su dignidad de seres humanos, que tienen derecho al mismo respeto debido al niño ya nacido y a toda persona (75).
La misma condena moral concierne también al procedimiento que utiliza los embriones y fetos humanos todavía vivos –a veces “producidos” expresamente para este fin mediante la fecundación in vitro– sea como “material biológico” para ser utilizado, sea como abastecedores de órganos o tejidos para trasplantar en el tratamiento de algunas enfermedades. En verdad, la eliminación de criaturas humanas inocentes, aun cuando beneficie a otras, constituye un acto absolutamente inaceptable.
Una atención especial merece la valoración moral de las técnicas de diagnóstico prenatal, que permiten identificar precozmente eventuales anomalías del niño por nacer. En efecto, por la complejidad de estas técnicas, esta valoración debe hacerse muy cuidadosa y articuladamente. Estas técnicas son moralmente lícitas cuando están exentas de riesgos desproporcionados para el niño o la madre, y están orientadas a posibilitar una terapia precoz o también a favorecer una serena y consciente aceptación del niño por nacer. Pero, dado que las posibilidades de curación antes del nacimiento son hoy todavía escasas, sucede no pocas veces que estas técnicas se ponen al servicio de una mentalidad eugenésica, que acepta el aborto selectivo para impedir el nacimiento de niños afectados por varios tipos de anomalías. Semejante mentalidad es ignominiosa y totalmente reprobable, porque pretende medir el valor de una vida humana siguiendo sólo parámetros de “normalidad” y de bienestar físico, abriendo así el camino a la legitimación incluso del infanticidio y de la eutanasia.
En realidad, precisamente el valor y la serenidad con que tantos hermanos nuestros, afectados por graves formas de minusvalidez, viven su existencia cuando son aceptados y amados por nosotros, constituyen un testimonio particularmente eficaz de los auténticos valores que caracterizan la vida y que la hacen, incluso en condiciones difíciles, preciosa para sí y para los demás. La Iglesia está cercana a aquellos esposos que, con gran ansia y sufrimiento, acogen a sus hijos gravemente afectados de incapacidades, así como agradece a todas las familias que, por medio de la adopción, amparan a quienes han sido abandonados por sus padres, debido a formas de minusvalidez o enfermedades.
74. CONGREGATIO PRO DOCTRINA FIDEI, Instructio de observantia erga vitam humanam nascentem deque procreationis dignitate tuenda Donum vitae (22 februarii 1987), I, 3: AAS 80 (1988), 80.
75. Charta iurium familiae (22 octubris 1983 ), art. 4b, Tipografía Políglota Vaticana, 1983.
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“Yo doy la muerte y doy la vida” (Dt 32, 39):
el drama de la eutanasia
64. En el otro extremo de la existencia, el hombre se encuentra ante el misterio de la muerte. Hoy, debido a los progresos de la medicina y en un contexto cultural con frecuencia cerrado a la trascendencia, la experiencia de la muerte se presenta con algunas características nuevas. En efecto, cuando prevalece la tendencia a apreciar la vida sólo en la medida en que da placer y bienestar, el sufrimiento aparece como una amenaza insoportable, de la que es preciso librarse a toda costa. La muerte, considerada “absurda” cuando interrumpe por sorpresa una vida todavía abierta a un futuro rico de posibles experiencias interesantes, se convierte por el contrario en una “liberación reivindicada” cuando se considera que la existencia carece ya de sentido por estar sumergida en el dolor e inexorablemente condenada a un sufrimiento posterior más agudo.
Además, el hombre, rechazando u olvidando su relación fundamental con Dios, cree ser criterio y norma de sí mismo y piensa tener el derecho de pedir incluso a la sociedad que le garantice posibilidades y modos de decidir sobre la propia vida en plena y total autonomía. Es particularmente el hombre que vive en países desarrollados quien se comporta así: se siente también movido a ello por los continuos progresos de la medicina y por sus técnicas cada vez más avanzadas. Mediante sistemas y aparatos extremadamente sofisticados, la ciencia y la práctica médica son hoy capaces no sólo de resolver casos antes sin solución y de mitigar o eliminar el dolor, sino también de sostener y prolongar la vida incluso en situaciones de extrema debilidad, de reanimar artificialmente a personas que perdieron de modo repentino sus funciones biológicas elementales, de intervenir para disponer de órganos para trasplantes.
En semejante contexto es cada vez más fuerte la tentación de la eutanasia, esto es, adueñarse de la muerte, procurándola de modo anticipado y poniendo así fin “dulcemente” a la propia vida o a la de otros. En realidad, lo que podría parecer lógico y humano, al considerarlo en profundidad se presenta absurdo e inhumano. Estamos aquí ante uno de los síntomas más alarmantes de la “cultura de la muerte”, que avanza sobre todo en las sociedades del bienestar, caracterizadas por una mentalidad eficientista que presenta el creciente número de personas ancianas y debilitadas como algo demasiado gravoso e insoportable. Muy a menudo, éstas se ven aisladas por la familia y la sociedad, organizadas casi exclusivamente sobre la base de criterios de eficiencia productiva, según los cuales una vida irremediablemente inhábil no tiene ya valor alguno.
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65. Para un correcto juicio moral sobre la eutanasia, es necesario ante todo definirla con claridad. Por eutanasia en sentido verdadero y propio se debe entender una acción o una omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. “La eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o de los métodos usados” (76).
De ella debe distinguirse la decisión de renunciar al llamado “ensañamiento terapéutico”, o sea, ciertas intervenciones médicas ya no adecuadas a la situación real del enfermo, por ser desproporcionadas a los resultados que se podrían esperar o, bien, por ser demasiado gravosas para él o su familia. En estas situaciones, cuando la muerte se prevé inminente e inevitable, se puede en conciencia “renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas al enfermo en casos similares” (77). Ciertamente existe la obligación moral de curarse y hacerse curar, pero esta obligación se debe valorar según las situaciones concretas; es decir, hay que examinar si los medios terapéuticos a disposición son objetivamente proporcionados a las perspectivas de mejoría. La renuncia a medios extraordinarios o desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia; expresa más bien la aceptación de la condición humana ante al muerte (78).
En la medicina moderna van teniendo auge los llamados “cuidados paliativos”, destinados a hacer más soportable el sufrimiento en la fase final de la enfermedad y, al mismo tiempo, asegurar al paciente un acompañamiento humano adecuado. En este contexto aparece, entre otros, el problema de la licitud del recurso a los diversos tipos de analgésicos y sedantes para aliviar el dolor del enfermo, cuando esto comporta el riesgo de acortarle la vida. En efecto, si puede ser digno de elogio quien acepta voluntariamente sufrir renunciando a tratamientos contra el dolor para conservar la plena lucidez y participar, si es creyente, de manera consciente en la pasión del Señor, tal comportamiento “heroico” no debe considerarse obligatorio para todos. Ya Pío XII afirmó que es lícito suprimir el dolor por medio de narcóticos, a pesar de tener como consecuencia limitar la conciencia y abreviar la vida, “si no hay otros medios y si, en tales circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales” (79). En efecto, en este caso no se quiere ni se busca la muerte, aunque por motivos razonables se corra ese riesgo. Simplemente se pretende mitigar el dolor de manera eficaz, recurriendo a los analgésicos puestos a disposición por la medicina. Sin embargo, “no es lícito privar al moribundo de la conciencia propia sin grave motivo” (80): acercándose a la muerte, los hombres deben estar en condiciones de poder cumplir sus obligaciones morales y familiares y, sobre todo, deben poderse preparar con plena conciencia al encuentro definitivo con Dios.
Hechas estas distinciones, de acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores (81) y en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal (82).
Semejante práctica conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o del homicidio.
76. CONGREGATIO PRO DOCTRINA FIDEI, Decl. de euthanasia Iura et bona (5 maii 1980), II: AAS 72 (1980), 546.
77. Ibid., IV, l.m., 551.
78. Cfr. Ibid.
79. PIUS PP. XII, Allocutio ad medicorum coetum omnibus e gentibus (24 februarii 1957), III: AAS 49 (1957), 147; cfr. CONGREGATIO PRO DOCTRINA FIDEI, Decl. de euthanasia Iura et bona III: AAS 72 (1980), 547-548.
80. PIUS PP. XII, Allocutio ad medicorum coetum omnibus e gentibus, l.m., 145.
81. Cfr. PIUS PP. XII, Allocutio ad medicorum coetum omnibus e gentibus (24 februarii 1957): AAS 49 (1957), 129-147; Congregatio S. Officii, Decretum de directa insontium occisione (2 decembris 1940): AAS 32 (1940), 553-554; PAULUS PP. VI, Nuntius ad Francogallicam televisionem: «Quaelibet vita est sacra» (27 ianuarii 1971): Insegnamenti IX (1971), 57-58; Allocutio ad coetum «International College of Surgeons» (1 iunii 1972): AAS 64 (1972), 432-436; CONC. OECUM. VAT. II, Const. past. de Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 27.
82. Cfr. CONC. OECUM. VAT. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 25.
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66. Ahora bien, el suicidio es siempre moralmente inaceptable, al igual que el homicidio. La tradición de la Iglesia siempre lo ha rechazado como decisión gravemente mala (83). Aunque determinados condicionamientos psicológicos, culturales y sociales puedan llevar a realizar un gesto que contradice tan radicalmente la inclinación innata de cada uno a la vida, atenuando o anulando la responsabilidad subjetiva, el suicidio, bajo el punto de vista objetivo, es un acto gravemente inmoral, porque comporta el rechazo del amor a sí mismo y la renuncia a los deberes de justicia y de caridad para con el prójimo, para con las distintas comunidades de las que se forma parte y para la sociedad en general (84). En su realidad más profunda, constituye un rechazo de la soberanía absoluta de Dios sobre la vida y sobre la muerte, proclamada así en la oración del antiguo sabio de Israel: “Tú tienes el poder sobre la vida y sobre la muerte, haces bajar a las puertas del Hades y de allí subir” (Sb 16, 13; cf. Tb 13, 2).
Compartir la intención suicida de otro y ayudarle a realizarla mediante el llamado “suicidio asistido” significa hacerse colaborador, y algunas veces autor en primera persona, de una injusticia que nunca tiene justificación, ni siquiera cuando es solicitada. “No es lícito –escribe con sorprendente actualidad san Agustín– matar a otro, aunque éste lo pida y lo quiera y no pueda ya vivir... para librar, con un golpe, el alma de aquellos dolores, que luchaba con las ligaduras del cuerpo y quería desasirse” (85). La eutanasia, aunque no esté motivada por el rechazo egoísta de hacerse cargo de la existencia del que sufre, debe considerarse como una falsa piedad, más aún, como una preocupante “perversión” de la misma. En efecto, la verdadera “compasión” hace solidarios con el dolor de los demás, y no elimina a la persona cuyo sufrimiento no se puede soportar. El gesto de la eutanasia aparece aún más perverso si es realizado por quienes –como los familiares– deberían asistir con paciencia y amor a su allegado, o por cuantos –como los médicos–, por su profesión específica, deberían cuidar al enfermo incluso en las condiciones terminales más penosas.
La opción de la eutanasia es más grave cuando se configura como un homicidio que otros practican en una persona que no la pidió de ningún modo y que nunca dio su consentimiento. Se llega además al colmo del arbitrio y de la injusticia cuando algunos, médicos o legisladores, se arrogan el poder de decidir sobre quién debe vivir o morir. Así, se presenta de nuevo la tentación del Edén: ser como Dios “conocedores del bien y del mal” (Gn 3, 5). Sin embargo, sólo Dios tiene el poder sobre el morir y el vivir: “Yo doy la muerte y doy la vida” (Dt 32, 39; cf. 2 R 5, 7; 1 S 2, 6). Él ejerce su poder siempre y sólo según su designio de sabiduría y de amor. Cuando el hombre usurpa este poder, dominado por una lógica de necedad y de egoísmo, lo usa fatalmente para la injusticia y la muerte. De este modo, la vida del más débil queda en manos del más fuerte; se pierde el sentido de la justicia en la sociedad y se mina en su misma raíz la confianza recíproca, fundamento de toda relación auténtica entre las personas.
83. Cfr. S. AUGUSTINUS, De Civitate Dei I, 20: CCL 47, 22; S. THOMAS AQUINAS, Summa Theologiae, II-II, q. 6, a. 5.
84. Cfr. CONGREGATIO PRO DOCTRINA FIDEI, Decl. de euthanasia Iura et bona (5 maii 1980), I: AAS 72 (1980), 545; Catholicae Ecclesiae Catechismus, nn. 2281-2283.
85. Epistula 204, 5: CSEL 57, 320.
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67. Bien diverso es, en cambio, el camino del amor y de la verdadera piedad, al que nos obliga nuestra común condición humana y que la fe en Cristo Redentor, muerto y resucitado, ilumina con nuevo sentido. El deseo que brota del corazón del hombre ante el supremo encuentro con el sufrimiento y la muerte, especialmente cuando siente la tentación de caer en la desesperación y casi de abatirse en ella, es sobre todo aspiración de compañía, de solidaridad y de apoyo en la prueba. Es petición de ayuda para seguir esperando, cuando todas las esperanzas humanas se desvanecen. Como recuerda el Concilio Vaticano II, “ante la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su culmen” para el hombre; y sin embargo “juzga certeramente por instinto de su corazón cuando aborrece y rechaza la ruina total y la desaparición definitiva de su persona. La semilla de eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia, se rebela contra la muerte” (86).
Esta repugnancia natural a la muerte es iluminada por la fe cristiana y este germen de esperanza en la inmortalidad alcanza su realización por la misma fe, que promete y ofrece la participación en la victoria de Cristo Resucitado: es la victoria de Aquél que, mediante su muerte redentora, ha liberado al hombre de la muerte, “salario del pecado” (Rm 6, 23), y le ha dado el Espíritu, prenda de resurrección y de vida (cf. Rm 8, 11). La certeza de la inmortalidad futura y la esperanza en la resurrección prometida proyectan una nueva luz sobre el misterio del sufrimiento y de la muerte, e infunden en el creyente una fuerza extraordinaria para abandonarse al plan de Dios.
El apóstol Pablo expresó esta novedad como una pertenencia total al Señor que abarca cualquier condición humana: “Ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos” (Rm 14, 7-8). Morir para el Señor significa vivir la propia muerte como acto supremo de obediencia al Padre (cf. Flp 2, 8), aceptando encontrarla en la “hora” querida y escogida por Él (cf. Jn 13, 1), que es el único que puede decir cuándo el camino terreno se ha concluido. Vivir para el Señor significa también reconocer que el sufrimiento, aun siendo en sí mismo un mal y una prueba, puede siempre llegar a ser fuente de bien. Llega a serlo si se vive con amor y por amor, participando, por don gratuito de Dios y por libre decisión personal, en el sufrimiento mismo de Cristo crucificado. De este modo, quien vive su sufrimiento en el Señor se configura más plenamente a Él (cf. Flp 3, 10; 1 P 2, 21) y se asocia más íntimamente a su obra redentora en favor de la Iglesia y de la humanidad (87). Ésta es la experiencia del Apóstol, que toda persona que sufre está también llamada a revivir: “Me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24).
86. Const. past. de Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 18.
87. Cf. IOANNES PAULUS PP. II, Epist. Ap. Salvifici doloris (11 febrero 1984), 14-24: AAS 76 (1984), 214-234.
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“Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5, 29):
ley civil y ley moral
68. Una de las características propias de los atentados actuales contra la vida humana –como ya se ha dicho– consiste en la tendencia a exigir su legitimación jurídica, como si fuesen derechos que el Estado, al menos en ciertas condiciones, debe reconocer a los ciudadanos y, por consiguiente, la tendencia a pretender su realización con la asistencia segura y gratuita de médicos y agentes sanitarios.
No pocas veces se considera que la vida de quien aún no ha nacido o está gravemente debilitado es un bien sólo relativo: según una lógica proporcionalista o de puro cálculo, deberá ser cotejada y sopesada con otros bienes. Y se piensa también que solamente quien se encuentra en esa situación concreta y está personalmente afectado puede hacer una ponderación justa de los bienes en juego; en consecuencia, sólo él podría juzgar la moralidad de su decisión. El Estado, por tanto, en interés de la convivencia civil y de la armonía social, debería respetar esta decisión, llegando incluso a admitir el aborto y la eutanasia.
Otras veces se cree que la ley civil no puede exigir que todos los ciudadanos vivan de acuerdo con un nivel de moralidad más elevado que el que ellos mismos aceptan y comparten. Por esto, la ley debería siempre manifestar la opinión y la voluntad de la mayoría de los ciudadanos y reconcerles también, al menos en ciertos casos extremos, el derecho al aborto y a la eutanasia. Por otra parte, la prohibición y el castigo del aborto y de la eutanasia en estos casos llevaría inevitablemente –así se dice– a un aumento de prácticas ilegales, que, sin embargo, no estarían sujetas al necesario control social y se efectuarían sin la debida seguridad médica. Se plantea, además, si sostener una ley no aplicable concretamente no significaría, al final, minar también la autoridad de las demás leyes.
Finalmente, las opiniones más radicales llegan a sostener que, en una sociedad moderna y pluralista, se debería reconocer a cada persona una plena autonomía para disponer de su propia vida y de la vida de quien aún no ha nacido. En efecto, no correspondería a la ley elegir entre las diversas opciones morales y, menos aún, pretender imponer una opción particular en detrimento de las demás.
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69. De todos modos, en la cultura democrática de nuestro tiempo se ha difundido ampliamente la opinión de que el ordenamiento jurídico de una sociedad debería limitarse a percibir y asumir las convicciones de la mayoría y, por tanto, basarse sólo sobre lo que la mayoría misma reconoce y vive como moral. Si además se considera incluso que una verdad común y objetiva es inaccesible de hecho, el respeto de la libertad de los ciudadanos –que en un régimen democrático son considerados como los verdaderos soberanos– exigiría que, a nivel legislativo, se reconozca la autonomía de cada conciencia individual y que, por tanto, al establecer las normas que en cada caso son necesarias para la convivencia social, éstas se adecuen exclusivamente a la voluntad de la mayoría, cualquiera que sea. De este modo, todo político, en su actividad, debería distinguir netamente entre el ámbito de la conciencia privada y el del comportamiento público.
Por consiguiente, se perciben dos tendencias diametralmente opuestas en apariencia. Por un lado, los individuos reivindican para sí la autonomía moral más completa de elección y piden que el Estado no asuma ni imponga ninguna concepción ética, sino que trate de garantizar el espacio más amplio posible para la libertad de cada uno, con el único límite externo de no restringir el espacio de autonomía al que los demás ciudadanos también tienen derecho. Por otro lado, se considera que, en el ejercicio de las funciones públicas y profesionales, el respeto de la libertad de elección de los demás obliga a cada uno a prescindir de sus propias convicciones para ponerse al servicio de cualquier petición de los ciudadanos, que las leyes reconocen y tutelan, aceptando como único criterio moral para el ejercicio de las propias funciones lo establecido por las mismas leyes. De este modo, la responsabilidad de la persona se delega a la ley civil, abdicando de la propia conciencia moral al menos en el ámbito de la acción pública.
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70. La raíz común de todas estas tendencias es el relativismo ético que caracteriza muchos aspectos de la cultura contemporánea. No falta quien considera este relativismo como una condición de la democracia, ya que sólo él garantizaría la tolerancia, el respeto recíproco entre las personas y la adhesión a las decisiones de la mayoría, mientras que las normas morales, consideradas objetivas y vinculantes, llevarían al autoritarismo y a la intolerancia.
Sin embargo, es precisamente la problemática del respeto de la vida la que muestra los equívocos y contradicciones, con sus terribles resultados prácticos, que se encubren en esta postura.
Es cierto que en la historia ha habido casos en los que se han cometido crímenes en nombre de la “verdad”. Pero crímenes no menos graves y radicales negaciones de la libertad se han cometido y se siguen cometiendo también en nombre del “relativismo ético”. Cuando una mayoría parlamentaria o social decreta la legitimidad de la eliminación de la vida humana aún no nacida, inclusive con ciertas condiciones, ¿acaso no adopta una decisión “tiránica” respecto al ser humano más débil e indefenso? La conciencia universal reacciona justamente ante los crímenes contra la humanidad, de los que nuestro siglo ha tenido tristes experiencias. ¿Acaso estos crímenes dejarían de serlo si, en vez de haber sido cometidos por tiranos sin escrúpulo, hubieran estado legitimados por el consenso popular?
En realidad, la democracia no puede mitificarse convirtiéndola en un sustitutivo de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad. Fundamentalmente, es un “ordenamiento” y, como tal, un instrumento y no un fin. Su carácter “moral” no es automático, sino que depende de su conformidad con la ley moral a la que, como cualquier otro comportamiento humano, debe someterse; esto es, depende de la moralidad de los fines que persigue y de los medios de que se sirve. Si hoy se percibe un consenso casi universal sobre el valor de la democracia, esto se considera un positivo “signo de los tiempos”, como también el Magisterio de la Iglesia ha puesto de relieve varias veces (88). Pero el valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve: fundamentales e imprescindibles son ciertamente la dignidad de cada persona humana, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables, así como considerar el común” como fin y criterio regulador de la vida política.
En la base de estos valores no pueden estar provisionales y volubles “mayorías” de opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva que, en cuanto “ley natural” inscrita en el corazón del hombre, es punto de referencia normativa de la misma ley civil. Si, por una trágica ofuscación de la conciencia colectiva, el escepticismo llegara a poner en duda hasta los principios fundamentales de la ley moral, el mismo ordenamiento democrático se tambalearía en sus fundamentos, reduciéndose a un puro mecanismo de regulación empírica de intereses diversos y contrapuestos (89).
Alguien podría pensar que semejante función, a falta de algo mejor, es también válida para los fines de la paz social. Aun reconociendo un cierto aspecto de verdad en esta valoración, es difícil no ver cómo, sin una base moral objetiva, ni siquiera la democracia puede asegurar una paz estable, tanto más que la paz no fundamentada sobre los valores de la dignidad humana y de la solidaridad entre todos los hombres, es a menudo ilusoria. En efecto, en los mismos regímenes participativos la regulación de los intereses se produce con frecuencia en beneficio de los más fuertes, que tienen mayor capacidad para maniobrar no sólo las palancas del poder, sino incluso la formación del consenso. En un situación así, la democracia se convierte fácilmente en una palabra vacía.
88. Cfr. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encycl. Centesimus annus (1 maii 1991), 46: AAS 83 (1991), 850; PIUS PP. XII, Radiophonicus nuntius natalicius (24 decembris 1944): AAS 37 (1945), 10-20.
89. Cfr. Idem, Litt. Encycl. Veritatis splendor (6 augusti 1993), 97 et 99: AAS 85 (1993), 1209-1211.
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71. Para el futuro de la sociedad y el desarrollo de una sana democracia, urge pues descubrir de nuevo la existencia de valores humanos y morales esenciales y originarios, que derivan de la verdad misma del ser humano y expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son valores, por tanto, que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado nunca pueden crear, modificar o destruir, sino que deben sólo reconocer, respetar y promover.
En este sentido, es necesario tener en cuenta los elementos fundamentales del conjunto de las relaciones entre ley civil y ley moral, tal como son propuestos por la Iglesia, pero que forman parte también del patrimonio de las grandes tradiciones jurídicas de la humanidad.
Ciertamente, el cometido de la ley civil es diverso y de ámbito más limitado que el de la ley moral. Sin embargo, “en ningún ámbito de la vida la ley civil puede sustituir a la conciencia ni dictar normas que excedan la propia competencia” (90), que es la de asegurar el bien común de las personas, mediante el reconocimiento y la defensa de sus derechos fundamentales, la promoción de la paz y de la moralidad pública (91). En efecto, la función de la ley civil consiste en garantizar una ordenada convivencia social en la verdadera justicia, para que todos “podamos vivir una vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad” (1 Tm 2, 2). Precisamente por esto, la ley civil debe asegurar a todos los miembros de la sociedad el respeto de algunos derechos fundamentales, que pertenecen originariamente a la persona y que toda ley positiva debe reconocer y garantizar. Entre ellos el primero y fundamental es el derecho inviolable de cada ser humano inocente a la vida. Si la autoridad pública puede, a veces, renunciar a reprimir aquello que provocaría, de estar prohibido, un daño más grave (92), sin embargo, nunca puede aceptar legitimar, como derecho de los individuos –aunque éstos fueran la mayoría de los miembros de la sociedad–, la ofensa infligida a otras personas mediante la negación de un derecho suyo tan fundamental como el de la vida. La tolerancia legal del aborto o de la eutanasia no puede de ningún modo invocar el respeto de la conciencia de los demás, precisamente porque la sociedad tiene el derecho y el deber de protegerse de los abusos que se pueden dar en nombre de la conciencia y bajo el pretexto de la libertad (93).
A este propósito, Juan XXIII recordó en la Encíclica Pacem in terris: “En la época moderna se considera realizado el bien común cuando se han salvado los derechos y los deberes de la persona humana. De ahí que los deberes fundamentales de los poderes públicos consisten sobre todo en reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover aquellos derechos, y en contribuir por consiguiente a hacer más fácil el cumplimiento de los respectivos deberes. ‘Tutelar el intangible campo de los derechos de la persona humana y hacer fácil el cumplimiento de sus obligaciones, tal es el deber esencial de los poderes públicos’. Por esta razón, aquellos magistrados que no reconozcan los derechos del hombre o los atropellen, no sólo faltan ellos mismos a su deber, sino que carece de obligatoriedad lo que ellos prescriban” (94).
90. CONGREGATIO PRO DOCTRINA FIDEI, Instr. de observantia erga vitam humanam nascentem deque procreationis dignitate tuenda Donum vitae, (22 februarii 1987), III: AAS 80 (1988), 98. [1987 02 22/22]
91. Cfr. CONC. OECUM. VAT. II, Decl. de libertate religiosa Dignitatis humanae, 7.
92. Cfr. S. THOMAS AQUINAS, Summa Theologiae, I-II, q. 96, a. 2.
93. Cfr. CONC. OECUM. VAT. II, Decl. de libertate religiosa Dignitatis humanae, 7.
94. Litt. Encycl. Pacem in terris (11 aprilis 1963), II: AAS 55 (1963), 273-274; interior locus est PII PP. XII ex Nuntio radiophonico dato in Sollemnitate Pentecostes, die 1 mensis Iunii 1941: AAS 33 (1941), 200. Eodem de argumento repetuntur in adnotationes PII PP. XII Litterae Encyclicae Mit brennender Sorge (14 martii 1937): AAS 29 (1937), 159; Litt. Encyclicae Divini Redemptoris (19 martii 1937), III: AAS 29 (1937), 79; PIUS PP. XII, Nuntius radiophonicus natalicius (24 decembris 1942): AAS 35 (1943), 9-24.
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72. En continuidad con toda la tradición de la Iglesia se encuentra también la doctrina sobre la necesaria conformidad de la ley civil con la ley moral, tal y como se recoge, una vez más, en la citada encíclica de Juan XXIII: “La autoridad es postulada por el orden moral y deriva de Dios. Por lo tanto, si las leyes o preceptos de los gobernantes estuvieran en contradicción con aquel orden y, consiguientemente, en contradicción con la voluntad de Dios, no tendrían fuerza para obligar en conciencia...; más aún, en tal caso, la autoridad dejaría de ser tal y degeneraría en abuso” (95). Ésta es una clara enseñanza de santo Tomás de Aquino, que entre otras cosas escribe: “La ley humana es tal en cuanto está conforme con la recta razón y, por tanto, deriva de la ley eterna. En cambio, cuando una ley está en contraste con la razón, se la denomina ley inicua; sin embargo, en este caso deja de ser ley y se convierte más bien en un acto de violencia” (96). Y añade: “Toda ley puesta por los hombres tiene razón de ley en cuanto deriva de la ley natural. Por el contrario, si contradice en cualquier cosa a la ley natural, entonces no será ley sino corrupción de la ley” (97).
La primera y más inmediata aplicación de esta doctrina hace referencia a la ley humana que niega el derecho fundamental y originario a la vida, derecho propio de todo hombre. Así, las leyes que, como el aborto y la eutanasia, legitiman la eliminación directa de seres humanos inocentes están en total e insuperable contradicción con el derecho inviolable a la vida inherente a todos los hombres, y niegan, por tanto, la igualdad de todos ante la ley. Se podría objetar que éste no es el caso de la eutanasia, cuando es pedida por el sujeto interesado con plena conciencia. Pero un Estado que legitimase una petición de este tipo y autorizase a llevarla a cabo, estaría legalizando un caso de suicidio-homicidio, contra los principios fundamentales de que no se puede disponer de la vida y de la tutela de toda vida inocente. De este modo se favorece una disminución del respeto a la vida y se abre camino a comportamientos destructivos de la confianza en las relaciones sociales.
Por tanto, las leyes que autorizan y favorecen el aborto y la eutanasia se oponen radicalmente no sólo al bien del individuo, sino también al bien común y, por consiguiente, están privadas totalmente de auténtica validez jurídica. En efecto, la negación del derecho a la vida, precisamente porque lleva a eliminar la persona en cuyo servicio tiene la sociedad su razón de existir, es lo que se contrapone más directa e irreparablemente a la posibilidad de realizar el bien común. De esto se sigue que, cuando una ley civil legitima el aborto o la eutanasia deja de ser, por ello mismo, una verdadera ley civil moralmente vinculante.
95. Pacem in terris, l.m., 51.
96. Summa Theologiae, I-II, q. 93, a. 3, ad 2um.
97. Ibid., I-II, q. 95, a. 2. S. Thomas memorat S. AUGUSTINUM: «Non videtur esse lex, quae iusta non fuerit», De libero arbitrio, I, 5, 11: PL 32, 1227.
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73. Así pues, el aborto y la eutanasia son crímenes que ninguna ley humana puede pretender legitimar. Leyes de este tipo no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia. Desde los orígenes de la Iglesia, la predicación apostólica inculcó a los cristianos el deber de obedecer a las autoridades públicas legítimamente constituidas (cf. Rm 13, 1-7, 1 P 2, 13-14), pero al mismo tiempo enseñó firmemente que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5, 29). Ya en el Antiguo Testamento, precisamente en relación a las amenazas contra la vida, encontramos un ejemplo significativo de resistencia a la orden injusta de la autoridad. Las comadronas de los hebreos se opusieron al faraón, que había ordenado matar a todo recién nacido varón. Ellas “no hicieron lo que les había mandado el rey de Egipto, sino que dejaban con vida a los niños” (Ex 1, 17). Pero es necesario señalar el motivo profundo de su comportamiento: “Las parteras temían a Dios” (ivi). Es precisamente de la obediencia a Dios –a quien sólo se debe aquel temor que es reconocimiento de su absoluta soberanía– de donde nacen la fuerza y el valor para resistir a las leyes injustas de los hombres. Es la fuerza y el valor de quien está dispuesto incluso a ir a prisión o a morir a espada, en la certeza de que “aquí se requiere la paciencia y la fe de los santos” (Ap 13, 10).
En el caso pues de una ley intrínsecamente injusta, como es la que admite el aborto o la eutanasia, nunca es lícito someterse a ella, “ni participar en una campaña de opinión a favor de una ley semejante, ni darle el sufragio del propio voto” (98).
Un problema concreto de conciencia podría darse en los casos en que un voto parlamentario resultase determinante para favorecer una ley más restrictiva, es decir, dirigida a restringir el número de abortos autorizados, como alternativa a otra ley más permisiva ya en vigor o en fase de votación. No son raros semejantes casos. En efecto, se constata el dato de que mientras en algunas partes del mundo continúan las campañas para la introducción de leyes a favor del aborto, apoyadas no pocas veces por poderosos organismos internacionales, en otras Naciones –particularmente aquéllas que han tenido ya la experiencia amarga de tales legislaciones permisivas– van apareciendo señales de revisión. En el caso expuesto, cuando no sea posible evitar o abrogar completamente una ley abortista, un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea clara y notoria a todos, puede lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública. En efecto, obrando de este modo no se presta una colaboración ilícita a una ley injusta; antes bien se realiza un intento legítimo y obligado de limitar sus aspectos inicuos.
98. CONGREGATIO PRO DOCTRINA FIDEI, Declaratio de abortu procurato (18 novembris 1974), 22: AAS 66 (1974), 744.
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74. La introducción de legislaciones injustas pone con frecuencia a los hombres moralmente rectos ante difíciles problemas de conciencia en materia de colaboración, debido a la obligatoria afirmación del propio derecho a no ser forzados a participar en acciones moralmente malas. A veces las opciones que se imponen son dolorosas y pueden exigir el sacrificio de posiciones profesionales consolidadas o la renuncia a perspectivas legítimas de avance en la carrera. En otros casos, puede suceder que el cumplimiento de algunas acciones en sí mismas indiferentes, o incluso positivas, previstas en el articulado de legislaciones globalmente injustas, permita la salvaguarda de vidas humanas amenazadas. Por otra parte, sin embargo, se puede temer justamente que la disponibilidad a cumplir tales acciones no sólo conlleve escándalo y favorezca el debilitamiento de la necesaria oposición a los atentados contra la vida, sino que lleve insensiblemente a ir cediendo cada vez más a una lógica permisiva.
Para iluminar esta difícil cuestión moral es necesario tener en cuenta los principios generales sobre la cooperación en acciones moralmente malas. Los cristianos, como todos los hombres de buena voluntad, están llamados, por un grave deber de conciencia, a no prestar su colaboración formal a aquellas prácticas que, aun permitidas por la legislación civil, se oponen a la Ley de Dios. En efecto, desde el punto de vista moral, nunca es lícito cooperar formalmente en el mal. Esta cooperación se produce cuando la acción realizada, o por su misma naturaleza o por la configuración que asume en un contexto concreto, se califica como colaboración directa en un acto contra la vida humana inocente o como participación en la intención inmoral del agente principal. Esta cooperación nunca puede justificarse invocando el respeto de la libertad de los demás, ni apoyarse en el hecho de que la ley civil la prevea y exija. En efecto, los actos que cada uno realiza personalmente tienen una responsabilidad moral, a la que nadie puede nunca substraerse y sobre la cual cada uno será juzgado por Dios mismo (cf. Rm 2, 6; 14, 12).
El rechazo a participar en la ejecución de una injusticia no sólo es un deber moral, sino también un derecho humano fundamental. Si no fuera así, se obligaría a la persona humana a realizar una acción intrínsecamente incompatible con su dignidad y, de este modo, su misma libertad, cuyo sentido y fin auténticos residen en su orientación a la verdad y al bien, quedaría radicalmente comprometida. Se trata, por tanto, de un derecho esencial que, como tal, debería estar previsto y protegido por la misma ley civil. En este sentido, la posibilidad de rechazar la participación en la fase consultiva, preparatoria y ejecutiva de semejantes actos contra la vida debería asegurarse a los médicos, a los agentes sanitarios y a los responsables de las instituciones hospitalarias, de las clínicas y casas de salud. Quien recurre a la objeción de conciencia debe estar a salvo no sólo de sanciones penales, sino también de cualquier daño en el plano legal, disciplinar, económico y profesional.
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“Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lc 10, 27):
“promueve” la vida
75. Los mandamientos de Dios nos enseñan el camino de la vida. Los preceptos morales negativos, es decir, los que declaran moralmente inaceptable la elección de una determinada acción, tienen un valor absoluto para la libertad humana: obligan siempre y en toda circunstancia, sin excepción. Indican que la elección de determinados comportamientos es radicalmente incompatible con el amor a Dios y la dignidad de la persona, creada a su imagen. Por eso, esta elección no puede justificarse por la bondad de ninguna intención o consecuencia, está en contraste insalvable con la comunión entre las personas, contradice la decisión fundamental de orientar la propia vida a Dios (99).
Ya en este sentido los preceptos morales negativos tienen una importantísima función positiva: el “no” que exigen incondicionalmente marca el límite infranqueable más allá del cual el hombre libre no puede pasar y, al mismo tiempo, indica el mínimo que debe respetar y del que debe partir para pronunciar innumerables “sí”, capaces de abarcar progresivamente el horizonte completo del bien (cf. Mt 5, 48). Los mandamientos, en particular los preceptos morales negativos, son el inicio y la primera etapa necesaria del camino hacia la libertad: “La primera libertad –escribe san Agustín– es no tener delitos... como homicidio, adulterio, alguna inmundicia de fornicación, hurto, fraude, sacrilegio y otros parecidos. Cuando el hombre empieza a no tener tales delitos (el cristiano no debe tenerlos), comienza a levantar la cabeza hacia la libertad; pero ésta es una libertad incoada, no es perfecta” (100).
99. Cfr. Catholicae Ecclesiae Catechismus, nn. 1753-1755; IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encycl. Veritatis splendor (6 augusti 1993), 81-82: AAS 85 (1993), 1198-1199.
100. In Iohannis Evangelium Tractatus, 41, 10: CCL 36, 363; cfr. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encycl. Veritatis splendor (6 augusti 1993), 13: AAS 85 (1993), 1144.
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76. El mandamiento “no matarás” establece, por tanto, el punto de partida de un camino de verdadera libertad, que nos lleva a promover activamente la vida y a desarrollar determinadas actitudes y comportamientos a su servicio. Obrando así, ejercitamos nuestra responsabilidad hacia las personas que nos han sido confiadas y manifestamos, con las obras y según la verdad, nuestro reconocimiento a Dios por el gran don de la vida (cf. Sal 139-138, 13-14).
El Creador ha confiado la vida del hombre a su cuidado responsable, no para que disponga de ella de modo arbitrario, sino para que la custodie con sabiduría y la administre con amorosa fidelidad. El Dios de la Alianza ha confiado la vida de cada hombre a otro hombre hermano suyo, según la ley de la reciprocidad del dar y del recibir, del don de sí mismo y de la acogida del otro. En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida por el hombre, ha demostrado a qué altura y profundidad puede llegar esta ley de la reciprocidad. Cristo, con el don de su Espíritu, da contenidos y significados nuevos a la ley de la reciprocidad, a la entrega del hombre al hombre. El Espíritu, que es artífice de comunión en el amor, crea entre los hombres una nueva fraternidad y solidaridad, reflejo verdadero del misterio de recíproca entrega y acogida propio de la Santísima Trinidad. El mismo Espíritu llega a ser la ley nueva, que da la fuerza a los creyentes y apela a su responsabilidad para vivir con reciprocidad el don de sí mismos y la acogida del otro, participando del amor mismo de Jesucristo según su medida.
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77. En esta ley nueva se inspira y plasma el mandamiento “no matarás”. Por tanto, para el cristiano implica en definitiva el imperativo de respetar, amar y promover la vida de cada hermano, según las exigencias y las dimensiones del amor de Dios en Jesucristo. “Él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (1 Jn 3, 16).
El mandamiento “no matarás”, incluso en sus contenidos más positivos de respeto, amor y promoción de la vida humana, obliga a todo hombre. En efecto, resuena en la conciencia moral de cada uno como un eco permanente de la alianza original de Dios creador con el hombre; puede ser conocido por todos a la luz de la razón y puede ser observado gracias a la acción misteriosa del Espíritu que, soplando donde quiere (cf. Jn 3, 8), alcanza y compromete a cada hombre que vive en este mundo.
Por tanto, lo que todos debemos asegurar a nuestro prójimo es un servicio de amor, para que siempre se defienda y promueva su vida, especialmente cuando es más débil o está amenazada. Es una exigencia no sólo personal sino también social, que todos debemos cultivar, poniendo el respeto incondicional de la vida humana como fundamento de una sociedad renovada.
Se nos pide amar y respetar la vida de cada hombre y de cada mujer y trabajar con constancia y valor, para que se instaure finalmente en nuestro tiempo, marcado por tantos signos de muerte, una cultura nueva de la vida, fruto de la cultura de la verdad y del amor.
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“Vosotros sois el pueblo adquirido por Dios para anunciar sus
alabanzas” (cf. 1 P 2, 9): el pueblo de la vida y para la vida
78. La Iglesia ha recibido el Evangelio como anuncio y fuente de gozo y salvación. Lo ha recibido como don de Jesús, enviado del Padre “para anunciar a los pobres la Buena Nueva” (Lc 4, 18). Lo ha recibido a través de los Apóstoles, enviados por Él a todo el mundo (cf. Mc 16, 15; Mt 28, 19-20). La Iglesia, nacida de esta acción evangelizadora, siente resonar en sí misma cada día la exclamación del Apóstol: “¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1 Cor 9, 16). En efecto, “evangelizar –como escribía Pablo VI– constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar” (101).
La evangelización es una acción global y dinámica, que compromete a la Iglesia a participar en la misión profética, sacerdotal y real del Señor Jesús. Por tanto, conlleva inseparablemente las dimensiones del anuncio, de la celebración y del servicio de la caridad. Es un acto profundamente eclesial, que exige la cooperación de todos los operarios del Evangelio, cada uno según su propio carisma y ministerio.
Así sucede también cuando se trata de anunciar el Evangelio de la vida, parte integrante del Evangelio que es Jesucristo. Nosotros estamos al servicio de este Evangelio, apoyados por la certeza de haberlo recibido como don y de haber sido enviados a proclamarlo a toda la humanidad “hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8). Mantengamos, por ello, la conciencia humilde y agradecida de ser el pueblo de la vida y para la vida y presentémonos de este modo ante todos.
101. Adhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 decembris 1975), 14: AAS 68 (1976), 13.
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79. Somos el pueblo de la vida porque Dios, en su amor gratuito, nos ha dado el Evangelio de la vida y hemos sido transformados y salvados por este mismo Evangelio. Hemos sido redimidos por el “autor de la vida” (Hch 3, 15) a precio de su preciosa sangre (cf. 1 Cor 6, 20; 7, 23; 1 P 1, 19) y mediante el baño bautismal hemos sido injertados en Él (cf. Rm 6, 4-5; Col 2, 12), como ramas que reciben savia y fecundidad del árbol único (cf. Jn 15, 5). Renovados interiormente por la gracia del Espíritu, “que es Señor y da la vida”, hemos llegado a ser un pueblo para la vida y estamos llamados a comportarnos como tal.
Somos enviados: estar al servicio de la vida no es para nosotros una vanagloria, sino un deber, que nace de la conciencia de ser el pueblo adquirido por Dios para anunciar sus alabanzas (cf. 1 P 2, 9). En nuestro camino nos guía y sostiene la ley del amor: el amor cuya fuente y modelo es el Hijo de Dios hecho hombre, que “muriendo ha dado la vida al mundo” (10)2.
Somos enviados como pueblo. El compromiso al servicio de la vida obliga a todos y cada uno. Es una responsabilidad propiamente “eclesial”, que exige la acción concertada y generosa de todos los miembros y de todas las estructuras de la comunidad cristiana. Sin embargo, la misión comunitaria no elimina ni disminuye la responsabilidad de cada persona, a la cual se dirige el mandato del Señor de “hacerse prójimo” de cada hombre: “Vete y haz tú lo mismo” (Lc 10, 37).
Todos juntos sentimos el deber de anunciar el Evangelio de la vida, de celebrarlo en la liturgia y en toda la existencia, de servirlo con las diversas iniciativas y estructuras de apoyo y promoción.
102. Cfr. Missale Romanum, Oratio celebrantis ante communionem.
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“Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos” (1 Jn 1, 3):
anunciar el Evangelio de la vida
80. “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de la vida... os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros” (1 Jn 1, 1. 3). Jesús es el único Evangelio: no tenemos otra cosa que decir y testimoniar.
Precisamente el anuncio de Jesús es anuncio de la vida. En efecto, Él es “la Palabra de vida” (1 Jn 1, 1). En Él “la vida se manifestó” (1 Jn 1, 2); más aún, él mismo es “la vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó” (ivi). Esta misma vida, gracias al don del Espíritu, ha sido comunicada al hombre. La vida terrena de cada uno, ordenada a la vida en plenitud, a la “vida eterna”, adquiere también pleno sentido.
Iluminados por este Evangelio de la vida, sentimos la necesidad de proclamarlo y testimoniarlo por la novedad sorprendente que lo caracteriza. Este Evangelio, al identificarse con el mismo Jesús, portador de toda novedad (10)3 y vencedor de la “vejez” causada por el pecado y que lleva a la muerte (10)4, supera toda expectativa del hombre y descubre la sublime altura a la que, por gracia, es elevada la dignidad de la persona. Así la contempla san Gregorio de Nisa: “El hombre que, entre los seres, no cuenta nada, que es polvo, hierba, vanidad, cuando es adoptado por el Dios del universo como hijo, llega a ser familiar de este Ser, cuya excelencia y grandeza nadie puede ver, escuchar y comprender. ¿Con qué palabra, pensamiento o impulso del espíritu se podrá exaltar la sobreabundancia de esta gracia? El hombre sobrepasa su naturaleza: de mortal se hace inmortal, de perecedero imperecedero, de efímero eterno, de hombre se hace dios” (10)5.
El agradecimiento y la alegría por la dignidad inconmensurable del hombre nos mueve a hacer a todos partícipes de este mensaje: “Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros” (1 Jn 1, 3). Es necesario hacer llegar el Evangelio de la vida al corazón de cada hombre y mujer e introducirlo en lo más recóndito de toda la sociedad.
103. Cfr. S. IRENAEUS: «Omnem novitatem attulit, semetipsum afferens, qui fuerat annuntiatus», Adversus haereses, IV, 34, 1: SCh 100/2 846-847.
104. Cf. S. THOMAS AQUINAS: «Peccator inveterascit, recedens a novitate Christi», In Psalmos Davidis lectura, 6, 5.
105. De beatitudinibus, Oratio VII: PG 44, 1280.
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81. Ante todo se trata de anunciar el núcleo de este Evangelio. Es anuncio de un Dios vivo y cercano, que nos llama a una profunda comunión con Él y nos abre a la esperanza segura de la vida eterna; es afirmación del vínculo indivisible que fluye entre la persona, su vida y su corporeidad; es presentación de la vida humana como vida de relación, don de Dios, fruto y signo de su amor; es proclamación de la extraordinaria relación de Jesús con cada hombre, que permite reconocer en cada rostro humano el rostro de Cristo; es manifestación del “don sincero de sí mismo” como tarea y lugar de realización plena de la propia libertad.
Al mismo tiempo, se trata se señalar todas las consecuencias de este mismo Evangelio, que se pueden resumir así: la vida humana, don precioso de Dios, es sagrada e inviolable, y por esto, en particular, son absolutamente inaceptables el aborto procurado y la eutanasia; la vida del hombre no sólo no debe ser suprimida, sino que debe ser protegida con todo cuidado amoroso; la vida encuentra su sentido en el amor recibido y dado, en cuyo horizonte hallan su plena verdad la sexualidad y la procreación humana; en este amor incluso el sufrimiento y la muerte tienen un sentido y, aun permaneciendo el misterio que los envuelve, pueden llegar a ser acontecimientos de salvación; el respeto de la vida exige que la ciencia y la técnica estén siempre ordenadas al hombre y a su desarrollo integral; toda la sociedad debe respetar, defender y promover la dignidad de cada persona humana, en todo momento y condición de su vida.
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82. Para ser verdaderamente un pueblo al servicio de la vida debemos, con constancia y valentía, proponer estos contenidos desde el primer anuncio del Evangelio y, posteriormente, en la catequesis y en las diversas formas de predicación, en el diálogo personal y en cada actividad educativa. A los educadores, profesores, catequistas y teólogos corresponde la tarea de poner de relieve las razones antropológicas que fundamentan y sostienen el respeto de cada vida humana. De este modo, haciendo resplandecer la novedad original del Evangelio de la vida, podremos ayudar a todos a descubrir, también a la luz de la razón y de la experiencia, cómo el mensaje cristiano ilumina plenamente el hombre y el significado de su ser y de su existencia; hallaremos preciosos puntos de encuentro y de diálogo incluso con los no creyentes, comprometidos todos juntos en hacer surgir una nueva cultura de la vida.
En medio de las voces más dispares, cuando muchos rechazan la sana doctrina sobre la vida del hombre, sentimos como dirigida también a nosotros la exhortación de Pablo a Timoteo: “Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina” (2 Tm 4, 2). Esta exhortación debe encontrar un fuerte eco en el corazón de cuantos, en la Iglesia, participan más directamente, con diverso título, en su misión de “maestra” de la verdad. Que resuene ante todo para nosotros Obispos: somos los primeros a quienes se pide ser anunciadores incansables del Evangelio de la vida; a nosotros se nos confía también la misión de vigilar sobre la trasmisión íntegra y fiel de la enseñanza propuesta en esta Encíclica y adoptar las medidas más oportunas para que los fieles sean preservados de toda doctrina contraria a la misma. Debemos poner una atención especial para que en las facultades teológicas, en los seminarios y en las diversas instituciones católicas se difunda, se ilustre y se profundice el conocimiento de la sana doctrina (10)6. Que la exhortación de Pablo resuene para todos los teólogos, para los pastores y para todos los que desarrollan tareas de enseñanza, catequesis y formación de las conciencias: conscientes del papel que les pertenece, no asuman nunca la grave responsabilidad de traicionar la verdad y su misma misión exponiendo ideas personales contrarias al Evangelio de la vida como lo propone e interpreta fielmente el Magisterio.
Al anunciar este Evangelio, no debemos temer la hostilidad y la impopularidad, rechazando todo compromiso y ambigüedad que nos conformaría a la mentalidad de este mundo (cf. Rm 12, 2). Debemos estar en el mundo, pero no ser del mundo (cf. Jn 15, 19; 17, 16), con la fuerza que nos viene de Cristo, que con su muerte y resurrección ha vencido el mundo (cf. Jn 16, 33).
106. Cfr. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encycl. Veritatis splendor (6 augusti 1993), 116: AAS 85 (1993), 1224.
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“Te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy” (Sal 139-138, 14): celebrar el Evangelio de la vida
83. Enviados al mundo como “pueblo para la vida”, nuestro anuncio debe ser también una celebración verdadera y genuina del Evangelio de la vida. Más aún, esta celebración, con la fuerza evocadora de sus gestos, símbolos y ritos, debe convertirse en lugar precioso y significativo para transmitir la belleza y grandeza de este Evangelio.
Con este fin, urge ante todo cultivar, en nosotros y en los demás, una mirada contemplativa107. Ésta nace de la fe en el Dios de la vida, que ha creado a cada hombre haciéndolo como un prodigio (cf. Sal 139-138, 14). Es la mirada de quien ve la vida en su profundidad, percibiendo sus dimensiones de gratuidad, belleza, invitación a la libertad y a la responsabilidad. Es la mirada de quien no pretende apoderarse de la realidad, sino que la acoge como un don, descubriendo en cada cosa el reflejo del Creador y en cada persona su imagen viviente (cf. Gn 1, 27; Sal 8, 6). Esta mirada no se rinde desconfiada ante quien está enfermo, sufriendo, marginado o a las puertas de la muerte; sino que se deja interpelar por todas estas situaciones para buscar un sentido y, precisamente en estas circunstancias, encuentra en el rostro de cada persona una llamada a la mutua consideración, al diálogo y a la solidaridad.
Es el momento de asumir todos esta mirada, volviendo a ser capaces, con el ánimo lleno de religiosa admiración, de venerar y respetar a todo hombre, como nos invitaba a hacer Pablo VI en uno de sus primeros mensajes de Navidad (10)8. El pueblo nuevo de los redimidos, animado por esta mirada contemplativa, prorrumpe en himnos de alegría, alabanza y agradecimiento por el don inestimable de la vida, por el misterio de la llamada de todo hombre a participar en Cristo de la vida de gracia, y a una existencia de comunión sin fin con Dios Creador y Padre.
107. Cfr. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encycl. Centesimus annus (1 maii 1991), 37: AAS 83 (1991), 840.
108. Cfr. Nuntius occasione Nativitatis Domini diei festi datus, anno 1967: AAS 60 (1968), 40.
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84. Celebrar el Evangelio de la vida significa celebrar el Dios de la vida, el Dios que da la vida: “Celebremos ahora la Vida eterna, fuente de toda vida. Desde ella y por ella se extiende a todos los seres que de algún modo participan de la vida, y de modo conveniente a cada uno de ellos. La Vida divina es por sí vivificadora y creadora de la vida. Toda vida y toda moción vital proceden de la Vida, que está sobre toda vida y sobre el principio de ella. De esta Vida les viene a las almas el ser inmortales, y gracias a ella vive todo ser viviente, plantas y animales hasta el grado ínfimo de vida. Además, da a los hombres, a pesar de ser compuestos, una vida similar, en lo posible, a la de los ángeles. Por la abundancia de su bondad, a nosotros, que estamos separados, nos atrae y dirige. Y lo que es todavía más maravilloso: promete que nos trasladará íntegramente, es decir, en alma y cuerpo, a la vida perfecta e inmortal. No basta decir que esta Vida está viviente, que es Principio de vida, Causa y Fundamento único de la vida. Conviene, pues, a toda vida el contemplarla y alabarla: es Vida que vivifica toda vida” (10)9.
Como el Salmista también nosotros, en la oración cotidiana, individual y comunitaria, alabamos y bendecimos a Dios nuestro Padre, que nos ha tejido en el seno materno y nos ha visto y amado cuando todavía éramos informes (cf. Sal 139-138, 13. 15-16), y exclamamos con incontenible alegría: “Yo te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy, prodigios son tus obras. Mi alma conocías cabalmente” (Sal 139-138, 14). Sí, “esta vida mortal, a pesar de sus tribulaciones, de sus oscuros misterios, sus sufrimientos, su fatal caducidad, es un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado con júbilo y gloria” (110). Más aún, el hombre y su vida no se nos presentan sólo como uno de los prodigios más grandes de la creación: Dios ha dado al hombre una dignidad casi divina (cf. Sal 8, 6-7). En cada niño que nace y en cada hombre que vive y que muere reconocemos la imagen de la gloria de Dios, gloria que celebramos en cada hombre, signo del Dios vivo, icono de Jesucristo.
Estamos llamados a expresar admiración y gratitud por la vida recibida como don, y a acoger, gustar y comunicar el Evangelio de la vida no sólo con la oración personal y comunitaria, sino sobre todo con las celebraciones del año litúrgico. Se deben recordar aquí particularmente los Sacramentos, signos eficaces de la presencia y de la acción salvífica del Señor Jesús en la existencia cristiana. Ellos hacen a los hombres partícipes de la vida divina, asegurándoles la energía espiritual necesaria para realizar verdaderamente el significado de vivir, sufrir y morir. Gracias a un nuevo y genuino descubrimiento del significado de los ritos y a su adecuada valoración, las celebraciones litúrgicas, sobre todo las sacramentales, serán cada vez más capaces de expresar la verdad plena sobre el nacimiento, la vida, el sufrimiento y la muerte, ayudando a vivir estas realidades como participación en el misterio pascual de Cristo muerto y resucitado.
109. PSEUDO-DIONYSIUS AREOPAGITA, De divinis nominibus, 6, 1-3: PG 3, 856-857.
110. PAULUS VI, Pensiero alla morte, Istituto Paolo VI, Brescia 1988, 24.
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85. En la celebración del Evangelio de la vida es preciso saber apreciar y valorar también los gestos y los símbolos, de los que son ricas las diversas tradiciones y costumbres culturales y populares. Son momentos y formas de encuentro con las que, en los diversos Países y culturas, se manifiestan el gozo por una vida que nace, el respeto y la defensa de toda existencia humana, el cuidado del que sufre o está necesitado, la cercanía al anciano o al moribundo, la participación del dolor de quien está de luto, la esperanza y el deseo de inmortalidad.
En esta perspectiva, acogiendo también la sugerencia de los Cardenales en el Consistorio de 1991, propongo que se celebre cada año en las distintas Naciones una Jornada por la Vida, como ya tiene lugar por iniciativa de algunas Conferencias Episcopales. Es necesario que esta Jornada se prepare y se celebre con la participación activa de todos los miembros de la Iglesia local. Su fin fundamental es suscitar en las conciencias, en las familias, en la Iglesia y en la sociedad civil, el reconocimiento del sentido y del valor de la vida humana en todos sus momentos y condiciones, centrando particularmente la atención sobre la gravedad del aborto y de la eutanasia, sin olvidar tampoco los demás momentos y aspectos de la vida, que merecen ser objeto de atenta consideración, según sugiera la evolución de la situación histórica.
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86. Respecto al culto espiritual agradable a Dios (cf. Rm 12, 1), la celebración del Evangelio de la vida debe realizarse sobre todo en la existencia cotidiana, vivida en el amor por los demás y en la entrega de uno mismo. Así, toda nuestra existencia se hará acogida auténtica y responsable del don de la vida y alabanza sincera y reconocida a Dios que nos ha hecho este don. Es lo que ya sucede en tantísimos gestos de entrega, con frecuencia humilde y escondida, realizados por hombres y mujeres, niños y adultos, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos.
En este contexto, rico en humanidad y amor, es donde surgen también los gestos heroicos. Éstos son la celebración más solemne del Evangelio de la vida, porque lo proclaman con la entrega total de sí mismos; son la elocuente manifestación del grado más elevado del amor, que es dar la vida por la persona amada (cf. Jn 15, 13); son la participación en el misterio de la Cruz, en la que Jesús revela cuánto vale para Él la vida de cada hombre y cómo ésta se realiza plenamente en la entrega sincera de sí mismo. Más allá de casos clamorosos, está el heroísmo cotidiano, hecho de pequeños o grandes gestos de solidaridad que alimentan una auténtica cultura de la vida. Entre ellos merece especial reconocimiento la donación de órganos, realizada según criterios éticamente aceptables, para ofrecer una posibilidad de curación e incluso de vida, a enfermos tal vez sin esperanzas.
A este heroísmo cotidiano pertenece el testimonio silencioso, pero a la vez fecundo y elocuente, de “todas las madres valientes, que se dedican sin reservas a su familia, que sufren al dar a luz a sus hijos, y luego están dispuestas a soportar cualquier esfuerzo, a afrontar cualquier sacrificio, para transmitirles lo mejor de sí mismas” (111). Al desarrollar su misión “no siempre estas madres heroicas encuentran apoyo en su ambiente. Es más, los modelos de civilización, a menudo promovidos y propagados por los medios de comunicación, no favorecen la maternidad. En nombre del progreso y la modernidad, se presentan como superados ya los valores de la fidelidad, la castidad y el sacrificio, en los que se han distinguido y siguen distinguiéndose innumerables esposas y madres cristianas... Os damos las gracias, madres heroicas, por vuestro amor invencible. Os damos las gracias por la intrépida confianza en Dios y en su amor. Os damos las gracias por el sacrificio de vuestra vida... Cristo, en el misterio pascual, os devuelve el don que le habéis hecho, pues tiene el poder de devolveros la vida que le habéis dado como ofrenda” (11)2.
111. IOANNES PAULUS PP. II, Homilia in beatificationem Isidori Bakanja, Elisabethae Canori Mora et Ioannulae Beretta Molla (24 aprilis 1994): L’Osservatore Romano, 25-26 aprilis 1994, 5. [1994 04 25a/4-5]
112. Ibid. [1994 04 25a/4-5]
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“¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: ‘Tengo fe’,
si no tiene obras?” (St 2, 14): servir el Evangelio de la vida
87. En virtud de la participación en la misión real de Cristo, el apoyo y la promoción de la vida humana deben realizarse mediante el servicio de la caridad, que se manifiesta en el testimonio personal, en las diversas formas de voluntariado, en la animación social y en el compromiso político. Ésta es una exigencia particularmente apremiante en el momento actual, en que la “cultura de la muerte” se contrapone tan fuertemente a la “cultura de la vida” y con frecuencia parece que la supera. Sin embargo, es ante todo una exigencia que nace de la “fe que actúa por la caridad” (Gal 5, 6), como nos exhorta la Carta de Santiago: “¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: ‘Tengo fe’, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y algunos de vosotros les dice: ‘Idos en paz, calentaos y hartaos’, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta” (2, 14-17).
En el servicio de la caridad, hay una actitud que debe animarnos y distinguirnos: hemos de hacernos cargo del otro como persona confiada por Dios a nuestra responsabilidad. Como discípulos de Jesús, estamos llamados a hacernos prójimos de cada hombre (cf. Lc 10, 29-37), teniendo una preferencia especial por quien es más pobre, está solo y necesitado. Precisamente mediante la ayuda al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado –como también al niño aún no nacido, al anciano que sufre o cercano a la muerte– tenemos la posibilidad de servir a Jesús, como Él mismo dijo: “Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40). Por eso, nos sentimos interpelados y juzgados por las palabras siempre actuales de san Juan Crisóstomo: “¿Queréis de verdad honrar el cuerpo de Cristo? No consintáis que esté desnudo. No le honréis aquí en el templo con vestidos de seda y fuera le dejéis perecer de frío y desnudez” (11)3.
El servicio de la caridad a la vida debe ser profundamente unitario: no se pueden tolerar unilateralismos y discriminaciones, porque la vida humana es sagrada e inviolable en todas sus fases y situaciones. Es un bien indivisible. Por tanto, se trata de “hacerse cargo” de toda la vida y de la vida de todos. Más aún, se trata de llegar a las raíces mismas de la vida y del amor.
Partiendo precisamente de un amor profundo por cada hombre y mujer, se ha desarrollado a lo largo de los siglos una extraordinaria historia de caridad, que ha introducido en la vida eclesial y civil numerosas estructuras de servicio a la vida, que suscitan la admiración de todo observador sin prejuicios. Es una historia que cada comunidad cristiana, con nuevo sentido de responsabilidad, debe continuar escribiendo a través de una acción pastoral y social múltiple. En este sentido, se deben poner en práctica formas discretas y eficaces de acompañamiento de la vida naciente, con una especial cercanía a aquellas madres que, incluso sin el apoyo del padre, no tienen miedo de traer al mundo su hijo y educarlo. Una atención análoga debe prestarse a la vida que se encuentra en la marginación o en el sufrimiento, especialmente en sus fases finales.
113. In Matthaeum, hom., 3: PG 58, 508.
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88. Todo esto supone una paciente y valiente obra educativa que apremie a todos y cada uno a hacerse cargo del peso de los demás (cf. Gal 6, 2); exige una continua promoción de vocaciones al servicio, particularmente entre los jóvenes; implica la realización de proyectos e iniciativas concretas, estables e inspiradas en el Evangelio.
Múltiples son los medios para valorar con competencia y serio propósito. Respecto a los inicios de la vida, los centros de métodos naturales de regulación de la fertilidad han de ser promovidos como una valiosa ayuda para la paternidad y maternidad responsables, en la que cada persona, comenzando por el hijo, es reconocida y respetada por sí misma, y cada decisión es animada y guiada por el criterio de la entrega sincera de sí. También los consultorios matrimoniales y familiares, mediante su acción específica de consulta y prevención, desarrollada a la luz de una antropología coherente con la visión cristiana de la persona, de la pareja y de la sexualidad, constituyen un servicio precioso para profundizar en el sentido del amor y de la vida y para sostener y acompañar cada familia en su misión como “santuario de la vida”. Al servicio de la vida naciente están también los centros de ayuda a la vida y las casas o centros de acogida de la vida. Gracias a su labor muchas madres solteras y parejas en dificultad hallan razones y convicciones, y encuentran asistencia y apoyo para superar las molestias y miedos de acoger una vida naciente o recién dada a luz.
Ante condiciones de dificultad, extravío, enfermedad y marginación en la vida, otros medios –como las comunidades de recuperación de drogadictos, las residencias para menores o enfermos mentales, los centros de atención y acogida para enfermos de SIDA, y las cooperativas de solidaridad sobre todo para incapacitados– son expresiones elocuentes de lo que la caridad sabe inventar para dar a cada uno razones nuevas de esperanza y posibilidades concretas de vida.
Cuando la existencia terrena llega a su fin, de nuevo la caridad encuentra los medios más oportunos para que los ancianos, especialmente si no son autosuficientes, y los llamados enfermos terminales puedan gozar de una asistencia verdaderamente humana y recibir cuidados adecuados a sus exigencias, en particular a su angustia y soledad. En estos casos es insustituible el papel de las familias; pero pueden encontrar gran ayuda en las estructuras sociales de asistencia y, si es necesario, recurriendo a los cuidados paliativos, utilizando los adecuados servicios sanitarios y sociales, presentes tanto en los centros de hospitalización y tratamiento públicos como a domicilio.
En particular, se debe revisar la función de los hospitales, de las clínicas y de las casas de salud: su verdadera identidad no es sólo la de estructuras en las que se atiende a los enfermos y moribundos, sino ante todo la de ambientes en los que el sufrimiento, el dolor y la muerte son considerados e interpretados en su significado humano y específicamente cristiano. De modo especial esta identidad debe ser clara y eficaz en los institutos regidos por religiosos o relacionados de alguna manera con la Iglesia.
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89. Estas estructuras y centros de servicio a la vida, y todas las demás iniciativas de apoyo y solidaridad que las circunstancias puedan aconsejar según los casos, tienen necesidad de ser animadas por personas generosamente disponibles y profundamente conscientes de lo fundamental que es el Evangelio de la vida para el bien del individuo y de la sociedad.
Es peculiar la responsabilidad confiada a todo el personal sanitario: médicos, farmacéuticos, enfermeros, capellanes, religiosos y religiosas, personal administrativo y voluntarios. Su profesión les exige ser custodios y servidores de la vida humana. En el contexto cultural y social actual, en que la ciencia y la medicina corren el riesgo de perder su dimensión ética original, ellos pueden estar a veces fuertemente tentados de convertirse en manipuladores de la vida o incluso en agentes de muerte. Ante esta tentación, su responsabilidad ha crecido hoy enormemente y encuentra su inspiración más profunda y su apoyo más fuerte precisamente en la intrínseca e imprescindible dimensión ética de la profesión sanitaria, como ya reconocía el antiguo y siempre actual juramento de Hipócrates, según el cual se exige a cada médico el compromiso de respetar absolutamente la vida humana y su carácter sagrado.
El respeto absoluto de toda vida humana inocente exige también ejercer la objeción de conciencia ante el aborto procurado y la eutanasia. El “hacer morir” nunca puede considerarse un tratamiento médico, ni siquiera cuando la intención fuera sólo la de secundar una petición del paciente: es más bien la negación de la profesión sanitaria que debe ser un apasionado y tenaz “sí” a la vida. También la investigación biomédica, campo fascinante y prometedor de nuevos y grandes beneficios para la humanidad, debe rechazar siempre los experimentos, descubrimientos o aplicaciones que, al ignorar la dignidad inviolable del ser humano, dejan de estar al servicio de los hombres y se transforman en realidades que, aparentando socorrerlos, los oprimen.
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90. Un papel específico están llamadas a desempeñar las personas comprometidas en el voluntariado: ofrecen una aportación preciosa al servicio de la vida, cuando saben conjugar la capacidad profesional con el amor generoso y gratuito. El Evangelio de la vida las mueve a elevar los sentimientos de simple filantropía a la altura de la caridad de Cristo; a reconquistar cada día, entre fatigas y cansancios, la conciencia de la dignidad de cada hombre; a salir al encuentro de las necesidades de las personas iniciando –si es preciso– nuevos caminos allí donde más urgentes son las necesidades y más escasas las atenciones y el apoyo.
El realismo tenaz de la caridad exige que al Evangelio de la vida se le sirva también mediante formas de animación social y de compromiso político, defendiendo y proponiendo el valor de la vida en nuestras sociedades cada vez más complejas y pluralistas. Los individuos, las familias, los grupos y las asociaciones tienen una responsabilidad, aunque a título y en modos diversos, en la animación social y en la elaboración de proyectos culturales, económicos, políticos y legislativos que, respetando a todos y según la lógica de la convivencia democrática, contribuyan a edificar una sociedad en la que se reconozca y tutele la dignidad de cada persona, y se defienda y promueva la vida de todos.
Esta tarea corresponde en particular a los responsables de la vida pública. Llamados a servir al hombre y al bien común, tienen el deber de tomar decisiones valientes en favor de la vida, especialmente en el campo de las disposiciones legislativas. En un régimen democrático, donde las leyes y decisiones se adoptan sobre la base del consenso de muchos, puede atenuarse el sentido de la responsabilidad personal en la conciencia de los individuos investidos de autoridad. Pero nadie puede abdicar jamás de esta responsabilidad, sobre todo cuando se tiene un mandato legislativo o ejecutivo, que llama a responder ante Dios, ante la propia conciencia y ante la sociedad entera de decisiones eventualmente contrarias al verdadero bien común. Si las leyes no son el único instrumento para defender la vida humana, sin embargo desempeñan un papel muy importante y a veces determinante en la promoción de una mentalidad y de unas costumbres. Repito una vez más que una norma que viola el derecho natural a la vida de un inocente es injusta y, como tal, no puede tener valor de ley. Por eso renuevo con fuerza mi llamada a todos los políticos para que no promulguen leyes que, ignorando la dignidad de la persona, minen las raíces de la misma convivencia ciudadana.
La Iglesia sabe que, en el contexto de las democracias pluralistas, es difícil realizar una eficaz defensa legal de la vida por la presencia de fuertes corrientes culturales de diversa orientación. Sin embargo, movida por la certeza de que la verdad moral encuentra un eco en la intimidad de cada conciencia, anima a los políticos, comenzando por los cristianos, a no resignarse y a adoptar aquellas decisiones que, teniendo en cuenta las posibilidades concretas, lleven a restablecer un orden justo en la afirmación y promoción del valor de la vida. En esta perspectiva, es necesario poner de relieve que no basta con eliminar las leyes inicuas. Hay que eliminar las causas que favorecen los atentados contra la vida, asegurando sobre todo el apoyo debido a la familia y a la maternidad: la política familiar debe ser eje y motor de todas las políticas sociales. Por tanto, es necesario promover iniciativas sociales y legislativas capaces de garantizar condiciones de auténtica libertad en la decisión sobre la paternidad y la maternidad; además, es necesario replantear las políticas laborales, urbanísticas, de vivienda y de servicios para que se puedan conciliar entre sí los horarios de trabajo y los de la familia, y sea efectivamente posible la atención a los niños y a los ancianos.
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91. La problemática demográfica constituye hoy un capítulo importante de la política sobre la vida. Las autoridades públicas tienen ciertamente la responsabilidad de “intervenir para orientar la demografía de la población” (11)4; pero estas iniciativas deben siempre presuponer y respetar la responsabilidad primaria e inalienable de los esposos y de las familias, y no pueden recurrir a métodos no respetuosos de la persona y de sus derechos fundamentales, comenzando por el derecho a la vida de todo ser humano inocente. Por tanto, es moralmente inaceptable que, para regular la natalidad, se favorezca o se imponga el uso de medios como la anticoncepción, la esterilización y el aborto.
Los caminos para resolver el problema demográfico son otros: los Gobiernos y las distintas instituciones internacionales deben mirar ante todo a la creación de las condiciones económicas, sociales, médico-sanitarias y culturales que permitan a los esposos tomar sus opciones procreativas con plena libertad y con verdadera responsabilidad; deben además esforzarse en “aumentar los medios y distribuir con mayor justicia la riqueza para que todos puedan participar equitativamente de los bienes de la creación. Hay que buscar soluciones a nivel mundial, instaurando una verdadera economía de comunión y de participación de bienes, tanto en el orden internacional como nacional” (11)5. Éste es el único camino que respeta la dignidad de las personas y de las familias, además de ser el auténtico patrimonio cultural de los pueblos.
El servicio al Evangelio de la vida es, pues, vasto y complejo. Se nos presenta cada vez más como un ámbito privilegiado y favorable para una colaboración activa con los hermanos de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, en la línea de aquel ecumenismo de las obras que el Concilio Vaticano II autorizadamente impulsó (11)6. Además, se presenta como espacio providencial para el diálogo y la colaboración con los fieles de otras religiones y con todos los hombres de buena voluntad: la defensa y la promoción de la vida no son monopolio de nadie, sino deber y responsabilidad de todos. El desafío que tenemos ante nosotros, a las puertas del tercer milenio, es arduo. Sólo la cooperación concorde de cuantos creen en el valor de la vida podrá evitar una derrota de la civilización de consecuencias imprevisibles.
114. Catholicae Ecclesiae Catechismus, n. 2372. [1992 11 11/2372]
115. IOANNES PAULUS PP. II, Allocutio ad participes IV Conferentiae Generalis Episcopatus Americae Latinae in urbe Sancti Dominici (12 octobris 1992), 15: AAS 85 (1993), 819. [1992 10 12/18]
116. Cfr. CONC. OECUM. VAT. II, Decr. de Oecumenismo Unitatis redintegratio, 12; Const. past. de Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 90.
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“La herencia del Señor son los hijos, recompensa el fruto de las
entrañas” (Sal 127-[126], 3): la familia “santuario de la vida”
92. Dentro del “pueblo de la vida y para la vida”, es decisiva la responsabilidad de la familia: es una responsabilidad que brota de su propia naturaleza –la de ser comunidad de vida y de amor, fundada sobre el matrimonio– y de su misión de “custodiar, revelar y comunicar el amor” (11)7. Se trata del amor mismo de Dios, cuyos colaboradores y como intérpretes en la transmisión de la vida y en su educación según el designio del Padre son los padres (11)8. Es, pues, el amor que se hace gratuidad, acogida, entrega: en la familia cada uno es reconocido, respetado y honrado por ser persona y, si hay alguno más necesitado, la atención hacia él es más intensa y viva.
La familia está llamada a esto a lo largo de la vida de sus miembros, desde el nacimiento hasta la muerte. La familia es verdaderamente “el santuario de la vida..., el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano” (11)9. Por esto, el papel de la familia en la edificación de la cultura de la vida es determinante e insustituible.
Como iglesia doméstica, la familia está llamada a anunciar, celebrar y servir el Evangelio de la vida. Es una tarea que corresponde principalmente a los esposos, llamados a transmitir la vida, siendo cada vez más conscientes del significado de la procreación, como acontecimiento privilegiado en el cual se manifiesta que la vida humana es un don recibido para ser a su vez dado. En la procreación de una nueva vida los padres descubren que el hijo, “si es fruto de su recíproca donación de amor, es a su vez un don para ambos: un don que brota del don” (120).
Es principalmente mediante la educación de los hijos como la familia cumple su misión de anunciar el Evangelio de la vida. Con la palabra y el ejemplo, en las relaciones y decisiones cotidianas, y mediante gestos y expresiones concretas, los padres inician a sus hijos en la auténtica libertad, que se realiza en la entrega sincera de sí, y cultivan en ellos el respeto del otro, el sentido de la justicia, la acogida cordial, el diálogo, el servicio generoso, la solidaridad y los demás valores que ayudan a vivir la vida como un don. La tarea educadora de los padres cristianos debe ser un servicio a la fe de los hijos y una ayuda para que ellos cumplan la vocación recibida de Dios. Pertenece a la misión educativa de los padres enseñar y testimoniar a los hijos el sentido verdadero del sufrimiento y de la muerte. Lo podrán hacer si saben estar atentos a cada sufrimiento que encuentren a su alrededor y, principalmente, si saben desarrollar actitudes de cercanía, asistencia y participación hacia los enfermos y ancianos dentro del ámbito familiar.
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93. Además, la familia celebra el Evangelio de la vida con la oración cotidiana, individual y familiar: con ella alaba y da gracias al Señor por el don de la vida e implora luz y fuerza para afrontar los momentos de dificultad y de sufrimiento, sin perder nunca la esperanza. Pero la celebración que da significado a cualquier otra forma de oración y de culto es la que se expresa en la vida cotidiana de la familia, si es una vida hecha de amor y entrega.
De este modo la celebración se transforma en un servicio al Evangelio de la vida, que se expresa por medio de la solidaridad, experimentada dentro y alrededor de la familia como atención solícita, vigilante y cordial en las pequeñas y humildes cosas de cada día. Una expresión particularmente significativa de solidaridad entre las familias es la disponibilidad a la adopción o a la acogida temporal de niños abandonados por sus padres o en situaciones de grave dificultad. El verdadero amor paterno y materno va más allá de los vínculos de carne y sangre acogiendo incluso a niños de otras familias, ofreciéndoles todo lo necesario para su vida y pleno desarrollo. Entre las formas de adopción, merece ser considerada también la adopción a distancia, preferible en los casos en los que el abandono tiene como único motivo las condiciones de grave pobreza de una familia. En efecto, con esta forma de adopción se ofrecen a los padres las ayudas necesarias para mantener y educar a los propios hijos, sin tener que desarraigarlos de su ambiente natural.
La solidaridad, entendida como “determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común” (121), requiere también ser llevada a cabo mediante formas de participación social y política. En consecuencia, servir el Evangelio de la vida supone que las familias, participando especialmente en asociaciones familiares, trabajen para que las leyes e instituciones del Estado no violen de ningún modo el derecho a la vida, desde la concepción hasta la muerte natural, sino que la defiendan y promuevan.
121. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encycl. Sollicitudo rei socialis (30 decembris 1987), 38: AAS 80 (1988), 565-566.
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94. Una atención particular debe prestarse a los ancianos. Mientras en algunas culturas las personas de edad más avanzada permanecen dentro de la familia con un papel activo importante, por el contrario, en otras culturas el viejo es considerado como un peso inútil y es abandonado a su propia suerte. En semejante situación puede surgir con mayor facilidad la tentación de recurrir a la eutanasia.
La marginación o incluso el rechazo de los ancianos son intolerables. Su presencia en la familia o al menos la cercanía de la misma a ellos, cuando no sea posible por la estrechez de la vivienda u otros motivos, son de importancia fundamental para crear un clima de intercambio recíproco y de comunicación enriquecedora entre las distintas generaciones. Por ello, es importante que se conserve, o se restablezca donde se ha perdido, una especie de “pacto” entre las generaciones, de modo que los padres ancianos, llegados al término de su camino, puedan encontrar en sus hijos la acogida y la solidaridad que ellos les dieron cuando nacieron: lo exige la obediencia al mandamiento divino de honrar al padre y a la madre (cf. Ex 20, 12; Lv 19, 3). Pero hay algo más. El anciano no se debe considerar sólo como objeto de atención, cercanía y servicio. También él tiene que ofrecer una valiosa aportación al Evangelio de la vida. Gracias al rico patrimonio de experiencias adquirido a lo largo de los años, puede y debe ser transmisor de sabiduría, testigo de esperanza y de caridad.
Si es cierto que “el futuro de la humanidad se fragua en la familia” (122), se debe reconocer que las actuales condiciones sociales, económicas y culturales hacen con frecuencia más ardua y difícil la misión de la familia al servicio de la vida. Para que pueda realizar su vocación de “santuario de la vida”, como célula de una sociedad que ama y acoge la vida, es necesario y urgente que la familia misma sea ayudada y apoyada. Las sociedades y los Estados deben asegurarle todo el apoyo, incluso económico, que es necesario para que las familias puedan responder de un modo más humano a sus propios problemas. Por su parte, la Iglesia debe promover incansablemente una pastoral familiar que ayude a cada familia a redescubrir y vivir con alegría y valor su misión en relación con el Evangelio de la vida.
122. IOANNES PAULUS PP. II, Adhort. ap. post-synodalis Familiaris consortio (22 novembris 1981), 86: AAS 74 (1982), 188. [1981 11 22/86]
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“Vivid como hijos de la luz” (Ef 5, 8):
para realizar un cambio cultural
95. “Vivid como hijos de la luz... Examinad qué es lo que agrada al Señor, y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas” (Ef 5, 8. (10)-11). En el contexto social actual, marcado por una lucha dramática entre la “cultura de la vida” y la “cultura de la muerte”, debe madurar un fuerte sentido crítico, capaz de discernir los verdaderos valores y las auténticas exigencias.
Es urgente una movilización general de las conciencias y un común esfuerzo ético, para poner en práctica una gran estrategia en favor de la vida. Todos juntos debemos construir una nueva cultura de la vida: nueva, para que sea capaz de afrontar y resolver los problemas propios de hoy sobre la vida del hombre; nueva, para que sea asumida con una convicción más firme y activa por todos los cristianos; nueva, para que pueda suscitar un encuentro cultural serio y valiente con todos. La urgencia de este cambio cultural está relacionada con la situación histórica que estamos atravesando, pero tiene su raíz en la misma misión evangelizadora, propia de la Iglesia. En efecto, el Evangelio pretende “transformar desde dentro, renovar la misma humanidad” (123); es como la levadura que fermenta toda la masa (cf. Mt 13, 33) y, como tal, está destinado a impregnar todas las culturas y a animarlas desde dentro (124), para que expresen la verdad plena sobre el hombre y sobre su vida.
Se debe comenzar por la renovación de la cultura de la vida dentro de las mismas comunidades cristianas. Muy a menudo los creyentes, incluso quienes participan activamente en la vida eclesial, caen en una especie de separación entre la fe cristiana y sus exigencias éticas con respecto a la vida, llegando así al subjetivismo moral y a ciertos comportamientos inaceptables. Ante esto debemos preguntarnos, con gran lucidez y valentía, qué cultura de la vida se difunde hoy entre los cristianos, las familias, los grupos y las comunidades de nuestras Diócesis. Con la misma claridad y decisión, debemos determinar qué pasos hemos de dar para servir a la vida según la plenitud de su verdad. Al mismo tiempo, debemos promover un diálogo serio y profundo con todos, incluidos los no creyentes, sobre los problemas fundamentales de la vida humana, tanto en los lugares de elaboración del pensamiento, como en los diversos ámbitos profesionales y allí donde se desenvuelve cotidianamente la existencia de cada uno.
123. PAULUS VI, Adhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 decembris 1975),18: AAS 68 (1976), 17.
124. Cfr. Ibid., 20, l.m., 18.
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96. El primer paso fundamental para realizar este cambio cultural consiste en la formación de la conciencia moral sobre el valor inconmensurable e inviolable de toda vida humana. Es de suma importancia redescubrir el nexo inseparable entre vida y libertad. Son bienes inseparables: donde se viola uno, el otro acaba también por ser violado. No hay libertad verdadera donde no se acoge y ama la vida; y no hay vida plena sino en la libertad. Ambas realidades guardan además una relación innata y peculiar, que las vincula indisolublemente: la vocación al amor. Este amor, como don sincero de sí,125 es el sentido más verdadero de la vida y de la libertad de la persona.
No menos decisivo en la formación de la conciencia es el descubrimiento del vínculo constitutivo entre la libertad y la verdad. Como he repetido otras veces, separar la libertad de la verdad objetiva hace imposible fundamentar los derechos de la persona sobre una sólida base racional y pone las premisas para que se afirme en la sociedad el arbitrio ingobernable de los individuos y el totalitarismo del poder público causante de la muerte (126).
Es esencial pues que el hombre reconozca la evidencia original de su condición de criatura, que recibe de Dios el ser y la vida como don y tarea. Sólo admitiendo esta dependencia innata en su ser, el hombre puede desarrollar plenamente su libertad y su vida y, al mismo tiempo, respetar en profundidad la vida y libertad de las demás personas. Aquí se manifiesta ante todo que “el punto central de toda cultura lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el misterio más grande: el misterio de Dios” (127). Cuando se niega a Dios y se vive como si no existiera, o no se toman en cuenta sus mandamientos, se acaba fácilmente por negar o comprometer también la dignidad de la persona humana y el carácter inviolable de su vida.
125. Cfr. CONC. OECUM. VAT. II, Const. past. De Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 24.
126. Cfr. Litt. Encycl. Centesimus annus (1 maii 1991), 17: AAS 83 (1991), 814; Litt. Encycl. Veritatis splendor (6 augusti 1993), 95-101: AAS 85 (1993), 1208-1213.
127. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encycl. Centesimus annus (1 maii 1991), 24: AAS 83 (1991), 822.
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97. A la formación de la conciencia está vinculada estrechamente la labor educativa, que ayuda al hombre a ser cada vez más hombre, lo introduce siempre más profundamente en la verdad, lo orienta hacia un respeto creciente por la vida, lo forma en las justas relaciones entre las personas.
En particular, es necesario educar en el valor de la vida comenzando por sus mismas raíces. Es una ilusión pensar que se puede construir una verdadera cultura de la vida humana, si no se ayuda a los jóvenes a comprender y vivir la sexualidad, el amor y toda la existencia según su verdadero significado y en su íntima correlación. La sexualidad, riqueza de toda la persona, “manifiesta su significado íntimo al llevar a la persona hacia el don de sí misma en el amor” (128). La banalización de la sexualidad es uno de los factores principales que están en la raíz del desprecio por la vida naciente: sólo un amor verdadero sabe custodiar la vida. Por tanto, no se nos puede eximir de ofrecer sobre todo a los adolescentes y a los jóvenes la auténtica educación de la sexualidad y del amor, una educación que implica la formación de la castidad, como virtud que favorece la madurez de la persona y la capacita para respetar el significado “esponsal” del cuerpo.
La labor de educación para la vida requiere la formación de los esposos para la procreación responsable. Ésta exige, en su verdadero significado, que los esposos sean dóciles a la llamada del Señor y actúen como fieles intérpretes de su designio: esto se realiza abriendo generosamente la familia a nuevas vidas y, en todo caso, permaneciendo en actitud de apertura y servicio a la vida incluso cuando, por motivos serios y respetando la ley moral, los esposos optan por evitar temporalmente o a tiempo indeterminado un nuevo nacimiento. La ley moral les obliga de todos modos a encauzar las tendencias del instinto y de las pasiones y a respetar las leyes biológicas inscritas en sus personas. Precisamente este respeto legitima, al servicio de la responsabilidad en la procreación, el recurso a los métodos naturales de regulación de la fertilidad: éstos han sido precisados cada vez mejor desde el punto de vista científico y ofrecen posibilidades concretas para adoptar decisiones en armonía con los valores morales. Una consideración honesta de los resultados alcanzados debería eliminar prejuicios todavía muy difundidos y convencer a los esposos, y también a los agentes sanitarios y sociales, de la importancia de una adecuada formación al respecto. La Iglesia está agradecida a quienes con sacrificio personal y dedicación con frecuencia ignorada trabajan en la investigación y difusión de estos métodos, promoviendo al mismo tiempo una educación en los valores morales que su uso supone.
La labor educativa debe tener en cuenta también el sufrimiento y la muerte. En realidad forman parte de la experiencia humana, y es vano, además de equivocado, tratar de ocultarlos o descartarlos. Al contrario, se debe ayudar a cada uno a comprender, en la realidad concreta y difícil, su misterio profundo. El dolor y el sufrimiento tienen también un sentido y un valor, cuando se viven en estrecha relación con el amor recibido y entregado. En este sentido he querido que se celebre cada año la Jornada Mundial del Enfermo, destacando “el carácter salvífico del ofrecimiento del sacrificio que, vivido en comunión con Cristo, pertenece a la esencia misma de la redención” (129). Por otra parte, incluso la muerte es algo más que una aventura sin esperanza: es la puerta de la existencia que se proyecta hacia la eternidad y, para quienes la viven en Cristo, es experiencia de participación en su misterio de muerte y resurrección.
128. IOANNES PAULUS PP. II, Adhort ap. Familiaris consortio (22 novembris 1981), 37: AAS 74 (1982), 128 [1981 11 22/37]
129. Epistula qua constituitur Dies Mundialis Aegrotis dicatus (13 maii 1992), 2: Insegnamenti XV, 1 (1992), 1410.
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98. En síntesis, podemos decir que el cambio cultural deseado aquí exige a todos el valor de asumir un nuevo estilo de vida que se manifieste en poner como fundamento de las decisiones concretas –a nivel personal, familiar, social e internacional– la justa escala de valores: la primacía del ser sobre el tener130, de la persona sobre las cosas131. Este nuevo estilo de vida implica también pasar de la indiferencia al interés por el otro y del rechazo a su acogida: los demás no son contrincantes de quienes hay que defenderse, sino hermanos y hermanas con quienes se ha de ser solidarios; hay que amarlos por sí mismos; nos enriquecen con su misma presencia.
En la movilización por una nueva cultura de la vida nadie se debe sentir excluido: todos tienen un papel importante que desempeñar. La misión de los profesores y de los educadores es, junto con la de las familias, particularmente importante. De ellos dependerá mucho que los jóvenes, formados en una auténtica libertad, sepan custodiar interiormente y difundir a su alrededor ideales verdaderos de vida, y que sepan crecer en el respeto y servicio a cada persona, en la familia y en la sociedad.
También los intelectuales pueden hacer mucho en la construcción de una nueva cultura de la vida humana. Una tarea particular corresponde a los intelectuales católicos, llamados a estar presentes activamente en los círculos privilegiados de elaboración cultural, en el mundo de la escuela y de la universidad, en los ambientes de investigación científica y técnica, en los puntos de creación artística y de la reflexión humanística. Alimentando su ingenio y su acción en las claras fuentes del Evangelio, deben entregarse al servicio de una nueva cultura de la vida con aportaciones serias, documentadas, capaces de ganarse por su valor el respeto e interés de todos. Precisamente en esta perspectiva he instituido la Pontificia Academia para la Vida con el fin de “estudiar, informar y formar en lo que atañe a las principales cuestiones de biomedicina y derecho, relativas a la promoción y a la defensa de la vida, sobre todo en las que guardan mayor relación con la moral cristiana y las directrices del Magisterio de la Iglesia” (132). Una aportación específica deben dar también las Universidades, particularmente las católicas, y los Centros, Institutos y Comités de bioética.
Grande y grave es la responsabilidad de los responsables de los medios de comunicación social, llamados a trabajar para que la transmisión eficaz de los mensajes contribuya a la cultura de la vida. Deben, por tanto, presentar ejemplos de vida elevados y nobles, dando espacio a testimonios positivos y a veces heroicos de amor al hombre; proponiendo con gran respeto los valores de la sexualidad y del amor, sin enmascarar lo que deshonra y envilece la dignidad del hombre. En la lectura de la realidad, deben negarse a poner de relieve lo que pueda insinuar o acrecentar sentimientos o actitudes de indiferencia, desprecio o rechazo ante la vida. En la escrupulosa fidelidad a la verdad de los hechos, están llamados a conjugar al mismo tiempo la libertad de información, el respeto a cada persona y un sentido profundo de humanidad.
130. Cfr. CONC. OECUM. VAT. II, Const. past. de Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 35; PAULUS PP. VI, Litt. Encycl. Populorum progressio (26 martii 1967), 15: AAS 59 (1967), 265.
131. Cfr. IOANNES PAULUS PP. II, Litterae Familiis datae Gratissiman sane (2 februarii 1994), 13: AAS 86 (1994), 892 [1994 02 02/13]
132. IOANNES PAULUS PP. II, Motu proprio Vitae mysterium (11 februarii 1994), 4: AAS 86 (1994), 386-387 [1994 02 11/4]
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99. En el cambio cultural en favor de la vida las mujeres tienen un campo de pensamiento y de acción singular y sin duda determinante: les corresponde ser promotoras de un “nuevo feminismo” que, sin caer en la tentación de seguir modelos “machistas”, sepa reconocer y expresar el verdadero espíritu femenino en todas las manifestaciones de la convivencia ciudadana, trabajando por la superación de toda forma de discriminación, de violencia y de explotación.
Recordando las palabras del mensaje conclusivo del Concilio Vaticano II, dirijo también yo a las mujeres una llamada apremiante: “Reconciliad a los hombres con la vida”133. Vosotras estáis llamadas a testimoniar el significado del amor auténtico, de aquel don de uno mismo y de la acogida del otro que se realizan de modo específico en la relación conyugal, pero que deben ser el alma de cualquier relación interpersonal. La experiencia de la maternidad favorece en vosotras una aguda sensibilidad hacia las demás personas y, al mismo tiempo, os confiere una misión particular: “La maternidad conlleva una comunión especial con el misterio de la vida que madura en el seno de la mujer... Este modo único de contacto con el nuevo hombre que se está formando crea a su vez una actitud hacia el hombre –no sólo hacia el propio hijo, sino hacia el hombre en general–, que caracteriza profundamente toda la personalidad de la mujer” (134). En efecto, la madre acoge y lleva consigo a otro ser, le permite crecer en su seno, le ofrece el espacio necesario, respetándolo en su alteridad. Así, la mujer percibe y enseña que las relaciones humanas son auténticas si se abren a la acogida de la otra persona, reconocida y amada por la dignidad que tiene por el hecho de ser persona y no de otros factores, como la utilidad, la fuerza, la inteligencia, la belleza o la salud. Ésta es la aportación fundamental que la Iglesia y la humanidad esperan de las mujeres. Y es la premisa insustituible para un auténtico cambio cultural.
Una reflexión especial quisiera tener para vosotras, mujeres que habéis recurrido al aborto. La Iglesia sabe cuántos condicionamientos pueden haber influido en vuestra decisión, y no duda de que en muchos casos se ha tratado de una decisión dolorosa e incluso dramática. Probablemente la herida aún no ha cicatrizado en vuestro interior. Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo profundamente injusto. Sin embargo, no os dejéis vencer por el desánimo y no abandonéis la esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en su verdad. Si aún no lo habéis hecho, abríos con humildad y confianza al arrepentimiento: el Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su perdón y su paz en el sacramento de la Reconciliación. Os daréis cuenta de que nada está perdido y podréis pedir perdón también a vuestro hijo que ahora vive en el Señor. Ayudadas por el consejo y la cercanía de personas amigas y competentes, podréis estar con vuestro doloroso testimonio entre los defensores más elocuentes del derecho de todos a la vida. Por medio de vuestro compromiso por la vida, coronado eventualmente con el nacimiento de nuevas criaturas y expresado con la acogida y la atención hacia quien está más necesitado de cercanía, seréis artífices de un nuevo modo de mirar la vida del hombre.
133. Concilii nuntii quibusdam hominum ordinibus dati (8 decembris 1965): Aux femmes: AAS 58 (1966), 13 [1965 12 08/5]
134. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Ap. Mulieris dignitatem (15 augusti 1988), 18: AAS 80 (1988), 1696 [1988 08 15/18]
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100. En este gran esfuerzo por una nueva cultura de la vida estamos sostenidos y animados por la confianza de quien sabe que el Evangelio de la vida, como el Reino de Dios, crece y produce frutos abundantes (cf. Mc 4, 26-29). Es ciertamente enorme la desproporción que existe entre los medios, numerosos y potentes, con que cuentan quienes trabajan al servicio de la “cultura de la muerte” y los de que disponen los promotores de una “cultura de la vida y del amor”. Pero nosotros sabemos que podemos confiar en la ayuda de Dios, para quien nada es imposible (cf. Mt 19, 26).
Con esta profunda certeza, y movido por la firme solicitud por cada hombre y mujer, repito hoy a todos cuanto he dicho a las familias comprometidas en sus difíciles tareas en medio de las insidias que las amenazan (135): es urgente una gran oración por la vida, que abarque al mundo entero. Que desde cada comunidad cristiana, desde cada grupo o asociación, desde cada familia y desde el corazón de cada creyente, con iniciativas extraordinarias y con la oración habitual, se eleve una súplica apasionada a Dios, Creador y amante de la vida. Jesús mismo nos ha mostrado con su ejemplo que la oración y el ayuno son las armas principales y más eficaces contra las fuerzas del mal (cf. Mt 4, 1-11) y ha enseñado a sus discípulos que algunos demonios sólo se expulsan de este modo (cf. Mc 9, 29). Por tanto, tengamos la humildad y la valentía de orar y ayunar para conseguir que la fuerza que viene de lo alto haga caer los muros del engaño y de la mentira, que esconden a los ojos de tantos hermanos y hermanas nuestros la naturaleza perversa de comportamientos y de leyes hostiles a la vida, y abra sus corazones a propósitos e intenciones inspirados en la civilización de la vida y del amor.
135. Cfr. IOANNES PAULUS PP. II, Litterae Familiis datae Gratissimam sane (2 februarii 1994), 5: AAS 86 (1994), 872 [1994 02 02/5]
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“Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo” (1 Jn 1, 4): el Evangelio de la vida es para la ciudad de los hombres
101. “Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo” (1 Jn 1, 4). La revelación del Evangelio de la vida se nos da como un bien que hay que comunicar a todos: para que todos los hombres estén en comunión con nosotros y con la Trinidad (cf. 1 Jn 1, 3). No podremos tener alegría plena si no comunicamos este Evangelio a los demás, si sólo lo guardamos para nosotros mismos.
El Evangelio de la vida no es exclusivamente para los creyentes: es para todos. El tema de la vida y de su defensa y promoción no es prerrogativa única de los cristianos. Aunque de la fe recibe luz y fuerza extraordinarias, pertenece a toda conciencia humana que aspira a la verdad y está atenta y preocupada por la suerte de la humanidad. En la vida hay seguramente un valor sagrado y religioso, pero de ningún modo interpela sólo a los creyentes: en efecto, se trata de un valor que cada ser humano puede comprender también a la luz de la razón y que, por tanto, afecta necesariamente a todos.
Por esto, nuestra acción de “pueblo de la vida y para la vida” debe ser interpretada de modo justo y acogida con simpatía. Cuando la Iglesia declara que el respeto incondicional del derecho a la vida de toda persona inocente –desde la concepción a su muerte natural– es uno de los pilares sobre los que se basa toda sociedad civil, “quiere simplemente promover un Estado humano. Un Estado que reconozca, como su deber primario, la defensa de los derechos fundamentales de la persona humana, especialmente de la más débil” (136).
El Evangelio de la vida es para la ciudad de los hombres. Trabajar en favor de la vida es contribuir a la renovación de la sociedad mediante la edificación del bien común. En efecto, no es posible construir el bien común sin reconocer y tutelar el derecho a la vida, sobre el que se fundamentan y desarrollan todos los demás derechos inalienables del ser humano. Ni puede tener bases sólidas una sociedad que –mientras afirma valores como la dignidad de la persona, la justicia y la paz– se contradice radicalmente aceptando o tolerando las formas más diversas de desprecio y violación de la vida humana sobre todo si es débil y marginada. Sólo el respeto de la vida puede fundamentar y garantizar los bienes más preciosos y necesarios de la sociedad, como la democracia y la paz.
En efecto, no puede haber verdadera democracia, si no se reconoce la dignidad de cada persona y no se respetan sus derechos.
No puede haber siquiera verdadera paz, si no se defiende y promueve la vida, como recordaba Pablo VI: “Todo delito contra la vida es un atentado contra la paz, especialmente si hace mella en la conducta del pueblo..., por el contrario, donde los derechos del hombre son profesados realmente y reconocidos y defendidos públicamente, la paz se convierte en la atmósfera alegre y operante de la convivencia social” (137).
El “pueblo de la vida” se alegra de poder compartir con otros muchos su tarea, de modo que sea cada vez más numeroso el “pueblo para la vida” y la nueva cultura del amor y de la solidaridad pueda crecer para el verdadero bien de la ciudad de los hombres.
136. IOANNES PAULUS PP. II, Allocutio ad participes Congressus «de vitae iure et Europa» (18 decembris 1987): Insegnamenti X, 3 (1987), 1446.
137. Nuntius pro Die Mundiali ad pacem fovendam 1977: AAS 68 (1976), 711-712 [1976 12 08/14]
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102. Al final de esta Encíclica, la mirada vuelve espontáneamente al Señor Jesús, “el Niño nacido para nosotros” (cf. Is 9, 5), para contemplar en Él “la Vida” que “se manifestó” (1 Jn 1, 2). En el misterio de este nacimiento se realiza el encuentro de Dios con el hombre y comienza el camino del Hijo de Dios sobre la tierra, camino que culminará con la entrega de su vida en la Cruz: con su muerte vencerá la muerte y será para la humanidad entera principio de vida nueva.
Quien acogió “la Vida” en nombre de todos y para bien de todos fue María, la Virgen Madre, la cual tiene por tanto una relación personal estrechísima con el Evangelio de la vida. El consentimiento de María en la Anunciación y su maternidad son el origen mismo del misterio de la vida que Cristo vino a dar a los hombres (cf. Jn 10, 10). A través de su acogida y cuidado solícito de la vida del Verbo hecho carne, la vida del hombre ha sido liberada de la condena de la muerte definitiva y eterna.
Por esto María, “como la Iglesia de la que es figura, es madre de todos los que renacen a la vida. Es, en efecto, madre de aquella Vida por la que todos viven, pues, al dar a luz esta Vida, regeneró, en cierto modo, a todos los que debían vivir por ella” (138).
Al contemplar la maternidad de María, la Iglesia descubre el sentido de su propia maternidad y el modo con que está llamada a manifestarla. Al mismo tiempo, la experiencia maternal de la Iglesia muestra la perspectiva más profunda para comprender la experiencia de María como modelo incomparable de acogida y cuidado de la vida.
138. BEATUS GUERRICUS D’ IGNY, In Assumptione B. Mariae, sermo I, 2: PL 185, 188.
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“Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer vestida del sol”
(Ap 12, 1): la maternidad de María y de la Iglesia
103. La relación recíproca entre el misterio de la Iglesia y María se manifiesta con claridad en la “gran señal” descrita en el Apocalipsis: “Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza” (12, 1). En esta señal la Iglesia ve una imagen de su propio misterio: inmersa en la historia, es consciente de que la transciende, ya que es en la tierra el “germen y el comienzo” del Reino de Dios (139). La Iglesia ve este misterio realizado de modo pleno y ejemplar en María. Ella es la mujer gloriosa, en la que el designio de Dios se pudo llevar a cabo con total perfección.
La “Mujer vestida del sol” –pone de relieve el Libro del Apocalipsis– “está encinta” (12, 2). La Iglesia es plenamente consciente de llevar consigo al Salvador del mundo, Cristo el Señor, y de estar llamada a darlo al mundo, regenerando a los hombres a la vida misma de Dios. Pero no puede olvidar que esta misión ha sido posible gracias a la maternidad de María, que concibió y dio a luz al que es “Dios de Dios”, “Dios verdadero de Dios verdadero”. María es verdaderamente Madre de Dios, la Theotokos, en cuya maternidad viene exaltada al máximo la vocación a la maternidad inscrita por Dios en cada mujer. Así María se pone como modelo para la Iglesia, llamada a ser la “nueva Eva”, madre de los creyentes, madre de los “vivientes” (cf. Gn 3, 20).
La maternidad espiritual de la Iglesia sólo se realiza –también de esto la Iglesia es consciente– en medio de “los dolores y del tormento de dar a luz” (Ap 12, 2), es decir, en la perenne tensión con las fuerzas del mal, que continúan atravesando el mundo y marcando el corazón de los hombres, haciendo resistencia a Cristo: “En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron” (Jn 1, 4-5).
Como la Iglesia, también María tuvo que vivir su maternidad bajo el signo del sufrimiento: “Éste está puesto... para ser señal de contradicción –¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!– a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones” (Lc 2, 34-35). En las palabras que, al inicio de la vida terrena del Salvador, Simeón dirige a María está sintéticamente representado el rechazo hacia Jesús, y con Él hacia María, que alcanzará su culmen en el Calvario. “Junto a la cruz de Jesús” (Jn 19, 25), María participa de la entrega que el Hijo hace de sí mismo: ofrece a Jesús, lo da, lo engendra definitivamente para nosotros. El “sí” de la Anunciación madura plenamente en la Cruz, cuando llega para María el tiempo de acoger y engendrar como hijo a cada hombre que se hace discípulo, derramando sobre él el amor redentor del Hijo: “Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo’” (Jn 19, 26).
139. CONC. OECUM. VAT. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 5.
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“El Dragón se detuvo delante de la Mujer... para devorar a su Hijo en cuanto lo diera a luz” (Ap 12, 4): la vida amenazada por las fuerzas del mal
104. En el Libro del Apocalipsis la “gran señal” de la “Mujer” (12, 1) es acompañada por “otra señal en el cielo”: se trata de “un gran Dragón rojo” (12, 3), que simboliza a Satanás, potencia personal maléfica, y al mismo tiempo a todas las fuerzas del mal que intervienen en la historia y dificultan la misión de la Iglesia.
También en esto María ilumina a la Comunidad de los creyentes. En efecto, la hostilidad de las fuerzas del mal es una oposición encubierta que, antes de afectar a los discípulos de Jesús, va contra su Madre. Para salvar la vida del Hijo de cuantos lo temen como una amenaza peligrosa, María debe huir con José y el Niño a Egipto (cf. Mt 2, 13-15).
María ayuda así a la Iglesia a tomar conciencia de que la vida está siempre en el centro de una gran lucha entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. El Dragón quiere devorar al niño recién nacido (cf. Ap 12, 4), figura de Cristo, al que María engendra en la “plenitud de los tiempos” (Gal 4, 4) y que la Iglesia debe presentar continuamente a los hombres de las diversas épocas de la historia. Pero en cierto modo es también figura de cada hombre, de cada niño, especialmente de cada criatura débil y amenazada, porque –como recuerda el Concilio– “el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (140). Precisamente en la “carne” de cada hombre, Cristo continúa revelándose y entrando en comunión con nosotros, de modo que el rechazo de la vida del hombre, en sus diversas formas, es realmente rechazo de Cristo. Ésta es la verdad fascinante, y al mismo tiempo exigente, que Cristo nos descubre y que su Iglesia continúa presentando incansablemente: “El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe” (Mt 18, 5); “En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).
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“No habrá ya muerte” (Ap 21, 4): esplendor de la resurrección
105. La Anunciación del ángel a María se encuentra entre estas confortadoras palabras: “No temas, María” y “Ninguna cosa es imposible para Dios” (Lc 1, 30.37). En verdad, toda la existencia de la Virgen Madre está marcada por la certeza de que Dios está a su lado y la acompaña con su providencia benévola. Ésta es también la existencia de la Iglesia, que encuentra “un lugar” (Ap 12, 6) en el desierto, lugar de la prueba, pero también de la manifestación del amor de Dios hacia su pueblo (cf. Os 2, 16). María es la palabra viva de consuelo para la Iglesia en su lucha contra la muerte. Mostrándonos a su Hijo, nos asegura que las fuerzas de la muerte han sido ya derrotadas en Él: “Lucharon vida y muerte en singular batalla, y, muerto el que es la Vida, triunfante se levanta” (141).
El Cordero inmolado vive con las señales de la pasión en el esplendor de la resurrección. Sólo Él domina todos los acontecimientos de la historia: desata sus “sellos” (cf. Ap 5, 1-10) y afirma, en el tiempo y más allá del tiempo, el poder de la vida sobre la muerte. En la “nueva Jerusalén”, es decir, en el mundo nuevo, hacia el que tiende la historia de los hombres, “no habrá ya muerte, ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21, 4).
Y mientras, como pueblo peregrino, pueblo de la vida y para la vida, caminamos confiados hacia “un cielo nuevo y una tierra nueva” (Ap 21, 1), dirigimos la mirada a aquélla que es para nosotros “señal de esperanza cierta y de consuelo” (142).
Oh María,
aurora del mundo nuevo,
Madre de los vivientes,
a Ti confiamos la causa de la vida:
mira, Madre, el número inmenso
de niños a quienes se impide nacer,
de pobres a quienes se hace difícil vivir,
de hombres y mujeres víctimas
de violencia inhumana,
de ancianos y enfermos muertos
a causa de la indiferencia
o de una presunta piedad.
Haz que quienes creen en tu Hijo
sepan anunciar con firmeza y amor
a los hombres de nuestro tiempo
el Evangelio de la vida.
Alcánzales la gracia de acogerlo
como don siempre nuevo,
la alegría de celebrarlo con gratitud
durante toda su existencia
y la valentía de testimoniarlo
con solícita constancia, para construir,
junto con todos los hombres de buena voluntad,
la civilización de la verdad y del amor,
para alabanza y gloria de Dios Creador
y amante de la vida.
Dado en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor, del año 1995, decimoséptimo de mi Pontificado.
IOANNES PAULUS PP. II
[E 55 (1995),503-548]
141. Missale Romanum, Sequentia Dominicae Resurrectionis.
142. CONC. OECUM. VAT. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 68.
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INTRODUCTIO
1. Evangelium Vitae penitus implicatum insidet in Iesu nuntio. Ab Ecclesia amanter cotidie susceptum, animosa id oportet fidelitate enuntietur velut redditum nuntium hominibus cuiusvis aetatis et cuiuslibet cultus humani formae.
Incipiente ipsa hominum redemptione, infantis cuiusdam ortus tamquam laetifica omnino praedicatur res: “Ecce enim evangelizo vobis gaudium magnum, quod erit omni populo, quia natus est vobis hodie Salvator, qui est Christus Dominus, in civitate David” (Lc 2, 10-11). Ut “magna” autem haec effunderetur “laetitia” Servatoris nimirum ipsius effecit exortus; attamen in Christi die Natali plena detegitur significatio ortus cuiusque hominis, proindeque messianicum illud gaudium videtur quasi fundamentum complementumque simul laetationis super omni nascente homine (cfr. Io 16, 21).
Salutiferi muneris sui praecipuam exhibens partem dicit Iesus: “Ego veni, ut vitam habeant et abundantius habeant” (Io 10, 10). De vita Ille revera loquitur “nova” atque “aeterna”, quae ex communione consistit cum Patre, ad quam unusquisque homo ultro in Filio vocatur per Sanctificantem Spiritum. Sed in tali nominatim “vita” plenum suum intellectum omnia consequuntur vitae humanae elementa ac tempora.
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Incomparabilis personae humanae praestantia
2. Quandam in vitae plenitudinem homo invitatur quae fines prorsus terrestris eius egreditur vitae, quoniam participatione Dei ipsius vitae continetur.
Supernaturalis huius vocationis excelsitas magnitudinem porro vitae humanae ac pretium temporali etiam in illius spatio aperit. Primaria namque condicio, principium ipsum et pars integrans totius et unici processus humanae exsistentiae est vita in tempore. Immerito quidem et inopinato illustratur idem processus pollicitatione vitae divinae et vitae dono renovatur, quod plenam sui consummationem aeterno consequetur in aevo (cfr. 1 Io 3, 1-2). Simul vero ipsa haec supernaturalis appellatio variantem vitae terrenae indolem effert viri omnis et mulieris. Est enim res non omnino “ultima” verum “proxima a postrema”; attamen sacra res est, nobis interea credita quam ex officii nostri conscientia custodiamus atque ad consummationem deducamus per amorem et nostri ipsorum donum Deo factum ac fratribus.
Novit Ecclesia illud Evangelium vitae sibi a Domino suo commendatum (1), intus resonare permovereque unumquemque hominem sive credit sive non, quandoquidem admirabili modo ei respondet, dum eius simul exspectationes infinita quadam ratione excedit. Valet enim quilibet homo, inter difficultates licet ac dubitationes, ad veritatem tamen ex animo apertus adque bonitatem, adiutus rationis ipsius lumine et arcana gratiae impulsione, pervenire eo quidem usque ut legem naturalem in corde inscriptam (cfr. Rom 2, 14-15) agnoscat, sacrum vitae humanae bonum a primis initiis ad finem ipsum, necnon ius cuiusque adserat hominis ut hoc suum principale bonum summopere observatum videat. In eiusdem ideo iuris agnitione hominum nititur consortio ipsaque politica communitas.
In Christum autem credentes praesertim hoc ius defendant opus est atque provehant, memores scilicet mirificae illius veritatis in Concilio Vaticano II commemoratae: “Ipse enim, Filius Dei, incarnatione sua cum omni homine quodammodo Se univit” (2). Etenim hoc in salutis eventu hominibus non modo amor Dei interminatus recluditur qui “sic... dilexit... mundum, ut Filium suum unigenitum daret” (Io 3, 16), verum et incomparabilis singulorum hominum excellentia.
Redemptionis arcanum sedulo ipsa perscrutata Ecclesia, novo semper cum animi stupore illud bonum percipit (3) seque vocari intellegit hominibus aetatum omnium hoc ad nuntiandum “evangelium”, spei insuperabilis originem verique gaudii pro unaquaque historiae aetate. Amoris Dei erga homines Evangelium, dignitatis personae Evangelium atque vitae ipsius Evangelium unicum tandem sunt indivisibile Evangelium.
Homo idcirco ipse, vivens nempe homo, praecipuam primamque Ecclesiae efficit viam (4).
1. Dictio Evangelium vitae ut talis in libris divinis reapse no invenitur. Ea tamen bene biblici nuntii necessariae parti respondet.
2. Const. past. De Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 22.
3. Cfr. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encyclic. Redemptor hominis (4 Martii 1979), 10: AAS 71 (1979), 275.
4. Cfr. Ibid., 14: l.m., 285 [1979 03 04/14].
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5. Const. past. De Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 27.
Novae hominum vitae impendentes minationes
3. Maternis Ecclesiae curis committitur idcirco quisque homo propter Verbi Dei mysterium quod est caro factum (cfr. Io 1, 14). Quam ob rem fieri non potest quin omnis dignitatis hominum vitaeque ipsius minatio tamquam vocis imaginem in Ecclesiae intimo excitet animo, quin eam intra propriam fidem de redimente Filii Dei incarnatione percutiat, quin implicet illam suo in officio Evangelium vitae universum per orbem omnique proferendi creaturae (cfr. Mc 16, 15).
Insigniter autem illa nuntiatio nos hodie premit, quoniam duplicatae notabiliter et exasperatae minationes sunt hominum populorumque vitae instantes, praesertim quotiens imbecilla ea est nec apte defenditur. Antiquis acerbisque plagis miseriae, inediae, morborum pandemorum, bellorum et violentiae aliae iam novorum omnino generum ac modorum terrificorum accedunt.
Vehementer iam deflevit Concilium Vaticanum II, suo quodam in scripto tristius etiam nostra ad tempora pertinente, complura contra vitam humanam scelera et conata. Easdem sententias in Nostram nunc suscipientes partem, triginta post annis, simili vi rursus universae Ecclesiae nomine, una cum illo conciliari congressu ista lamentamur crimina, nihil profecto dubitantes quin omnis rectae conscientiae veros interpretemur sensus: “Quaecumque insuper ipsi vitae adversantur, ut cuiusvis generis homicidia, genocidia, abortus, euthanasia et ipsum voluntarium suicidium; quaecumque humanae personae integritatem violant, ut mutilationes, tormenta corpori mentive inflicta, conatus ipsos animos coërcendi; quaecumque humanam dignitatem offendunt, ut infrahumanae vivendi condiciones, arbitrariae incarcerationes, deportationes, servitus, prostitutio, mercatus mulierum et iuvenum; condiciones quoque laboris ignominiosae, quibus operarii ut mera quaestus instrumenta, non ut liberae et responsabiles personae tractantur: haec omnia et alia huiusmodi probra quidem sunt, ac dum civilizationem humanam inficiunt, magis eos inquinant qui sic se gerunt, quam eos qui iniuriam patiuntur et Creatoris honori maxime contradicunt” (5).
5. Const. past. De Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 27.
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4. Conturbans hic rerum prospectus, pro dolor, tantum abest ut imminuatur; ut potius distendatur: novis enim praebitis e scientifica technologicaque progressione facultatibus oriuntur novae simul rationes dignitatem hominis temptandi, aliunde dum nova cultus humani figuratur atque confirmatur condicio, quae criminibus in humanam vitam addit antehac invisam faciem et, si fieri quidem potest, multo etiam praviorem, unde graves aliae nascuntur sollicitudines: namque a magnis iam publicae opinionis partibus quaedam adversus vitam purgantur delicta obtentu singularis iurium libertatis, eaque de causa non impunitas modo defenditur illorum, quin etiam approbatio publicis ab auctoritatibus, ut plena libertate patrentur, immo subsidiis gratuitis ministeriorum valetudinis adiuventur.
Inducunt sane haec omnia quendam penitus commutatum vitae ipsius aestimandae modum necnon necessitudinum inter homines iudicandarum. Quod enim normae multarum Civitatum, ab ipsis fortasse recedentes primariis Legum Fundamentalium principiis, nullo pacto puniunt aut legitimam etiam agnoscunt naturam talium usuum contra vitam, signum quoddam est, unde angor animi gignitur, nec levis sane causa gravis morum prolapsionis: quae olim unanimi consensione habebantur consilia criminosa communique proinde reiciebantur honestatis sensu, gradatim sociali iudicio accipiuntur. Ars ipsa medicina, quae natura suapte ac destinatione ad humanae vitae defensionem dirigitur necnon curationem, quibusdam suis rationibus et usibus promptiorem se usque exhibet ad hos actus contra personam exsequendos, sicque faciem detorquet suam, ipsa sibi contra dicit et eorum deicit dignitatem qui eam artem factitant. Similibus porro in culturae legumque adiunctis graviores etiam demographicae sociales familiares quaestiones, quibus plures terrarum populi gravantur et quibus prudentissima debetur actuosaque ponderatio coetuum singulis in nationibus et inter nationes, obiciuntur falsis fallacibusque remediis a veritate sane abhorrentibus necnon ab hominum civitatumque vero bono.
Exitus ad quem devenitur calamitosus prorsus est: si ipsa exstinctio tot vitarum humanarum sive nascentium sive deficientium permovet nos atque conturbat, haud quidem minus movet id turbatque, quod conscientia ipsa, ita late propagatis condicionibus adfecta, aegrius et difficilius usque discrimen inter bonum et malum percipit iis in rebus quae principale tangunt vitae humanae bonum.
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In communione cum cunctis orbis episcopis
5. Huic argumento, nempe rebus vitae humanae nostro tempore insidiantibus, studuit Consistorium Cardinalium extraordinarium Romae peractum inter diem iv et vii mensis Aprilis anno mcmxci. Fuse accurateque agitata quaestione atque inspectis provocationibus in familiam hominum ac praesertim in christianam communitatem, unanimo consensu a Nobis flagitaverunt Cardinales ut, Beati Petri Successoris auctoritate, praestantiam humanae vitae inviolabilemque eius naturam denuo inculcaremus hodiernis in condicionibus ac temptationibus quae ei minantur.
Eorum Nos obsecuti precibus sub diem Pentecostes anno MCMXCI epistulam singularem Nostram cuique Fratri Episcopo inscripsimus ut, collegialitatis episcopalis adfectu incitatus, suam Nobis adiutricem adderet operam ad proprium aliquod de hac re contexendum documentum (6). Intimo ex animo universis Episcopis gratias habemus qui rite responderint Nobisque notiones magni pretii et consilia et propositiones commiserint. Ii sic quoque, consentientes videlicet sibique penitus persuadentes, testati sunt se participes esse doctrinalis ac pastoralis Ecclesiae operis de Evangelio vitae.
Iisdem vero in litteris, paucis nempe diebus post centesimum celebratum annum a documento Rerum Novarum, omnium animos traduximus singularem ad hanc similitudinem: “Quem ad modum priore saeculo suis principalibus in iuribus operariorum opprimebatur ordo cuius fortiter quidem causam defendebat Ecclesia, cum ipsius opificis sacra iura personae praedicaret, sic nostra aetate, dum alius hominum ordo suo in iure ad vitam praecipuo opprimitur, sibi necesse percipit esse Ecclesia fortitudine inconcussa iis tribuere vocem quibus non sit. Eius nempe evangelica semper propria est vociferatio pro orbis pauperibus, quotquot periclitantur, aspernuntur suisque iuribus humanis suffocantur” (7).
Hodie autem hoc in primario iure ad vitam conculcatur hominum debilium indefensorumque multitudo, quales nominatim sunt nondum nati infantes. Si superiore exeunte saeculo coram tum grassantibus iniustitiis haud Ecclesiae tacere licebat, eo quidem minus hodie silere licet, cum socialibus temporis transacti iniuriis, pro dolor nondum dissolutis, tot in locis per orbem graviores etiam offensiones adiunguntur atque oppressiones, quae cum elementis fortasse confunduntur alicuius novi constituendi terrarum ordinis.
Quocirca Encyclicae hae Litterae, quas sociata Episcoporum opera omni ex orbis Natione peperit, illuc videlicet spectant ut vitae humanae excellentia eiusque inviolabilitas definite ac firme rursus adseveretur, eodemque tempore ad omnes ac singulos, Dei ipsius nomine, appellatio vehemens dirigatur: verere ac tuere, amato ac sustentato vitam, vitam omnem humanam! Hac sola in via iustitiam reperies et progressionem, libertatem veram, pacem et felicitatem!
Ad universos utinam hae voces filios perveniant filiasque Ecclesiae! Utinam ad omnes bonae voluntatis homines pertingant, quibus bonum curae est uniuscuiusque viri ac feminae necnon totius societatis humanae sors!
6. Cfr. Epistula ad omnes Fratres in episcopatus de Evangelio vitae (19 Maii 1991): Insegnamenti XIV, 1 (1991), 1293-1296 [1991 05 19/1].
7. Ibid., l.m., 1294 [1991 05 19/3].
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6. Cum singulis in fide fratribus et sororibus intimo modo coniuncti sinceraque erga omnes amicitia moti, iterum Evangelium vitae ponderare cupimus atque enuntiare, quod veritatis splendor est conscientias irradians, praeclarum lumen sanans obscuratum prospectum, fons firmitudinis ac fortitudinis inexhaustus nos hortans ut novis semper obviam procedamus nostro in itinere occurrentibus provocationibus.
Cum copiosa denuo perpendimus rerum experimenta per Annum pro Familia percepta, ipsi velut in doctrina perficientes Litteras a Nobis missas ad “unamquamque veram solidamque familiam cuiuslibet terrarum regionis” (8), respicimus nova quidem cum animi fiducia singulas communitates domesticas et optamus ut renascatur utque omni in ordine corroboretur omnium officium familiam sustinendi, unde hodie quoque ipsa –inter multas versans difficultates ac graves minationes– perpetuo ex Dei consilio servetur tamquam “vitae sacrarium” (9).
Singulis corporis Ecclesiae membris, hominibus de vita ac pro vita, intentissimam movemus hanc invitationem, ut nostro huic orbi nova ministrare coniunctim possimus spei documenta et efficere simul ut iustitia augescat et necessitudinis iunctio inter homines, utque novus percrebrescat civilis cultus vitae humanae ad sinceram veritatis amorisque exaedificandam humanitatem.
8. Litterae Familiis datae Gratissimam sane (2 Februarii 1994), 4: AAS 86 (1994), 871 [1994 02 02/4].
9. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encyclic. Centesimus annus (1 Maii 1991), 39: AAS 83 (1991), 842 [1991 05 01/39].
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CAPUT I
VOX SANGUINIS FRATIS TUI CLAMAT AD ME DE AGRO
HODIERNA VITAE HUMANAE INTENTATA PERICULA
“Consurrexit Cain adversus Abel fratrem suum et interfecit eum” (Gen 4, 8): in ipsa violentiae contra vitam origine
7. “Deus mortem non fecit, nec laetatur in perditione vivorum. Creavit enim, ut essent omnia... Deus creavit hominem in incorruptibilitate; et imaginem similitudinis suae fecit illum. Invidia autem diaboli mors introivit in orbem terrarum; experiuntur autem illam, qui sunt ex parte illius” (Sap 1, 13-14; 2, 23-24).
Evangelio vitae, quod iam initio exsonuit conditis ad Dei imaginem hominibus in vitae plenae perfectaeque sortem (cfr. Gen 2, 7; Sap 9, 2-3), pertristis ille repugnavit eventus mortis quae in mundum invasit umbramque coniecit inanitatis in totam hominis vitam. Propter diaboli ipsius malevolentiam (cfr. Gn 3, 1. 4-5) ingressa est mors necnon progenitorum delictum (cfr. Gen 2, 17; 3, 17-19). Ac violenter intravit per Abelis internecionem a Cain fratre: “Cumque essent in agro, consurrexit Cain adversus Abel fratrem suum et interfecit eum” (Gen 4, 8).
Prima haec nex illustri praebetur eloquentia in libri Genesis exemplari pagina, quae cotidie sine intermissione, immo vero cum deprimente quadam repetitione retexitur in populorum annalibus.
Retractare una placet bibliorum paginam hanc quae, quantumvis vetustatem resipiat maximamque simplicitatem, doctrinis sese tamen uberrimam praestat.
“Et fuit Abel pastor ovium et Cain agricola. Factum est autem post aliquot dies ut offerret Cain de fructibus agri munus Domino. Abel quoque obtulit de primogenitis gregis sui et de adipibus eorum. Et respexit Dominus ad Abel et ad munus eius, ad Cain vero et ad munus illius non respexit.
Iratusque est Cain vehementer, et concidit vultus eius. Dixitque Dominus ad eum: “Quare iratus es, et cur concidit facies tua? Nonne si bene egeris, vultum attolles? Sin autem male, in foribus peccatum insidiabitur, et ad te erit appetitus eius, tu autem dominaberis illius”.
Dixitque Cain ad Abel fratrem suum: “Egrediamur foras”. Cumque essent in agro, consurrexit Cain adversus Abel fratrem suum et interfecit eum.
Et ait Dominus ad Cain: “Ubi est Abel frater tuus?”. Qui respondit: “Nescio. Num custos fratris mei sum ego?”. Dixitque ad eum: “Quid fecisti? Vox sanguinis fratris tui clamat ad me de agro. Nunc igitur maledictus eris procul ab agro, qui aperuit os suum et suscepit sanguinem fratris tui de manu tua! Cum operatus fueris eum, amplius non dabit tibi fructus suos; vagus et profugus eris super terram”.
Dixitque Cain ad Dominum: “Maior est poena mea quam ut portem eam. Ecce eicis me hodie a facie agri, et a facie tua abscondar et ero vagus et profugus in terra; omnis igitur, qui invenerit me, occidet me”.
Dixitque ei Dominus: “Nequaquam ita fiet, sed omnis qui occiderit Cain, septuplum punietur!”. Posuitque Dominus Cain signum, ut non eum interficeret omnis qui invenisset eum.
Egressusque Cain a facie Domini habitavit in terra Nod ad orientalem plagam Eden” (Gn 4, 2-16).
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9. At praeterire impune non potest Deus delictum: agro ex ipso, ubi effusus est, postulat interfecti sanguis ut Ille iustitiam reddat (cfr. Gen 37, 26; Is 26, 21; Ez 24, 7-8). Hoc ex loco collegit Ecclesia illam appellationem “peccatorum quae coram Deo vindictam clamant” quibus ante omnia voluntarium annumeratur homicidium (12). Iudaeis ipsis sicut aliis etiam antiquitatis populis sedes est sanguis vitae, immo vero “sanguis... anima est” (Dt 12, 23), atque vita, humana praesertim, unum pertinet ad Deum: quocirca qui hominis adgreditur vitam, ipsi quadamtenus Deo infert manus.
A Deo maledicitur Cain atque etiam a terra ipsa, quae ei suos recusabit fructus (cfr. Gen 4, 11-12). Porro punitur; vastitatem colet et solitudinem. Vitae hominis ambitum funditus immutat mortifera vis. Tellus, sive “paradisus Eden” (Gen 2, 15), abundantiae regio necnon tranquillarum inter personas necessitudinum atque amicitiae cum Deo, evadit “terra Nod” (Gen 4, 16), “miseriae” locus ac solitudinis et longinquitatis a Deo. Erit Cain “vagus et profugus super terram” (Gen 4, 14): incerta instabilisque illum semper comitabitur condicio.
Misericors tamen usque Deus, etiam puniens, “posuit... Cain signum, ut non eum interficeret omnis qui invenisset eum” (Gen 4, 15): notam igitur ei addit, non sane eo pertinentem ut ceterorum hominum exsecrationibus obiciatur, sed ut protegatur is defendaturque adversus omnes qui eum interimere fortasse voluerint etiam ut Abelis ulciscantur necem. Sua tamen ne homicida quidem dignitate destituitur cuius rei Deus ipse dat sese vadimonium. Hoc ideo ipso loco admirabile proditur misericordis Dei iustitiae arcanum; quem ad modum narrat sanctus Ambrosius: “Cum parricidium esset admissum, hoc est scelerum principatus, ubi peccatum obrepsit, statim et lex divinae mansuetudinis prorogari debuit; ne si continuo vindicatum esset in reum, homines quoque in vindicando nullam patientiam moderationemque servarent, sed statim reos supplicio darent... Repulit enim eum Deus a facie sua, et a parentibus abdicatum separatae habitationis quodam relegavit exsilio; eo quod ab humana mansuetudine transisset ad saevitiam bestiarum. Verumtamen non homicidio voluit homicidam vindicari, qui mavult peccatoris correctionem, quam mortem” (13).
12. Cfr. Catholicae Ecclesiae Catechismus, nn. 1867 et 2268.
13. De Cain et Abel, II, 10, 38: CSEL 32, 408.
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“Quid fecisti?” (Gen 4, 10): obscuratum vitae bonum
10. Dixit Dominus ad Cain: “Quid fecisti? Vox sanguinis fratris tui clamat ad me de agro” (Gen 4, 10). Sanguinis vox per homines profusi haud desinit clamare in aetates singulas, aliis quidem modis variisque et novis significationibus adhibitis.
Posita Cain a Domino interrogatio: “Quid fecisti?”, quam declinare is non valet, ad hominem pariter convertitur nostri temporis, ut amplitudinis conscius sibi fiat gravitatisque illarum vitae violationum, quibus continenter res hominum gestae signantur; ut causas inquirat multiplices unde pariuntur et nutriuntur; ut serio quam maxime animo consectaria perpendat ex hisce adgressionibus profluentia in ipsam personarum populorumque exsistentiam.
Ex natura ipsa quaedam pericula cooriuntur, verum culpanda hominum neglegentia et socordia augentur, qui saepius remedium adferre possent; alia contra casuum sunt effecta violentiae et odii et inter se pugnantium studiorum, quibus adducuntur homines ut nece et bello, caede et stirpium occisione alios adoriantur homines.
Quis autem illam non cogitet vim, quae vitae multorum milium millenorum hominum infertur praesertim infantium qui in miseriam rediguntur, ad minutum alimentum famemque ipsam propter opum iniquam inter populos et sociales ordines divisionem? aut violentiam ante bella ipsa in turpi iam insitam armamentorum mercatura, quae augescenti incremento favet armatarum tot dimicationum quibus orbis cruentatur? aut mortis sementem quae inconsiderata fit per aequilibritatis oecologicae turbationem, per criminosam medicamentorum stupefactivorum disseminationem, per propugnatas sexus adhibendi formas quae non solum morali sunt ratione reprobandae, verum tramites etiam agnoscendae gravium vitae periculorum? Plene non licet omnes plurimas recensere vitae humanae minationes, tot namque figuras sive apertas sive opertas illae hoc nostro tempore induunt!
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11. At intenditur singillatim nunc mens nostra in aliud genus adgressionum quae vitam tum nascentem tum morientem tangunt, quae novas alias antehac proprietates praebent et quaestiones unicae gravitatis movent: idcirco quod facile paulatim in ipsa societatis conscientia indolem exstinguunt “delicti” atque etiam inopinate in se naturam recipiunt “iuris”, adeo quidem ut poscant denique ut vere ac proprie lege publica agnoscantur deindeque gratuito opere ipsorum valetudinis curatorum compleantur. In adiunctis summe fortuitis, cum omni caret sui defendendi potestate, vitam illae violationes percutiunt. Et gravius adhuc multo illud est quod hae in vitam iniuriae plerumque intra et per illam familiam patrantur quae sua ex natura destinatur ut “vitae sacrarium” exsistat.
Quo autem pacto exoriri potuit similis rerum condicio? Plura sunt ponderanda causarum elementa. In extremo veluti recessu ingens conspicitur ipsius cultus humani discrimen, unde dubitatio gignitur de primis cognitionis ac doctrinae moralis fundamentis ac difficilius proinde fit ut hominis significatio clare percipiatur eiusque iurium et officiorum. Huc variae exin maxime difficultates accedunt vitae et necessitudinum, adauctae societatis ipsius implicatae statu, in quibus singulae personae et coniugum paria et domus saepius solae suis cum angoribus deseruntur. Casus identidem peculiaris inopiae anxietatis vel desperationis incidunt, ubi de exsistentia labor, dolor ferme intolerabilis redditus, violationes acceptae, praesertim feminas adficientes, faciunt ut consilia de protegenda ac promovenda vita aliquid flagitent nonnumquam quod virtutem quandam prae se ferat heroicam.
Partim saltem haec omnia explanant, quo modo vitae hodie aestimatio in se nescio quam “obscurationem” seu eclipsim recipere possit, licet haud desinat conscientia illud vitae bonum tamquam sacrum designare et inviolabile, perinde ac demonstratur eo ipso quod contra orientem vel occidentem vitam scelera quaedam dictionibus medicinam sapientibus contegere conantur, quibus oculi nempe avertantur ab eo quod hic tractatur ius ad exsistentiam alicuius definitae personae humanae.
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12. Re quidem vera, etiamsi plures ipsae graves rationes disputationis hodiernae de socialibus causis quadamtenus explicare valent adfectionem illam late diffusae dubitationis moralis atque interdum etiam singulis in hominibus labefactae cuiusque sensum officiorum propriorum, non minus tamen verum est consistere nos ante negotium multo amplius, quod haberi quidem licet verum propriumque peccati institutum, cuius nempe est culturam quandam iniungere adversus omnem hominum solidarietatem, crebrius congruentem cum germana “mortis cultura”. Sedulo haec promovetur a fautoribus motuum magnorum culturalium oeconomicorum politicorum, qui notionem efferunt societatis ad efficientiam propendentis.
Hac ideo ratione rebus iudicatis, loqui par est quodam modo de potentium contra imbecillos bello: etenim vita, quae magis poscit ut benevolentia, amore, cura suscipiatur, inutilis prorsus iudicatur aut censetur pondus intolerabile proindeque pluribus viis reicitur. Quicumque suam ob aegrotationem vel impeditionem aut, multo facilius, ob ipsam in terris praesentiam suam vocat in discrimen felicitatem vitaeve consuetudines eorum qui magis prosperantur, fere semper inimicus videtur arcendus aut omnino tollendus. Hinc genus quoddam prorumpit “coniurationis contra vitam”, quae non singulorum tantum hominum implicat necessitudines cum aliis hominibus et familia et coetibus, verum ulterius multo progreditur, ut iam in ordine omnium nationum perturbet coniunctionis rationes inter populos et Status.
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13. Quo latius disseminetur abortus, immensae collocatae sunt pecuniae et usque etiam nunc collocantur, ut medicamina comparentur quibus, medicorum quovis neglecto subsidio, materno in utero fetus interfici possit. Qua in rerum provincia, fere id solum studere videtur scientifica inquisitio ut simpliciora usque et efficaciora contra vitam perficiantur instrumenta, eodemque tempore talia quibus cuilibet gubernationis rationi subducatur ipse abortus atque omni sociali obligationi.
Perhibetur saepe anticonceptio, quae tuta interea evaserit omnibusque pervia, efficientissimum esse contra abortum remedium. Accusatur exinde catholica Ecclesia ipsi favere abortui cum docere obstinata pergat illegitimam anticonceptionis naturam. At bene si introspicitur fallax reapse haec obiectatio ostenditur. Fieri namque potest ut abortus illecebram deinceps fugere cupientes ad haec instrumenta et consilia contra conceptionem quidam se conferant. Verumtamen falsa bonorum iudicia, quae ipsi “menti contra conceptionem” insunt –longe nimirum abhorrenti a responsali paternitatis ac maternitatis exercitatione, quae secundum plenam coniugalis actus veritatem completur– ea quidem sunt quae idem illud invitamentum etiam augeant, si vitae non optatae conceptus intervenerit. Cultura illa socialis, quae abortui favet, ibi insigniter percrebuit ubi Ecclesiae doctrina de anticonceptione repudiatur. Sine dubitatione mala sunt nominatim diversa anticonceptio atque abortus ipsa ratione morali: altera integram actus sexualis veritatem negat veluti amoris coniugalis propriam declarationem, hic alter vero hominis delet vitam; opponitur illa castitatis matrimonialis virtuti, hic iustitiae virtuti obicitur rectaque via divinum transgreditur praeceptum: “Non occides”.
Quamquam vero aliae sunt res tum natura tum morali pondere, arcte tamen inter se saepius iunguntur sicut unius arboris fructus. Verum profecto est incidere casus ubi quis ad anticonceptionem abortumque decurrat, impellentibus pluribus vitae difficultatibus, quae nihilominus non quemquam liberant umquam studio conatuque Legis Dei penitus adservandae. Plurimi tamen alii oriuntur casus, ubi consuetudines illae radicitus inhaerent alicui mentis adfectui, qui ad voluptatem propendet atque officia singulorum tollit de rebus sexus, et egoisticam praeponunt libertatis aestimationem, quae in vitae procreatione impedimentum aliquod cernit ne suum quis ingenium plene explicet. Vita ergo quae ex sexuum coitu profluere posset ita inimica evadit omnino declinanda et unica fit abortus responsio quae potest reddi atque dissolvere difficultatem, si quando conata contra conceptionem sine effectu defecerunt.
Pro dolor, nexus proximus ille, qui in mente saltem hominum inter anticonceptionis usum intercedit et abortum, magis quidem eminet magisque in dies, terrifico quodam modo comprobat ipsam per confectionem chimicarum tractationum et instrumentorum intrauterinorum et iniectionum intercutium, quae, tam facile distributae quam ipsa contra conceptionem instrumenta, idem prorsus reapse primis in stadiis crescentis vitae novi hominis efficiunt ac rationes abortivae.
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14. Diversi similiter modi generationis artificiosae, qui ministerio vitae servire videntur quique crebrius hac ex mente adhibentur, viam revera ad novas vitae violationes sternunt. Praeterquam quod accipi ob morales causas non possunt, etiam quia procreationem ipsam ab humana prorsus coniugalis actus complexione segregant (14), rationes istae technicae magnam prae se ferunt nullius successus crebritatem: respicit ille defectus non tam seminationem verum subsequens germinis incrementum, quod tempore plerumque brevissimo ipsi obicitur mortis periculo. Praeterea gignuntur interdum plura germina quae necesse est ut in feminae inserantur uterum, haecque sic dicta “supernumeraria germina” exstinguuntur deinde vel ad investigationes usurpantur quae, sub medicae scientificaeve progressionis obtentu, redigunt vere vitam humanam in simplicem “biologicam materiam” de qua libere decernere licet.
Inquisitiones porro praenatales, quibuscum morales non coniunguntur difficultates si idcirco peraguntur ut necessariae nondum infantibus natis curationes forte parentur, nimium quidem saepe opportunitates fiunt ipsius suadendi perficiendique abortus. De abortu nempe agitur eugenetico, cuius apud plebem provenit defensio quadam ex sententia, quae perperam cohaerere existimatur cum “sanationis” postulatis, quaeque certis dumtaxat condicionibus vitam complectitur atque reicit limites impeditiones debilitates.
Secundum idem autem hoc iudicium eo usque quidam processerunt ut communissimas humillimasque curas, quin immo etiam escas, infantibus negaverint enatis gravi aliquo cum impedimento morbove. Prospectus insuper nostri temporis magis etiam animum perturbat, quandoquidem passim est suasum ut cum abortus iure una simul legitimum reddatur ipsum infanticidium, atque sic ad barbariam fit reditus quam confidebant homines iam in sempiternum esse devictam.
14. Cfr. CONGREGATIO PRO DOCTRINA FIDEI, Instructio de observantia erga vitam humanam nascentem deque procreationis dignitate tuenda Donum vitae (22 Februarii 1987): AAS 80 (1988), 70-102 [1987 02 22/1-23].
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15. Haud vero minores intenduntur minationes pariter in aegrotantes insanabiles atque morientes, in socialibus et culturalibus rerum adiunctis quae, dum efficiunt ut accipiatur difficilius et perferatur dolor, vehementius quidem homines illiciunt ut totum dissolvant dolendi negotium radicitus evellendo dolore, morte videlicet praecipienda commodissimo quolibet tempore.
Id vero ad decernendum variae saepe concurrunt causae, quae infeliciter omnes ad terrificum hunc conspirant eventum. In aegrotante plurimum valere potest sensus ipse anxietatis et acerbitatis, immo etiam desperationis, quem aliquis acrem diuturnumque expertus dolorem percipit. Porro pertemptatur aequabilitas nonnumquam iam incerta vitae privatae ac familiaris, ut hinc aegrotus, etsi efficacioribus usque subsidiis providentiae medicae et socialis sustentatus, periculo obiciatur ne opprimi sese sua fragilitate sentiat; illinc vero in iis qui adfectu quodam inter se iunguntur valere possit pietatis sensus qui facile intellegitur quamvis perperam comprehendatur. Quodam praeterea morum habitu haec omnia exacerbantur, qui nullam in dolore significationem aut virtutem detegit, quin immo ut malum praecipuum censet quovis pretio propulsandum; quod tum maxime accidit cum religiosa desideratur rerum aestimatio qua iuvetur quis ut in bonam partem doloris arcanum interpretetur.
Attamen in toto cultus humani prospectu aliquid certe efficit ratio quaedam Promethei animi super homine qui sibi persuadet posse sic sese vita morteque potiri, cum de illis decernat, dum revera devincitur ac deprimitur interitu irreparabiliter clauso ante omnem sentiendi exspectationem omnemque spem. Calamitosam horum sensuum omnium testificationem in late prolata deprehendimus euthanasia, tecta quidem et prorepente aut quae palam peragitur vel iure etiam ipso permittitur. Haec vero, praeter quam ex adserta quadam misericordia de dolore alicuius patientis hominis, defenditur interdum ex certae utilitatis aestimatione, ob quam nempe nimia pro societate impendia infructuosa declinari debeant. Itaque suadetur ut nati deformes, graviter praepediti et invalidi, senes potissimum sibi providere non valentes, necnon insanabiliter aegrotantes tollantur. Neque silere hoc loco nos par est aliis de tectioribus, nihilo tamen minus veris et gravibus, euthanasiae modis. Accidere illi possunt cum, verbi gratia, ad organorum copiam transplantandorum augendam, ipsa auferuntur organa minime quidem normis obiectivis congruisque servatis de certa donatoris morte.
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16. Porro alia huius aetatis res, quae minas secum adgressionesque importat vitae, est ipsa demographica quaestio. Aliis profecto in orbis regionibus aliter ea ostenditur: divites enim progressasque apud Nationes imminutio terrifica vel prolapsio animadvertitur nascentium; exhibent plerumque ex contrario pauperiores Civitates augescentem usque quotam partem incolarum exorientium, quam aegre ferant condiciones minoris quidem oeconomici et socialis progressus vel etiam magnopere tardati incrementi. Nimium multiplicatis Nationum egentium civibus desunt, universim per orbem, consilia et incepta communia –seriae familiares et sociales propositiones ad culturae ipsius auctum, ad aequam opum effectionem partitionemque– dum contra in actum deduci pergunt politica adversus nascentes decreta.
Anticonceptio, sterilizatio et abortus numerentur certissime oportet inter causas adiuvantes ut status exsistant magni natorum decrementi. Facile quis induci potest ut ad easdem confugiat rationes vitaeque violationes etiam in “demographicae explosionis”casibus.
Antiquus ille pharao, cum perciperet praesentiam et crescentem filiorum Israelis frequentiam adferre quendam terrorem, omnibus modis oppressit illos praecepitque ut mas omnis modo natus e mulieribus Hebraeis exstingueretur (cfr. Ex 1, 7-22). Eodem prorsus pacto plures sese gerunt hodie Nationum principes. Ii animadvertunt quoque veluti suppressionem nocturnam augmentum terrae incolarum, quod hodie accidit, ac metuunt propterea ne fertiliores ac pauperiores gentes ipsi prosperitati minentur et serenitati suorum populorum. Qua de causa malunt ipsi qualibet ratione provehere et iniungere vastissimam natorum moderationem quam suscipere atque dissolvere gravissimas has quaestiones, observata personae humanae familiarumque dignitate et inviolabili custodito ipso vitae iure in unoquoque homine. Subsidia quoque nummaria, quae parati esse dicuntur ad elargienda, inique regunt e praevio consensu in actionem contra natorum incrementum.
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17. Spectaculum hoc tempore nobis praebent homines quod animum conterreat, si non rerum adiuncta tantum varia inspiciuntur, ubi vitam adgredi moliuntur, sed ipse adgressionum earundem pro portione numerus, atque etiam multiplicia illa ac valida praesidia, quae iis adiungunt latus societatis consensus, frequens iuris permissus et ipse administrorum valetudinis concursus.
Quem ad modum vehementer Denverii ediximus ad octavum Diem Mundialem Iuventutis, “non decrescunt progrediente tempore pericula in vitam intentata. Sed immensam contra sibi adsumunt amplitudinem. Neque de minis agitur extrinsecus imminentibus, ex naturae viribus vel a fratribus “Cain” qui fratres interimunt “Abel”; nullo modo: sermo potius est de violationibus scientifice ordinateque dispositis. Iudicabitur vicesimum hoc saeculum ut aetas ingentium invasionum in vitam, ut interminata bellorum catena perpetuaeque innocentium vitarum humanarum caedis. Vates falsi et falsi praeceptores quam maximum consecuti sunt rerum successum” (15). Praeter omnia illa proposita, quae multiplicia esse possunt ac fortasse etiam vim prae se ferre persuadendi sub solidarietatis titulo, consistimus reapse ante apertam “coniurationem in vitam”, ubi institutiones pariter omnium gentium implicari videntur, quae ex officio incitant et ordinant veros hominum motus ad anticonceptionem et sterilizationem et abortum dispergenda. Haud denique negari licet instrumenta socialis communicationis saepius huic adstipulari coniurationi, cum publicam apud opinionem illi menti fidem faciunt ac rationi, qua anticonceptionis sterilizationis abortus ipsiusque euthanasiae usus ostentatur perinde ac progressionis adeptaeque libertatis documentum, dum contrariae opiniones sine condicione ipsi faventes vitae tamquam libertatis progressionisque finguntur inimicae.
15. Allocutio ad iuventam ex omnibus nationibus in nocturnis vigiliis Denverii congregatam (14 Augusti 1993), II, 3: AAS 86 (1994), 419.
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“Num custos fratris mei sum ego?” (Gen 4, 9):
improbabilis libertatis notio
18. Rerum hic prospectus ut cognoscatur poscit non dumtaxat in mortis phaenomenis suis peculiaribus, verum et in multiplicibus causis, quae eum efficiunt. Domini interrogatio: “Quid fecisti?” (Gen 4, 10) Cain invitare videtur ut rem ipsam et facinus necis praetergrediatur atque illius percipiat gravitatem in rationibus, quae inibi subsunt, et in consecutionibus, quae inde oriuntur.
Optiones adversum vitam nonnumquam oriuntur difficilibus ex condicionibus vel quidem gravissimis, ubi videlicet ingens est dolor, solitudo, nulla prorsus rei familiaris suppeditationis spes, animus fractus et futuro de tempore angor. Condiciones eiusmodi possunt etiam valde extenuare subiectivam responsalitatem et congruenter ipsam conscientiam illorum qui has inducunt electiones per se flagitiosas. Hodie tamen talis quaestio longe praetergreditur personales condiciones, agnoscendas sane. Quae quaestio in ambitu cultus, societatis et rei politicae etiam locatur, ubi quidem seditiosiorem et turbulentiorem prae se fert speciem, cum eo tendatur, et iam vulgo magis ac magis spectetur, ut adversum vitam memorata facinora legitima habeantur libertatis singulorum documenta, quae veluti persincera iura sint agnoscenda ac tuenda.
Hoc modo ad quoddam pervenit discrimen, ex quo calamitates et pernicies consequuntur, longus historicus processus, qui, postquam “humana iura” detegit –quae sunt cunctarum personarum propria atque omnes Constitutiones Civitatumque leges praecedentia– hodiernis temporibus in admirabilem quandam repugnantiam labitur: tempore ipso, quo sollemniter personae iura sancta edicuntur et vitae praestantia publice affirmatur, ad vitam ipsum ius re negatur et proculcatur, nominatim in vitae momentis praestantioribus, qualia sunt ortus atque obitus.
Hinc, hominum iura universaliter multifariam enuntiata atque multiplicia incepta quae inde oriuntur, significant per totum terrarum orbem moralem sensum confirmari, ad diligentiorem vim dignitatemque tribuendam singulis hominibus, prout sunt homines, dempto discrimine generis, nationis, religionis, politicarum opinationum, socialis ordinis.
Illinc nobilibus his effatis infeliciter opponitur re miseranda ipsorum negatio. Quae quidem vel conturbantior est, immo flagitiosior, cum usu veniat in societate quadam, in qua humana iura confirmantur et custodiuntur, utpote cum eorum maximum sit propositum et gloriatio. Quomodo iteratae de principiis hae sententiae componi possunt cum vitae humanae insidiis usque multiplicatis et vulgo comprobatis? Quomodo hae declarationes conciliantur cum denegatione debiliorum, indigentiorum, senum, recens conceptorum? Hi conatus vitae tuendae sunt prorsus contrarii, atque simul minarum instar sunt adversum iurium humanorum omnem cultum. Minationes profecto sunt quaedam, quae tandem ipsum democratici convictus sensum labefactare possunt: ex “convictorum” societatibus, urbes nostrae societates evadere possunt exclusorum, derelictorum, depulsorum, interemptorum. Si autem in mundum universum oculos convertimus, quidni cogitemus personarum populorumque iura constituta, quemadmodum praecipuis in internationalibus congressionibus accidit, in vacuam oratoriam exercitationem redigi, nisi divitum Nationum caecus amor obtegatur, quae Nationes pauperes a progressu arcent, vel progressum cum generatione absurde vetanda copulant, homini progressionem opponentes? Nonne fortassis in quaestionem adduci debent ipsa quoque exemplaria oeconomica, quae saepe a Civitatibus recipiuntur etiam ob impulsiones et condiciones totum orbem adficientes, quae pariunt nutriuntque casus iniustitiae et status violentiae, ubi quarundam integrarum multitudinum vita humana deicitur et opprimitur?
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19. Ubinam harum rerum admodum pugnantium inveniuntur radices?
Ipsae autem in conclusis culturalis moralisque ordinis aestimationibus inveniri possunt, initio ab illa mente sumpto, quae subiectivitatis nimium extollens notionem et vel depravans, participem iurium solummodo agnoscit, qui incohata plenave quadam autonomia se ostendit seque ab omni aliorum dicione subducit. At quomodo cum hac re hominis exaltatio tamquam entis “nulli obnoxii” componi potest? Humanorum iurium doctrina in eo ipso fundatur, quod homo, secus ac animalibus rebusque evenit, nemini mancipari potest. Mens illa quoque est in transitu significanda, quae personalem dignitatem aequare conatur cum facultate communicationis verbalis claraeque, utique comprobatae et perceptae. Plane liquet, rebus sic stantibus, nihil inesse in orbe terrarum loci, illi qui, ut nascituro vel morituro, constitutive debilis est natura, quique totus aliis personis obnoxius videtur atque ex iis stirpitus pendet et per mutam dumtaxat magnae reciprocationis affectuum loquelam communicare valet. Quapropter vis est, quae fit ratio decernendi agendique inter personarum necessitudines et socialem convictum. At istud plane ei obstat quod historice Status iuris edicere voluit, communitatis videlicet instar in qua “vis rationes” substituuntur “rationis vi”.
Alio in ordine, contrariorum radices, quae inter hominum iura sollemniter constituta intercidunt et calamitosam eorum re destitutionem, libertatis quadam notione nituntur quae absolute individuum extollit atque ad proximum iuvandum pleneque accipiendum eique inserviendum minime ordinat. Si quidem verum est orientis vitae finientisve oppressionem colore nonnumquam infici aliquo iniqui amoris alterius vel humanae pietatis, tamen negari non potest hanc culturam mortis, in universum, libertatis doctrinam quandam demonstrare prorsus individualisticam, quae evasura est in libertatem “fortiorum”, contra debiles qui ad interitum destinantur.
Hoc ipso sensu Cain responsum solvi potest, qui Domino interroganti “Ubi est Abel frater tuus?”: “Nescio. Num custos fratris mei sum ego?” (Gen 4, 9). Ita quidem, omnis homo “custos fratris sui” est, cum Deus homini hominem committat. Et hac quoque pro demandatione Deus cunctis hominibus dat libertatem, quae essentialem necessitudinis rationem secum fert. Magnum est ipsa Creatoris donum, in servitio locata personae eiusque perfectionis per sui ipsius donationem et alterius acceptionem; cum autem veluti absolutum quiddam sumitur cuiusque singillatim hominis, tum libertas exinanitur primigenia significatione eiusque vocatione dignitateque impugnatur.
Pars quaedam etiam praestantior manet aestimanda: libertas se ipsa pernegat, se ipsa delet, se ipsa ad alium interimendum comparat, cum non agnoscit neque constitutivum veritatis vinculum servat. Quotiescumque a quavis traditione auctoritateque eximere se cupiens libertas ante vel primaria se claudit indicia obiectivae et communis veritatis quae personalis socialisque vitae est fundamentum, sequitur ut persona veluti unum et indubitabile iudicium in rebus eligendis iam non veritatem de bono maloque capiat, sed suam subiectivam mutabilemque opinationem, vel etiam suum ipsius commodum et libidinem suam.
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20. Hac in libertatis notione, socialis convictus funditus detorquetur. Si provectio sui ipsius autonomiae absolutae ambitu terminatur, necessario alter negatur, tamquam inimicus arcendus habitus. Hoc modo societas individuorum coacervatio quaedam fit, qui alius prope alium seiunctim ponuntur, mutuo dempto vinculo: unusquisque ab alio dissidens se vult extollere, immo sua commoda ut praepolleant cupit. Attamen pro alterius similibus commodis medium quiddam est aliquo modo inveniendum, si desideratur ut in societate quam summa libertas unicuique praestetur. Non amplius sic habetur bonorum communium ratio absolutaeque veritatis pro omnibus: socialis vita absoluti relativismi in cedenti sabulo inambulare audet. Tunc omnia sunt conventionalia, omnia venalia: primum quoque capitalium iurium, ius videlicet vitae.
Hoc ipsum re accidit etiam in ambitu qui propius respublicas et civitates complectitur: primigenium atque non alienabile vitae ius agitatur vel negatur per contionis suffragia perque voluntatem partis populi, licet maioris partis. Exitiabilis est exitus relativismi cuiusdam, qui aperte dominatur: “ius” desinit esse tale, quandoquidem in dignitate personae inviolabili iam non solide fundatur, sed valentioris voluntati subicitur. Hoc modo populare regimen, praeter suas regulas, substantialis totalitarismi curriculum decurrit. Civitas non est amplius “domus communis”, ubi omnibus substantiali quadam cum aequalitate exigere vitam licet, sed tyrannica Civitas fit, quae debiliorum inermiorumque vitam temperare audet, ab infante adhuc non nato ad senem, alicuius publicae utilitatis nomine, quae quidem nihil est aliud nisi nonnullorum commodum.
Omnia evenire iure omnino servato videtur, saltem cum leges quae patiuntur abortum vel euthanasiam democratica ratione decernuntur. Reapse tantum funesta legis species ob oculos versatur, et optimus ordo democraticus, qui profecto is est cum singularum personarum dignitatem agnoscit et tutatur, suis in ipsis capitibus proditur: “Quomodo fieri potest, ut cuiusque personae dignitas adhuc tractetur, cum debilior persona sinitur occidi et innoxior? Cuius iustitiae nomine inter personas maximum fit discrimen, cum earum aliae dignae existimentur quae defendantur, aliae contra quae hac dignitate exuantur?” (16). Cum hae insunt condiciones, vires iam illae inducuntur quae ad verum humanum convictum disiciendum compellunt aeque ac ad civilem conciliationem dissipandam.
Abortus, infanticidii, euthanasiae ius assumere, idque ex lege agnoscere, idem est ac libertati humanae perversam iniquamque significationem tribuere: scilicet absolutam potestatem supra alios et contra alios. At haec germanae libertatis est mors: “Amen, amen dico vobis: Omnis, qui facit peccatum, servus est” (Io 8, 34).
16. IOANNES PAULUS PP. II, Allocutio ad participes Congresso “de viate iure el Europa” (18 Decembris 1987): Insegnamenti X, 3 (1987), 1446-1447.
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“A facie tua abscondar” (Gen 4, 14):
Dei sensus hominisque obscuratio
21. In altioribus radicibus perquirendis certaminis inter “culturam vitae” et “mortis culturam”, consistere non possumus coram perversae libertatis opinione, quam supra memoravimus. Ipsum cardinem attingere debemus illius dirae vicis, quam nostrae aetatis homo experitur: Dei sensus hominisque obscurationem, quiddam scilicet proprium socialis culturalisque mentis, quae saecularismo imbuitur, qui suis invadentibus flexuris ipsas christianas communitates temptare non desistit. Qui hac rerum condicione afficitur, vitiosi illius circuitus turbine facile capitur: cum quis Dei sensum amittit, amissurus est quoque sensum hominis, eius dignitatis eiusque vitae; continuata autem moralis legis violatio potissimum in gravi re vitae observandae eiusque dignitatis, efficit ut gradatim obscuretur facultas percipiendi vivificantem salutiferamque Dei praesentiam.
Iterum narrationem de Abel a fratre necato repetere possumus.
Postquam maledictum est ei a Deo, Cain sic Deum alloquitur: “Maior est poena mea quam ut portem eam. Ecce eicis me hodie a facie agri et a facie tua abscondar et ero vagus et profugus in terra; omnis igitur, qui invenerit me, occidet me” (Gen 4, 13-14).
Cain autem arbitratur peccato suo ignosci a Domino non posse suamque sortem necessario illuc perducere, ut nimirum debeat “abscondi procul” ab eo. Si quidem Cain dicit “maior est” culpa mea, ipse propterea novit se esse ante Deum eiusque aequum iudicium. Revera Dei tantum in conspectu suum peccatum agnoscere potest homo eiusque gravitatem plane intellegere. Id ipsum David experitur, qui postquam “malum coram Domino fecit”, a Nathan propheta increpitus (cfr. 2 Sam 11-12), clamat: “Iniquitatem meam ego agnosco, et peccatum meum contra me est semper. Tibi soli peccavi et malum coram te feci” (Ps 51 [50], 5-6).
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22. Quapropter, cum Dei sensus amittitur, hominis quoque sensus urgetur et polluitur, quemadmodum presse asseverat Concilium Vaticanum II: “Creatura enim sine Creatore evanescit... Immo, per oblivionem Dei ipsa creatura obscuratur” (17). Homo iam non percipit se prae terrenis creaturis “mystice alium” esse; ipse unum ex multiplicibus animantibus se existimat, summum velut vivens quiddam, quod celsissimam perfectionem est adeptus. In orbe conclusus physicae suae structurae, quodammodo fit “res” nec iam indolem percipit “transcendentem” sui modi “exsistendi ut hominis”. Sic tamquam eximium Dei donum non amplius iudicat vitam, rem quandam “sacram” suae responsalitati ideoque amabili custodiae creditam suaeque “venerationi”. Ipsa plane fit “res”, quam sibi veluti suum ipsius mancipium vindicat, gubernabile prorsus et tractabile.
Proposita ideo ante oculos vita quae nascitur et quae moritur, non amplius valet homo interrogari de verissimo suae vitae sensu, accipiens videlicet vera cum libertate haec decretoria suae “vitae” momenta. Eum solummodo “faciundi” tenet cura, atque ad omnes artes se conferens, ortum obitumque supputare, temperare et gubernare sollicite contendit. Experientiae hae, quae primigeniae requirunt ut “agantur”, res fiunt potius quaedam, quas tantum “possidere” aut “respuere” intendit homo.
Omissa ceterum omni necessitudinis ratione cum Deo, non cuiquam admiratio movebitur, quod omnium inde rerum significatio funditus detorta evadit ac natura ipsa, iam non amplius “mater”, potius ad quandam redacta est “materiam” quibuslibet tractationibus obnoxiam. Huc perducere certa aliqua videtur consequentia technica et scientifica in culturalibus nostri temporis adiunctis iam dominans, quae nempe notionem ipsam veritatis de rebus creatis agnoscendae pernegat aut consilii divini de vita reverenda. Id quod haud minus est verum, cum anxietas de consectariis talis “libertatis sine lege” nonnullos in contrariam impellit sententiam “legis sine libertate”, prout, verbi causa, in quibusdam evenit opinationibus doctrinisque, ubi licere omnino negant quemvis in naturam interventum, tamquam si agatur de eius “divinizatione” quae tamen rursus ignorat ex consilio ipsius Conditoris pendere naturam.
Vivens reapse “perinde ac si Deus non sit”, non modo a Dei mysterio, verum etiam a mundi ipsius arcano suaeque vitae aberrat.
17. Const. past. De Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 36.
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23. Dei hominisque sensus obscuratio necessario ad materialismum practicum ducit, in quo individualismus, utilitarismus et hedonismus grassantur. Hinc etiam manifestatur perpetuo valere quod dicit Apostolus: “Et sicut non probaverunt Deum habere in notitia, tradidit eos Deus in reprobum sensum, ut faciant, quae non conveniunt”(Rom 1, 28). Sic pro bonis ab esse inducuntur bona ab habere.
Unum viget propositum, scilicet corporalis commodi consecutio. “Vitae qualitas”, ut aiunt, magna vel tota ex parte habetur rei familiaris felicitas, inordinata consumendarum rerum fruitio, venustas et vitae corporis usus, altioribus existentiae qualitatibus neglectis rationalibus, spiritalibus et religiosis.
Hoc in rerum prospectu dolor, quo necessario humana vita oneratur et ceteroqui est personalis progressus pars, quadam “nota censoria” afficitur, tamquam inutilis res respuitur, immo tamquam malum semper et ubique vitandum depugnatur. Cum autem is superari non potest et futurae saltem valetudinis exspectatio evanescit, tum vita omnem sensum amittere videtur et in homine adolescit cupiditas iuris praesumpti eius interimendae.
Eodem semper in prospectu culturali, corpus iam non sumitur sicut realitas prorsus personalis, signum scilicet et locus necessitudinis cum aliis, cum Deo et cum mundo; ad meram redigitur materialitatem: simplex habetur organorum coacervatio, functionum viriumque ad meram voluptatis efficientiaeque rationem adhibendarum. Quam ob rem sexualitas quoque paene nudatur adque instrumentum quoddam redigitur: ex signo, loco et voce amoris, donationis scilicet sui ipsius et acceptionis alterius secundum cunctas personae divitias, magis magisque fit occasio et instrumentum dominationis sui ipsius necnon propriarum libidinum voluptatumque studiosa satisfactio. Depravatur ita et corrumpitur sexualitatis humanae primigenius sensus ac duae sig nificationes, coniunctionis videlicet et procreationis, quae in ipsa coniugalis actus natura continentur, artificiose seiunguntur: hac sane ratione coniunctio violatur atque fecunditas subditur viri mulierisque arbitratui. Procreatio tunc fit “inimica”, quae in sexualitate agenda vitari debet: si forte eligitur, sumitur tantum quia proprium desiderium significat, vel directo propriam voluntatem “quacumque ratione” filium habendi, non quia alium prorsus accipere vult, ideoque vitae divitias sumere, quas filius secum fert.
In materialistico ambitu hucusque proposito, inter personas necessitudines magnam imminutionem experiuntur. Detrimentum primi accipiunt mulier, puer, aegrotus vel patiens, senex. Iudicium dignitatis personalis proprium –scilicet observantiae, gratuitatis et servitii– substituitur efficientiae, functionalitatis utilitatisque iudicio: alter aestimatur non prout sic “est”, sed prout aliquid “habet, facit et efficit”. De dominatu agitur fortioris in debiliorem.
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24. Ipsa in intima morali conscientia perficitur Dei hominisque sensus obscuratio, multiplicibus suis perniciosisque de vita consecutionibus. Ante omnia cuiusque conscientia in medio ponitur, quae una et non iterabilis sola Dei in conspectu stat (18). At agitur quoque ratione quadam de societatis “conscientia morali”; ipsa quodammodo est responsalis non modo quia tolerat vel consuetudinibus vitae adversantibus favet, verum quia et “mortis culturam” alit, quippe quae ipsas “structuras peccati” adversum vitam efficiat et confirmet. Conscientia moralis, tum personalis tum socialis, etiam ob instrumentorum socialis communicationis praepotentes virtutes, pergravi mortiferoque periculo hodie subditur: permixtionis scilicet boni malique, quod attinet ad idem fundamentale vitae ius. Hodiernae societatis tanta pars infeliciter cum ea aequatur humanitate, quam in Epistula ad Romanos describit Paulus. Componitur hominibus “qui veritatem in iniustitia detinent” (1, 18): quandoquidem Deum deseruerunt et terrenam civitatem sine eo condi posse iudicarunt, “evanuerunt in cogitationibus suis”, ideo “obscuratum est insipiens cor eorum” (1, 21); “dicentes se esse sapientes, stulti facti sunt” (1, 22), operum mortis artifices facti sunt et “non solum ea faciunt, sed et consentiunt facientibus” (1, 32). Cum conscientia, lucens scilicet animae oculus (cfr. Mt 6, 22-23), dicit “malum bonum et bonum malum” (Is 5, 20), iter persollicitae depravationis et caliginosissimae moralis caecitatis iam est ingressa.
Verum condiciones et conatus ad silentium iniungendum Domini vocem includere non valent quae in cuiusque hominis conscientia insonat: hoc ipso ex intimo conscientiae sacrario novum amoris iter explicari potest, ad vitam humanam accipiendam et ministrandam.
18. Cfr. ibid., 16.
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“Accessistis ad sanguinem aspersionis” (cfr. Hb 12, 22. 24):
spei signa et ad officium invitatio
25. “Vox sanguinis fratris tui clamat ad me de agro” (Gen 4, 10). Non vox dumtaxat sanguinis Abel, primi innoxii interempti, clamat ad Deum, fontem vitaeque praesidium. Cuiusque quoque hominis sanguis post Abel necati fere vox fit quaedam quae ad Dominum pervenit. Peculiari prorsus modo clamat ad Deum vox sanguinis Christi, cuius Abel in innocentia sua figura est prophetica, quemadmodum Epistulae ad Hebraeos auctor commemorat: “Sed accessistis ad Sion montem et civitatem Dei viventis... et Testamenti Novi mediatorem Iesum, et sanguinem aspersionis, melius loquentem quam Abel” (12, 22. 24).
Est sanguis aspersionis. Huius figura et praenuntium signum fuit sanguis sacrificiorum Veteris Foederis, quibus Deus voluntatem ostendebat vitam suam cum hominibus communicandi, eos purificando et consecrando (cfr. Ex 24, 8; Lv 17, 11). Haec omnia in Christo nunc consummantur et ad effectum adducuntur: eius est sanguis aspersionis qui redimit, qui purificat, qui salvat; sanguis est Mediatoris Novi Foederis “qui pro multis effunditur in remissionem peccatorum” (Mt 26, 28). Sanguis hic, ex latere scatens Christi in cruce perforato (cfr. Io 19, 34), vox “loquentior” est quam sanguis Abel: ille enim significat et altiorem “iustitiam” vindicat, at praesertim misericordiam deprecatur (19), apud Patrem pro fratribus fit intercessor (cfr. Hb 7, 25), fons est perfectae redemptionis atque vitae novae donum.
Christi sanguis, dum permagnam Patris dilectionem revelat, ostendit simul quemadmodum pretiosus sit ante Dei oculos homo et inaestimabile sit eius vitae bonum. Id quidem apostolus Petrus commemorat: “Scientes quod non corruptibilibus argento vel auro redempti estis de vana vestra conversatione a patribus tradita, sed pretioso sanguine quasi Agni incontaminati et immaculati Christi” (1Pe 1, 18-19). Ipsum contemplans pretiosum Christi sanguinem, donationis eius amoris signum (cfr. Io 13, 1), fidelis dignitatem quasi divinam singulorum hominum agnoscere et aestimare discit atque renovata grataque admiratione affectus clamare potest: “Quantum enim momentum ac pretium habere debet homo in conspectu Creatoris, si “talem ac tantum meruit habere Redemptorem” [“Exultet” vigiliae Paschalis], si Deus dedit Filium suum Unigenitum, ut ille, homo scilicet, non pereat sed habeat vitam aeternam! (cfr. Io 3, 16)” (20).
Christi sanguis, praeterea, homini ipsi revelat eius granditatem, ideoque eius vocationem, in sincera sui donatione collocari. Propterea quod ut vitae donum funditur, Christi sanguis iam non est mortis signum, decretoriae a fratribus seiunctionis, sed communionis instrumentum omnibus divitias afferentis. Qui in Eucharistiae sacramento sanguinem hunc bibit et in Christo manet (cfr. Io 6, 56)in ipsius eadem amoris vi vitaeque donatione conglobatur, ut primigeniam amoris vocationem consummet cuique homini propriam (cfr. Gen 1, 27; 2, 18-24).
Ex eodem Christi sanguine hauriunt omnes homines vim, ut operam navent pro vita. Hic ipse sanguis spei est solidior causa, immo est fundamentum absolutae certitudinis ex Dei consilio vitae victoriam esse futuram. “Et mors ultra non erit”, clamat praepotens vox oriens de Dei throno Hierosolymis in caelesti civitate (Apc 21, 4), Et sanctus Paulus nos certiores facit praesentem ex peccatis victoriam signum praesumptionemque esse perfectae victoriae de morte, cum “Scripturarum adimplebitur verbum: “Absorpta est mors in victoria. Ubi est, mors, victoria tua? Ubi est, mors, stimulus tuus?”” (1Cor 15, 54-55).
19. Cfr. S. GREGORIUS MAGNUS, Moralia in Iob, 13, 23: CCL 143 A, 683.
20. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encyclic. Redemptor hominis (4 Martii 1979), 10: AAS 71 (1979), 274.
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26. Huius victoriae profecto praenuntia signa haud desunt in nostris societatibus culturisque, “mortis cultura” sic penitus notatis. Manca datur species, quae spem eripere inaniter potest, si denuntiationem minationum in vitam non comitantur demonstrata quaedam affirmantia signa, quae in hodierno hominum statu operantur.
Dolendum est quia haec affirmantia signa laboriose manifestantur et agnoscuntur, fortasse eo etiam quod in communicationis socialis instrumentis haud curiose ostenduntur. At quot incepta orta sunt et usque oriuntur ad debiliores et inermes personas iuvandas et sustinendas in christiana civilique communitate, in locali, nationali et internationali ambitu, singulis viris, sodaliciis, motibus et multiplicibus institutionibus operam praebentibus!
Multi sunt adhuc coniuges qui liberaliter officioseque filios suscipiunt veluti “praestantissimum matrimonii donum” (21). Nec desunt familiae, quae suum praeter cotidianum vitae servitium, derelictos pueros, adulescentes iuvenesque difficultatibus laborantes, inpeditas personas, desertos senes suscipiunt. Non paucae sedes vitae iuvandae vel similes institutiones a singulis vel a coetibus promoventur, qui admirabili quodam studio suique impendio re spirituque sustentant nutantes et laborantes matres, quae ad abortum adhibendum pelliciuntur. Voluntariorum quoque sodalicia oriuntur et diffunduntur, qui operam navant ut hospitio recipiantur familia carentes, peculiaribus in angustiis versantes vel quaerentes aptum educationis locum ubi auxilium ad perniciosos habitus deponendos et vitae sensum recuperandum inveniant.
Medica ars, quae magno cum officio ab inquisitoribus et valetudinis opificibus vestigatur, usque in suis conatibus progreditur ad magis magisque efficacia remedia invenienda: effectus reportati sunt qui olim ne cogitari quidem potuerunt quique bonam afferunt spem pro nascenti vita, pro personis valetudine laborantibus et gravibus vel extremis morbis insanabiliter correptis. Sodalitates et institutiones multiplices contendunt ut etiam in Nationibus miseriis lueque pandema affectis recentioris medicinae beneficia afferantur. Itemque nationales internationalesque medicorum consociationes tempestive ad opem incolis ferendam se comparant, qui naturae calamitatibus, morbis contagiosis bellisve vexantur. In medicinae copiis partiendis etsi multum abest ut certa internationalis iustitia plene efficiatur, quidni non agnoscamus in progressibus ad hoc usque tempus peractis inter populos solidarietatis signa simulque humani moralisque sensus et maioris vitae observantiae?
21. CONC. OECUM. VAT. II, Const. past. De Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 50 [1965 12 07c/50].
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27. Coram legibus quae abortum siverunt atque coram conatibus ad euthanasiam iure comprobandam hic illic ad effectum adductis, toto in terrarum orbe motus inceptaque orta sunt quaedam ad socialem sensum pro vita acuendum. Quando vero sincera cum sua mente plane convenientes firmiter agunt, amota tamen vi, hi motus latiorem de bono vitae conscientiam et intellectum fovent ac pariter acrius officium vitam tuendi concitant atque efficiunt.
Nonne commemorandi praeterea cotidiani gestus acceptionis, sacrificii, gratuitae curae quos amanter agunt innumeri homines in familiis, in valetudinariis, orphanotrophiis, domibus senibus destinatis, in sedibus pro vita et in consociationibus? Iesu “boni Samaritani” (cfr. Lc 10, 29-37) exemplum persequens eiusque robore sustentata, Ecclesia semper primarium locum obtinuit in his caritatis finibus: permulti eius filii filiaeque, religiosi religiosaequae potissimum, vetustis atque usque novis formis, vitam Deo consecraverunt et consecrare pergunt, proximo debiliori indigentiorique eam dicantes.
Eiusmodi actiones ipsae illum “amoris vitaeque cultum” funditus aedificant, quo amoto personarum societatis existentia suam claram proprieque humanam significationem amittit. Etiamsi a nullo notantur atque a pluribus ignorantur, fides nos certiores reddit Patrem, “qui videt in abscondito” (Mt 6, 4) non modo eos compensaturum, verum iam nunc eos diuturnis fructibus pro omnibus fecundos redditurum.
Inter spei signa variis in publicae opinionis ordinibus novus augescens sensus magis magisque bello contrarius annumeratur, qui veluti instrumentum usurpatur ad controversias inter populos solvendas, dum contra efficacia at “vi carentia” instrumenta expetuntur et perquiruntur ut armatus hostis contineatur. Eodem in rerum prospectu latius usque publica diffunditur opinio capitis poenae aversa etiam veluti “legitimae defensionis” socialis instrumentum, quandoquidem hodierna societas facultates habet crimina efficaciter coërcendi his usa rationibus quae hinc sontem reddant innoxium, hinc viam resipiscendi omnino non intercludant.
Qualitatis quoque vitae et oecologiae studium augescens est dilaudandum, quod praesertim conspicitur in societatibus valde excultis, in quibus hominum exspectationes non tam in rebus vitae necessariis versantur, quam generatim in melioribus vitae condicionibus. Magni est momenti revocata de vita ethica inquisitio: cum enim orta sit et usque adoleverit bioëthica, coluntur vestigatio ac dialogus –videlicet inter credentes et non credentes, itemque inter diversarum religionum credentes– de ethicis rebus, etiam praecipuis, quae ad hominis vitam spectant.
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28. Hic conspectus luce umbraque pervasus nos omnes conscios prorsus reddere debet coram acerrima et gravissima nos sistere dimicatione quae inter bonum et malum, vitam inter ac mortem, “mortis culturam” et “vitae culturam” contenditur. Sistimus non “pro”, verum necessario “inter” hanc dimicationem: omnes nempe implicamur et inevitabili officio compellimur, ut sine condicionibus pro vita eligamus.
Ad nos quoque illud Moysis clare et vehementer clamat: “Considera quod hodie proposuerim in conspectu tuo vitam et bonum, et e contrario mortem et malum...; proposuerim vobis vitam et mortem, benedictionem et maledictionem. Elige ergo vitam, ut tu vivas et semen tuum” (Dt 30, 15. 19). Quod nobis quoque prorsus convenit, qui cotidie ad decernendum inter “vitae culturam” et “mortis culturam” vocamur. At altius est Deuteronomii monitum, quia ad religiosam moralemque electionem proprie nos concitat. Nam cuiusque vitae cursus funditus est disponendus atque fideliter constanterque Domini lex est tenenda: “Ego praecipio tibi hodie, ut diligas Dominum Deum tuum et ambules in viis eius et custodias mandata illius et praecepta et iudicia... Elige ergo vitam, ut et tu vivas et semen tuum et diligas Dominum Deum tuum atque oboedias voci eius et illi adhaereas, ipse est enim vita tua et longitudo dierum tuorum” (30, 16. 19-20).
Sine condicionibus pro vita electio plene religiosam moralemque significationem adipiscitur cum manat, fingitur et alitur fide in Christo. Ut inter mortem et vitam, quibus implicamur dimicantes, victores discedamus, nihil magis potest quam fides in Dei Filio qui homo factus est et inter homines venit “ut vitam habeant et abundantius habeant” (Io 10, 10): fides est in Christo Resuscitato, qui mortem vicit; fides est quae Christi sanguinem complectitur, “melius loquentem quam Abel” (Hb 12, 24).
Quapropter, fulgore atque vi huius fidei, coram provocationibus hodiernarum rerum condicionum, Ecclesia magis magisque sibi fit conscia gratiae et officii quae a Domino ei tribuuntur ut enuntiet, celebret et inserviat Evangelio vitae.
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CAPITULO II
EGO VENI, UT VITAM HABEANT
CHRISTIANUS NUNTIUS DE VITA
“Vita apparuit, et vidimus” (1Io 1, 2):
contuitus in Christum, “verbum vitae”
29. Coram innumeris et gravibus minationibus quae in vitam hominum nostrae aetatis in praesens iaciuntur, quodam insuperabili impotentiae sensu obruimur: bonum nullo tempore malum vincere poterit!
Hoc tempus est quo Dei Populus, atque in eo singuli credentes, vocantur ad propriam fidem in Iesum Christum “Verbum vitae” (1Io 1, 1) humiliter ac strenue profitendam. Evangelium Vitae non est simplex meditatio, quamvis originalis et profunda, de vita humana; nec tantum est mandatum ad movendam conscientiam et ad significantiores suscitandas mutationes in societate; nec agitur de vana melioris futuri temporis promissione. Evangelium vitae res est et quidem concreta et personalis, quia continetur in ipsa Iesu persona annuntianda. Apostolo Thomae, atque in eo unicuique homini, Iesus hisce verbis se exhibet: “Ego sum via et veritas et vita” (Io 14, 6). Eadem est proprietas quam Iesus Martham, Lazari sororem, docuit: “Ego sum resurrectio et vita; qui credit in me, etiam si mortuus fuerit, vivet; qui vivit et credit in me, non morietur in aeternum” (Io 11, 25-26). Iesus Filius est qui ab aeterno sumit de Patre vitam (cfr. Io 5, 26) et venit ad homines ut eos huius doni participes redderet: “Ego veni ut vitam habeant et abundantius habeant” (Io 10, 10).
Ideo ex verbo, ex operibus, ex ipsa Iesu persona facultas tribuitur homini ut omnem veritatem de humanae vitae bono “cognoscere possit”; et ex illo “fonte” peculiari modo provenit facultas adamussim talem veritatem faciendi (cfr. Io 3, 21), id est, suscipiendi necnon funditus exsequendi officium vitam humanam amandi, ei serviendi, eamque tuendi et promovendi. In Christo enim absolute nuntiatur et plene traditur illud Evangelium vitae quod iam traditum in revelatione Veteris Testamenti, immo scriptum quodam modo in ipso corde cuiusque hominis et mulieris, in unaquaque conscientia morali resonat “ab initio”, hoc est ab ipsa creatione, ita ut, adversis peccati vinculis non officientibus, suis in essentialibus rationibus humana quoque mente percipi possit. Ut scriptum legimus in Concilio Vaticano II, Christus “tota sui ipsius praesentia ac manifestatione, verbis et operibus, signis et miraculis, praesertim autem morte sua et gloriosa ex mortuis resurrectione, misso tandem Spiritu veritatis, revelationem complendo perficit ac testimonio divino confirmat, Deum nempe nobiscum esse ad nos ex peccati mortisque tenebris liberandos et in aeternam vitam resuscitandos” (22).
22. Const. dogm. De Divina Revelatione Dei Verbum, 4.
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30. Intuentes itaque Dominum Iesum, ab Ipso “Verba Dei” (Io 3, 34)rursus exaudire volumus ac denuo Evangelium Vitae meditari. Altior et magis proprius sensus huius meditationis de nuntio revelato circa vitam humanam desumitur ex initio primae Epistulae apostoli Ioannis dicentis:
“Quod fuit ab initio, quod audivimus, quod vidimus oculis nostris, quod perspeximus, et manus nostrae contrectaverunt de verbo vitae
–et vita apparuit, et vidimus et testamur et annuntiamus vobis vitam aeternam, quae erat coram Patre et apparuit nobis– quod vidimus et audivimus, annuntiamus et vobis, ut et vos communionem habeatis nobiscum” (1 Jn 1, 1-3).
Qua de re, vita divina et aeterna in Iesu, “Verbo vitae” et nuntiatur et traditur. Huius nuntii atque doni virtute, physica et spiritualis hominis vita, sua etiam terrestri aetate, plenitudinem virtutis suae et sensus assequitur: vita enim divina et aeterna terminus est ad quem homo, dum in hoc mundo vivit, impellitur et vocatur. Evangelium vitae amplectitur ita ea, quae ipsa experientia et humana ratio asserunt de momento vitae humanae; ea omnia accipit, extollit et ad exitum adducit.
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“Fortitudo mea et robur meum Dominus, et factus est mihi in salutem” (Ex 15, 2): vita semper bonum est
31. Re vera, evangelica plenitudo nuntii de vita iam in Vetere Testamento adumbratur. Et praesertim in eventibus Exodi, quae est fulcrum experientiae fidei Veteris Testamenti, Israel detegit quam pretiosa sit vita sua in conspectu Domini. Cum vero Israel videtur ad interitum iam damnatus, eo quod omnibus recens natis minatio mortis instat (cfr. Ex 1, 15-22), Dominus ei se exhibet Servatorem, promittens futurum aliquod tempus illis qui omni spe carent. Ita in Israel certa oritur conscientia: eius vita non subicitur potestati pharaonis, qui ea tyrannico arbitrio abuti potest; quin contra, Deus dulci validoque amore ipsam prosequitur.
Liberatio a servitute donum est cuiusdam identitatis, comprobatio indelebilis dignitatis atque novae historiae exordium, in qua inventio Dei et sui ipsius inventio aequo itinere progrediuntur. Illa Exodi est experientia, fundamentum iaciens et exemplaris. Ex illa Israel discit se, quotiescumque sua exsistentia minis subiciatur, nihil aliud facere debere nisi ad Deum renovata fiducia confugere ut validum auxilium in Eo inveniat: “Formavi te, servus meus es tu, Israel, non decipies me” (Is 44, 21).
Ita, dum pondus comprobat propriae exsistentiae veluti populus, Israel progreditur percipiendo quoque sensum ac momentum vitae qua talis. Haec est meditatio quae peculiarem in modum in libris sapientialibus explicatur, iter sumendo a cotidiana experientia mutabilitatis vitae atque a conscientia minarum quae illi insidiantur. Coram dissensionibus exsistentiae, fides incitatur ad responsum praebendum.
Quaestio praesertim de dolore fidem premit et temptat. Cur non percipitur universalis gemitus hominis cum fit meditatio de libro Iob? Innocens dolore oppressus naturaliter compellitur ad sese interrogandum: “Quare misero data est lux et vita his, qui in amaritudine animae sunt? –Qui exspectant mortem, et non venit, et effodiunt quaerentes illam magis quam thesauros?” (3, 20-21). Fides tamen in crassissima quoque caligine impellit ad fidentem et adorantem mysterii agnitionem: “Scio quia omnia potes, et nulla te latet cogitatio” (Iob 42, 2).
Revelatio paulatim facit ut germen vitae immortalis quod Creator posuit in corde hominis, maiore deprehendatur perspicuitate: “Cuncta fecit bona in tempore suo; et mundum tradidit cordi eorum” (Eccle 3, 11). Hoc sane universitatis et plenitudinis germen exspectat ut in amore manifestetur et impleatur, per gratuitum Dei donum, in communicatione eius vitae aeternae.
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“Hunc, quem videtis et nostis, confirmavit nomen eius” (Act 3, 16):
Iesus in exsistentiae humanae mutabilitate sensum vitae complet
32. Experientia populi Foederis renovatur per experientiam omnium “pauperum” qui Iesum Nazarenum inveniunt. Quemadmodum olim Deus “qui amat animas” (cfr. Sap 11, 26) Israel in periculis versantem confirmavit, ita nunc Dei Filius omnibus, qui minationibus subiciuntur et propria privantur exsistentia, nuntiat eorum quoque vitam bonum esse, cui Patris amor sensum tribuit aestimationemque.
“Caeci vident, claudi ambulant, leprosi mundantur et surdi audiunt, mortui resurgunt, pauperes evangelizantur” (Lc 7, 22). Hisce verbis Isaiae prophetae (35, 5-6; 61, 1) Iesus propriae missionis significationem explanavit: ita illi qui patiuntur propter exsistentiam quodam modo “deminutam”, ab Ipso bonum nuntium audiunt, de cura scilicet quam Deus adhibet de illis qui accipiunt confirmationem: propriam etiam vitam donum esse in manibus Patris studiose custoditum (cfr. Mt 6, 25-34).
Sunt enim “pauperes” qui praecipue Iesu praedicatione et actione adficiuntur. Plurimi ex infirmis et a societate exclusis eum sequuntur et quaerunt (cfr. Mt 4, 23-25), ex eius verbis et actionibus percipiunt quanti eorum vita aestimetur et quomodo eorum salutis exspectationes confirmentur.
Non aliter accidit in munere Ecclesiae, inde ab eius exordiis. Haec enim, quae nuntiat illum Iesum qui “pertransivit benefaciendo et sanando omnes oppressos a Diabolo, quoniam Deus erat cum illo” (Act 10, 38), bene novit se ferre salutis nuntium, qui plane novus in condicionibus quoque miseriae et paupertatis vitae hominis resonat. Ita facit Petrus sanando claudum, cotidie iacentem apud portam “Speciosam” templi Hierosolymitani ad eleemosynam quaerendam: “Argentum et aurum non est mihi; quod autem habeo, hoc tibi do: In nomine Iesu Christi Nazareni surge et ambula!” (Act 3, 6). Propter fidem in Iesum, “ducem... vitae” (Act 3, 15), vita, quae iacet relicta et supplex, conscientiam de se ac plenam dignitatem denuo invenit.
Verba et actiones Iesu eiusque Ecclesiae non respiciunt tantummodo illum qui sive in morbo sive in dolore versatur sive in variis generibus exclusionis a societate. Altius attingunt ipsam vitae cuiusque hominis significationem in ordine sive morali sive spiritali. Ille tantum qui intellegit vitam suam peccati morbo affici, in occursatione cum Iesu Servatore veritatem invenit et germanam vim propriae exsistentiae, secundum ipsius verba: “Non necesse habent sani medicum, sed qui male habent; non veni vocare iustos, sed peccatores in paenitentiam”(Lc 5, 31-32).
Qui vero, sicut dives agricola parabolae evangelicae, cogitat propriam vitam in tuto collocare quia bona tantum terrena possidet, reapse fallitur; vita illum effugit, qui sic cito ipsa privabitur, quin veram eiusdem significationem percipere possit: “Stulte! Hac nocte animam tuam repetunt a te; quae autem parasti, cuius erunt?” (Lc 12, 20).
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33. In ipsa Iesu vita, inde ab initio usque ad finem, haec singularis “disserendi ratio” reperitur inter experientiam mutabilitatis vitae humanae et testificationem praestantiae eius. Vita enim Iesu inde a natali die mutabilitate signatur. Ipse quidem hospitio excipitur a iustis, qui promptae ac gaudiosae affirmationi Mariae coniunguntur (cfr. Lc 1, 38). Ilico tamen etiam repudiatione afficitur ab ea hostili gente quae puerum quaerit “ad perdendum eum” (Mt 2, 13), aut aliena remanet nec vertit animum ad perfectionem mysterii huius vitae quae in mundum ingreditur: “quia non erat eis locus in deversorio” (Lc 2, 7). Ex discrepantia inter minas et instabilitatem una ex parte et virtutem doni Dei ex altera, maiore cum splendore refulget gloria quae ex domo Nazarethana et ex praesaepio Betheleemitico prorumpit: haec vita quae nascitur salus est totius humani generis (cfr. Lc 2, 11).
Discrepantiae et vitae pericula a Iesu plene suscipiuntur: “Quoniam propter vos egenus factus est, cum esset dives, ut illius inopia vos divites essetis” (2Cor 8, 9). Paupertas, de qua loquitur Paulus, non significat tantum aliquem destitutum esse divinis privilegiis, verum etiam communicationem humilium et instabilium vitae humanae condicionum (cfr. Phil 2, 6.7). Iesus totum per vitae suae cursum usque ad novissimam horam in cruce hanc pauperem vitam gerit: “Humiliavit semet ipsum factus oboediens usque ad mortem, mortem autem crucis. Propter quod et Deus illum exaltavit et donavit illi nomen, quod est super omne nomen” (Phil 2, 8-9). Iesus utique morte sua revelat omnem vitae plenitudinem eiusque pondus, quatenus eius in cruce deditio fons vitae novae pro omnibus hominibus efficitur (cfr. Io 12, 32). Dum Iesus inter repugnantiam et sui ipsius vitae iacturam peregrinatur, certa sententia ducitur: vitam suam in manibus esse Patris. Propterea cruci iam affixus Ei clamare potest: “Pater, in manus tuas commendo spiritum meum” (Lc 23, 46), id est vitam meam. Vere summi ponderis est vita humana quia Dei Filius in se eam assumpsit eamque locum fecit in quo perficitur totius humani generis salus!
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“Praedestinati... conformes fieri imaginis filii eius” (Rom 8, 28-29):
gloria Dei super hominis vultum resplendet
34. Vita semper bonum est. Hoc effatum intuitionem continet vel planam experientiae rationem, cuius homo ad intimam vocatur causam percipiendam.
Curnam vita bonum est? Interrogatio haec totam Sacram Scripturam permeat et inde a primis paginis efficacem miramque invenit responsionem. Vita, quam Deus homini tradit, prorsus alia est ac cuiuslibet alterius creaturae viventis, quatenus homo, etsi pulveri terrae affinitate coniunctus (cfr. Gen 2, 7; 3, 19; Iob 34, 15; Ps 103 [102], 14; 104 [103], 29) coram mundo Dei manifestatio exstat, signum eius praesentiae, vestigium gloriae eius (cfr. Gen 1, 26-27; Ps 8, 6). Quae quidem sanctus Irenaeus Lugdunensis in lucem proferre voluit ea pernota definitione: “Gloria Dei vivens homo” (23). Homo igitur altissima honestatur dignitate, quae radices penitus invenit in vinculo quo suo coniungitur Creatori: in homine repercussio ipsius naturae Dei refulget.
Hoc asserit liber Genesis in prima originum narratione, hominem evehens ad fastigium operae creatricis Dei, velut eiusdem coronationem, dum concluditur processus qui ex confuso chao ad statum creaturae quam maxime perfectae eum extollit. Universa creatio ad hominem dirigitur et omnia illi subiciuntur: “Replete terram et subicite eam et dominamini... universis animantibus” (1, 28), iubet Deus virum et mulierem. Similis nuntius in altera quoque originum narratione invenitur: “Tulit ergo Dominus Deus hominem et posuit eum in paradiso Eden, ut operaretur et custodiret illum” (Gen 2, 15). Ita confirmatur hominis principatus universorum, quae quidem in eius dicione sunt posita eiusque concredita responsalitati, dum ipse nullam ob causam paribus suis potest subici, neque ad rerum ordinem redigi.
In biblica narratione differentia hominis a ceteris rebus creatis liquido inde patet quod tantummodo illius creatio praebetur veluti singularis consilii Dei fructus, deliberationis quae in hoc est ut singulare ac proprium cum Creatore vinculum constituatur: “Faciamus hominem ad imaginem et similitudinem nostram” (Gen 1, 26). Vita quam Deus homini largitur donum est quo Deus creaturam quodam modo sui ipsius participem reddit.
Israel diu secum feret quaestionem circa sensum huius singularis ac proprii vinculi hominis cum Deo. Auctor quoque libri Ecclesiastici id agnoscit quod Deus, cum hominem creavit, “secundum se vestivit illum virtute... et secundum imaginem suam fecit illum” (17, 1-3). Ad hoc sacer auctor revocat non tantum eius dominium in mundum, sed etiam facultates spirituales magis propriae hominis, quales sunt: ratio, distinctio boni et mali, libera voluntas: “Disciplina intellectus replevit illos... et mala et bona ostendit illis” (Eccli 17, 7). Facultas veritatem libertatemque attingendi privilegium est hominis quatenus ad imaginem sui Creatoris, Dei veri et iusti, est creatus (cfr. Dt 32, 4). Docemur hominem dumtaxat, inter omnes creaturas visibiles, esse “capacem suum Creatorem cognoscendi et amandi” (24). Vita, quam Deus homini dat, exsistentia est quae ultra tempus progreditur. Cursus est ad vitae plenitudinem; germen est exsistentiae quae ipsos temporis fines transcendit: “Deus creavit hominem in incorruptibilitate et imaginem similitudinis suae fecit illum” (Sap 3, 23).
23. Adversus haereses, IV, 20, 7: SCh 100/2, 648.
24. CONC. OECUM. VAT. II, Const. past. De Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 12 [1995 12 07c/12].
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35. Yahvistica pariter originum narratio eandem exprimit opinationem. Vetus igitur relatio de divino afflatu loquitur, qui homini inhalatur ut ille vitam ingrediatur: “Tunc formavit Dominus Deus hominem pulverem de humo et inspiravit in nares eius spiraculum vitae, et factus est homo in animam viventem (Gn 2, 27)”.
Divina huius spiraculi vitae origo perpetuam explicat displicentiam qua homo suam per vitam afficitur. A Deo factus, indelebile Dei signum ferens, homo suapte natura ad Eum inclinatur. Cum profundam exaudit cordis sui appetitionem, quisque homo facere non potest quin propriam reddat veritatem illam a sancto Augustino enuntiatam: “Fecisti nos ad te; et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in te” (25).
Quam certe eloquens est displicentia qua hominis vita in paradiso Eden perturbatur quamdiu eius unicum quasi theatrum restat mundus vegetalis et animalis! (cfr. Gen 2, 20) Solummodo adventus mulieris, creaturae videlicet quae caro est de carne viri et os ex ossibus eius (cfr. Gen 2, 23) et in qua Dei Creatoris spiritus pariter vivit, explere potest postulatum necessitudinis interpersonalis, quae ad vitam humanam maximi ponderis existimatur. In utroque, tam in viro quam in muliere, Deus Ipse ostenditur, fere portus ultimus et satisfaciens cuiusque personae.
“Quid est homo, quod memor es eius, aut filius hominis, quoniam visitas eum?” (Ps 8, 5), Psaltes sese interrogat. In conspectu vastitatis universi homo minimus videtur et haec ipsa differentia efficit ut magnitudo eius extollatur: “Minuisti eum paulo minus ab angelis” (forsitan dici etiam potest: “paulo minus a Deo”), “gloria et honore coronasti eum” (Ps 8, 6). Dei gloria super vultum hominis refulget. In ipso Creator levamen invenit, uti sanctus Ambrosius stupens ac permotus interpretatur: “Quoniam completus est dies sextus, et mundani operis summa conclusio est; perfecto videlicet homine in quo principatus est animantium universorum, et summa quaedam universitatis, et omnis mundanae gratia creaturae. Certe deferamus silentium; quoniam requievit Deus ab omnibus mundi operibus; requievit autem in recessu hominis, requievit in eius mente atque proposito. Fecerat enim hominem rationis capacem, imitatorem sui, virtutum aemulatorem, cupidum caelestium gratiarum. In his requiescit Deus qui ait: Super quem requiescam, nisi supra humilem, et quietum, et trementem verba mea? (Is. 66, 1-2) Gratias ergo Domino Deo nostro qui huiusmodi opus fecit in quo requiesceret” (26).
25. Confessiones, I, 1: CCL 27, 1.
26. Exaëmeron, VI, 75-76: CSEL 32, 260-261.
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36. Mirandum Dei propositum ob peccati incursionem in historiam infeliciter obscuratur. Homo propter peccatum ita Creatori obsistit ut creaturas adoret pro Deo: “Coluerunt et servierunt creaturae potius quam Creatori” (Rom 1, 25). Tali quidem modo homo non solum Dei imaginem in se ipso deturpat, sed temptatione compellitur ut eam in ceteris laedat, substituens pro communionis consuetudinibus habitus diffidentiae, levitatis animi, inimicitiae, immo mortiferi odii. Cum enim Deus uti Deus non agnoscitur, tunc intimus hominis sensus proditur et inter homines communio offenditur!
In vita hominis imago Dei denuo relucet et in omnimoda plenitudine ostenditur per Filii Dei adventum in carne humana: “Qui est imago Dei invisibilis” (Col 1, 15), “splendor gloriae et figura substantiae eius”( Hb 1, 3). Ille perfecta est Patris imago.
Vitae propositum primo Adamo traditum in Christo tandem consummatur. Dum Adami intemperantia consilium Dei circa vitam hominis infringit et corrumpit atque mortem immittit in mundum, redemptrix Christi oboedientia fons exsistit gratiae quae in homines funditur, regni vitae portas omnibus reserans (cfr. Rom 5, 12-21). Paulus apostolus asserit: “Factus est primus homo Adam in animam viventem; novissimus Adam in Spiritum vivificantem” (1Cor 15, 45).
Omnibus qui Christi famulatui se committere statuunt, vitae plenitudo conceditur: in iis Dei imago restituitur, renovatur et ad perfectionem ducitur. Hoc est Dei consilium de hominibus, ut conformes fiant “imaginis Filii eius” (Rom 8, 29). Ita dumtaxat, in splendore huius imaginis homo ab idololatriae servitute liberari potest, dispersam fraternitatem restituere, suam reciperare identitatem.
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“Omnis, qui vivit et credit in me, non morietur in aeternum” (Io 11, 26): donum vitae aeternae
37. Vita, quam Dei Filius venit ut hominibus largiretur, non sola temporis exsistentia constringitur. Vita, quae ab aeterno “in Ipso” est et qua “lux hominum” (Io 1, 4) constituitur, in eo est ut ex Deo nascamur et plenitudinis eius amoris participes simus: “Quotquot autem receperunt eum, dedit eis potestatem filios Dei fieri, his, qui credunt in nomine eius, qui non ex sanguinibus neque ex voluntate carnis neque ex voluntate viri, sed ex Deo nati sunt” (Io 1, 12-13).
Aliquando Iesus hanc vitam, quam donaturus venit, ita simpliciter vocat: “vitam”; et generationem ex Deo demonstrat tamquam necessariam condicionem ut finis ille, ad quem Deus hominem creavit, attingi possit: “Nisi quis natus fuerit desuper, non potest videre regnum Dei” (Io 3, 3). Donum huius vitae constituit proprium missionis Iesu propositum: ille “est, qui descendit de caelo et dat vitam mundo” (Io 6, 33), ita ut plena veritate asserere valeat: “Qui sequitur me... habebit lucem vitae” (Io 8, 12).
Alias Iesus loquitur de “vita aeterna”, ubi adiectivum non tantum exspectationem quae tempora praetergreditur requirit. “Aeterna” vita est ea quam Iesus promittit et confert, quoniam plenitudo est participationis vitae cuiusdam “Aeterni”. Omnis qui credit in Iesum et cum eo communione coniungitur vitam habet aeternam (cfr. Io 3, 15; 6, 40), quia ab Ipso ea sola verba audit quae revelant atque addunt eius exsistentiae vitae plenitudinem; sunt quidem “verba vitae aeternae” quae Petrus in professione fidei agnoscit: “Domine, ad quem ibimus? Verba vitae aeternae habes; et nos credidimus et cognovimus quia tu es Sanctus Dei”. In quo autem sit vita aeterna, ipse Iesus explicat cum Patrem magna illa sacerdotali oratione alloquitur: “Haec est autem vita aeterna, ut cognoscant te solum verum Deum et, quem misisti, Iesum Christum” (Io 17, 3). Deum cognoscere eiusque Filium idem est ac mysterium communionis amoris Patris, Filii et Spiritus Sancti in propriam vitam suscipere, quae aperitur iam nunc vitae aeternae in vitae divinae participatione.
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38. Qua de re, vita aeterna est ipsa Dei vita simulque vita filiorum Dei. Pius vir admiratione et immensa gratiarum actione non potest non repleri prae hac insperata et ineffabili veritate, quae a Deo ad nos profluit in Christo. Christifidelis igitur apostoli Ioannis verba sibi applicat: “Videte qualem caritatem dedit nobis Pater, ut filii Dei nominemur, et sumus! ... Carissimi, nunc filii Dei sumus, et nondum manifestatum est quid erimus; scimus quoniam, cum ipse apparuerit, similes ei erimus, quoniam videbimus eum sicuti est” (1Io 3, 1-2).
Christiana veritas de vita tali ratione suum attingit fastigium. Huius dignitas non solum eius primordiis, eius a Deo origini coniungitur, verum etiam eius fini, eius destinationi communionis cum Deo in eiusdem cognitione et amore. Sub lumine huius veritatis sanctus Irenaeus distinguit et perficit hominis exaltationem: “gloria Dei” est, certe, “homo vivens”, “vita autem hominis visio Dei” (27).
Inde statim consectaria oriuntur pro vita humana in ipsa terrestri condicione, in qua ceterum vita aeterna iam est germinata et crescere pergit. Si homo sua sponte diligit vitam quia bonum est, eiusmodi dilectio invenit altiorem causam virtutemque, amplitudinem novam et profunditatem in divinis huius boni mensuris. Simili in prospectu dilectio quam unusquisque in vitam habet non perducitur ad simplicem inquisitionem spatii in quo se ipsum enuntiet atque in consuetudinem cum ceteris ingrediatur, sed evolvitur in laeta conscientia se statuere posse propriam exsistentiam “locum” patefactionis Dei, occursationis et communionis cum Ipso. Vita, quam Iesus nobis largitur, nostrae terrestris exsistentiae pretium non minuit, sed eam assumit atque ad ipsius novissimam sortem conducit: “Ego sum resurrectio et vita...; omnis, qui vivit et credit in me, non morietur in aeternum” (Io 11, 25-26).
27. Adversus haereses, IV, 20, 7: SCh 100/2, 648.
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“De manu viri fratris eius requiram animam hominis” (Gen 9, 5):
veneratio et amor erga vitam omnium
39. Hominis vita a Deo profluit, ipsius est donum, eius imago et vestigium, eius vitalis spiritus participatio. Huius itaque vitae Deus est unus dominus: homo de ea pro suo lubitu decernere non potest. Ipse Deus id confirmat iusto Noe post diluvium: “De manu hominis, de manu viri fratris eius requiram animam hominis” (Gen 9, 5). Textus enim biblicus in luce profert sacram vitae indolem quae Deo eiusque actione creatrice nititur: “Ad imaginem quippe Dei factus est homo” (Gen 9, 6).
Vita et mors hominis sunt, proinde, in manu Dei, in eius potestate: “In cuius manu anima omnis viventis et spiritus universae carnis hominis”, clamat Iob (12, 10). “Dominus mortificat et vivificat, deducit ad infernum et reducit” (1Sam 2, 6). Ille solus asserere potest: “Ego occidam et ego vivere faciam” (Dt 32, 39).
Hanc vero potestatem Deus non uti minax arbitrium exsequitur, sed tamquam curam et benignam erga creaturas sollicitudinem. Si verum est vitam hominis in manibus Dei esse, verum est pariter has manus benignas esse, sicut manus matris quae puerum suum excipit, nutrit eiusque curam gerit: “Vere pacatam et quietam feci animam meam; sicut ablactatus in sinu matris suae, sicut ablactatus, ita in me est anima mea” (Ps 131 [130], 2; cfr. Is 49, 15; 66, 12-13; Os 11, 4). Ita in populorum vicissitudinibus necnon in singulorum sorte Israel non conspicit fructum fortuiti casus vel caecae fortunae, sed exitum consilii amoris, quo Deus omnes vitae facultates colligit et cohibet mortis vires, quae ex peccato oriuntur: “Quoniam Deus mortem non fecit nec laetatur in perditione vivorum; creavit enim, ut essent omnia” (Sap 1, 13-14).
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40. Ex sacra vitae indole eius inviolabilis scatet natura, inscripta inde ab exordiis in corde hominis, in eius conscientia. Quaestio enim “Quid fecisti?” (Gen 4, 10), qua Deus Cain alloquitur, postquam hic fratrem Abelem necavit, experientiam exhibet cuiusque hominis: in conscientiae latebris ipse semper appellatur ad inviolabilem naturam vitae –sive propriae sive alienae–, uti rem quae ad eum non pertinet, quia proprietas est et donum Dei Creatoris et Patris.
Mandatum, quod inviolabilem humanae vitae naturam respicit, resonat ipso in animo “decem verborum” Foederis Sinaitic (cfr. Ex 34, 28). Quod in primis vetat homicidium: “Non occides” (Ex 20, 13); “Insontem et iustum non occides” (Ex 23, 7); vetat insuper –ut patet ulterius in corpore toto iuris Israelis– quamlibet laesionem aliis illatam (cfr. Ex 21, 12-27). Procul dubio, agnoscatur oportet in Vetere Testamento hunc animi sensum quoad aestimationem vitae quamvis ita notatum, nondum suavitatem Sermonis in Monte attingere, uti liquet ex aspectibus quibusdam iuris tum vigentis, cum haud leves poenae corporales atque adeo poena capitis sancirentur. At nuntius universus, quem Novum Testamentum ad consummationem ducere debebit, vehemens est appellatio ad venerandam inviolabilem vitae physicae et individuae incolumitatis naturam, qui nuntius ad culmen pervenit ex positivo mandato quod constringit ad curam adhibendam proximi sicut sui ipsius: “Diliges proximum tuum sicut teipsum” (Lv 19, 18).
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41. Mandatum “Non occides”, inclusum, amplificatum et prolatum positivo mandato amoris proximi, a Domino Iesu pro omni sua vi confirmatur. Iuveni diviti quaerenti: “Magister, quid boni faciam, ut habeam vitam aeternam?”, respondet: “Si... vis ad vitam ingredi, serva mandata” (Mt 19, 16. 17). Et in primis memorat: “Non homicidium facies”. In Montano Sermone Iesus maiorem a discipulis requirit iustitiam quam scribarum et pharisaeorum etiam sub aspectu vitae reverendae: “Audistis quia dictum est antiquis: Non occides; qui autem occiderit, reus erit iudicio: Ego autem dico vobis: Omnis qui irascitur fratri suo reus erit iudicio” (Mt 5, 21-22).
Tam verbo quam propriis gestis Iesus positivas postea ostendit condiciones huius mandati de inviolabili vitae natura. Hae vim iam suam exserebant tempore Veteris Testamenti, cum corpus iuris promittendas ac tuendas curaret condiciones eorum qui vitam gerebant languentem et minis vexatam, et qui sunt: advena, vidua, orphanus, infirmus, pauper universim, vita ipsa ante nativitatem (cfr. Ex 21, 22; 22, 20-26). Hae condiciones cum Iesu novum assequuntur vigorem et impulsum, et sua plana amplitudine eminent et altitudine; decurrunt enim a cura vitae fratris adhibenda (sive familiaris, sive concivis, sive advenae qui terram Israelis incolit) usque ad extraneum in se excipiendum, quin immo ad inimicum diligendum.
Extrarius talis non erit coram eo qui proximus effici debet cuiuslibet hominis necessitate laborantis, usque ad sponsionem vitae eius in se suscipiendam, uti eloquenti vehementique sermone Parabola boni Samaritani nos edocet (cfr. Lc 10, 25-37). Inimicus quoque talis desinit esse coram eo qui debet illum diligere (cfr. Mt 5, 38-48; Lc 6, 27-35), eiusque “bono” servire (cfr. Lc 6, 27. 33. 35), prompto animo et grato sensu ( cfr. Lc 6, 34-35) eius vitae necessitatibus subveniens. Amoris huius culmen oratio est pro inimico, per quam concordia constituitur cum providenti Dei amore: “Ego autem dico vobis: Diligite inimicos vestros et orate pro persequentibus vos, ut sitis filii Patris vestri, qui in caelis est, quia solem suum oriri facit super malos et bonos et pluit super iustos et iniustos” (Mt 5, 44-45; cfr. Lc 6, 28-35).
Ita mandatum Dei ad hominis vitam tuendam detegit partem suam altiorem penitus insitam in officio singulas personas earumque vitam venerandi et amandi. Haec est doctrina quam apostolus Paulus, verba Iesu quadam resonantia iterans (cfr. Mt 19, 17-18), christianis urbis Romae tradit: “Nam: Non adulterabis, Non occides, Non furaberis, Non concupisces, et si quod est aliud mandatum, in hoc verbo recapitulatur: Diliges proximum tuum tamquam teipsum. Dilectio proximo malum non operatur; plenitudo ergo legis est dilectio” (Rom 13, 9-10).
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“Crescite et multiplicamini et replete terram et subicite eam” (Gen 1, 28): hominis de vita officia
42. Vitam tueri et provehere, eandem venerari et amare est officium quoddam singulis hominibus a Deo concreditum, cum Deus vocat eum, vividam veluti sui effigiem, ad mundi dominatum participandum quem ipse occupat: “Benedixitque illis Deus et ait illis: “Crescite et multiplicamini et replete terram et subicite eam et dominamini piscibus maris et volatilibus caeli et universis animantibus, quae moventur super terram”” (Gen 1, 28).
Biblica verba amplitudinem altitudinemque dominatus quem Deus homini tribuit, in lumine locant. Agitur in primis de orbis terrarum singulorumque viventium dominatu, quemadmodum Sapientiae liber commemorat: “Deus patrum meorum et Domine misericordiae, ...sapientia tua constituisti hominem, ut dominaretur creaturis, quae a te factae sunt, et disponeret orbem terrarum in sanctitate et iustitia” (9, 1.2-3). Psalmista quoque hominis dominatum tamquam gloriae honorisque signum a Creatore praestitorum extollit: “Constituisti eum super opera manuum tuarum. Omnia subiecisti sub pedibus eius, oves et boves universas, insuper et pecora campi, volucres caeli et pisces maris, quaecumque perambulant semitas maris” (Ps 8, 7-9).
Ad mundi hortum colendum tutandumque vocatus (cfr. Gen 2, 15) homo peculiare quidem officium de vitae loco suscipere debet, scilicet de universo mundo quem Deus commodavit ut illius personali dignitati eiusque vitae inserviret, spectatis non modo iis qui nunc sunt, verum et qui postea nascentur. Agitur quippe de oecologica quaestione –quae hinc diversarum animalium specierum naturales sedes multiplicesque vitae formas servandas complectitur, illinc ipsam “humanam oecologiam” (28)– et quae in bibliorum sacrorum paginis clara et ethica ratione tantopere significatur, ut vita, quaevis vita, observanter colatur. Reapse “dominium a Creatore homini datum... non est absolutum, nec potest utendi et abutendi arbitrium vocari, vel ex commodo res disponendi. Modus, quem inde a principio ipse Creator homini imposuit quique symbolica ratione exprimitur per interdictionem comedendi de ligno (cfr. Gen 2, 16-17), satis clare ostendit in universitate naturae visibilis... nos legibus esse subiectos, non solum biologicis, verum etiam et moralibus, quae impune violari nequeunt” (29).
28. Cfr. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encyclic. Centesimus annus (1 Maii 1991), 38: AAS 83 (1991), 840-841.
29. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encyclic. Sollicitudo rei socialis (30 Decembris 1987), 34: AAS 80 (1988), 560.
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43. Homo quodammodo Dei dominatus fit particeps. Hoc quidem peculiari responsalitate revelatur, quae ei committitur quod attinet ad vitam proprie humanam. Quod officium in vita donanda suum fastigium attingit per generationem, quam vir mulierque in matrimonio dant, sicut commemorat Concilium Vaticanum II: “Ipse Deus qui dixit: non est bonum hominem esse solum (Gen 2, 18) et qui hominem ab initio masculum et feminam fecit (Mt 19, 4), volens ei participationem specialem quandam in sui ipsius opere creativo communicare, viro et mulieri benedixit dicens: crescite et multiplicamini (Gen 1, 28)” (30).
De “participatione speciali quadam” viri mulierisque in Dei “opere creativo” loquens, Concilium collustrare vult quemadmodum generatus filius planissime sit humanus religiosusque eventus, quippe qui secum coniuges ferat et complectatur formantes “carnem unam” (Gen 2, 24), et ipsum simul Deum qui praesens fit. Sicut in Litteris familiis datis scripsimus, “cum e conubiali duorum coitu novus nascitur homo, secum in mundum peculiarem omnino adfert imaginem similitudinemque cum Deo ipso: in generationis biologia personae genealogia inscribitur. Adfirmantes vero coniuges uti parentes cum Deo Conditore operari in concipiendo generandoque novo homine, non unas tantum repetimus biologiae leges; inculcare potius contendimus in humana paternitate ac maternitate Deum ipsum adesse aliter atque contingat in reliquis cunctis generationibus “in terra”. Solo enim a Deo illa cooriri potest “imago et similitudo” quae hominis est propria, perinde ac factum est in ipsa creatione. Generatio enim est creationis propagatio” (31).
Hoc prompte conspicueque docet sacer textus, gaudenter inducens laetantem clamorem mulieris “matris cunctorum viventium” (Gen 3, 20). Dei operationis sibi conscia, Heva effatur: “Acquisivi virum per Dominum” (Gen 4, 1). In pariendo igitur, per vitae communicationem ex parentibus in liberos, per immortalis animae creationem ipsius Dei imago et similitudo transmittitur (32). Mentem hanc significat “libri generationis Adam” exordium: “In die, qua creavit Deus hominem, ad similitudinem Dei fecit illum. Masculum et feminam creavit eos et benedixit illis; et vocavit nomen eorum Adam in die, quo crea ti sunt. Vixit autem Adam centum triginta annis et genuit ad similitudinem et imaginem suam vocavitque nomen eius Seth” (Gen 5, 1-3). Hoc ipso in munere cum Deo cooperandi qui suam imaginem novae creaturae transmittit, coniugum splendet excellentia, propensorum “ad cooperandum cum amore Creatoris atque Salvatoris, qui per eos Suam familiam in dies dilatat et ditat” (33). Hoc sub lumine Amphilochius episcopus extulit “honorabile connubium, quod donum omne terrenum superat”, et existimatur “naturae conditor, pictor divinae imaginis” (34).
Sic vir mulierque matrimonio iugati divinae operae adsociantur: per generationis actum Dei donum accipitur et nova vita in futurum tempus ingreditur.
At praeter peculiares parentum partes, omnium est vitam suscipere ac tueri, quod praesertim vitam eam respicere debet quae in debilioribus versatur condicionibus. Ipse Christus hoc nos admonet, postulans ut in fratribus quibuslibet vexatis aerumnis ametur et iuvetur: in esurientibus scilicet, sitientibus, hospitibus, nudis, aegrotis, vinculo detentis... Quidquid factum est uni ex his, ipsi Christo factum est (cfr. Mt 25, 31-46).
30. Const. past. De Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 50 [1965 12 07c/50].
31. Litterae Familiis datae Gratissimam sane (2 Februarii 1994), 9: AAS 86 (1994), 878 [1994 02 02/9]. ; cfr. PIUS PP. XII, Litt. Encyclic. Humani generis (12 Augusti (195)0): AAS 42 (1950), 574.
32. “Animas enim a Deo immediate creari catholica fides nos retinere iubet “: PIUS PP. XII, Litt. Encyclic. Humanis generis (12 Augusti 1950), 28: AAS 42 (1950), 575.
33. Const. past. De Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 50 [1965 12 07c/50]; cfr. IOANNES PAULUS PP. II, Adhort. Ap. Post-synodalis Familiaris consortio (22 Novembris (198)1), 28: AAS 74 (1982), 114 [1981 11 22/28].
34. Orationes, II, 1; CCSG 3, 39.
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“Quia tu formasti renes meos” (Ps 139 [138], 13):
parvuli nondum nati dignitas
44. Magno in discrimine versatur humana vita cum ingreditur in mundum cumque ex hoc saeculo excedit ut in aeternitatis portum transeat. Saepius offendimus in Sacris Litteris –praesertim quod attinet ad exsistentiam cui morbo vel senectute insidiatur– hortamenta ad curam adhibendam reverentiamque. Ubi non inducuntur hortamenta perspicua ad humanam vitam colendam inde a primo eius ortu, nominatim vitam nondum editam vitamque ad exitum suum properantem, liquido sane explicatur propterea quod ipsa occasione laedendi, aggrediendi prorsusve negandi vitam his sub condicionibus plane abhorret a religiosa culturalique populi Dei mente.
In Vetere Testamento sterilitas velut exitium quoddam reicitur, suboles vero numerosa iudicatur Dei beneficium: “Ecce hereditas Domini filii, merces fructus ventris” (Ps 127 [126], 3; cfr. Ps 128 [127], 3-4). Momentum habet hac in opinione etiam conscientia cuius vi Israel se censet Foederis populum, ad se amplificandum vocatum secundum promissionem Abraham factam: “Suspice caelum et numera stellas, si potes... sic erit semen tuum” (Gen 15, 5). Et tamen stat certa fides vitam a parentibus traditam originem suam invenire in Deo, sicut sane tot bibliorum testantur loci reverentia quadam et pietate loquentes de conceptione, de vita in matris gremio sese informante, de ortu deque stricta necessitudine inter exsistentiae momentum initiale atque Dei Creatoris actionem.
“Priusquam te formarem in utero, novi te et, antequam exires de vulva, sanctificavi te” (Ier 1, 5): cuiuslibet hominis exsistentia, inde a suis primordiis, est in mente Dei. Iob, ex interiore recessu doloris sui, contuetur Dei operam in mira prorsus corporis sui compositione in gremio matris: illinc fiduciae causam depromit, dum certitudinem exprimit de quodam divino consilio circa vitam suam: “Manus tuae fecerunt me et plasmaverunt me totum in circuitu; et sic repente prae cipitas me? Memento, quaeso, quod sicut lutum feceris me, et in pulverem reduces me. Nonne sicut lac mulsisti me et sicut caseum me coagulasti? Pelle et carnibus vestisti me; ossibus et nervis compegisti me. Vitam et misericordiam tribuisti mihi, et visitatio tua custodivit spiritum meum” (10, 8-12). Admirationis venerationisque clara verba ob Dei operam in componenda vita in gremio materno resonant etiam in Psalmis (35).
Quomodo cogitare possumus vel unum temporis momentum huius miri processus vitae oborientis subtrahi posse sollerti amantique Creatoris operi atque hominis arbitrio remitti? Hoc profecto cogitatione non percipit septem fratrum mater, quae suam in Deum profitetur fidem, principium atque arrabonem vitae inde a sua ipsius conceptione, eodemque tempore fundamentum spei novae vitae ultra mortem: “Nescio qualiter in utero meo apparuistis neque ego spiritum et vitam donavi vobis et singulorum vestrorum compagem non sum ego modulata; sed enim mundi Creator, qui formavit hominis nativitatem quique omnium invenit originem et spiritum et vitam vobis iterum cum misericordia reddet, sicut nunc vosmetipsos despicitis propter leges eius” (2Mac 7, 22-23).
35. Conferantur, exempli gratia, Psalmi 22 [21], 10-11; 71 [70], 6; 139 [138], 13-14.
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45. Novi Testamenti revelatio confirmat non dubitatam agnitionem dignitatis vitae inde ab eius primordiis. Fecunditatis laus atque vitae studiosa exspectatio resonant sane in verbis quibus Elisabeth laetatur ob suam praegnationem: Dignatus est enim Dominus “auferre opprobrium meum” (Lc 1, 25). At acriore ratione personae dignitas inde a conceptione praedicatur in occursu Virginis Mariae et Elisabethae atque duorum parvulorum ab illis gestatorum in gremio. Iidem sane ipsi pueri patefaciunt messianicae aetatis adventum: in eorum ipso congressu agere incipit redemptrix vis praesentiae Filii Dei inter homines. “Cito –scribit sanctus Ambrosius– adventus Mariae et praesentiae dominicae beneficia declarantur... Vocem prior Elisabeth audivit, sed Ioannes prior gratiam sensit: illa naturae ordine audivit, iste exsultavit ratione mysterii; illa Mariae, iste Domini sensit adventum, femina mulieris, puer pueri; istae gratiam loquuntur, illi intus operantur pietatisque mysterium maternis adoriuntur profectibus duplicique miraculo prophetant matres spiritu parvulorum. Exsultavit infans, repleta mater est (Spiritu Sancto). Non prius mater repleta quam filius, sed cum filius esset repletus Spiritu Sancto, replevit et matrem” (36).
36. Expositio Evangelii secundum Lucam, II, 22-23: CCL 14, 40-41.
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“Credidi, etiam cum locutus sum: ‘ego humiliatus sum nimis’” (Ps 116 [115], 10): vita in senectute et in dolore
46. Etiam quod attinet ad extrema vitae temporis momenta, praestolari non possumus a biblica revelatione manifestam designationem hodiernae quaestionis circa reverentiam erga aetate provectos et aegrotos vel apertam condemnationem conatuum ad violenter eorum anticipandam finem: in tali nimirum versamur culturali religiosaque condicione quae nihil afficitur eiusmodi sollicitationibus, et quae immo, quod attinet ad maiores natu agnoscit in eorum sapientia atque experientia, amplissimum cuiusque familiae et gentis divitiarum patrimonium, quod substitui non potest.
Senectus dignitate honestatur atque veneratione insignitur (cfr. 2Mac 6, 23). Vir iustus non postulat ut sibi senectus eiusque pondus praecidatur; immo vero sic precatur: “Tu es exspectatio mea, Domine; Domine, spes mea a iuventute mea... Et usque in senectam et senium, Deus, ne derelinquas me, donec annuntiem brachium tuum generationi omni, quae ventura est” (Ps 71 [70], 5. 18). Temporis messianici mira species proponitur sicut illa in qua “non erit ibi amplius... senex, qui non impleat dies suos” (Is 65, 20).
At in senectute, quomodo suscipienda est inexorabilis vitae declinatio? Qui habitus coram morte? Novit credens fidelis vitam suam in manibus Dei esse: Domine, “tu es qui detines sortem meam” (Ps 16 [15], 5), atque ab Eo etiam moriendi necessitatem accipit: “Hoc iudicium a Domino omni carni, et quid resistis beneplacito Altissimi?” (Eccli 41, 4). Sicut vitae ita et mortis non est arbiter homo; in vita sua sicut et in morte sua debet ille semetipsum omnino concredere “arbitrio Altissimi”, ipsius proposito amoris.
Etiam morbo correptus homo invitatur ut eandem colat fidem in Domino suamque renovet praecipuam fiduciam in eo qui “sanat omnes infirmitates” (cfr. Ps 103 [102], 3). Ubi quilibet salutis conspectus coram homine obserari videtur –eo usque ut eum impellat ad clamandum: “Dies mei sicut umbra declinaverunt, et ego sicut fenum arui” (Ps 102 [101], 12)–, tunc quoque pius homo inconcussa fide concitatur de vivificanti Dei potentia. Non in desperationem eum impellit morbus neque ad mortem appetendam, sed ad spe repletam precationem: “Credidi, etiam cum locutus sum: “Ego humiliatus sum nimis”” (Ps 116 [115], 10); “Domine, Deus meus, clamavi ad te et sanasti me. Domine, eduxisti ab inferno animam meam, vivificasti me, ut non descenderem in lacum” (Ps 30 [29], 3-4).
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47. Iesu opus multaeque ab Eo patratae sanationes declarant quantopere Deus consulere velit etiam vitae corporali hominis. “Medicus carnis atque spiritus” (37), Iesus missus est a Patre qui nuntiaret laeta mansuetis, et mederetur contritis corde (cfr. Lc 4, 18; Is 61, 1). Discipulos suos deinde inter homines dimittens, eis munus quoddam commendat, cuius vi aegrotorum sanatio coniungitur cum Evangelii nuntio: “Euntes autem praedicate dicentes: appropinquavit regnum caelorum. Infirmos curate, mortuos suscitate, leprosos mundate, daemones eicite” (Mt 10, 7-8; cfr. Mc 6, 13; 16, 18).
Haud dubie, corporis vita sua in terrestri condicione non est bonum absolutum credenti homini, cum is rogari possit ut eandem ad superius bonum assequendum deserat; sicut Iesus dicit, “qui voluerit animam suam salvam facere, perdet eam; qui autem perdiderit animam suam propter me et evangelium, salvam eam faciet” (Mc 8, 35). Variae sunt hac in re Novi Testamenti testificationes. Iesus haud dubitat se ipsum devovere atque ultro animam suam offert Patri (cfr. Io 10, 17) et amicis suis (cfr. Io 10, 15). Etiam mors Ioannis Baptistae, Domini praecursoris, terrestrem exsistentiam bonum absolutum non esse confirmat: gravior profecto est fidelitas erga Domini verbum etsi affert id vitae discrimen (cfr. Mc 6, 17-29). Stephanus quidem, dum temporali privatur vita quia resurrectionis Domini fidelis testis, Magistri sequitur vestigia atque remissionis verba pronuntiat coram lapidatoribus suis (cfr. Act 7, 59-60), iter interminato martyrum agmini aperiens ab Ecclesia inde ab initio excultorum.
Nullus homo tamen suo arbitratu decernere potest utrum vivere malit an mori: huius enim electionis unus absolutus arbiter est Creator, Ille scilicet in quo “vivimus et movemur et sumus” (Act 17, 28).
37. S. IGNATIUS ANTIOCHENUS, Ad Ephesios, 7, 2; Patres Apostolici, ed. F.X. FUNK, II, 82.
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“Omnes, qui tenent eam, ad vitam” (Bar 4, 1):
a Sinai Lege ad Spiritus donum
48. Secum fert vita in se penitus inscriptam veritatem quandam suam. Homini Dei donum accipienti adlaborandum est ut vitam in hac veritate servet, utpote quae ad ipsam eius essentiam pertineat. Cum se ipse ab ea separat, semet ipsum multat abiectione infelicitateque; quam ob rem aliorum exsistentiae fit ipse minatio, cum iam freni sint soluti observantiam vitae tutelamque quacumque sub condicione confirmantes.
Vitae veritas ex Dei mandato revelatur. Domini verba definite quidem significant quae ratio vitae sit sequenda ad ipsius observandam veritatem ac protegendam dignitatem. Non peculiare tantum mandatum illud “non occides” (Ex 20, 13; Dt 5, 17) vitae praesidium in tuto collocat: integra Domini Lex famulatur huic tutelae, quia ipsam aperit veritatem in qua vita plenam suam adipiscitur significationem.
Nihil ergo mirum, si Dei Foedus cum populo eius tam solide illigatur vitae aspectui etiam sub corporea ratione. In ipsa veluti vitae via monstratur mandatum: “Considera quod hodie proposui in conspectu tuo vitam et bonum, et e contrario mortem et malum. Si oboedieris mandatis Domini Dei tui, quae ego praecipio tibi hodie, ut diligas Dominum Deum tuum et ambules in viis eius et custodias mandata illius et praecepta atque iudicia, vives; ac multiplicabit te benedicetque tibi in terra, ad quam ingredieris possidendam” (Dt 30, 15-16). Quaestio pertinet non ad terram Canaan tantum adque populi Israel salutem, sed etiam ad orbem terrarum aetatis nostrae futurique saeculi et ad totius generis humani conservationem. Etenim omnino fieri non potest ut authentica plenaque perstet vita dum ipsa a bono seiungitur; bonum vero, ex parte sua, ex ipsa rei natura postulat Domini mandata, id est “legem vitae” (Eccli 17, 11). Bonum agendum non superponitur vitae tamquam pondus ei iniunctum, quia ipsa vitae ratio est prorsus bonum, atque vita tantum per bonum impletum aedificatur.
Legis summa hominis vitam plane servat. Hoc sane illustrat difficultatem exsequendi mandatum “non occides” quotiescumque cetera “verba viva” ( Act 7, 38)non implentur, quibus hoc mandatum coniungitur. Extra hunc conspectum mandatum fit simplex officium externum, cuius fines cito explorabuntur, tenuationes vel exceptiones quaerentur. Tantum iis qui sese aperiunt ad veritatis plenitudinem de Deo, de homine deque historia, effatum “non occides” resplendet tamquam bonum pro homine, cunctis eius modis rationibusque prae oculis habitis. Hoc sub prospectu percipere possumus perfectionem veritatis quae continetur in sententia libri Deuteronomii, quae ab Iesu repetitur in responsione sub primae temptationis finem: “Non in solo pane vivit homo, sed in omni verbo, quod egreditur de ore Domini” (8, 3; cfr. Mt 4, 4).
Domini verbum auscultans secundum dignitatem iustitiamque vivit homo; Dei Legem colens vitae felicitatisque fructus ferre potest: “Omnes, qui tenent eam, ad vitam; qui autem relinquunt eam, morientur” (Bar 4, 1).
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49. Israelitica historia patefacit quam sit difficile servare fidelitatem erga legem vitae, quam in hominum corde Deus inscripsit quamque Foederis populo tradidit in Sina. Ante inquisitionem descriptionum vitae alienarum proposito Dei, Prophetae nominatim conclamant firmiter Dominum unum esse verumque vitae fontem. Sic scribit Ieremias: “Duo enim mala fecit populus meus: me dereliquerunt fontem aquae vivae, ut foderent sibi cisternas, cisternas dissipatas, quae continere non valent aquas” (2, 13). Prophetae de crimine arguunt quotquot vitam contemnunt atque personarum iura frangunt: “Contriverunt super pulverem terrae capita pauperum” (Am 2, 7); “Repleverunt locum istum sanguine innocentium” (Ier 19, 4). Ex iis Ezechiel propheta saepius ignominiae nota designavit urbem Ierusalem eamque appellavit “civitatem sanguinum” (22, 2; 24, 6. 9), “civitatem effundentem sanguinem in medio sui” (22, 3).
Dum vero crimina in vitam delata incusant, Prophetae suscitare conantur in primis novi principii exspectationem, quae renovatum instituat cum Deo et fratribus vinculum, ineditas easdemque miras reserando facultates ad intellegendas atque exsequendas postulationes quae in Evangelio vitae continentur. Hoc fieri potest tantum per Dei donum, quod purificat et renovat: “Effundam super vos aquam mundam, et mundabimini ab omnibus inquinamentis vestris, et ab universis idolis vestris mundabo vos. Et dabo vobis cor novum et spiritum novum ponam in medio vestri” (Ez 36, 25-26; cfr. Ier 31, 31-34). Huius “cordis novi” virtute intellegere possumus et ad effectum deducere acriorem altioremque vitae significationem: eam scilicet esse donum quod impletur in donatione. Est mirus nuntius quem de vitae bono Servi Domini effigies nobis exhibet: “Si posuerit in piaculum animam suam, videbit semen longaevum... Propter laborem animae eius videbit lucem” (Is 53, 10. 11).
Ipsa in Iesu Nazareni actione impletur Lex atque per ipsius Spiritum donatur cor novum. Etenim Iesus non solvit Legem, sed eam implet (cfr. Mt 5, 17): Lex et Prophetae constringuntur aureo praecepto reciprocae caritatis (cfr. Mt 7, 12): in Eo Lex fit omnino “evangelium”, bonus nuntius dominationis Dei in mundum, qui cunctam reducit creaturam ad origines ipsius adque primas exspectationes. Nova est Lex, “lex spiritus vitae in Christo Iesu” (Rom 8, 2), cuius primaria declaratio, ad Domini imitationem qui vitam dat pro amicis suis (cfr. Io 15, 13), est donum sui ipsius pro fratribus in caritate: “Nos scimus quoniam transivimus de morte in vitam, quoniam diligimus fratres” (1Io 3, 14). Est libertatis lex, laetitiae et beatitudinis.
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“Videbunt in quem transfixerunt” (Io 19, 37):
super crucis arborem Evangelium vitae perficitur
50. Ad finem adducentes caput hoc, in quo Christianum circa vitam nuntium agitavimus, cum unoquoque sane vestrum morari volumus ut contemplemur Quem transfixerunt quique omnes ad se trahit (cfr. Io 19, 37; 12, 32). Crucis “spectaculum” intuentes (cfr. Lc 23, 48) detegere possumus hac in gloriosa arbore expletionem plenamque totius Evangelii vitae revelationem.
Primis feriae sextae in Parasceve horis postmeridianis, “tenebrae factae sunt in universa terra... et obscuratus est sol, et velum templi scissum est medium” (Lc 23, 44-45). Cuiusdam magnae cosmicae perturbationis est signum, terribilis luctationis inter boni et mali vitae mortisque virtutes. Nos quoque versamur nunc in medio difficili luctamine inter “culturam mortis” ac “vitae culturam”. Eiusmodi caligine tamen Crucis splendor non supprimitur, immo clarius splendidiusque se ostentat veluti totius historiae et cuiusque humanae vitae centrum, sensum, finem.
Iesus cruci affigitur atque a terra exaltatur. Summae “impotentiae” suae tempus agit, et ipsius vita tradita prorsus videtur inimicorum suorum ludificationibus atque in manus interfectorum: ei illuditur, ipse deridetur, laeditur (cfr. Mc 15, 24-36). Attamen, haec omnia conspicatus “quia sic clamans exspirasset”, ait Romanus centurio: “Vere homo hic Filius Dei erat” (Mc 15, 39). Declaratur sic extremae infirmitatis tempore Filii Dei proprietas: ipsius gloria proditur in Cruce!
Morte sua Iesus cuiuslibet alterius hominis illuminat vitae mortisque significationem. Antequam moriatur Iesus precatur Patrem, remissionem pro suis persecutoribus invocans (cfr. Lc 23, 34), atque malefico, qui petit ut memoriam illius agat in regno suo, respondet: “Amen dico tibi: Hodie mecum eris in paradiso” (Lc 23, 43). Post eius mortem “monumenta aperta sunt et multa corpora sanctorum, qui dormierant, surrexerunt” (Mt 27, 52). Salus quam Iesus operatus est vitae et resurrectionis est donatio. In vita sua salutem largitus est Iesus etiam benefaciendo et sanando omnes (cfr. Act 10, 38): miracula vero, sanationes ipsaeque a morte ad vitam revocationes alterius salutis erant signum, quae quidem e peccatorum remissione consistit, videlicet hominis liberatione ab infirmitate maxima, atque in eius promotione ad ipsam Dei vitam.
Renovatur in cruce ac plena sua decretoriaque impletur perfectione serpentis portentum a Moyse sublatae in deserto (cfr. Io 3, 14-15; Num 21, 8-9). Hodie etiam, intuens in Eum quem transfixerunt, quilibet homo, in cuius exsistentiam impendent minationes, in spem incidit certam inveniendi liberationem ac redemptionem.
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51. Alius tamen quidam emergit definitus eventus, qui obtutum Nostrum captat Nostramque ardentem excitat considerationem. “Cum ergo accepisset acetum, Iesus dixit: Consummatum est! Et inclinato capite tradidit spiritum” (Io 19, 30). Miles autem Romanus “lancea latus eius aperuit, et continuo exivit sanguis et aqua” (Io 19, 34).
Iam omnia ad perfectam pervenerant impletionem. “Tradere spiritum” designat Iesu mortem similem cuiuslibet alterius hominis, simulque indicare videtur etiam “Spiritus donum”, quo is nos a morte redimit nosque ad novam aperit vitam.
Ipsius Dei vitae particeps fit homo. Agitur de vita quae, per Ecclesiae sacramenta –quorum imagines sunt sanguis et aqua a Christi latere scaturientes– continenter Dei filiis tribuitur, qui hoc modo Novi Foederis populus constituuntur. “Populus vitae” oritur atque effunditur a Cruce, quae est vitae fons.
Crucis contemplatio ad primas sic nos adducit origines eorum quae evenerunt. Ingrediens in mundum dixit Iesus: “Ecce venio, ut faciam voluntatem tuam” (cfr. Hb 10, 9), Patri in omnibus factus est oboediens, atque “cum dilexisset suos qui erant in mundo, in finem dilexit eos” (Io 13, 1), pro illis totum se ipsum tradens.
Qui “non venit, ut ministraretur ei, sed ut ministraret et daret animam suam redemptionem pro multis” (Mc 10, 45), amoris fastigium in Cruce adsequitur. “Maiorem hac dilectionem nemo habet, ut animam suam quis ponat pro amicis suis” (Io 15, 13). Mortuus est pro nobis, cum adhuc peccatores essemus (cfr. Rom 5, 8).
Hac ratione renuntiat ille vitam suum consequi centrum, suam significationem suamque plenitudinem in sui ipsius donatione.
Iam vero meditatio fit laus et gratiarum actio, et eodem tempore nos concitat ut Iesum imitemur eiusque sequamur vestigia (cfr. 1Pe 2, 21).
Etiam nos invitamur ad vitam pro fratribus tradendam, complentes hoc modo in veritatis plenitudine nostrae exsistentiae sensum atque sortem.
Hoc facere possumus quia Tu, Domine, exemplum dedisti nobis pariterque nobis largitus es Spiritus tui robur. Hoc facere poterimus si cotidie, Tecum et sicut Tu, oboediemus Patri eiusque implebimus voluntatem.
Nobis ideo concede ut corde docili et magno animo audiamus omne verbum quod ex ore Dei procedit: hoc modo didicerimus non solum “non occidere” vitam hominis, sed eam insuper colere, amare, provehere.
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CAPUT III
NON HOMICIDIUM FACIES
DEI LEX SACRA
“Si autem vis ad vitam ingredi, serva mandata”
(Mt 19, 17): Evangelium et mandatum
52. “Et ecce unus accedens ait illi: “Magister, quid boni faciam, ut habeam vitam aeternam?”” (Mt 19, 16). Cui respondit Iesus: “Si vis ad vitam ingredi, serva mandata” (Mt 19, 17). De vita loquitur Magister aeterna, sive de ipsius vitae Dei communicatione. Quam quidem ad vitam acceditur Domini custodiendis praeceptis, inter quae et illud est: “Non homicidium facies”. Hoc primum Decalogi praeceptum adulescenti illi commemoravit Iesus, percontanti scilicet quae sibi necesse esset implere mandata: “Iesus autem dixit: ‘Non homicidium facies; non adulterabis, non facies furtum...’” (Mt 19, 18).
Numquam ab eius amore seiungitur mandatum Dei: ad hominis incrementum gaudiumque semper est donum. Efficit tale munus partem pernecessariam ac rationem indissolubilem Evangelii, immo vero sese id exhibet veluti “eu-angelion” seu bonam laetamque nuntiationem. Magnum pariter Dei est donum Evangelium vitae simulque obligans hominem officium. Admirationem in persona libera gignit et poscit ut auscultetur, adservetur atque acri officiorum cuiusque conscientia aestimetur: vitam ipsi tribuens, postulat Deus ab homine ut illam diligat vereatur provehat. Hac via transit donum in mandatum mandatumque ipsum est donum.
Viventis Dei imago destinatur homo a suo Conditore velut rex et dominus. Scribit sanctus Gregorius Nyssenus: “Praestantissimus ille rerum artifex naturam nostram condidit velut instrumentum quoddam regno administrando idoneum... Praeterea hominem naturae divinae, cuius omnia parent imperio, imaginem esse, nihil esse putandum est aliud, quam regium ei decus in ipsa creatione tributum esse... Rex appellatur; ita et hominis natura sic condita ut reliquorum creatorum domina esset propter eam, qua regem universitatis huius refert, similitudinem, imago quasi viva erecta est, cum qua et dignitas et nomen archetypi communicaretur” (38). Vocatus olim ut ferax esset ac multiplicaretur, ut terram subiceret rebusque infra hominem dominaretur (cfr. Gen 1, 28), homo rex quidem exstat et non tantum orbis dominus, verum in primisque sui ipsius (39), ac quodam modo vitae illius quae ei est donata quamque traducere potest genitali actu ex amore divinique consilii observatione impleto. Eius tamen haud est dominatio absoluta sed ministerialis, utpote quae unicum vere referat et infinitum Dei dominatum. Quocirca exsequatur eam oportet homo sapienter et amanter, dum sapientiam communicat amoremque Dei immensum. Id quod denique fit secundum oboeditionem sacrae ipsius Legi: quae libera quidem oboedientia est ac laeta (cfr. Ps 119 [118] ), nata et nutrita ex conscientia qua intellegitur Domini mandata donum esse gratiae homini semper et in eius dumtaxat commoditatem concredita, in dignitatis cuiusque tutelam necnon felicitatis prosecutionem.
Quem ad modum ceteris coram rebus, multo etiam magis homo coram vita ipsa non interminatus est dominus nec arbiter indisputabilis; at praebet sese “ministrum consilii a Creatore initi” (40), unde incomparabilis eius exsistit praestantia.
Perinde ac thesaurus homini commendatur vita non amittendus, velut talentum argenti fructuose collocandum. De ea namque Domino ratio est homini reddenda (cfr. Mt 25, 14-30; Lc 19, 12-27).
38. De hominis opificio, 4: PG 44, 136.
39. Cfr. S. IOANNES DAMASCENUS, De fide orthodoxa, 2, 12: PG 94, 920, locus laudatur in S. THOMAE AQUINATIS, Summa Theologiae, I-II, Prol.
40. PAULUS PP. VI, Litt. Encycl. Humanae vitae (25 Iulii 1968), 13: AAS 60 (1968), 489 [1968 07 25/13].
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“De manu viri fratris eius requiram animam hominis” (Gen 9, 5):
sacra est hominis vita atque inviolabilis
53. “Humana vita pro re sacra habenda est quippe quae inde a suo exordio Creatoris Dei actionem postulet ac semper peculiari necessitudine cum Creatore, unico fine suo, perstet conexa. Solus Deus vitae Dominus est ab exordio usque ad exitum: nemo, in nullis rerum adiunctis, sibi vindicare potest ius mortem humanae creaturae innocenti directe afferendi” (41). Praecipuam iis vocibus doctrinam revelationis divinae proponit Instructio Donum Vitae de sacra vitae humanae inviolabilique indole.
Praeceptum enim homini “non occides” tradunt Litterae Sacrae veluti mandatum divinum (Ex 20, 13; Dt 5, 17). Illud profecto –haud secus ac superius iam inculcavimus– inest in Decalogo ipso, in intima nempe Foederis parte quod cum electo suo populo pepigit Dominus; verum iam ante in pristino reperiebatur Dei Foedere cum hominibus inito post purificatoriam diluvii castigationem, quam latius diffusa scelera ac violentiae evocaverant (cfr. Gen 9, 5-6).
Vitae hominis Dominus sese principem esse Deus adseverat, quem suam ad imaginem similitudinemque finxit (cfr. Gen 1, 26-28). Sacram ideo atque inviolabilem indolem prae se vita fert humana, in qua tamquam vocis imago repetitur ipsa Conditoris inviolabilitas. Hanc ipsam ob causam severum se Deus iudicem praestabit omnis violationis mandati: “non occides”, quod in tota subest sociali hominum consortione. Is namque “goel” exsistit, id est innocentis defensor (Gen 4, 9-15; Is 41, 14; Ier 50, 34; Ps 19 [18], 15). Hoc igitur etiam modo non gaudere se testatur Deus de perditione vivorum (cfr. Sap 1, 13). Solus inde laetari potest Satanas: ipsius namque ex invidia orbem est mors ingressa (cfr. Sap 2, 24); qui “homicida fuit ab initio”, aequabiliter “mendax est et pater eius” (Io 8, 44): deceptum semel hominem ad peccatum deinceps perducit mortemque, quae ei quaedam metae ostentantur vitaeque fructus.
41. Cfr. CONGREGATIO PRO DOCTRINA FIDEI, Instructio de observantia erga vitam humanam nascentem deque procreationis dignitate tuenda Donum vitae (22 Februarii 1987), Introductio, 5: AAS 80 (1988), 76-77 [1987 02 22/6]; cfr. Cataholicae Ecclesiae Catechismus, n. 2258.
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54. Prae se fert explicite vim valde negantem mandatum “non homicidium facies”; limitem enim indicat extremum quem nefas transgredi est. Implicite tamen ad mentem omnino affirmantem perducit, quod spectat ad plenam vitae observationem, dum suadet ut eam quis promoveat et in via procedat amoris qui se donat, qui alios accipit iisque servit. Populus quoque Foederis, quamvis tarditate quadam et inconstantia, progredientem maturitatem expertus est hanc ad sententiam, cum ad magnam sese compararet Iesu Christi nuntiationem: proximi scilicet amorem mandatum simile esse amoris Dei: “In his duobus mandatis universa Lex pendet et Prophetae” (cfr. Mt 22, 36-40). “Non occides... et si quod est aliud mandatum –ait sanctus Paulus– in hoc verbo recapitulatur: “Diliges proximum tuum tamquam teipsum”” (Rom 13, 9; cfr. Gal 5, 14). Suscepta autem plenumque ad effectum deducta in Foedere Novo norma: “non occides” uti pernecessaria condicio remanet ut quis “ad vitam ingrediatur” (cfr. 19, 16-19). Secundum eandem hanc mentem, imperiosum quiddam sonat apostoli Ioannis vox: “Omnis, qui odit fratrem suum, homicida est, et scitis quoniam omnis homicida non habet vitam aeternam in semetipso manentem” (1Io 3, 15).
Suis primis ab exordiis viva Ecclesiae Traditio –perinde ac Didachè, vetustissimum christianum extra Biblia scriptum, testificatur– iterat graviter mandatum “non occides”: “Duae viae sunt, altera vitae et altera mortis, sed multum interest inter duas vias... Secundum autem mandatum doctrinae: Non occides... non interficies fetum in abortione neque interimes infantem natum... Mortis vero via haec est:... non miserentur inopis, non laborant de afflicto, non cognoscentes Creatorem suum, liberorum interemptores, in abortione corrumpentes creaturam Dei, aversantes egenum, opprimentes afflictum, divitum advocati, pauperum iniqui iudices, omnibus peccatis inquinati: liberemini, filii, ab his omnibus” (42).
Ecclesiae Traditio dein progrediens per aetates unanimi consensu absolutam vim perpetuamque docuit illius praecepti: “Non homicidium facies”. Constat porro primis saeculis gravissima inter flagitia esse recensitum homicidium una cum apostasia et adulterio, publicamque paenitentiam postulatam esse valde onerosam ac longam prius quam paenitenti homicidae venia concederentur et accessio denuo in ecclesialem communionem.
42. Didachè, I, 1; II, 1-2; V, 1 y 3: Patres Apostolici, ed. F.X. FUNK, I, 2-3, 6-9, 14-17; cfr. Epistula Pseudo-Barnabae, XIX, 5: l.m., 90-93.
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55. Gignere stuporem non debet haec res: occidere enim hominem, in quo nempe Dei adsit imago, insignis gravitatis est facinus. Vitae solus Deus est dominus! Semper nihilo minus, datis multiplicibus crebroque acerbis casibus quos singulorum hominum ipsiusque societatis vita adfert, christifideles rem ponderantes adsequi studuerunt pleniorem et altiorem intellectum eorum quae Dei mandatum prohibet praescribitque (43). Adiuncta enim sunt, in quibus bona per Dei Legem exposita inter se contendere videantur, vel etiam palam pugnare. Exsistit, verbi causa, defensio legitima, ubi propriae vitae tutandae ius officiumque non laedendae alterius difficulter revera simul componi posse videntur. Certissime intrinsecum vitae bonum atque officium erga se sicut et in alios gerendi amoris, verum ius sui ipsius defendendi constituunt. Idem dein imperiosum amoris mandatum erga alios, in Vetere Testamento pronuntiatum et a Iesu Christo corroboratum, pro concesso sumit quandam adversus se ipsum caritatem veluti comparationis terminum: “Diliges proximum tuum tamquam teipsum”(Mc 12, 31). Ius ideo sui tutandi repudiare nemo potest ex exiguo vitae suive ipsius amore, verum ob heroicum dumtaxat amorem, qui eundem sui amorem ampliat ac transformat secundum evangelicarum beatitudinum adfectionem (cfr. Mt 5, 38-48) in extremo sese offerendi proposito cuius summum est ipse Dominus Iesus exemplar.
Aliunde vero “legitima defensio potest esse non solum ius, sed grave officium ei, qui vitam aliorum, familiae et communitatis civilis bonum commune praestare debet” (44). Infeliciter autem evenit ut cum prohiberi necesse est adgredientem ne noceat nonnumquam sit ei inferenda mors. Eo in casu mortis exitus adsignandus est eidem ipsi reo, qui sua vi se obiecerit morti, etiamsi non sit moraliter culpabilis ob impeditum rationis usum (45).
43. Cfr. Catholicae Ecclesiae Catechismus, nn. 2263-2269; cfr. etiam Catechismus Concilii Tridentini III, 327-332.
44. Catholicae Ecclesiae Catechismus, n. 2265.
45. Cf. S. THOMAS AQUINAS, Summa Theologiae, II-II, q. 64, a. 7; S. ALPHONSUS MARIA DE’ LIGUORI, Theologia moralis, 1. III, tr. 4, c. 1, dub. 3.
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56. Hoc in rerum prospectu de poena capitali oritur quaestio, super qua simul in Ecclesia simul in civili societate invalescit eorum opinatio qui circumscribi valde eius usum velint quin etiam funditus tolli. Ponderanda quaestio est ad talis iustitiae poenalis regulam, quae dignitati hominis magis usque respondeat ideoque, tandem, Dei consilio de homine ac societate. Re quidem vera, quam societas infligit “poena eo imprimis spectat, ut inordinato culpa illato occurratur” (46). Ultricem publica auctoritas se gerere debet violatorum tum in singulis tum in societate iurium per iniunctam reo congruam culpae expiationem, ut repetere ei liceat suae libertatis usum. Id ita consequitur quoque auctoritas ut publicus ordo singulorumque muniatur tutela, dum incitamentum reis subditur adiumentumque ut corrigant sese ac redimant (47).
Patet tamen omnia ut haec impetrentur proposita, modum et genus poenae diligenter omnino aestimanda esse decernendaque neque ad exstinguendum extremo consilio reum descendere licere nisi absoluta instante necessitate, cum videlicet aliter prorsus non potest defendi societas. Atqui hodie, propter convenientiorem institutionis poenalis temperationem, admodum raro huius modi intercidunt casus, si qui omnino iam reapse accidunt.
Quidquid id est, valet etiamnum in novo Catholicae Ecclesiae Catechismo significatum principium, ex quo: “Si instrumenta incruenta sufficiunt ad vitas humanas defendendas ab aggressore et ad ordinem publicum tuendum simulque personarum securitatem, auctoritas his utatur instrumentis, utpote quae melius respondeant concretis boni communis condicionibus et sint dignitati personae humanae magis consentanea” (48).
46. Catholicae Ecclesiae Catechismus, 2266.
47. Cfr. Ibid.
48. N. 2267.
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57. Si vero tanta danda est opera vitae omni reverendae, etiam cuiusque sontis et iniuste adgredientis, virtutem prae se fert absolutam mandatum: “non occides”, quotiens ad innocentem hominem refertur. Quod magis etiam valet, si de imbecillo et indefenso homine est sermo, cui postrema reponitur defensio contra alienum arbitratum ac dominatum in sola vi infinita praecepti Dei.
Etenim humanae innocentis vitae plena inviolabilitas moralem continet veritatem luculenter in sacris Litteris traditam, repetitam constanter in Ecclesiae Traditione atque eius Magisterio unanimiter propositam. Quae nempe consensio manifestus est fructus illius “supernaturalis sensus fidei” qui, a Spiritu Sancto excitatus ac sustentatus, Dei Populum ab errore arcet, cum “universalem suum consensum de rebus fidei et morum exhibet” (49).
Coram igitur conspectu progredientis imminutionis intra conscientias hominum et societatem sensuum absolutae et gravis inhonestatis moralis, quam secum directa omnis innocentis humanae vitae exstinctio importat, praesertim sub eiusdem principium ac finem, Ecclesiae Magisterium suas geminavit pro sacra inviolabilique humanae vitae natura tuenda intercessiones. Cui pontificum Romanorum Magisterio, valde quidem instanti, semper adiunctum est etiam episcoporum magisterium per complura et copiosa documenta doctrinalia ac pastoralia quae tum Episcopales Conferentiae ediderunt tum singuli Episcopi. Neque vehemens defuit suaque brevitate efficax Concilii Vaticani II edictum (50).
Quapropter Nos auctoritate usi Petro eiusque Successoribus a Chri sto collata, coniuncti cum Ecclesiae catholicae Episcopis, confirmamus directam voluntariamque hominis innocentis interfectionem graviter inhonestam esse semper. Doctrina haec, cuius innituntur radices illa in non scripta lege quam, praeeunte rationis lumine, quivis homo suo reperit in animo(cfr. Rom 2, 14-15), inculcatur denuo Sacris in Litteris, Ecclesiae Traditione commendatur atque ordinario et universali Magisterio explanatur (51). Deliberatum consilium spoliandi innocuum hominem sua vita semper morali iudicio malum est, nec potest licitum haberi umquam nec uti finis neque ut via ad bonum propositum. Gravis namque inoboedientia est morali legi, immo ipsi Deo eius auctori ac vindici; primariae praeterea virtuti iustitiae contradicit et caritatis. “Declarandum est neminem nihilque ullo modo sincere posse ut vivens humanum innocens occidatur, sive sit fetus vel embryon, sive infans vel adultus, sive senex, sive morbo insanabili affectus, sive in mortis agone constitutus. Praeterea nemini licet mortiferam hanc actionem petere sibi aut alii, qui sit ipsius responsalitati commissus, immo in eadem ne consentire quidem potest explicite vel implicite. Nec auctoritas ulla potest eam legitime iniungere vel permittere” (52).
Hoc in vitae iure omnis innocens homo ceteris cunctis est omnino par. Illa aequalitas fundamentum est cuiuslibet verae necessitudinis socialis, quae, ut talis reapse sit, haud potest quin veritati ipsi innitatur aequitatique, dum agnoscit unumquemque virum et feminam unamquamque tamquam personam non ut rem de qua quidlibet decerni liceat. Moralem sic ante regulam quae directam vetat hominis innocentis occisionem, “non dantur privilegia neque exceptiones: mundi esse dominum vel miserrimum omnium in terra nihil refert: prae moralibus postulatis omnes sumus omnino aequales” (53).
49. CONC. OECUM. VAT. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 12.
50. Cfr. Const. dogm. de Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 27. [1965 12 07c/27]
51. CONC. OECUM. VAT. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 25.
52. CONGREGATIO PRO DOCTRINA FIDEI, Decl. de euthanasia Iusa et bona (5 maii 1980), II: AAS 72 (1980), 546.
53. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encycl. Veritatis splendor (6 augusi 1993), 96: AAS 85 ( 1993 ), 1209.
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“Imperfectum adhuc me viderunt oculi tui”(Ps 139[138], 16):
abominandum flagitium abortus
58. Omnia inter ea scelera quae patrare homo contra vitam potest, notas quasdam prae se fert procuratus abortus quibus improbus insignite ac detestabilis evadit. Illum describit Concilium Vaticanum II, perinde atque infanticidium, “crimen nefandum” (54).
Hodie tamen multorum hominum in conscientia ipsa eius gravitatis perceptio paulatim est obtecta. Quod in animis, in moribus, in legibus ipsis accipitur abortus, luculentum est documentum periculosissimi cuiusdam discriminis moralium sensuum, unde difficilius usque fit inter bonum discernere ac malum, etiam cum fundamentale agitur ad vitam ius. Hoc dato adeo gravi rerum statu, opus est nunc magis quam alias umquam animosa voluntate spectandi ipsam veritatem atque res proprio nomine vocitandi, ut compromissis alicuius commoditatis non cedatur neque invitamento ad sese decipiendum. De eadem re imperiosum etiamnum resonat Prophetae probrum: “Vae, qui dicunt malum bonum et bonum malum, ponentes tenebras in lucem et lucem in tenebras”(Is 5, 20). Omnino in abortu ambiguae voces late iam disseminatae percipiuntur, sicut est illa “graviditatis interruptae”, cuius abscondere est veram illius naturam atque apud vulgus imminuere pondus. Hic fortasse linguae usus idem simul signum est conscientiarum perturbatarum. Attamen rerum veritatem nullum evertere valet vocabulum: abortus procuratus quacumque peragitur via, deliberata est ac directa hominis occisio primordiali eius vitae tempore quod inter conceptionem decurrit et parturitionem.
Procurati ideo abortus gravitas moralis tunc quidem omni sua elucet in veritate, cum intellegitur hic agi de homicidio ac nominatim cum propria perspiciuntur adiuncta quibus illud circumdatur. Destruitur enim homo vitam modo ingrediens, quo videlicet haud potest quidquam prorsus concipi magis innocens: numquam iudicari potest adgressor tantoque minus adgressor iniustus! Imbecillis est atque inermis, adeo quidem ut minima etiam illa privetur sese defendendi ratione, quam habet implorans gemitus ac fletus nati modo infantis. Committitur usque quaque tutelae curaeque ipsius a qua in utero gestatur. At interdum nihilominus ea ipsa, mater nempe, statuit et petit eius exstinctionem, immo exsequitur eam quoque.
Constat nonnumquam consilium agendi abortus adferre matri ipsi dolorem acerrimum animique tumultum, quandoquidem voluntas abigendi conceptionis fructum non ex causis oritur solum egoismi cuiusdam aut commodi, sed inde potius quod alia magni momenti bona servare cupit, qualia sunt ipsa eius valetudo vel digna vitae condicio reliquis familiae sodalibus. Metuuntur subinde in nascituro aliquae adfectiones vitae, quae idcirco suadeant praestare eum omnino non nasci. Verumtamen non possunt hae similesque rationes, quantumvis ponderosae sint et acerbae, voluntariam hominis insontis necationem umquam purgare.
54. Const. past. de Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 51: « Abortus necnon infanticidium nefanda sunt crimina ». [1965 12 07c/51]
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59. Praeter matrem alii item crebrius de morte infantis nondum enati decernunt. Culpari in primis potest pater infantis, non tum solum cum ad abortum aperte mulierem compellit, verum cum oblique etiam tali favet eius consilio, deserendo illam ante graviditatis difficultates (55): sic mortali vulnere percutitur familia suaque in natura uti communitatis ex amore violatur atque sua in vocatione ut “vitae sacrarium” sit. Nec impulsiones eas taceri decet quae ampliore e familiari cognatione importentur necnon ab amicis. Subicitur haud raro femina adeo vehementibus sollicitationibus ut animo sese cogi iam sentiat ad abortum accipiendum: talibus quidem in casibus nihil dubitatur quin illos praesertim premat morale officium a quibus recta obliquave via in abortum est propulsa. Responsales etiam medici ipsi esse possunt atque valetudinis curatores, cum in mortis ministerium suam peritiam destinant idcirco comparatam ut vitam provehat.
Officio quodam similiter legum latores implicantur a quibus rogatae lataeque sunt leges pro abortu, tum, quatenus res ab iis pendet, administratores institutionum sanitatis adhibitarum ad exsequendos abortus. Non minor universim obligatio simul eos tangit qui adiuvant ut mentis habitus pro licentia sexuali ac maternitatis contemptus dispergantur, atque simul qui praestare debuerunt –et id facere omiserunt– rationes validas familiares socialesque ad familias sustentandas, potissimum frequentiores aut peculiaribus adflictas nummorum educationisque difficultatibus. Neque conivendum est illa in conspirationis iunctura eo usque pertingente ut instituta complectatur internationalia et opera fundata et sodalicia, quae certa via et ratione nituntur ut per orbem abortus sanciatur ac differatur. Hoc porro pacto excedit fines officii hominum singulorum abortus et detrimenta singulis illata, induitque sibi speciem insigniter socialem: gravissimum enim vulnus est societati ipsi inflictum eiusque humano cultui ab iis nempe qui illius esse potius debent aedificatores ac protectores. Perinde ac scripsimus in Litteris familiis datis, “occurrimus hic ingenti minationi adversus vitam: non a singulis modo hominibus verum universa a civilitate” (56). Obversatur ante oculos nempe quam definire licet “peccati structuram” contra nondum enatam hominis vitam.
55. Cfr. IOANNES PAULUS PP. II, Epist. Ap. Mulieris dignitatem (15 augusti 1988), 14: AAS 80 (1988), 1686. [1988 08 15/14]
56. N. 21: AAS 86 (1994), 920. [1994 02 02/21]
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60. Abortum tamen sunt qui defendant fructum adfirmantes conceptionis, saltem ad certum usque quendam dierum numerum, nondum iudicari posse personalem vitam humanam. At revera “simul atque ovum fecundatum est, iam inchoata est vita, quae neque patris neque matris est, verum novi viventis humani, qui propter se ipsum crescit. Is numquam humanus fiet, nisi iam tunc talis fuit. Scientia genetica recentioris temporis praeclare confirmat has res, quae manifesto semper patuerunt... Ipsa videlicet demonstravit iam a primo momento adesse fixam structuram seu programma geneticum huius viventis: hominem nempe, et quidem hunc hominem individuum, omnibus suis motis propriis praefinitisque iam ornatum. Ab ipsa fecundatione iniit mirificus cursus cuiusdam vitae humanae, cuius singulae potentes facultates tempus poscunt, ut recte ordinentur atque ad agendum praeparentur” (57). Quamquam spiritalis anima praesens comprobari nullius potest experimenti indicio, eadem tamen scientiarum consectaria de humano embryone “pretiosa suppeditant elementa, ex quibus rationis ope dignosci potest personam iam adesse praesentem inde ab hac prima vitae humanae significatione: cur igitur vivens creatura humana non esset etiam persona humana?” (58).
Tantum est praeterea rei momentum ut, habita officiorum moralium ratione, sola probabilitas ipsa de praesentia alicuius personae prohibeat planissime quoslibet actus ad germen humanum exstinguendum intentos. Quam omnino ob rem, ultra doctorum disceptationes ipsasque philosophorum adfirmationes quarum numquam explicate se particeps praebuit Magisterium, docuit semper Ecclesia etiamque nunc docet fructui humanae generationis, iam inde a primo illius exsistentiae momento, omnem sine ulla condicione reverentiam esse tribuendam quae moraliter enti humano debeatur tota in eius summa unitateque corporali ac spiritali: “Creatura humana ut persona observanda atque tractanda est inde ab eius conceptione, ac propterea inde ab illo temporis momento ipsius agnoscenda sunt iura personae, quorum primum recensetur ius inviolabile ad vitam, quo unaquaeque creatura humana innocens gaudet” (59).
57. CONGREGATIO PRO DOCTRINA FIDEI, Declaratio de abortu procurato (18 novembris 1974), 12-13: AAS 66 (1974), 738. [1974 11 18/12-13]
58. CONGREGATIO PRO DOCTRINA FIDEI, Instr. de observantia erga vitam humanam nascentem neque procreationis dignitate tuenda Donum vitae, (22 febrero 1987), I. 1 AAS 80 (1988) 78-79. [1987 02 22/7]
59. Ibid., l.m., 79. [1987 02 22/7]
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61. Litterarum Sacrarum loci, ubi de voluntario abortu numquam est sermo et propterea directis propriisque vocabulis abortus haud reicitur, talem tamen tantamque hominis ipsius exprimunt materno in sinu venerationem, ut tamquam necessariam conclusionem postulent ut erga illum etiam prorogetur Dei mandatum: “Non homicidium facies”.
Quovis enim suae exsistentiae tempore sacra est hominis vita atque inviolabilis, iis quoque in primordiis quae ortum ipsius antecedunt. Pertinet iam matris e visceribus homo ad Deum, qui introspicit eum et cognoscit, qui illum conformat suisque plasmat manibus, qui intuetur eum dum exile adhuc germen et informe est, quique in ipso posteri temporis adultum dispicit, cuius numerati iam sunt dies et cuius est iam studium inscriptum in “libro vitae”(cfr. Ps 139 [138], 1. 13-16.) Ibidem quoque, cum materno versatur in gremio, est homo obiectum maxime quidem personale amantissimae ac paternae Dei providentiae, haud secus ac complures Bibliorum testificantur loci (60).
Prout effert probe Declaratio de hoc argumento a Congregatione pro Doctrina Fidei edita (61), consona est atque illustris a principio ad nostros usque dies christiana Traditio, quae tenet ipsum abortum veluti morale quiddam unice inordinatum. Ex quo enim intra Graecum Romanumque orbem coeperat christiana communitas versari, ubi abortus infanticidiique iam late invaluerat consuetudo, radicitus tum suis doctrinis tum moribus adversabatur istius societatis institutis, uti superius iam eluxit in commemorata Doctrina Duodecim Apostolorum62. Graecos autem inter ecclesiasticos scriptores Athenagoras admonet christianos aestimare homicidas feminas quae medicamentis ad abortum utantur, quoniam “fetum etiam in utero animal esse ac ideo Deo curae esse” (63). Apud Latinos affirmat Tertullianus: “Homicidii festinatio est prohibere nasci, nec refert, natam quis eripiat animam an nascentem disturbet. Homo est et qui est futurus” (64).
Per suum duorum annorum milium spatium eadem haec inculcata est doctrina assidue ab Ecclesiae Patribus eiusque Pastoribus et Doctoribus. Neque philosophorum doctorumque hominum disputationes de ipso animae spiritalis infusae momento vel minimam attulerunt umquam dubitationem de morali abortus repudiatione.
60. Sic Ieremias propheta: «Et factum est verbum Domini ad me dicens: “Priusquam te formarem in utero, novi te et, antequam expires de vulva, sanctificavi te et prophetibus dedi te”» (1, 4-5). Psalmista, ex parte sua sic ad Dominum se vertit: «Super te innixus sum ex utero, de ventre matris meae tu es susceptor meus» (Ps 71 [70], 6; cfr. Is 46, 3; Iob 10, 8-12; Ps 22 [21], 10-11). Etiam evangelista Lucas –in mira illa narratione occursationis duarum matrum, Elizabeth et Mariae, duorumque filiorum, Ioannis Baptistae atque Iesu, adhuc in materno gremio adbitorum (cfr. 1, 39-45)– in luce ponit Pueri adventum animadvertere puerum atque laetari..
61. Cfr. Declaratio de abortu procurato (18 novembris 1974): AAS 66 (1974), 740-747. [1974 11 18/4]
62. «Non interficies foetum in abortione neque interimes infantem natum»: V, 2, Patres Apostolici, ed. F.X. FUNK, I, 17.
63. Libellus pro christianis, 35: PG 6, 969.
64. Apologeticum, IX, 8: CSEL 69, 24.
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62. Permagna vi recentius Pontificum Magisterium communem hanc iteravit doctrinam. Litteris nominatim in encyclicis, quibus titulus “Casti Connubii”, reiecit Pius XI speciosas abortus defensiones; exclusit dein Pius XII omnem abortum directum (65), actum videlicet quemlibet recta tendentem ad nondum editam humanam vitam delendam, “sive accipitur ea destructio tamquam finis sive modo instrumentum ad finem” (66); Ioannes XXIII denuo adseverat esse humanam vitam sacram “quippe quae inde a suo exordio, Creatoris actionem Dei postulet” (67). Vehementissime, sicut iam est dictum, damnavit Concilium Vaticanum II abortum: “Vita igitur inde a conceptione maxima cura tuenda est; abortus necnon infanticidium nefanda sunt crimina” (68).
Inde a primis iam saeculis canonica Ecclesiae disciplina plectit poenis illos qui sese abortus culpa polluerunt eaque ratio agendi plus minus gravibus poenis per historiae aetates est confirmata. Codex Iuris Canonici anno MCMXVII promulgatus excommunicationis poenam in abortum sanciebat (69). Similiter normam persequitur eandem renovatus Iuris Canonici Codex cum statuit: “Qui abortum procurat, effectu secuto, in excommunicationem latae sententiae incurrit” (70), ultro videlicet continuoque. Ferit excommunicatio eos omnes qui cognita poena scelus hoc admittunt, illos simul inclusos participes sine quorum opera patrari non potuit crimen (71): tali iterata poena notat Ecclesia ut gravissimum et periculosissimum crimen hoc, itaque eius auctorem impellit ut conversionis iter cito reperiat. Etenim illuc in Ecclesia excommunicationis spectat poena, ut gravitatis quorundam peccatorum conscii maxime reddantur homines ideoque congrua adiuvetur paenitentia et conversio.
Coram simili consensione in tralaticia doctrina disciplinaque Ecclesiae, valuit pontifex Paulus VI adseverare idem magisterium nec esse mutatum nec posse mutari (72). Auctoritate proinde utentes Nos a Christo Beato Petro eiusque Successoribus collata, consentientes cum Episcopis qui abortum crebrius respuerunt quique in superius memorata interrogatione licet per orbem disseminati una mente tamen de hac ipsa concinuerunt doctrina –declaramus abortum recta via procuratum, sive uti finem intentum seu ut instrumentum, semper gravem prae se ferre ordinis moralis turbationem, quippe qui deliberata exsistat innocentis hominis occisio. Haec doctrina naturali innititur lege Deique scripto Verbo, transmittitur Ecclesiae Traditione atque ab ordinario et universali Magisterio exponitur (73).
Nequit exinde ulla condicio, ulla finis, ulla lex in terris umquam licitum reddere actum suapte natura illicitum, cum Dei Legi adversetur in cuiusque hominis insculptae animo, ab Ecclesia praedicatae, quae potest etiam ratione agnosci.
65. Cf. Litt. Encycl. Casti connubii (31 decembris 1930), II: AAS 22 (1930),562-592. [1930 12 31/63]
66. Allocutio ad Coetum medico-biologicum «S. Lucas» (12 novembris 1944): Discorsi e radiomessaggi, VI, (1944-1945), 191 [1944 11 12/25]; cfr. Allocutio ad Coetum Catholicum Italicum Obstetricum (29 octobris 1951), 2: AAS 43 (1951), 838. [1951 10 29/12]
67. Litt.Encycl. Mater et Magistra (15 maii 1961), 3: AAS 53 ( 1961 ), 447. [1961 05 15/190]
68. Const. past. de Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 51. [1965 12 07c/51]
69. Cfr. Can. 2350, § 1.
70. Codex Iuris Canonici, can. 1398; cfr. etiam Codex Canonum Ecclesiarum orientalium, can. 1450 § 2.
71. Cfr. Ibid., can. 1329; Codex Canonum Ecclesiarum orientalium, can. 1417.
72. Cfr. Allocutio ad Italicos Iuris peritos Catholicos (9 decembris 1972): AAS 64 (1972 ), 777 [1972 12 09/4]; Litt. encycl. Humanae vitae (25 iulii 1968), 14: AAS 60 (1968), 490. [1968 07 25/14]
73. Cfr. CONC. OECUM. VAT. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 25. [1987 02 22/9]
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63. Adhibeatur oportet moralis haec abortus aestimatio aequabiliter ad recentes formas incursionum in embryones humanos quae, quantumvis proposita in se honesta persequantur, necessario tamen eorum secum important necem. De experimentis agitur super embryones peractis, quae latius usque in biomedicae inquisitionis provincia percrebrescunt et quae aliquibus in Civitatibus lege permittuntur. Si vero “interventus in humano embryone liciti habendi sunt hac condicione, ut embryones vitam integritatemque observent, ne secumferant pericula haud proportionata sed spectent ad morbi curationem, ad salutis statum in melius mutandum et ad ipsius singularis fetus superstitem vitam in tuto ponendam” (74), contra est item adserendum embryonum fetuumve humanorum usurpationem tamquam obiectorum totidem periclitationis constituere sceleratam violationem eorum dignitatem ut hominum, quibus videlicet ius sit ad eandem reverentiam quae omni debeatur infanti iam nato omnique personae (75).
Respicit eadem moralis condemnatio etiam processum illum qui embryonibus et humanis fetibus –interdum consulto hunc ad finem per fecundationem in vitro “effectis”– abutitur veluti “biologica materia”, quae praesto sit, vel ut praebitoribus organorum aut textilium transportandorum in quorundam morborum curationem. Re quidem vera innocentes necare creaturas humanas, etiamsi aliarum in commodum, quiddam est funditus intolerandum.
Peculiarem porro considerationem addici oportet morali aestimationi rationum atque investigationum praenatalium quae nempe iam ante tempus sinunt ut forte quae ipsius nascituri sint vitia deprehendantur. Etenim ob ipsam complicatam harum inquisitionum naturam, subtilior illa aestimatio minutiorque est reddenda. Quotiescumque infanti ipsi ac matri absunt nimirum magna pericula ac diriguntur eo investigationes ut praevia curatio parari vel ut nasciturus etiam tranquillo conscioque animo suscipi possit, tractationes illae morali ratione sunt honestae. Quandoquidem vero rariores hodie sanationes ante ortum effici valent, crebro quidem accidit ut medicae hae actiones alicui sententiae seu menti eugeneticae subiciantur, quae abortum selectionis accipit ne fetus enascantur variis deformitatum generibus adfecti. Turpis autem est talis mens maximeque improbanda, quoniam vitae cuiusdam utilitatem metiri dumtaxat ex “normalitatis” regulis audet atque corporis valetudine, dum viam simul in lege reserat ad infanticidii et euthanasiae approbationem.
Fortitudo ex contrario illa ac serenitas, quibus fratres tot nostri sororesque, gravibus laborantes impeditionibus, a nobis scilicet recepti ac dilecti, suam producunt vitam, testimonium revera singulariter reddunt efficax verorum bonorum quibus vita cuiusque definitur atque etiam difficilioribus in adiunctis cara sibi et aliis efficitur. Iis adstat Ecclesia coniugibus qui magno cum angore doloreque recipere suos consentiunt liberos impedimentis valde adflictos; aequabiliter gratissima ipsa est erga eas domos quae, per adoptionem, desertos propriis a parentibus ob impeditiones aegrotationesve accipiunt.
74. CONGREGATIO PRO DOCTRINA FIDEI, Instructio de observantia erga vitam humanam nascentem deque procreationis dignitate tuenda Donum vitae (22 februarii 1987), I, 3: AAS 80 (1988), 80.
75. Charta iurium familiae (22 octubris 1983 ), art. 4b, Tipografía Políglota Vaticana, 1983.
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“Ego occidam et ego vivere faciam” (Dt 32, 39):
euthanasiae tragoedia
64. Altero in vitae extremo ante hominis oculos mortis obversatur arcanum. Propter magnos in re medicina factos progressus atque intra culturalia rerum adiuncta, unde transcendentia excluditur, novis quibusdam nunc notis distinguitur ipse moriendi actus. Etenim, quamdiu aestimare homines fere eatenus malunt vitam quatenus voluptatem ea gignit prosperitatemque, exstat dolor veluti haud toleranda clades, ex qua omnibus modis quis est liberandus. Mors vero, quae “absurda” iudicatur si inopinato interrumpit vitam adhuc patentem ad futura tempora experientiis pulchris repleta, “vindicata liberatio” contra evadit, cum omni significatione carere iam existimatur vita doloribus obruta ac necessario quodam fato ad maiorem etiam venturum cruciatum destinata.
Principalem porro suam cum Deo necessitudinem repudians aut oblivione oblitterans, homo semet regulam esse censet normamque sibi, dum ius simul sibi esse arbitratur ut a societate postulet certam confirmatamque facultatem ac rationem de propria vita decernendi secundum plenam ac planam sui iuris condicionem. Ita nominatim se gerit homo qui Civitates magis progressas incolit: impulsus illuc praeterea sibi videtur continuatis medicinae artis augmentis et rationibus ipsis usque perfectioribus. Per technicos modos apparatusque summe consummatos iam tales hodie se praebent scientia et medicina, ut non tantum insolubiles antehac dissolvere possint difficultates doloremque ipsum aut mitigare aut funditus exterminare, verum vitam etiam sustinere vel in debilitate extrema pertrahere, homines ipsos artificio quodam resuscitare quorum biologici processus primarii improvisos pertulerunt lapsus, intercedere ut transplantanda aliquando praesto sint organa.
Hisce in rerum adiunctis magis ac magis alliciuntur homines ad euthanasiam, ut morte videlicet dominentur in antecessum inducenda morte sicque suae vel alienae vitae “dulciter” imponendo finem. Re autem vera, quod rationi consentaneum atque humanum videri potest, si altius introspicitur absurdum deprehenditur et inhumanum. Aliquo consistimus coram signo maxime quidem conturbante illius “culturae mortis”, quae in locis prosperitatis potissimum percrebrescit et quam mens quaedam designat ad rerum efficientiam propensa, ubi nimium onerosus et vix tolerabilis habetur numerus crescens hominum seniorum et infirmorum. ersaepe quidem a suis segregantur familiis et societate ipsa; quae nempe instituta administrantur fere unice ad leges efficientis rerum effectionis, secundum quas vita sine remedio inhabilis iam nihil prae se fert boni.
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65. Clare ideo in primis ut rectum de euthanasia feratur morale iudicium, est definienda illa. Sub nomine euthanasiae vero proprioque sensu accipitur actio vel omissio quae suapte natura et consilio mentis mortem affert ut hoc modo omnis dolor removeatur. “Euthanasia igitur in voluntatis proposito et procedendi rationibus, quae adhibentur, continetur” (76).
Ab ea separetur oportet consilium illud, quo quis tractationem reiciat sic dictam “vehementiam therapeuticam”, aliquos nempe medicos interventus non amplius aegrotantis statui congruentes, quia impares iam sunt iis effectibus quos sperari liceret vel etiam quia nimis omnino ipsi aegroto eiusque familiae molesti. His enim in casibus, cum nuntiata iam instat mors nec vitari potest, licet ex conscientia “consilium inire curationibus renuntiandi, quae nonnisi precariam et doloris plenam vitae dilationem afferre valent, haud intermissis tamen ordinariis curis, quae in similibus casibus aegroto debentur” (77). Officium certissime adest morale ut quis se curet curetque se curandum; quod tamen officium metiendum est secundum concreta rerum adiuncta: in re namque nata necesse est diiudicare conveniantne therapeutica instrumenta ad manus aliquando melioris condicionis ipsis exspectationibus. Haud vero tantum valet consiliorum extraordinariorum vel nimiorum reiectio quam voluntaria mors vel euthanasia; consensum potius illa declarat cum humano statu ante mortem (78).
Recentissima in medicina arte magis magisque emergunt sic dictae “curae palliativae”, eo scilicet pertinentes ut extremo morbi tempore tolerabilior fiat dolor utque patienti ipsi consentaneus simul praestetur comitatus humanus. Hic inter alias quaestiones illud existit etiam utrum honestus sit ipse usus generum diversorum medicaminis analgesici et sedativi, quo aegrotans doloribus subtrahatur, quotiens nempe periculum eodem tempore imminet ne vita ei abscidatur. Laudandus enim si ille potest videri qui ultro suaque sponte pati consentit, repudiatis id est rationibus antidolorificis, ut lucidam sibi plene servet mentem communicetque, si quidem christifidelis est, conscio modo Domini passionem, tamen iste sese gerendi “heroicus” modus omnibus imperatus minime existimari debet. Sua iam aetate confirmaverat Pius XII dolorem opprimi medicamentis licere, etiamsi conscius exinde impediretur animus vitaque brevior ipsa evaderet, “si” –ut ait– “alia non in procinctu sunt instrumenta atque certis in adiunctis istud non prohibet quin religiosa alia compleantur et moralia officia” (79). Etenim tunc neque cupitur mors nec quaeritur, quamquam iustis de causis eius subest periculum: voluntas ea dumtaxat est ut efficaciter deleniatur dolor, adhibitis analgesicis viis quae auxilio datae sunt medicae arti. Verumtamen “sui conscientia non destitui moribundus absque gravi causa debet” (80): appropinquantes iam morti posse adhuc homines oportet suis moralibus satisfacere familiaribusque obligationibus atque potissimum plena cum conscientia ad decretoriam sese comparare cum Deo congressionem.
His rite interpositis distinctionibus, Magisterium Nos Decessorum Nostrorum (81) iterantes atque in communione cum catholicae Ecclesiae Episcopis confirmamus euthanasiam gravem divinae Legis esse violationem, quatenus est conscia necatio personae humanae, quae moraliter probari non potest. Haec doctrina lege naturali atque Verbo Dei scripto adnixa, Ecclesiae Traditione traducitur atque Magisterio ordinario et universali explicatur (82).
Talis actus, secundum rerum adiuncta, propriam voluntariae mortis ac homicidii inhonestatem secum adfert.
76. CONGREGATIO PRO DOCTRINA FIDEI, Decl. de euthanasia Iura et bona (5 maii 1980), II: AAS 72 (1980), 546.
77. Ibid., IV, l.m., 551.
78. Cfr. Ibid.
79. PIUS PP. XII, Allocutio ad medicorum coetum omnibus e gentibus (24 februarii 1957), III: AAS 49 (1957), 147; cfr. CONGREGATIO PRO DOCTRINA FIDEI, Decl. de euthanasia Iura et bona III: AAS 72 (1980), 547-548.
80. PIUS PP. XII, Allocutio ad medicorum coetum omnibus e gentibus, l.m., 145.
81. Cfr. PIUS PP. XII, Allocutio ad medicorum coetum omnibus e gentibus (24 februarii 1957): AAS 49 (1957), 129-147; Congregatio S. Officii, Decretum de directa insontium occisione (2 decembris 1940): AAS 32 (1940), 553-554; PAULUS PP. VI, Nuntius ad Francogallicam televisionem: «Quaelibet vita est sacra» (27 ianuarii 1971): Insegnamenti IX (1971), 57-58; Allocutio ad coetum «International College of Surgeons» (1 iunii 1972): AAS 64 (1972), 432-436; CONC. OECUM. VAT. II, Const. past. de Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 27.
82. Cfr. CONC. OECUM. VAT. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 25.
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66. Suicidium numquam moraliter est admittendum aeque ac homicidium. Ecclesia id graviter malum cum habeat usque respuit (83). Tametsi certae animi, cultus et societatis condiciones efficere possunt ut eiusmodi facinus patretur quod radicitus absonum sit a nativa cuiusque in vitam inclinatione, minuendo vel etiam tollendo subiectivam responsalitatem, suicidium obiective consideratum graviter immoralis est actus, quandoquidem requirit ut amor sui denegetur et caritatis officia reiciantur proximum respicientia, propriam communitatem et universam societatem (84). Intimo eius sensu spectato, illud Dei dominatum in vitam et mortem abnuit, qui in precibus sapientis veteris Israelis proclamatur: “Tu enim vitae et mortis habes potestatem, et deducis ad portas mortis et reducis” (Sap 16, 13; cfr. Tob 13, 2).
Cum quis eodem animo est quo sui interemptor atque in complendo proposito ei adest per “suicidium adiutum”, quod dicitur, fit huius rei socius et nonnumquam actor ipse cuiusdam iniuriae, quae numquam comprobari potest, ne postulata quidem forte. S. Augustinus nostrae fere aetatis prope singularem exprimit mentem: “Non licere alterum occidere, etiam volentem et petentem, et vivere iam non valentem..., et animam corporis nexibus obluctantem solvique cupientem” (85). Quamvis non causetur euthanasia ex eo quod, sui commodi causa, quis curare recusat patientem, eadem falsa pietas est habenda, immo eius gravis “deformitas”: nam vera “miseratio” efficit ut cum alterius dolore homo societur, non autem eum perimit cuius aegritudo tolerari non potest. Atque multo flagitiosius videtur euthanasiae facinus, si ab iis patratur, qui –ut familiares– consanguineum leniter amanterque iuvare debent vel –ut medici– suam ipsorum propter artem, aegrotum curare debent, etiamsi in condicionibus ille insanabilibus versatur.
Euthanasiae electio gravior fit cum in homicidium vertitur, quod alii in quadam persona patrant quae nullo prorsus modo eam quaesivit eamque comprobavit. Summum deinceps arbitrium attingitur et iniuria, cum quidam medici vel legum latores de vita morteque decernendi sibi vindicant potestatem. Sollicitatio illa sic, quae fuit in Eden, renascitur: “Eritis sicut Deus scientes bonum et malum” (cfr. Gn 3, 5). Sed penes Deum tantum est potestas vitam et mortem constituendi: “Ego occidam et ego vivere faciam” (Dt 32, 39; cfr. 2 Reg 5, 7; I Sam 2, 6). Ipse dumtaxat secundum sapientiae dilectionisque consilium suam potestatem usque gerit.
Cum homo, stulta quadam obsessus mente suique commodi studiosus, hanc potestatem perperam occupat, eandem necessario ad iniuriam et mortem agendas usurpat. Vita sic debilioris in dicione est praepotentis; in hominum societate iustitiae sensus amittitur, atque mutua fiducia radicitus in discrimen adducitur, quae est fundamentum in quo inter personas sincera nititur necessitudo.
83. Cfr. S. AUGUSTINUS, De Civitate Dei I, 20: CCL 47, 22; S. THOMAS AQUINAS, Summa Theologiae, II-II, q. 6, a. 5.
84. Cfr. CONGREGATIO PRO DOCTRINA FIDEI, Decl. de euthanasia Iura et bona (5 maii 1980), I: AAS 72 (1980), 545; Catholicae Ecclesiae Catechismus, nn. 2281-2283.
85. Epistula 204, 5: CSEL 57, 320.
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67. Omnino autem alia est amoris sinceraeque pietatis via, quam nostra humanitas communis infert quamque in Christo Redemptore fides, qui mortuus est et resurrexit, novis rationibus collustrat. Postulatio, quae ex hominis corde manat instantibus novissime dolore et morte, praesertim cum temptatur ut se ipse ad desperationem inclinet atque quasi in ea absumatur, requirit potissimum consuetudinem, solidarietatem, atque praesidium difficultatibus obvenientibus. Auxilium postulatur ad insuper sperandum, cum omnes humanae spes praeciduntur. Sicut Concilium Vaticanum II commemoravit, “coram morte aenigma condicionis humanae maximum evadit” ipsi homini; atque is “recte instinctu cordis sui iudicat, cum totalem ruinam et definitivum exitum suae personae abhorret et respuit. Semen aeternitatis quod in se gerit, ad solam materiam cum irreductibile sit, contra mortem insurgit” (86).
Naturalis haec facultas morti obsistendi atque haec nascens immortalitatis spes collustrantur et complentur christiana fide, quae Christi Resuscitati victoriam participandam pollicetur ac porrigit: victoria est profecto Illius qui per mortem suam redemptricem hominem a morte vindicavit, “peccati stipendio” (Rom 6, 23), atque Spiritum subministravit, resurrectionis vitaeque pignus (cfr. Rom 8, 11). Futurae immortalitatis certitudo atque resurrectionis promissae spes patiendi moriendique mysterio novam lucem afferunt itemque fidelibus ingens praebent robur ad Dei mysterium tenendum.
Paulus apostolus hanc novam rem verbis patefecit significantibus totam Deo deditionem quamlibet humanam condicionem complectentem. “Nemo enim nostrum sibi vivit et nemo sibi moritur; sive enim vivimus, Domino vivimus, sive morimur, Domino morimur. Sive ergo vivimus, sive morimur, Domini sumus” (Rom 14, 7-8). Domino mori propriam mortem vivere significat veluti summam Patri oboeditionem (cfr. Philp 2, 8), dum videlicet ea suscipitur in ipsa “hora”, quam is vult et eligit (cfr. Io 13, 1), quandoquidem unus ille scit statuitque tempus definitum ex hoc mundo discedendi. Domino vivere agnoscere etiam significat dolorem, ut idem per se malum sit et periclitatio, semper boni fontem evadere posse. Istud fit cum suscipitur amandi gratia et amando, dum scilicet Christi passio cruci affixi participatur, Deo id donante et homine libere recipiente. Hoc modo qui in Domino passionem suam experitur, plenius ei accommodatur (cfr. Philp 3, 10; 1 Pe 2, 21) eiusque redemptrici operae pro Ecclesia et humanitate artius sociatur (87). Hoc Apostolus experitur, quod etiam quivis patiens sumendum vocatur: “Nunc gaudeo in passionibus pro vobis et adimpleo ea, quae desunt passionum Christi, in carne mea pro corpore eius, quod est Ecclesia” (Col 1, 24).
86. Const. past. de Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 18.
87. Cf. IOANNES PAULUS PP. II, Epist. Ap. Salvifici doloris (11 febrero 1984), 14-24: AAS 76 (1984), 214-234.
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“Oboedire oportet Deo magis quam hominibus” (Act 5, 29):
civilis lex lexque moralis
68. Una ex minationibus, quae hodie vitae humanae insidiantur, quemadmodum alias dictum est, eo tendit, ut iure illae iustificentur, quasi iura essent, quae, certis saltem exstantibus condicionibus, Natio civibus praestare debet ideoque eadem tenenda, medicis et valetudinis operariis gratuito et sicure id concedentibus.
Haud semel existimatur nondum natorum vitam aeque ac graviter imbecillorum imperfectum dumtaxat esse bonum: pro portione vel ad meram rationem cum aliis rebus comparanda est et perpendenda. Iudicatur quoque eum solum, qui re implicatur et involvitur, convenienter haec bona ponderare posse: ideo is unus de moralitate rei eligendae decernere potest. Quocirca Civitas, ut civilis convictus socialisque concordia recte serventur, hanc electionem tueri debet, atque etiam abortum et euthanasiam permittere.
Alias dicitur lex civilis iubere non posse omnes cives vivere ad altiorem moralitatis ordinem quam ipsi noverunt et admittunt. Hac de causa mentem voluntatemque maioris civium partis semper lex patefacere debet atque iisdem, saltem quibusdam in gravissimis casibus, etiam ius abortus et euthanasiae concedere. Ceterum abortus atque euthanasiae interdictio et coërcitio his in casibus necessario –aiunt– ad actionum lege vetitarum amplificationem adducunt: quae quidem –pergunt illi– societatis respectionem vitant atque abest opportuna medicorum cura. Aliquis praeterea quaerat, lege lata quae servari re non possit, utrum significet cunctarum legum auctoritatem demum labefactari necne.
Acerrimae tandem opinationes asseverant in recentiore multiplicique societate plene suam cuique esse agnoscendam potestatem propriae vitae disponendae aeque ac nondum natorum: non est enim legis munus ex diversis moralibus sententiis electionem ducere, eoque minus quandam iniungere opinionem prae aliis.
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69. Quidquid est, in democratico cultu hodie vigente late vagatur mens, secundum quam iudiciales societatis institutiones recipere debent et persequi solummodo maioris partis opinationes, ideoque in illis eaedem fundamentum invenire quas maior pars moralem normam agnoscit et sequitur. Si autem obiectiva communisque veritas attingi re non posse existimatur, verenda civium libertas –qui in populari regimine vera potestate pollent– ex lege postulat ut singularum conscientiarum agnoscatur autonomia ideoque in normis constituendis quas utique civilis convictus necessario inducit quaevis voluntas maioris partis prorsus servetur. Hoc modo quisque publicus vir, qui in media re politica versatur, in agendo a privata conscientia negotia publica seiungere debet.
Quapropter duae dantur proclivitates, quae inter se omnino discrepare videntur. Hinc singuli sibi maximum vindicant ius moraliter eligendi atque requirunt ut Civitas nullam in se recipiat neve imponat ethicam doctrinam, sed quam amplissimam cuique praestet libertatis provinciam, exterioribus unis positis finibus non laedendi spatium quod ad ius ceterorum civium pertinet. Illinc censent, in publicis negotiis artibusque sustinendis, observantiam erga libertatem eligendi alteri servatam singulos compellere ut se sevocent a suis rationibus atque sese disponant ad inserviendum omnibus civium postulatis, quae leges agnoscunt et tuentur, uno suscepto morali iudicio ad munia explenda quod eaedem leges statuunt et decernunt. Hoc modo personae officium in civili lege reponitur, dempta conscientia morali, saltem in publicarum rerum regione.
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70. Omnibus his opinationibus usque subest relativismus ethicus, quo hodiernus cultus magna ex parte imbuitur. Nec deest qui censeat talem relativismum popularis regiminis esse condicionem, quippe qui solus praestet tolerantiam, mutuam inter personas observantiam, maiori parti decernenti assensionem, dum morales normae, cum sint obiectivae et constringentes, ad praepotentiam et intolerantiam ducunt.
Verum de vita tuenda quaestio ipsa demonstrat quae ambiguitates et sententiae inter se pugnantes opinionibus his occultentur, gravissimis comitantibus rerum eventibus.
Verum est quosdam recensere historiam eventus in quibus facinora “veritatis” titulo sunt patrata. At crimina non minus gravia atque prae cipuae veritatis negationes sunt admissa et admittuntur vel nomine “relativismi ethici”. Cum autem legatorum vel societatis maior pars de legitime vita nondum nata interimenda decernit, quamvis quaedam insint condiciones, nonne de debili homine et inermi “tyrannicum” capit consilium? Universalis conscientia merito criminibus contra humanitatem obnititur, quae nostrum aevum lamentabiliter est expertum. Numne haec desinunt esse crimina, si loco immodicorum tyrannorum populari voluntate patrantur?
Populare profecto regimen re eo efferri non potest ut vicem gerat moralitatis vel remedium fiat immoralitatis. Radicitus illud “ordinatio” quaedam est, ideoque suapte natura instrumentum non finis est existimandum. Eiusdem “moralis” indoles non est insita, sed e congruentia cum lege morali pendet cui, sicut ceteri hominum mores, subesse debet: a finium scilicet honestate pendet, qui spectantur, et subsidiorum quae adhibentur. Si quidem hodie publice extollitur bonum popularis regiminis, id “temporum signum” opportunum est existimandum, quem ad modum Ecclesiae Magisterium saepenumero confirmavit (88). At popularis regiminis praestantia stat deciditve una simul cum bonis quae ipsum exprimit et promovet: procul dubio praecipuae necessariaeque res cuiusque humanae personae sunt dignitas, reverentia erga eius iura sancta et non alienabilia, necnon “bonum commune” suscipiendum tamquam finis et iudicium de vita politica agenda.
His principiis subesse non possunt “maiores partes” opinionum temporariae et mobiles, sed tantum obiectiva moralis lex agnita ad quam, ut ad moralem legem in hominis corde insculptam, ipsa civilis lex referri debet. Si autem, ob omnium conscientiae miserrimam obtenebrationem, sceptica ratio in dubium prima principia quoque moralis legis devocat, ipsa democratica institutio funditus evertitur atque ad meracam machinationem redigitur, quae re diversa dissonaque commoda moderatur (89).
Aliquis cogitaverit hanc etiam rationem, meliore deficiente re, propter socialem pacem esse existimandam. Quamvis veritatis quaedam ratio sit hac in aestimatione agnoscenda, difficile non est conspicere sine morali aequo praesidio ne populare quidem regimen solidam pacem praestare posse, eo magis quod pax, quae non cuiusque hominis excellentia et dignitate mensuratur neque mutuo inter homines adiumento, haud raro fallax evadit. Nam ipsis in regiminibus ubi quisque suam gerit partem, beneficia et commoda saepe pro fortioribus ordinantur, cum sint ipsi habiliores non modo ad potestatis mechanemata agenda, verum ad consensum fingendum. Hac in rerum condicione, populare regimen facile fit inane verbum.
88. Cfr. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encycl. Centesimus annus (1 maii 1991), 46: AAS 83 (1991), 850; PIUS PP. XII, Radiophonicus nuntius natalicius (24 decembris 1944): AAS 37 (1945), 10-20.
89. Cfr. Idem, Litt. Encycl. Veritatis splendor (6 augusti 1993), 97 et 99: AAS 85 (1993), 1209-1211.
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71. Instat itaque, pro adveniente societate proque popularis regiminis salubri incremento, ut rursus detegantur humana moraliaque bona capitalia et nativa, quae ab ipsa hominum veritate manent, quae que personae dignitatem exprimant et tueantur: bona idcirco, quae nulla persona, nulla maior pars, nulla Civitas constituere, umquam immutare vel delere potest, sed ab iis debent dumtaxat agnosci, servari et provehi.
Repetenda sunt igitur hac sub ratione primaria capita quae necessitudinem inter legem civilem et moralem legem complectuntur, quae nempe Ecclesia exhibet, quaeque ad praeclarum translaticiumque iuris patrimonium hominum pertinent.
Certe legis civilis officium aliud est et angustius ac moralis legis. Verum “in nullo vitae spatio lex civilis se substituere potest in locum conscientiae, nec normas edere, quae ipsius competentiam excedant” (90), quae quidem in eo sita est ut rationem habeat boni communis personarum per primaria iura agnita et servata, pace retenta et publica moralitate (91). Legis namque civilis munus in sociali convictu ex ordine praestando consistit in vera iustitia, ut universi “quietam et tranquillam vitam agamus in omni pietate et castitate” (1 Tim 2, 2). Hanc ipsam propter causam omnibus societatis participibus lex civilis de nonnullis praecipuis iuribus tutandis consulere debet, quae naturaliter ad personam pertinent quaeque agnoscere servareque debet quaevis condita lex. Primum capitaleque ex omnibus ius est inviolabile vitae quo omnes homines fruuntur innoxii. Si quidem publica auctoritas nonnumquam illud abdicare potest quod prohibitum gravius infert detrimentum (92), numquam tamen comprobare potest, veluti singulorum ius –etiamsi hi maiorem obtinerent societatis partem– aliis personis illatam plagam per eorum neglectum tam principale ius quod ad ius vitae pertinet. Quod autem ex lege abortum et euthanasiam tolerat, hoc nullo pacto cum conscientia aliorum observanda et colenda necti potest, propterea quod societas ius habet officiumque se tuendi adversus abusus qui conscientiae nomine ac sub libertatis obtentu occurrere possunt (93).
In Litteris encyclicis Pacem in Terris Ioannes XXIII opportune docuit: “Verum cum nostra aetate commune bonum maxime in humanae personae servatis iuribus et officiis consistere putetur, tum praecipue in eo sint oportet curatorum rei publicae partes ut hinc iura agnoscantur, colantur, inter se componantur, defendantur, provehantur, illinc suis quisque officiis fungi possit. Etenim “inviolabilia iura tueri, hominum propria, atque curare, ut facilius quisque suis muneribus defungatur, hoc cuiusvis publicae potestatis officium est praecipuum”. Quam ob causam, si qui magistratus iura hominis vel non agnoscant vel violent, non tantum ab officio ipsi suo discedant, sed etiam quae ab ipsis sint imperata, omni obligandi vi careant” (94).
90. CONGREGATIO PRO DOCTRINA FIDEI, Instr. de observantia erga vitam humanam nascentem deque procreationis dignitate tuenda Donum vitae, (22 februarii 1987), III: AAS 80 (1988), 98. [1987 02 22/22]
91. Cfr. CONC. OECUM. VAT. II, Decl. de libertate religiosa Dignitatis humanae, 7.
92. Cfr. S. THOMAS AQUINAS, Summa Theologiae, I-II, q. 96, a. 2.
93. Cfr. CONC. OECUM. VAT. II, Decl. de libertate religiosa Dignitatis humanae, 7.
94. Litt. Encycl. Pacem in terris (11 aprilis 1963), II: AAS 55 (1963), 273-274; interior locus est PII PP. XII ex Nuntio radiophonico dato in Sollemnitate Pentecostes, die 1 mensis Iunii 1941: AAS 33 (1941), 200. Eodem de argumento repetuntur in adnotationes PII PP. XII Litterae Encyclicae Mit brennender Sorge (14 martii 1937): AAS 29 (1937), 159; Litt. Encyclicae Divini Redemptoris (19 martii 1937), III: AAS 29 (1937), 79; PIUS PP. XII, Nuntius radiophonicus natalicius (24 decembris 1942): AAS 35 (1943), 9-24.
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72. Constantem persequitur Ecclesiae traditionem disciplina illa quae docet necessario debere civilem legem convenire cum lege morali, sicut ex Ioannis XXIII Litteris encyclicis modo memoratis rursus liquet: “Quandoquidem imperii facultas ex ordine rerum incorporalium exigitur atque a Deo manat, si forte rei publicae moderatores contra eundem ordinem atque adeo contra Dei voluntatem vel leges ferunt, vel aliquid praecipiunt, tunc neque latae leges, neque datae facultates civium animos obstringere possunt...; immo vero tunc auctoritas ipsa plane corruit, et foeda sequitur iniuria” (95). Haec est sancti Thomae conspicua doctrina, qui inter alia scribit: “Lex humana intantum habet rationem, inquantum est secundum rationem rectam; et secundum hoc manifestum est quod a lege aeterna derivatur. Inquantum a ratione recedit, sic dicitur lex iniqua; et sic non habet rationem legis, sed magis violentiae cuiusdam” (96). Tum etiam: “Unde omnis lex humanitus posita intantum habet de ratione legis, inquantum a lege naturae derivatur. Si vero in aliquo a lege naturali discordet, iam non erit lex, sed legis corruptio” (97).
Ante omnia profecto artiusque talis doctrina ad legem humanam refertur, quae primarium primordialeque vitae ius non agnoscit, ius dicimus quod est cuiusque hominis proprium. Sic leges, quae abortu et euthanasia homines innoxios directo interimendos comprobant, prorsus et insanabiliter discrepant inviolabili cum vitae iure, quod ad omnes homines pertinet, ideoque negant prae lege omnes homines esse aequales. Aliquis autem contra dicat minime istud referri ad euthanasiam, cum ipsa a conscio omnino subiecto postulatur. At si Natio quaedam legitime huiusmodi postulatum admittat idemque perfici sinat, lege suicidium-homicidium comprobet, adversus capitalia principia quae vitam ab omni re expeditam contingunt et omnis vitae innoxiae tutelam. Quae res efficit ut vitae observantia hebetetur et iter ad perniciosos fiduciae habitus in socialibus necessitudinibus pateat.
Leges igitur quae permittunt euthanasiam abortumque iisque favent, radicitus sunt absonae non modo a singulorum bono, verum et bono communi, atque idcirco iuridiciali carent vera vi. Etenim iuris vitae negatio, propterea quod prae se gerit personae interitum, cui inserviendi causa exsistit societas, altius quidem et sine spe bono communi perficiendo opponitur. Ex quo consequitur legem civilem iam desinere veram esse legem civilem quae moraliter obstringat, cum abortum euthanasiamve comprobat.
95. Pacem in terris, l.m., 51.
96. Summa Theologiae, I-II, q. 93, a. 3, ad 2um.
97. Ibid., I-II, q. 95, a. 2. S. Thomas memorat S. AUGUSTINUM: «Non videtur esse lex, quae iusta non fuerit», De libero arbitrio, I, 5, 11: PL 32, 1227.
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73. Abortus ergo et euthanasia crimina sunt quae nulla humana lex potest rata facere. Huiusmodi leges non modo conscientiam non devinciunt, verum graviter nominatimque compellunt ut iisdem per conscientiae repugnantiam officiatur. Ipsa ex Ecclesiae origine, apostolica praedicatio praecepit ut publicis magistratibus legitime constitutis parerent christiani (cfr. Rom 13, 1-7; 1 Pe, 2, 13-14), eodem tamen tempore hoc firmiter monuit: “Oboedire oportet Deo magis quam hominibus” (Act 5, 29). In Vetere iam Foedere, quoad minas adversus vitam, insigne invenitur exemplum quo auctoritati officitur iniuriose imperanti. Pharaoni, qui cunctos modo natos necari iusserat, Hebraeorum obstetrices sunt refragatae. Eae “non fecerunt iuxta praeceptum regis Aegypti, sed conservabant mares” (Ex 1, 17). At sapiens huius mentis ratio est respicienda: “Timuerunt autem obstetrices Deum” (ibidem). Ex ipsa Deo obtemperatione –cui tribuendus est uni ille timor qui secum fert eiusdem absoluti dominatus agnitionem– vis animusque oriuntur iniquis hominum legibus reluctandi. Vis quidem et animus sunt illius qui promptus est in vincula conici vel gladio necari, pro certo illud habens: “Hic est patientia et fides sanctorum” (Apc 13, 10).
Si ergo de lege agitur suapte natura iniqua, ut est quae abortum permittit et euthanasiam, numquam licet eidem se accommodare, nec quisquam “potest esse particeps alicuius motus publicae opinionis qui eiusmodi legi faveat, neque potest latis suffragiis sustinere” (98).
De conscientia nominatim agitari potest quibusdam forte evenientibus casibus, cum legatorum suffragia necessaria sunt ut strictiori legi faveatur, quae scilicet circumscribat abortuum lege admissorum numerum pro laxiore lege quae iam viget vel suffragiis probanda. Huiusmodi eventus non sunt rari. Illud enim contingit, dum orbis terrarum quibusdam in partibus leges subinde pro abortu inducuntur, suadentibus haud raro valentibus internationalibus institutis, aliis tamen in Nationibus –in illis potissimum quae iam infeliciter id genus leges sunt expertae– signa quaedam exsistunt mutatarum sententiarum. Superiore in casu, quoties vitari antiquarive non potest abortus lex, liquet legatum, qui palam alioquin vulgoque abortui adversetur, suffragari licite posse illis consiliis quae eiusmodi legis damna minuere velint et perniciosum effectum extenuare qui sive culturam sive moralitatem publicam respicit. Hac enim agendi ratione officium suum non praestat illicitae vel iniustae legi; potius vero aequus opportunusque inducitur conatus ut eius iniquae cohibeantur species.
98. CONGREGATIO PRO DOCTRINA FIDEI, Declaratio de abortu procurato (18 novembris 1974), 22: AAS 66 (1974), 744.
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74. Iniquae legum lationes prae hominibus probis saepe conscientiae quaestiones difficiles explicatu ponunt quae sociatam operam respiciunt, sui ipsius iure officiose confirmato, ne quis compellatur ad aliquid faciendum quod moraliter est malum. Nonnumquam id quod eligitur est acerbum, et postulare potest ut patienter alicuius ordinis artes deserantur vel ampliores praetermittantur forte eventuri gradus quorundam honorum, qui legitime affectantur. Aliis in casibus usu venire potest ut quaedam peracta per se aequi ponderis vel etiam iusta, quae in contextum quendam inseruntur legum plerarumque iniquarum, humanas servent vitas minis affectas. At contra congruus timor occurrere potest ne proclivitas ad haec agenda non modo secum scandalum ferat ac necessariam simul oppositionem extenuet vertendam in conamina contra vitam, verum pedetemptim etiam ad concedendum impellat permittentibus rationibus.
Ad hanc moralem quaestionem difficilem collustrandam principia universalia de participatione cum malis actibus sunt repetenda. Christiani, aeque ac omnes bonae voluntatis homines, gravi conscientiae officio concitantur ne suam operam expresse dent ad ea patranda, quae, tametsi civilibus praescriptis conceduntur, Dei Legi officiunt. Etenim, morali spectata re, non licet expresse cum malo operam sociare. Adesse consociatam operam constat cum perfectum opus, vel suapte natura vel ob speciem quam in certo quodam contextu ipsum praebet, se patefacit directo veluti actum contra vitam hominis innocentis patratum aut veluti immorale propositum cum agenti principe communicantem. Sociata haec opera numquam comprobari potest, neque sub alterius libertatis servandae obtentu, neque ratione habita legis civilis id permittentis et postulantis: actuum enim quos quisque per se agit est moralis responsalitas, de qua nemo declinare potest et de qua quisque ab ipso Deo iudicabitur (cfr. Rom 2, 6; 14, 12).
Non modo moralis officii est proprium, verum capitalis iuris humani, participationem detrectare ad iniuriam faciendam. Nisi ita esset, persona humana actum patrare cogeretur suapte natura contrarium suae eiusdem dignitati, atque hoc modo illius ipsa libertas, cuius sensus finesque germani sunt ad verum et bonum commune versi, in discrimen penitus incideret. Itaque de principali iure agitur quod, quia tale est, lex civilis sancire debet et tueri. Has propter rationes medicis, sanitatis opificibus, valetudinariorum et nosocomiorum praesidibus, facultas danda est recusandi participationem in deliberatione, praeparatione atque exsecutione huiusmodi adversus vitam facinorum. Qui conscientiae repugnantiae nomine ita se gerit tuendus est non modo ut ei caveatur in poenis dandis, verum etiam a quovis detrimento respiciente legem, animadversiones, rem familiarem artemque.
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“Diliges... proximum tuum sicut teipsum” (Lc 10, 27):
vitam “promove”
75. Dei mandata vitae viam nos docent. Praecepta moralia negantia, quae scilicet nonnullos actus moraliter esse respuendos significant, pro humana libertate absoluta gaudent vi: semper et ubique vigent, sine exceptione. Ostendunt enim electionem quarundam agendi rationum omnino amori in Deum repugnare et personae humanae dignitati, quae ad eius imaginem est creata: talis igitur electio nullo bono proposito iustificatur nullaque rerum consecutione; funditus communioni inter personas obsistit, primario consilio propriam vitam ad Deum dirigendi omnino adversatur (99).
Hoc iam sensu moralia praecepta negantia pergravem vim habent affirmantem: illud “non” quod illa sine condicione postulant limen significat quod transcendi non potest et infra quod homo liber descendere non potest, et pariter minimum quiddam indicat ab ipso homine servandum et ex quo proficisci debet ad multimodis illud “sic” dicendum, unde quaevis provincia bonorum magis magisque occupetur (cfr. Mt 5, 48). Mandata, nominatim negantia moralia praecepta, initium sunt ac paene prima statio, quae est necessaria ad iter in libertatem faciendum: “Prima est ergo libertas, carere criminibus..., sicut est homicidium, adulterium, aliqua immunditia fornicationis, furtum, fraus, sacrilegium et cetera huiusmodi. Cum coeperit ea non habere homo (debet autem non habere omnis christianus homo), incipit caput erigere ad libertatem, sed ista inchoata est, non perfecta libertas” (100).
99. Cfr. Catholicae Ecclesiae Catechismus, nn. 1753-1755; IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encycl. Veritatis splendor (6 augusti 1993), 81-82: AAS 85 (1993), 1198-1199.
100. In Iohannis Evangelium Tractatus, 41, 10: CCL 36, 363; cfr. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encycl. Veritatis splendor (6 augusti 1993), 13: AAS 85 (1993), 1144.
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76. Mandatum illud “non occides” itineris cuiusdam statuit initium verae libertatis, quae nos concitat ut naviter vitam provehamus atque mores habitusque certos efficiamus ad eius servitium: ita agentes officia nostra exhibemus personis nobis demandatis atque rebus veritateque Deo animum nostrum gratum ob magnum vitae beneficium declaramus (cfr. Ps 139 [138], 13-14).
Creator concredidit hominis vitam eius responsali industriae non ut ad lubitum ea utatur, sed ut eandem prudenter custodiat eamque amabili fidelitate temperet. Foederis Deus cuiusque hominis vitam alii homini eius fratri concredidit secundum reciprocata dandi et accipiendi officia, secundum donationem sui et alterius acceptionem. In plenitudine temporis cum homo factus est atque vitam pro hominibus tradidit, Dei Filius significavit ad quam altitudinem et profundum haec mutui auxilii lex pervenire posset. Spiritus sui donatione Christus materiem novasque significationes addit legi mutuorum subsidiorum, ipsi videlicet hominis demandationi homini. Spiritus, qui in amore communionis est artifex, novam fraternitatem novamque solidarietatem inter homines constituit, quod est simulacrum mysterii mutuae donationis et acceptionis sanctissimae nempe Trinitatis. Spiritus ipse nova fit lex, quae fidelibus vim praebet eorumque concitat responsalitatem ut mutuam sui donationem et alterius acceptionem experiantur, ipsum Iesu Christi amorem participantes et quidem ad eius mensuram.
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77. Nova ex hac lege etiam mandatum “non occides” fovetur et fingitur. Christiano ipsi ergo id tandem importat iussum cuiusque fratris vitam observandi, amandi, provehendi, secundum postulata et rationes dilectionis Dei in Christo: “Ille pro nobis animam suam posuit; et nos debemus pro fratribus animas ponere” (1 Io 3, 16).
Mandatum “non occides”, etiam in eo quod flagitat observantiam amorem et vitae humanae provectionem, singulos homines vincit. Id namque in cuiusque morali conscientia personat tamquam repercussa vox quae deleri non potest, primigenii Foederis Dei cum creatura; ab omnibus agnosci potest rationis sub lumine et servari per arcanum Spiritus ministerium qui ubi vult spirat (cfr. Io 3, 8) atque quemque attingit et complectitur hominem in hoc mundo viventem.
Amoris ideo est servitium omnibus officiose proximo praestandum, ut eius vita custodiatur et usque provehatur, maxime cum debilis est vel minis premitur. Agitur nempe de sollicitudine non modo personali verum et sociali quam omnes colere debemus, locantes tamquam fundamentum renovatae societatis vitae humanae observantiam, nulla inducta condicione.
Rogamur ut cuiusque hominis et mulieris vitam diligamus et observemus atque ut constanter animoseque operemur, ut nostra aetate, quam nimis multa mortiferorum signorum tangunt, nova vitae cultura tandem restituatur quam veritatis amorisque cultus elicit.
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CAPUT IV
MIHI FECISTIS
PRO NOVO HUMANAE VITAE CULTU
“Vos autem populus Dei in acquisitionem, ut virtutes annuntietis eius”
(1 Pe 2, 9): populus vitae et pro vita
78. Recepit quidem Ecclesia Evangelium tamquam laetitiae atque salutis nuntium fontemque. Dono accepit ab Iesu, a Patre misso “evangelizare pauperibus” (Lc 4, 18). Per Apostolos id accepit, ab Eo missos in mundum universum (cfr. Mc 16, 15; Mt 28, 19-20). Hoc ex evangelizationis opere orta, Ecclesia cotidie in semet ipsa resonare sentit Apostoli monitorium verbum: “Vae mihi est, si non evangelizavero” (1 Cor 9, 16). Sicut scripsit Paulus VI: “Evangelizandi munus habendum est gratia ac vocatio Ecclesiae propria, verissimamque eius indolem exprimit. Ecclesia evangelizandi causa exstat” (101).
Opus quidem generale dynamicumque exstat evangelizatio, utpote quod Ecclesiam implicet in eius participatione muneris prophetici, sacerdotalis atque regalis Domini Iesu. Secum fert idcirco illa uno vinculo copulatos nuntii modos, celebrationis atque ministerii caritatis. Actio est penitus ecclesialis, in causam revocans cunctos diversos Evangelii operarios, ratione habita propriorum cuiusque charismatum propriique ministerii.
Ita fit etiam cum agitur de Evangelio vitae nuntiando, quod est pars explens Evangelium quod est Iesus Christus. Huic Evangelio nos famulamur, roborati illa conscientia nos id dono recepisse nosque missos esse ut idem renuntiemus hominibus cunctis “usque ad ultimum terrae” (Act 1, 8). Humilem ideo gratamque fovemus conscientiam nos esse populum vitae et pro vita, atque hac sub ratione coram omnibus exhibemus nos.
101. Adhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 decembris 1975), 14: AAS 68 (1976), 13.
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79. Populus vitae sumus quia, amore suo gratuito, Evangelium vitae donavit nobis Deus, quo ex Evangelio commutati atque salvati sumus. “Dux vitae” (cfr. Act 3, 15) nos recuperavit sanguine suo pretioso (cfr. 1 Cor 6, 20; 7, 23; 1 Pe 1, 19) atque per baptismatis lavacrum complantati sumus in eo (cfr. Rom 6, 4-5; Col 2, 12), sicut palmites ab unica eadem arbore sucum trahentes fertilitatemque (cfr. Io 15, 5). Intus renovati gratia Spiritus “qui est Dominus vitamque donat”, facti sumus populus pro vita atque ut tales nos praebeamus invitamur.
Mittimur: servire vitae non est iactatio nobis sed munus, a conscientia oriens nos esse “populum quem Deus acquisivit ut virtutes eius annuntiet” (cfr. 1 Pe 2, 9). Nostro in itinere nos ducit sustentatque lex amoris: amor quidem cuius fons et exemplar est Dei Filius homo factus, ipse qui “moriendo vitam dedit mundo” (10)2.
Mittimur velut populus. Munus serviendi vitae omnes atque singulos obstringit. Responsalitas est proprie “ecclesialis”, quae omnium membrorum omniumque christianae communitatis partium compositam beneficamque postulat operam. Sociale tamen munus cuiusque personae responsalitatem non tollit neque minuit, cui sane Domini mandatum dirigitur ut “proximus fiat” cuiuscumque hominis: “Vade et tu fac similiter” (Lc 10, 37).
Una simul omnes munus persentimus nuntiandi Evangelium vitae, id celebrandi in liturgia inque tota exsistentia, ei serviendi variis inceptis formisque praesidii et provectus.
102. Cfr. Missale Romanum, Oratio celebrantis ante communionem.
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“Quod vidimus et audivimus, annuntiamus et vobis” (1 Io 1, 3):
annuntiare Evangelium vitae
80. “Quod fuit ab initio, quod audivimus, quod vidimus oculis nostris, quod perspeximus, et manus nostrae contrectaverunt de Verbo vitae... annuntiamus et vobis, ut et vos communionem habeatis nobiscum” (1 Io 1, 1.3). Unicum Evangelium est Iesus: nihil aliud nobis dicendum et testificandum.
Vere Iesu nuntius est nuntius vitae. Ipse enim est “Verbum vitae” (1 Io 1, 1). In eo “vita apparuit” (1 Io 1, 2); immo ipse est “vita aeterna, quae erat coram Patre et apparuit nobis” (ibi). Haec ipsa vita, per Spiritus donum, homini tributa est. Destinata ad vitam consummatam, “ad vitam aeternam”, cuiusque etiam terrestris vita suam adipiscitur plenam significationem.
Hoc vitae Evangelio illuminati, id profecto renuntiamus testificamurque eius in peculiari inopinataque novitate, quae id denotat: quoniam aequatur cum ipso Iesu, qui novitatis (10)3 cuiusque est causa atque domitor “senectutis” a peccato originem ducentis atque ad mortem vehentis (10)4, hoc Evangelium omnem hominis exspectationem excedit patefacitque quas ad sublimas attollatur celsitudines per gratiae donum personae humanae dignitas. His verbis sanctus Gregorius Nyssenus eam contemplatur: “Is qui pro nihilo in rebus universis reputatus est homo, qui cinis, qui fenum, qui vanitas est, conciliatur, atque in locum filii assumitur a Deo rerum universarum. Quae gratiarum actio huic beneficio par inveniri potest? quae vox, quae sententia, quis cogitationis motus, quibus insuperabile beneficium celebretur? Excedit homo suam ipsius naturam, immortalis ex mortali; ex fragili atque caduco, integer et incorruptus; ex diario atque temporario, sempiternus; in summa, Deus ex homine evadens” (10)5.
Grata beneficii memoria atque laetitia de hominis immensa dignitate impellunt nos ut nuntii huius omnes reddamus participes: “Quod vidimus et audivimus, annuntiamus et vobis, ut et vos communionem habeatis nobiscum” (1 Io 1, 3). Perveniat oportet Evangelium vitae ad cuiusque viri mulierisque cor idemque in totius societatis intimos sensus immittatur.
103. Cfr. S. IRENAEUS: «Omnem novitatem attulit, semetipsum afferens, qui fuerat annuntiatus», Adversus haereses, IV, 34, 1: SCh 100/2 846-847.
104. Cf. S. THOMAS AQUINAS: «Peccator inveterascit, recedens a novitate Christi», In Psalmos Davidis lectura, 6, 5.
105. De beatitudinibus, Oratio VII: PG 44, 1280.
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81. Agitur in primis de huius Evangelii intima parte annuntianda. Est quidem nuntius Dei viventis et proximi, qui nos vocat ad altam communionem secum nosque ducit ad vitae aeternae certam spem; exstat illa confirmatio artissimae necessitudinis intercedentis inter humanam personam, eius vitam eiusque corporalitatem; est vitae humanae demonstratio veluti vitae cognationis, doni a Deo recepti, eius amoris fructus simulque notae; renuntiatio est singularis Iesu vinculi cum unoquoque homine, cuius vi agnoscitur in cuiusvis hominis vultu ipsius Christi vultus; significatio est “sinceri doni sui ipsius” veluti munus atque locus plenae effectionis propriae libertatis.
Eodem tamen tempore enumerandae sunt huius ipsius Evangelii consecutiones, quae ita summatim perstringi possunt: vita humana, Dei donum pretiosum, sacra et inviolabilis est, eaque de causa, separatim, absolute reiciuntur abortus procuratus atque euthanasia; hominis vita non modo interimenda non est, sed amatoria diligentia tuenda; significationem suam invenit vita in amore recepto atque tradito, sub cuius prospectu plenam adipiscuntur veritatem sexualitas humanaque generatio; hoc in amore dolores quoque et obitus sensum accipiunt atque quamvis maneat mysterium quo involvuntur, fieri possunt salutis eventus; erga vitam observantia postulat ut scientia atque technica ars semper in bonum hominis dirigantur inque eius integram progressionem; a tota hominum societate colenda, tuenda atque provehenda est cuiusque humanae personae dignitas, quovis temporis momento atque qualibet in eius vitae condicione.
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82. Ut nos praestemus populum vitae servientem constanter audenterque hae doctrinae nobis sunt proponendae iam inde a prima Evangelii nuntiatione atque, dein, in catechesi inque diversis praedicationis formis, in personali dialogo atque qualibet in institutoria ratione. Praeceptorum stat munus et educatorum catechistarum theologorumque apta ponendi in luce anthropologicas rationes, reverentiam cuiusvis hominis vitae constituentes atque sustinentes. Hoc modo, dum germanam Evangelii vitae collustramus novitatem, omnibus auxilium ministrare poterimus ad detegendum, sub rationis experientiaeque lumine, qua via christianus nuntius hominem plane illustret eiusque naturae et exsistentiae significationem; praestantes inveniemus opportunitates congressionis et dialogi etiam cum non credentibus, qui una simul conamur novam vitae culturam provehere.
Dissimilibus admodum vocibus circumsaeptos, dum sana de hominis vita doctrina a multis reicitur, ad nos etiam dirigitur Pauli supplicatio Timotheo dicta: “Praedica verbum, insta opportune, importune, argue, increpa, obsecra in omni longanimitate et doctrina” (2 Tim 4, 2). Resonet oportet adhortatio haec in corde eorum quotquot in Ecclesia altius, quamvis diversa ratione, eius participant munus veritatis “magistrae”. Resonet in primis pro nobis Episcopis: a nobis ante omnes flagitatur ut Evangelii vitae fiamus strenui nuntii; nobis pariter concreditur munus curandi integram fidelemque propagationem doctrinae his in Litteris Encyclicis iterum propositae atque recurrendi ad commodissima quaeque consilia, ut a qualibet ei contraria doctrina amoveantur christifideles. Praecipua adhibenda est cura ut in theologicis Facultatibus, in Seminariis inque diversis catholicis Institutionibus sanae doctrinae cognitio propagetur, collustretur atque altius pervestigetur (10)6. Pauli adhortatio pro omnibus resonet theologis, pro pastoribus et pro iis quotquot institutioni, catechesi atque mentium formationi operam dant: de munere sibi tributo conscii, numquam omnino in se recipiant responsalitatem adducendi in discrimen veritatem suamque propriam missionem, dum sententias referunt proprias contrarias Evangelio vitae ab Ecclesiae Magisterio fideliter proposito atque explicato.
Hoc in Evangelio annuntiando, metuendus nobis non est infensus animus popularisve offensio, atque media consilia et ambiguitas, quae nos accommodarent huius saeculi menti (cfr. Rom 12, 2), prorsus sunt recusanda. In mundo esse debemus, sed non de mundo (cfr. Io 15, 19; 17, 16), virtute nobis a Christo tradita, qui morte et resurrectione sua vicit mundum (cfr. Io 16, 33).
106. Cfr. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encycl. Veritatis splendor (6 augusti 1993), 116: AAS 85 (1993), 1224.
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“Confitebor tibi, quia mirabiliter plasmatus sum” (Ps 139 [138], 14):
celebrare Evangelium vitae
83. Cum in mundum missi simus tamquam “populus pro vita”, nuntius noster fieri debet etiam vera propriaque Evangelii vitae celebratio. Immo haec celebratio ipsa, gestuum suorum, imaginum rituumque evocativa virtute, condicio fit pretiosa atque insignita ad pulchritudinem magnitudinemque huius Evangelii transmittendas.
Ad hunc finem oportet quam primum colantur, in nobis atque in aliis, obtutus ac prospectus107. Ille quidem ex fide in Deum vitae oritur, qui hominem quemque mirabiliter plasmavit (cfr. Ps 139 [138], 14). Obtutus est eius qui vitam intuetur ipsius in altitudine, dum percipit gratuitatis pulchritudinisque eius mensuras ac provocationis ad libertatem adque responsalitatem. Obtutus est illius qui rebus potiri non vult, quas tamen veluti donum accipit, in ipsis Creatoris repercussum detegens omnique in persona viventem eius imaginem (cfr. Gn 1, 27; Ps 8, 6). Talis obtutus in deditionem non venit quadam desperatione debilitatus coram infirmis dolentibus et vitae segregibus atque in mortis limine constitutis; his tamen in omnibus rerum condicionibus interrogari se sinit ut inveniat significationem atque, his praesertim in circumstantiis, se aperit ad detegendam in cuiusque personae vultu appellationem ad comparationem, ad dialogum et solidarietatem.
Oportet iam omnes hunc intuitum excipiant, iterum pares facti, animo sancta admiratione pleno, homini cuique venerando et colendo, sicut sane nos hortatus est Paulus VI quodam suo natalicio nuntio (10)8. Eiusmodi contemplativo obtutu excitatus, novus redemptorum populus necessario se effundit laetitiae hymnis, laudis atque gratiarum actionis pro inaestimabili vitae dono, pro mysterio cuiusque hominis vocationis ad participandam in Christo gratiae vitam communionisque sine fine exsistentiam cum Deo Creatore et Patre.
107. Cfr. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encycl. Centesimus annus (1 maii 1991), 37: AAS 83 (1991), 840.
108. Cfr. Nuntius occasione Nativitatis Domini diei festi datus, anno 1967: AAS 60 (1968), 40.
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84. Celebrare Evangelium vitae idem est ac Deum vitae celebrare, Deum scilicet qui donat vitam: “Laudanda est nobis Vita aeterna, ex qua per se, et omnis vita manat; et a qua vivere in omnia quoquo modo vitam participantia, convenienter unicuique, disseminatur... (Haec) vita divina est per se vitae vivificatrix et effectrix; et omnis vita, vitalisque motio est ex vita quae est supra omnem vitam, et omne principium omnis vitae. Ex ipsa etiam animae habent, quod non intereant, et animantia germinaque quod ultimo vitae gradu gaudeant... (Vita) dat insuper hominibus, licet compositis, vitam quae angelicam proxime attingit, et nos aversos etiam exuberantia benignitatis ad se convertit revocatque, et (quod divinius est) nos totos, animas dico et coniuncta corpora, ad perfectam et immortalem vitam translaturam se promisit: ... (est) vitalis et vitae principialis vita, et omnis vitae causa..., tamquam omnigena omnisque vita concipitur ac celebratur, et ut nullius indiga, ...vitae superplena” (10)9.
Nos quoque sicut Psalmista prece cotidiana, singulari et communi, laudamus benedicimusque Deum Patrem nostrum, qui formavit renes nostros, nos contexuit in utero matris, nosque imperfectos adhuc oculis suis vidit et amavit (cfr. Ps 139 [138], 13. 15-16), atque eximio ardentique gaudio clamamus: “Confitebor tibi, quia mirabiliter plasmatus sum; mirabilia opera tua, et anima mea cognoscit nimis” (Ps 139 [138], 14). Ita sane, “haec mortalis vita, praeter angores suos, obscura mysteria sua, dolores suos suamque funestam fragilitatem, est eventus pulcherrimus, mirum semperque ardens ostentum, dignus qui celebretur eventus in laetitia et gloria” (110). Homo insuper eiusque vita non celsissima inter creationis prodigia tantum apparent: dedit enim homini Deus divinam fere dignitatem (cfr. Ps 8, 6-7). Quolibet in puero nascente atque quolibet in homine vivente vel moriente gloriae Dei imaginem agnoscimus: hanc celebramus nos gloriam unoquoque in homine, Dei viventis signo, Christi Iesu imagine.
Ad stuporem expromendum vocamur gratumque animum nostrum ob vitam dono acceptam, adque Evangelium vitae excipiendum, fruendum communicandumque non singulari tantum vel communi prece, sed praesertim per liturgici anni celebrationes. Memoranda hic sunt singulariter Sacramenta, praesentiae vivificantisque Domini Iesu actionis salutaria signa in christiana exsistentia: homines reddunt ea vitae divinae participes, necessarium dum tribuunt spiritale robur ad explendam eius in veritate vivendi significationem et patiendi moriendique. Per veram rituum significationis patefactionem perque eorum aequam existimationem, liturgicae celebrationes, sacramentales singillatim, potestatem usque habebunt plenam enuntiandi veritatem de ortu, de vita, de dolore deque morte, eisque auxilium praebebunt ut has rerum veritates vivant tamquam paschalis mysterii Christi mortui ac resuscitati participationem.
109. PSEUDO-DIONYSIUS AREOPAGITA, De divinis nominibus, 6, 1-3: PG 3, 856-857.
110. PAULUS VI, Pensiero alla morte, Istituto Paolo VI, Brescia 1988, 24.
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85. In Evangelio vitae celebrando aestimentur oportet et magnificentur gestus et signa quibus diversae traditiones consuetudinesque culturales et populares ditantur. Sunt quidem opportunitates formaeque congressionis quibus, diversis in Civitatibus et civilibus cultus humani formis, patefiunt laetitia pro vita oriente, cuiuslibet humanae exsistentiae reverentia atque tutela, cura pro dolentibus vel ex inopia laborantibus, assiduitas aetate provectis vel morientibus praebita, communicatio doloris cum luctu confectis, immortalitatis spes desideriumque.
Hoc sub prospectu, etiam Patrum Cardinalium in Consistorio anno mcmxci congregatorum vota excipientes, proponendam censemus unaquaque in Natione annuam Diei vitae celebrationem, sicut iam alicubi fit quarundam Episcopalium Conferentiarum inceptu. Paretur necesse est celebreturque eiusmodi Dies diligentem praebentibus operam singulis partibus cuiusque particularis Ecclesiae. Huius celebrationis praecipuum consilium in eo est ut in conscientiis, in familiis, in Ecclesia inque civili societate cognitio excitetur significationis atque boni vitae humanae quovis temporis momento qualibetve in condicione, dum in media mentis intentione ponitur abortus euthanasiaeque gravitas, quin ceterae neglegantur vitae formae et species, quae attento animo separatis temporibus sunt considerandae, prout historicae rerum condicionis progressus suadebit.
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86. In ratione spiritalis cultus Deo grati (cfr. Rom 12, 1), Evangelii vitae celebratio suam postulat effectionem praesertim in cotidiana exsistentia, quae in caritate erga alios agitur atque sui ipsius oblatione. Hac ratione tota nostra exsistentia fiet vera et officii conscia acceptio doni vitae atque sincera grataque laus in Deum qui nobis talem tribuit donationem. Quod iam accidit plurimis in signis donationis, modestae saepe et absconditae, quae primos exhibent actores viros et mulieres, parvulos et adultos, iuvenes et seniores, sanos et aegrotos.
Hoc in rerum contextu, humanitatis caritatisque pleno, heroicae oriuntur res gestae. Quae sunt sollemnissima Evangelii vitae celebratio, utpote quae illud tota sui ipsius donatione proclament; sunt clara supremae caritatis significatio, actio scilicet ponendi vitam pro amico dilecto (cfr. Io 15, 13); sunt mysterii Crucis participatio, qua Iesus patefacit quantum pretium habeat sibi vita cuiusque hominis atque quo modo ea in sincerae sui ipsius donationis plenitudine efficiatur. Praeter facta celebria rerum cotidianarum exstat heroica virtus, quae parvis magnisve constat beneficentiae actibus unde verus alitur vitae cultus. Quos inter plurimi ducenda est organorum donatio rationibus ethica disciplina probabilibus effecta, ut salutis vel etiam vitae ipsius opportunitas aegris praebeatur omni nonnumquam spe destitutis.
Ad eandem heroicam viam tacita pertinet testificatio fecundissima quidem atque eloquentissima “omnium matrum fortium, quae suae familiae sine condicione se dedunt, quae in dolore pariunt filios suos, quaeque expeditae sunt ad quemlibet laborem aggrediendum, ad quodlibet sacrificium obeundum, ut eis referant quidquid optimum in se custodiant” (111). In sua missione complenda “heroicae illae matres non semper suo in ambitu auxilium inveniunt. Immo, civilis cultus exemplaria, praedicata saepe atque communicationis socialis instrumentis divulgata, matris condicioni non favent. Progressionis rerumque novarum nomine bona fidelitatis, castitatis sacrificii iam superatum putatur, et tamen in iis nuptarum matrumque christianarum greges eminuerunt et adhuc eminent... Gratias vobis agimus, heroicae matres, de vestra invicta caritate! Gratias vobis agimus de intrepida in Deum inque eius amorem fiducia. Gratias vobis agimus de vitae vestrae sacrificio... Christus in Paschali mysterio vobis reddit donum quod Ei tribuistis. Ipsi enim est facultas restituendi vitam quam dono Ei protulistis” (11)2.
111. IOANNES PAULUS PP. II, Homilia in beatificationem Isidori Bakanja, Elisabethae Canori Mora et Ioannulae Beretta Molla (24 aprilis 1994): L’Osservatore Romano, 25-26 aprilis 1994, 5. [1994 04 25a/4-5]
112. Ibid. [1994 04 25a/4-5]
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“Quid proderit, fratres mei, si fidem quis dicat se habere,
opera autem non habeat?” (Iac 2, 14): Evangelio vitae servire
87. Participatione regalis Christi muneris, fulcimentum vitaeque humanae provectus ad effectionem sunt adducenda per caritatis servitium, quod personali testificatione explicatur, per multiplicia voluntaria munera, sociali animatione atque politico officio. Haec est peculiaris momenti postulatio aetate nostra, qua “mortis cultura” tam firmiter opponitur “culturae vitae” atque saepe superior evadere videtur. Prius tamen postulatio est quaedam quae oritur ex “fide, quae per caritatem operatur” (Gal 5, 6), sicut hortatur nos Epistula Iacobi: “Quid proderit, fratres mei, si fidem quis dicat se habere, opera autem non habeat? Numquid poterit fides salvare eum? Si frater aut soror nudi sunt et indigent victu cotidiano, dicat autem aliquis de vobis illis: “Ite in pace, calefacimini et saturamini”, non dederitis autem eis quae necessaria sunt corporis, quid proderit? Sic et fides, si non habeat opera, mortua est in semetipsa” (2, 14-17).
Est in caritatis ministerio habitus quidam qui nos concitare atque insignire debet: proximum curare nos oportet veluti personam a Deo nostro officio commissam. Tamquam Iesu discipuli, ut praestemus nos cuiusque hominis proximos (cfr. Lc 10, 29-37) vocamur, peculiari utentes diligentia in pauperrimum, admodum solum atque egentissimum. Praesertim adiuvantes esurientem, sitientem, hospitem, nudum, infirmum, in carcere inclusum –ut sic etiam infantem nondum natum, senem dolentem vel morti propinquum– nos Christo Iesu famulamur, sicut Ille dixit: “Quamdiu fecistis uni de his fratribus meis minimis, mihi fecistis” (Mt 25, 40). Quam ob rem fieri non potest quin rogemur et iudicemur illa sententia semper valida sancti Ioannis Chrysostomi: “Vis corpus Christi honorare? Non despicias ipsum nudum: neque hic sericis vestibus honores, foris autem frigore ac nuditate afflictum negligas” (11)3.
Caritatis servitium erga vitam oportet altam induat unitatem: tolerare non potest singularum partium sententias vel discrimina, quia hominis vita sacra atque inviolabilis est in quolibet suo gradu et condicione; donum est ipsa invisibile. Agitur de cura habenda totius vitae atque vitae omnium. Immo, altius adhuc, agitur de itinere ad ipsas vitae caritatisque origines.
Initium prorsus ducendo ex alta in omnem virum mulieremque caritate, per saeculorum decursum orta est insolita caritatis historia quae in vitam ecclesialem civilemque induxit plurimas structuras ministerii vitae, quae cuiusque probi spectatoris admirationem excitant. Est historia quam, renovata proprii officii significatione, omnis christiana communitas pergat conscribere oportet multiplici pastorali socialique navitate. Hac ratione ad actum sunt adducendae modestae et efficaces compages comitandi vitam oborientem, peculiari modo iuxta matres quae parere atque suum filium instituere non timent etiam deficiente patris auxilio. Par adhibenda est cura erga vitam dolore affectam vel segregatione, peculiari modo senescente iam aetate.
113. In Matthaeum, hom., 3: PG 58, 508.
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88. Haec omnia secum ferunt constans animosumque institutorium opus, quod omnes et quemque sollicitet ut alter alterius onera portet (cfr. Gal 6, 2); perpetuam quandam postulat provectionem vocationum ad ministerium, praesertim inter iuvenes; propositorum consiliorumque definitorum continet effectionem, quae firma sint atque Evangelio imbuta.
Multiplicibus profecto idonea ratione atque gravi officio utendum est instrumentis. Ipso in vitae ortu, instituta pro naturalibus fertilitatis moderandae modis provehi debent veluti validum paternitati maternitatique responsali auxilium, in qua persona unaquaeque, initio facto a filio, agnoscitur et observatur per se ipsam, atque quaelibet optio excitatur et gubernatur ratione sincerae donationis sui ipsius. Etiam familiarum et coniugum consultoria, per suam consultationis provisionisque singularem industriam actam sub luce cuiusdam anthropologiae quae christianae adhaeret considerationi personae, coniugum et sexualitatis, pretiosum constituunt ministerium ad amoris vitaeque momentum detegendum atque ad omnem sustentandam et comitandam familiam in eius missione “vitae sacrarii”. Vitae orienti serviunt etiam instituta vitam tuentia atque domus vel instituta ad vitae acceptionis hospitium posita. Eorum ob navitatem, non paucae innuptae-matres atque coniuges in difficultatibus versantes rursus rationes et persuasiones inveniunt et curam adiumentumque accipiunt ut incommoda timoresque exsuperent in accipienda vita oboriente vel vix nata.
Coram vita in angustiis, in depravatione, morbo et segregatione, alia instrumenta –sicut communitates sanandis hominibus toxico dependentibus, communitates minoribus vel mente aegris hospitium praebentes, sedes curationis et hospitalitatis pro laborantibus morbo AIDS, consociationes solidarietatis praesertim pro inhabilibus– clara exstant significatio rerum quas caritas invenire novit ut cuique novas spei rationes atque definitas vitae condiciones exhibeat.
Sub exitum autem terrestris vitae, caritas adhuc modos quosdam peraptos invenit ut senes, peculiariter qui opibus suis sufficienter non sunt praediti, atque insanabiliter aegrotantes, de cura humana gaudere possint ac rectas responsiones accipere postulationibus suis, singulari modo anxietati suae et solitudini. Familiarum officium substitui non potest his in casibus: suum tamen validum auxilium illae reperire possunt in socialibus adiutoriis praestandis structuris et, cum necesse est, in usurpatione curarum dolorem lenientium, aptis adhibitis sanitatis socialisque rationis ministeriis tum in hospitiis publicis tum domi praestitis.
Iterum proprie est considerandum momentum valetudinariorum, clinicarum atque curationis domorum: eorum vera proprietas non spectat solummodo ad instituendas structuras in quibus cura agatur aegrotorum et morientium, sed praesertim ad praebendos ambitus in quibus angustia, dolor atque mors agnoscuntur et explanantur in sua ipsarum humana notione proprieque christiana. Singillatim talis identitas clara et valida apparere debet in institutis quae a religiosis diriguntur vel, quavis ratione, quae cum Ecclesia nectuntur.
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89. Hae compages atque sedes ministerii erga vitam, omniaque alia incepta praesidii causa et solidarietatis inita prout rerum adiuncta interdum suadere poterunt, incitentur oportet a personis benefice praeparatis quae plane sint consciae fortitudinis Evangelii vitae pro bono singulorum et societatis.
Peculiaris profecto responsalitas committitur sanitatis ministris qui sunt: medici, pharmacopolae, aegrorum ministri, cappellani, religiosi viri et mulieres, administratores atque voluntarii adiutores. Eorum ipsorum munus eos custodes vitaeque hominis cultores constituit. In culturali socialique nostrae aetatis contextu, cum est periculum ne scientia et ars medica amittant suam germanam ethicam rationem, ipsi graviter aliquando sollicitari possunt ut artifices fiant in vita adulteranda, vel etiam mortis actores. Prae eiusmodi temptatione eorum responsalitas hodie maxima facta est suamque altissimam reperit incitationem firmissimumque adiumentum in interiore necessariaque morali mensura medicae professionis, sicut iam illud semperque validum confirmavit Hippocratis iusiurandum, secundum quod cuique medico est adlaborandum pro absoluta vitae humanae reverentia eiusque sacra indole.
Integra cuiusque humanae vitae innocentis observantia usum etiam postulat repugnantiae ex conscientia coram abortione procurata atque euthanasia. Numquam “occidendi actio” considerari potest cura quaedam medica, ne tum quidem cum propositum solum inest obsequendi cuidam postulationi aegroti: agitur enim potius de sententia contraria professioni medicae, cuius est ardenter firmiterque vitam fovere. Investigatio etiam biomedica, provincia quidem alliciens atque nova magna beneficia promittens in commodum humani generis, repellere semper debet exercitationes, inquisitiones inductionesve quae, inviolabilem dignitatem humanam neglegentes, iam hominum ministerio non inserviunt et mutantur in rerum veritates quae, dum eos iuvare videntur, ipsos opprimunt.
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90. Ad singulares peragendas partes vocantur personae voluntarium exercentes ministerium: validam ferunt opem in vitae adiumentum, cum professionalem nectunt facultatem cum sincera gratuitaque caritate. Evangelium vitae eos incitat ut merae filanthropiae sensus efferant ad caritatis Christi modum; ut cotidie recuperent, inter fatigationes ac lassitudines, dignitatis cuiusque hominis conscientiam; ut personarum necessitates explorent, initis, si necesse fuerit, novis itineribus ubi instantius premit necessitas, cura vero et adiumentum sunt debiliora.
Tenax veritas caritatis postulat ut Evangelio vitae etiam per modos incitationis socialis atque publici officii serviatur, dum vitae momentum defenditur atque proponitur in nostra societate magis in dies implicata et multis patente opinionibus. Singuli, familiae, coetus, associationes habent, titulo quidem atque modo diverso, responsalitatem quandam in animatione sociali atque in conficiendis propositis culturalibus, oeconomicis, politicis et ad leges scribendas pertinentibus quae, omnium iuribus servatis atque secundum rationem consociationis popularis, operam dent ad aedificandam quandam societatem in qua cuiusque personae dignitas agnoscatur et observetur, et omnium vita defendatur et provehatur.
Eiusmodi officium peculiari ratione ad illos spectat qui rem publicam gubernant. Selecti ut homini atque communi bono inserviant, eorum est animosas pro vita perficere electiones, in ambitu praesertim praeceptorum legibus constitutorum. Popularibus in regiminibus, ubi leges sententiaeque secundum multorum consensionem feruntur, minui quidem potest in cuiusque conscientia eorum qui auctoritate fruuntur ipsa propriorum officiorum responsalitas. Hanc tamen deponere nemini unquam licet, maxime cum cui data est potestas legum ferendarum aut consiliorum capiendorum, unde obstringitur ut Deo suaeque conscientiae respondeat necnon omni societati de decisionibus quae forsan genuino bono communi obstiterint. Tametsi leges non unicum sunt instrumentum, quo vita humana defendatur, partes tamen magni momenti explicant, immo praegraves aliquando, in cuiusdam mentis consuetudinisque provectione. Iterum dicimus: norma quae naturalem legem violat ad vitam cuiusdam innocentis pertinentem, est iniusta ideoque legis momentum habere non potest. Quam ob rem fortiter iteramus exhortationem Nostram ad omnes viros politicos ne promulgent leges quae, personae dignitatem neglegentes, funditus ipsam civilem convictionem extenuent.
Novit Ecclesia difficile esse in popularis regiminis plurium partium ambitu, ob fortium culturalium opinationum et quidem diversae propensionis instantiam, validam legalemque inducere vitae tutelam. Firmiter tamen tenet necessario in cuiusvis hominis ima conscientia moralem veritatem habere altam resonantiam, ideoque politicos viros hortatur, christianos in primis, ne animo deficiant, sed potius optiones faciant quae, ratione habita verarum opportunitatum, iustum restituant rerum ordinem vitae bono confirmando provehendoque. Hoc sub rerum prospectu prae oculis habeatur non sufficere iniquarum legum amotionem. Causae sunt removendae violationem vitae foventes, atque praesertim familiae matrumque condicioni aequum tribuendum est tutamentum: familiaris disciplina constituatur oportet omnium socialium et politicarum rationum cardo atque gubernatrix. Incepta ideo instituantur socialia et ad leges composita, quae verae libertatis tueantur condiciones in paternitatis maternitatisque optione agenda; iterum praeterea componendae sunt operum disciplinae, urbis constituendae consilia necnon domorum ministeriorumque exercendorum, ut tempora operibus familiaeque tribuenda inter se concilientur atque infantium senumque curatio reapse effici possit.
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91. Pars quidem magni momenti in arte politica pro vita hodie efficitur ex quaestionibus demographicis. Magistratuum profecto est “consilia capere ad populi demographiam dirigendam” (11)4; eiusmodi tamen consilia praesumere semper et observare debent praecipuam atque non inalienabilem responsalitatem coniugum et familiarum, neque uti possunt rationibus parum reverentibus personam eiusque capitalia iura, initio ducto ab iure ad vitam cuiusvis personae humanae innocentis. Nulla ergo morali ratione permitti potest ut, ad natorum continendum numerum, suadeantur nedum iniungantur viae quales sunt anticonceptio, sterilizatio et abortus.
Aliae prorsus sunt viae ad quaestionem demographicam resolvendam: Res publicae variaque internationalia Instituta spectare debent in primis ad creandas condiciones oeconomicas, sociales, ad salutem pertinentes et culturales quae coniugibus permittant eligere procreationem plena libertate veraque responsalitate; oportet etiam contendant in “occasionibus corroborandis et divitiis maiore iustitia distribuendis, ut omnes aequo modo bona creata participent. Necesse est solutiones creentur per omnem orbem valentes, genuinam instaurando oeconomiam communionis distributionisque bonorum, tum in campo internationali tum nationali” (11)5. Haec sola est via quae personarum familiarumque dignitatem servet germanumque ipsum populorum culturale patrimonium.
Amplum igitur et multiplex est erga Evangelium vitae ministerium. Nobis apparet illud magis magisque veluti ambitus pretiosus atque propitius ad diligentem navitatem cum fratribus aliarum Ecclesiarum et ecclesialium Communitatum promovendam secundum illud optatum operum oecumenismi cui Concilium Vaticanum II graviter quidem favit (11)6. Exhibetur etiam opportuna provincia ad dialogum atque operam consociandam cum aliarum religionum assectatoribus cunctisque cum bonae voluntatis hominibus: defensio atque humanae vitae provectus nullius hominis sunt monopolium, sed omnium munus et responsalitas. Provocatio quae ob oculos versatur tertio millennio adveniente est ardua profecto: solummodo consentiens opus consociatum omnium qui momentum tribuunt vitae vitabit civilis cultus interitum cuius consecutiones neque mente fingi possunt.
114. Catholicae Ecclesiae Catechismus, n. 2372. [1992 11 11/2372]
115. IOANNES PAULUS PP. II, Allocutio ad participes IV Conferentiae Generalis Episcopatus Americae Latinae in urbe Sancti Dominici (12 octobris 1992), 15: AAS 85 (1993), 819. [1992 10 12/18]
116. Cfr. CONC. OECUM. VAT. II, Decr. de Oecumenismo Unitatis redintegratio, 12; Const. past. de Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 90.
1995 03 25b 0092
117. IOANNES PAULUS PP. II, Adhort. ap. post-synodalis Familiaris consortio (22 novembris 1981), 17: AAS 74 (1982), 100. [1981 11 22/17]
118. Cfr. CONC. OECUM. VAT. II, Const. past. De Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 50 [1965 12 07c/50].
119. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encycl. Centesimus annus (1 maii 1991), 39: AAS 83 (1991), 842 [1991 05 01/39]
120. IOANNES PAULUS PP. II, Allocutio ad participes VII conventus Episcoporum Europae de argumento «Habitus aetate nostra erga nativitatem mortemque: provocatio quaedam ad evangelizandum» (17 octobris 1989), 5: Insegnamenti XII, 2 (1989), 945 [1989 10 17/5]. Filii exhibentur veluti donum quoddam in biblica traditione (cfr. Ps 127 [126], 3); ii sunt signum benedictionis in hominem qui ambulat in viis Domini (cfr. Ps 128 [127], 3-4).
“Ecce hereditas Domini filii, merces fructus ventris” (Ps 127 [126], 3):
familia “vitae sacrarium”
92. Intra “populum vitae et pro vita”, decretoria est familiae responsalitas: quae quidem profluit ex ipsa eius natura –prout scilicet illa est communitas vitae amorisque, matrimonio nixa– atque ex eius officio “custodiendi, revelandi et communicandi amorem” (11)7. Agitur de amore ipso Dei, cuius parentes constituti sunt adiutores et fere interpretes in vita transmittenda eaque educanda secundum consilium eius uti Patris (11)8. Est igitur amor qui fit gratia, acceptio, donatio: in familia quisque agnoscitur, observatur et honoratur quatenus est persona, et si quis est egentior, intentior ac vigilantior in eum est cura.
Familia provocatur per totum vitae ipsius sodalium spatium, ab oriente vita ad mortem. Ipsa est vere “vitae sacrarium..., locus ubi vita, Dei donum, apte accipi potest et defendi contra multiplices incursiones quibus obicitur, et crescere valet prout verus humanus postulat actus” (11)9. Hanc ob causam, decretorium atque pernecessarium est familiae officium in cultura vitae contexenda.
Familia sicut ecclesia domestica vocatur ad annuntiandum, celebrandum atque adiuvandum Evangelium vitae. Illud spectat praesertim ad coniuges qui vocantur ut tramites sint vitae, fundamento posito in continenter renovata sensus generationis conscientia, quae eventus prae cipuus habetur quo ostenditur vitam humanam idcirco dono accipi ut vicissim donetur. In nova vita procreanda parentes animadvertunt filium, “fructum mutuae donationis in amore, donum vicissim ambobus exstare, donum nempe ex dono profluens” (120).
Suam annuntiandi Evangelium vitae operam familia praesertim per filiorum institutionem explet. Verbis et exemplo, in cotidianis necessitudinibus et optionibus, per gestus et clara signa, parentes filios ad veram instruunt libertatem, quae ad effectum adducitur per sinceram sui ipsius donationem, et in iis observantiam colunt alterius, iustitiae sensum, fervidam acceptionem, dialogum, promptum adiutorium, hominum mutuam necessitudinem necnon quodlibet aliud bonum ad vitam agendam veluti donationem. Oportet institutoria opera christianorum parentum inserviat filiorum fidei atque adiumentum fiat iis oblatum ut vocationem expleant a Deo acceptam. Pertinet porro ad institutoriam parentum industriam docere filios atque testificari verum doloris et mortis sensum: illud explere poterunt si valebunt animum intendere ad circumstantes dolores et multo prius si scierint vicinitatis excolere affectiones, adiutricis operae atque benevolentiam erga aegrotos et senes in ipso familiari ambitu.
117. IOANNES PAULUS PP. II, Adhort. ap. post-synodalis Familiaris consortio (22 novembris 1981), 17: AAS 74 (1982), 100. [1981 11 22/17]
118. Cfr. CONC. OECUM. VAT. II, Const. past. De Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 50 [1965 12 07c/50].
119. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encycl. Centesimus annus (1 maii 1991), 39: AAS 83 (1991), 842 [1991 05 01/39]
120. IOANNES PAULUS PP. II, Allocutio ad participes VII conventus Episcoporum Europae de argumento «Habitus aetate nostra erga nativitatem mortemque: provocatio quaedam ad evangelizandum» (17 octobris 1989), 5: Insegnamenti XII, 2 (1989), 945 [1989 10 17/5]. Filii exhibentur veluti donum quoddam in biblica traditione (cfr. Ps 127 [126], 3); ii sunt signum benedictionis in hominem qui ambulat in viis Domini (cfr. Ps 128 [127], 3-4).
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93. Familia praeterea Evangelium vitae celebrat prece cotidiana, singulari ac familiari: laudat per eam et gratias agit Domino ob vitae donum atque lucem exposcit et robur ad difficultatis dolorisque vincenda discrimina, semper spem servans. At celebratio quae profert alias precis cultusque divini formas, illa est quae in familiae cotidiana exsistentia sese declarat, si exsistentia amore donationeque constat.
Celebratio sic mutatur in ministerium Evangelio vitae, quod exprimitur per consociatam operam, quae sane intus et circa familiam probatur veluti sollicita curiosaque animi intentio cotidianis in humilibusque et parvis actionibus. Consociatae inter familias operae declaratio significantior est quidem prompta voluntas adoptationis vel tutelae puerorum a parentibus derelictorum vel quoquo modo in gravis discriminis condicionibus versantium. Sincerus matris patrisque amor novit etiam ultra carnis sanguinisque necessitudinem aliarum familiarum excipere pueros eisque omnia necessaria tribuere, ut ipsis vita et progressio plena praestentur. Inter adoptationis formas digna prorsus quae etiam proponatur est adoptatio e longinquo, quae quidem anteponenda videtur quotiescumque relictio oritur dumtaxat ex condicionibus gravis paupertatis ipsius familiae. Eiusmodi enim adoptatione parentibus adiumenta praebentur necessaria ad sustentandos educandosque filios, nulla inducta necessitate eos amovendi ab ipsorum naturali ambitu.
Si intellegitur veluti “voluntas firma et constans bonum curandi commune” (121), solidarietas postulat ut efficiatur etiam per socialis politicaeque communicationis formas. Servire igitur Evangelio vitae postulat ut familiae, praesertim per participationem congruarum consociationum, gnavam dent operam ne leges atque Rei publicae institutiones quavis ratione ius ad vitam laedant, a conceptione ad usque naturalem mortem, immo id defendant provehantque.
121. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encycl. Sollicitudo rei socialis (30 decembris 1987), 38: AAS 80 (1988), 565-566.
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94. Peculiaris habenda est ratio de hominibus aetate provectis. Dum enim quibusdam in culturis persona annis senior custoditur in familia actuosa cum industria, aliis vero in culturis inutile pondus habetur senex atque sibi ipsi relinquitur: hac in rerum condicione acrior fit sollicitatio decurrendi ad euthanasiam.
Senum exclusio a sociali vita vel eorum plana repudiatio mala sunt quae tolerari non possunt. Eorum in familia praesentia vel saltem familiae vicinitas, cum ob domiciliorum angustias aliave de causa eiusmodi praesentia haberi non possit, maximum induunt momentum in habitu constituendo alternae vicissitudinis atque locupletis communicationis inter diversas vitae aetates. Oportet ergo servetur vel instauretur ubi amissa est quaedam inter generationes “pactio”, ut parentes seniores itineris sui finem attingentes filiorum benignitatem experiantur solidarietatemque quam alii erga eos vitam ingredientes significaverunt: postulat id obtemperantia mandato divino colendi patrem matremque (cfr. Ex 20, 12; Lv. 19, 3). Nec id solum. Senex enim non est solummodo habendus benevolentiae obiectum, affectionis coniunctionisque. Etiam ipse potest pretiosam operam Evangelio vitae conferre. Potest et debet, ob praestans patrimonium experientiae per annorum decursum acceptum, sapientiae distributor fieri, spei et caritatis testis.
Si quidem illud verum est quod “sors futura hominum generis e familia pendet” (122), necesse est agnoscamus aetate nostra condiciones sociales, oeconomicas culturalesque saepe magis arduum graviusque reddere familiae officium vitae inserviendi. Oportet atque urget ut ipsa familia adiuvetur et sustineatur in sua explenda vocatione “sacrarii vitae”, cellulae scilicet illius societatis quae vitam amet et suscipiat. Ab hominum societate Civitatibusque tribuendum est subsidium vel oeconomicum, quo accepto difficultatibus suis familiae respondere valeant humaniore ratione. Ecclesia vicissim enixe fovere debet pastoralem navitatem quae par sit ut quamque familiam incitet ut reperiat laetanterque et animose vivat suam erga Evangelium vitae missionem.
122. IOANNES PAULUS PP. II, Adhort. ap. post-synodalis Familiaris consortio (22 novembris 1981), 86: AAS 74 (1982), 188. [1981 11 22/86]
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“Ut filii lucis ambulate” (Eph 5, 8):
ad conversionem quandam culturalem efficiendam
95. “Ut filii lucis ambulate... probantes quid sit beneplacitum Domino, et nolite communicare operibus infructuosis tenebrarum” (Eph 5, 8. 10-11). In aetatis nostrae statu sociali, signato gravi contentione inter “culturam vitae” et “culturam mortis”, oportet altus inducatur criticus sensus, ut vera dignoscantur bona germanaeque necessitates.
Quam primum inducantur necesse est generalis conscientiarum motus moralisque communis nisus, qui excitare valeant validum sane opus ad vitam tuendam: omnibus nobis simul coniunctis nova exstruenda est vitae cultura: nova, quae scilicet possit hodiernas de vita hominis ineditas quaestiones suscipere atque solvere; nova, utpote quae acriore et alacriore ratione omnium christianorum conscientiam permoveat; nova demum, quae accommodata sit ad gravem animosamque culturalem suscitandam comparationem cum omnibus. Huius culturalis conversionis necessitas coniungitur cum aetatis nostrae historica rerum condicione, at praesertim inhaeret in ipso evangelizandi munere quod proprium est Ecclesiae. Evangelium enim eo spectat perficiat interiorem mutationem” et “humanitatem novam efficiat” (123); est veluti fermentum quo pasta tota fermentatur (cfr. Mt 13, 33), atque, qua tale, perfundere debet omnes culturas easque intus pervadere (124), ut integram declarent de homine deque eius vita veritatem.
Initium faciendum est a vitae cultura renovanda intra ipsas christianas communitates. Nimis enim saepe fideles, vel qui navam gerunt operam in ecclesiali vita, seiunctionem quandam inferunt inter christianam fidem eiusque moralia circa vitam postulata, progredientes hac ratione ad moralem quendam subiectivismum adque vivendi mores qui probari non possunt. Nos ipsos igitur simili cum perspicuitate magnoque animo percontari debemus de cultura vitae quae hac aetate magis vulgata est inter singulos christianos, inter familias, coetus nostrarumque dioecesium communitates. Eadem perspicuitate eodemque consilio seligantur itinera nobis persequenda ut vitae serviamus secundum eius veritatis plenitudinem. Simul vero comparatio provehenda est acris quidem altaque cum omnibus, etiam cum non credentibus, de praecipuis vitae humanae quaestionibus, in locis ubi notiones et cogitationes enodantur sicut diversis in provinciis artium ac professionum atque ubi cuiusque hominis cotidie transigitur vita.
123. PAULUS VI, Adhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 decembris 1975),18: AAS 68 (1976), 17.
124. Cfr. Ibid., 20, l.m., 18.
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96. Primus fundamentalisque gressus ad hanc culturalem mutationem consistit in moralis conscientiae institutione de immenso inviolabilique cuiusque humanae vitae bono. Maxime interest ut necessarius detegatur nexus inter vitam libertatemque. Bona sunt quae dividi non possunt: cum alterum laeditur, necesse est ut etiam alterum laedatur. Vera libertas non est ubi vita non colitur et diligitur; neque plena est vita nisi in libertate. Duae autem hae rerum veritates necessitudinem insitam peculiaremque continent qua indissolubili modo nectuntur: vocationem ad amorem. Hic amor, prout sincerum sui ipsius donum (125), firmissimus est sensus vitae atque libertatis cuiusque personae.
Haud minoris ponderis in conscientia informanda est nova detectio constitutivi vinculi quod libertatem cum veritate coniungit. Ut haud semel confirmavimus, si libertas ab obiectiva veritate abstrahitur, iura hominis solido rationis fundamento niti nequeunt, atque hac ratione principia ponuntur quorum virtute in vita sociali sive anarchicum arbitrium singulorum sive absolutum regimen contumeliosum publicae auctoritatis constituantur (126).
Pernecessarium itaque censetur ut homo originalem perspiciat suae condicionis evidentiam qua creaturae, quae a Deo exsistentiam et vitam tamquam donum et munus accipit: tantummodo hanc suam agnoscens innatam dependentiam in propria exsistentia, homo suam libertatem et vitam plene perficere potest simulque vitam et libertatem cuiusque alterius hominis radicitus revereri. Hic praesertim “mediam... partem cuiuslibet culturae occupat hominis adfectus ante maximum omnium arcanum: Dei mysterium” (127). Quoties Deus negatur, et vivitur tamquam Ille non sit vel nulla iam habetur ratio eius mandatorum, negantur facile quoque et laeduntur personae humanae dignitas eiusque vitae inviolabilitas.
125. Cfr. CONC. OECUM. VAT. II, Const. past. De Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 24.
126. Cfr. Litt. Encycl. Centesimus annus (1 maii 1991), 17: AAS 83 (1991), 814; Litt. Encycl. Veritatis splendor (6 augusti 1993), 95-101: AAS 85 (1993), 1208-1213.
127. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Encycl. Centesimus annus (1 maii 1991), 24: AAS 83 (1991), 822.
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97. Conscientiae formationi arte consociatur opus institutorium, quod hominem iuvat ut in dies magis homo fiat, magis magisque eum in veritatem inserit, ad provectiorem vitae observationem convertit, ad aequas inter personas necessitudines format.
Peculiarem in modum necesse est ut institutio fiat ad bonum vitae initio sumpto ab ipsis eius radicibus. Inanis est spes verum humanae vitae cultum construendi, cum iuvenes auxilio privantur ad accipiendam et vivendam sexualitatem, amorem et vitam secundum authenticum eorum sensum eorumque in intima cohaerentia. Sexualitas, totius personae thesaurus, “suam demonstrat intimam significationem, dum provehit hominem ad sui donum in amore” (128). Vulgaris sexualitatis subaestimatio inter praecipuas enumeratur causas quae ad vitae nascentis contemptionem ducunt: verus dumtaxat amor scit vitam custodire. Nemo itaque eximitur ab onere praebendi adulescentibus potissimum et iuvenibus authenticam educationem ad sexualitatem et ad amorem, ad institutionem quae formationem ad castitatem complectitur, quae maturitati personae favet eamque idoneam reddit ad “sponsalem” corporis significationem colendam.
Munus institutionis ad vitam secumfert formationem coniugum ad consciam officiorum procreationem. Quae quidem, germana ex sua significatione, postulat ut sponsi dociles fiant vocanti Domino et veluti fideles eius consilii interpretes operentur: quod sane accidit cum coniuges propriam familiam liberaliter ad novas vitas procreandas statuunt aperire, atque sese ostendunt vere ad vitam apertos et adiutores, etiam ubi seriis de causis moralibusque praeceptis observatis ipsi animum inducant ut ad certum vel ad incertum tempus alium filium non gignant. Lex tamen moralis eos obstringit ut in quavis condicione inclinationes naturae motusque temperent ac leges biologicas in se ipsis inscriptas observent. Quae omnino observantia, conscio procreandi officio proveniens, legitimum reddit usum naturalium rationum fecunditatis moderandae: in dies perfectius usque definiuntur sub aspectu scientifico, atque finitas tribuunt facultates optionum moralibus cum principiis congruentium. Aequa existimatio consecutionum inde perceptarum ducere debet ad quasdam opiniones nimium adhuc diffusas tollendas atque ad coniuges necnon administros sanitatis et adiutores sociales monendos de momento huiusmodi accommodatae formationis. Ecclesia gratam se praebet erga eos qui sua ipsorum cum iactura atque deditione, saepe male intellecta, has vias pervestigare ac diffundere nituntur, dum simul promovent educationem ad virtutes morales, quas illarum usus implicat.
Opus institutorium neglegere non potest dolorem atque obitum. Reapse, iidem partem constituunt experimenti cuiusque personae, idcirco futtile est, non solum devium, velle eos censura afficere aut submovere. Unusquisque vero iuvandus est ad altissimum eorum mysterium in concreta arduaque veritate detegendum. Dolor quoque et aegritudo significatione quadam vestiuntur et excellentia, cum sentiuntur arte coniuncta cum amore recepto et communicato. Hac de causa statuimus ut unoquoque anno celebretur Dies Mundialis Aegrotis dicatus, in luce ponentes “salutiferam indolem oblationis dolorum qui in communione cum Christo suscepti ad intimam pertinent redemptionis partem” (129). Immo, neque mors est eventus a spe seiunctus: porta est exsistentiae quae reseratur versus aeternitatem, atque iis quotquot eam in Christo exigunt experientia est participationis cum eius mysterio mortis et resurrectionis.
128. IOANNES PAULUS PP. II, Adhort ap. Familiaris consortio (22 novembris 1981), 37: AAS 74 (1982), 128 [1981 11 22/37]
129. Epistula qua constituitur Dies Mundialis Aegrotis dicatus (13 maii 1992), 2: Insegnamenti XV, 1 (1992), 1410.
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98. Summatim dicere possumus conversionem culturalem hic exoptatam deposcere fortitudinem ab omnibus ad novam vitae rationem suscipiendam, quae declaratur dum sub optionum specificarum fundamento –in ambitu personali familiari sociali et internationali– defigitur aequa bonorum mensura: principatus exsistentiae supra possessionem130, principatus personarum supra res ipsas131. Haec renovata vitae ratio transitionem etiam implicat ab animo indifferenti ad curam erga proximum atque ab eiusdem reiectione ad receptionem: ceteri censendi non sunt competitores quibus sit resistendum, verum fratres et sorores quibuscum necessitudo est instituenda; per se ipsi sunt diligendi; ipsa eorum praesentia ditiores nos reddit.
A motu hoc novam vitae culturam promovendi nemo exclusum se sentiat: unusquisque suum grave munus implendum habet. Una cum familiarum officio, maxime necessarium est illud docentium et educatorum. In illorum praesertim est potestate si iuvenes, ad veram libertatem instituti, custodire noverint in semet ipsis necnon circum se diffundere germanas species vitae atque in cuiusque personae observantia et famulatu apud societatem domumque propriam crescere discent.
Docti quoque ac doctae ad novum humanae vitae cultum aedificandum conferre plurimum possunt. Peculiare sane officium decet doctos catholicos, quorum est navam operam explicare in praestantioribus sedibus humano cultui efformando, in orbe scholarum et apud Studiorum Universitates, in campo scientificae et technicae investigationis, in locis ad artes creandas humanioresque notiones meditandas pertinentibus. Dum eorum ingenium eorumque agendi actio claro Evangelii suco nutriuntur, ipsorum erit partes proprias conferre ad novam vitae culturam provehendam magni momenti adiumenta ferendo, quae comprobata sint et talia ut ob suam praestantiam, observationem ac benevolentiam omnium sibi comparent. Proprie hoc sub prospectu Pontificiam Academiam pro Vita constituimus, cuius erit peculiare officium “perscrutari, docere et instruere circa praecipuas quaestiones ad biomedicinam adque iura pertinentes, quae vitam provehendam et tuendam respiciunt, quaeque potissimum cum morali christiana et Ecclesiae Magisterii praescriptis necessitudinem habent” (132). Peculiaris opitulatio capienda est etiam ex Studiorum Universitatibus, praesertim catholicis et ex Sedibus, Institutis et Comitatibus pro Bioethica.
Ingens graveque officium obstringit homines instrumenta communicationis socialis gerentes, qui ad studium invitantur ut nuntii tanta efficacitate diffusi ad vitae culturam conferant. Excelsa tum ac sublimia vitae exempla exhibeant oportet atque positiva et aliquando heroica amoris testimonia erga hominem apto in lumine ponant; summa veneratione praestantiam sexualitatis et amoris significent, nulla interposita dubitatione circa ea quae hominis dignitatem deturpant vel despiciunt. Cum aspiciuntur hodiernae vitae eventus, omnino devitent ne in luce collocentur ea quae insinuare possint aut augere sensus vel habitus lentitudinis animi, contemptionis vel repudiationis vitae. In religiosa fidelitate veritati rerum gestarum danda, invitantur ut libertatem informationis, venerationem cuiusque personae et altum humanitatis sensum simul coniungant.
130. Cfr. CONC. OECUM. VAT. II, Const. past. de Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 35; PAULUS PP. VI, Litt. Encycl. Populorum progressio (26 martii 1967), 15: AAS 59 (1967), 265.
131. Cfr. IOANNES PAULUS PP. II, Litterae Familiis datae Gratissiman sane (2 februarii 1994), 13: AAS 86 (1994), 892 [1994 02 02/13]
132. IOANNES PAULUS PP. II, Motu proprio Vitae mysterium (11 februarii 1994), 4: AAS 86 (1994), 386-387 [1994 02 11/4]
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99. In culturali conversione pro vita, mulieribus tribuitur prorsus singulare fortasse et decretorium cogitationis et actionis spatium: ipsarum enim est promovere “novum feminismum” qui agnoscere valeat et proferre veram indolem femininam in quolibet convictus civilis gestu, quin in temptationem incurratur imitandi exemplaria “cultus nimii virilitatis”, dum opera datur, ut omnino quodvis genus amoveatur discriminationis violentiae et abusus.
Nos quoque, verba nuntii sub conclusionem Concilii Vaticani II repetentes, hac instanti invitatione mulieres alloquimur: “Homines cum vita reconciliate” (133). Vocatae estis ad testificandam significationem veri amoris, illius nempe doni sui et receptionis alterius quae in coniugali societate singillatim adimplentur, quae tamen velut anima cuiusque alterius relationis interpersonalis effici debent. Experientia maternitatis favet in vobis acutae perceptioni adfectus erga alterum et interea proprium vobis quoddam munus concredit: “Singularem quandam communionem cum vitae mysterio, quae in matris visceribus maturescit, in se complectitur maternitas... Praecipuus hic modus consortionis cum novo homine, qui paulatim conformatur, ipse vicissim animi talem habitum gignit erga hominem –non tantum proprium in filium sed etiam erga hominem in universum– ut altissime iam totum exprimat mulieris ingenium” (134). Mater enim excipit secumque fert alterum, ei modum intra se crescendi largitur, spatium tribuit illi ipsum veneratione prosequens in ipsius alteritate. Ita mulier percipit et docet humanum consortium solummodo authenticum esse cum aperitur ad receptionem alterius personae, agnitae et dilectae ob dignitatem quae illi provenit ex eo quod est persona, non vero aliis de causis, uti sunt: commoditas, robur, intellegentia, pulchritudo, valetudo. Hoc est enim prae cipuum adiumentum quod Ecclesia humanumque genus a mulieribus exspectant. Haec necessaria est ad authenticam conversionem culturalem praeparatio.
Singularem cogitationem ad vos vertimus, mulieres, quae abortum procuravistis. Ecclesia probe novit quot condiciones ad tale consilium sumendum vos adduxerint, pariterque novit plerumque quoddam haud facile, fortasse miserandum, intercessisse propositum. Vulnus, quod animum vestrum sauciavit, forsitan nondum cicatrice est obductum. Revera, id quod tunc contigit, aliquid prorsus iniustum fuit et remanet. Attamen nolite animo deficere nec spem relinquere. Id potius percipite quod evenit idque in eius veritate interpretamini. Quod si necdum fecistis, cor vestrum humili ac fidenti ratione ad compunctionem aperite: misericordiarum Pater vos exspectat ut veniam vobis offerat et pacem in Sacramento Reconciliationis. Infantem autem vestrum potestis Eidem Patri Eiusque misericordiae cum spe committere. Consilio, amicorum peritorumque affectu suffultae, poteritis vestro difficili testimonio inter eloquentiores iuris omnium ad vitam propugnatores recenseri. Per vestrum ad vitae tutelam munus, quod in effectum forsitan perduxistis novarum creaturarum ortu atque exercuistis receptione necnon praesidio pro hominibus magis propinquitate egentibus, artifices eritis novae rationis contuendi vitam hominis.
133. Concilii nuntii quibusdam hominum ordinibus dati (8 decembris 1965): Aux femmes: AAS 58 (1966), 13 [1965 12 08/5]
134. IOANNES PAULUS PP. II, Litt. Ap. Mulieris dignitatem (15 augusti 1988), 18: AAS 80 (1988), 1696 [1988 08 15/18]
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100. Hac in ingenti navitate novo vitae cultui provehendo, fulcimur et confirmamur fiducia illius qui bene novit Evangelium vitae, sicut Regnum Dei, crescere uberesque fructus edere (cfr. Mc 4, 26-29). Infinita est enim inaequalitas inter instrumenta, copiosa quidem et valida, quibus praeditae sunt vires foventes “culturam mortis”, et instrumenta quibus fautores “culturae vitae et amoris” instruuntur. Nos tamen recte scimus in Domino nos confidere posse, apud quem nihil sit impossibile (cfr. Mt 19, 26).
Hanc in animo nutrientes certitudinem et intima sollicitudine compulsi de cuiusque viri et mulieris condicionibus, hodie ea repetimus quae diximus familiis ardua munia exsequi nitentibus inter insidias quae illis adversantur (135). Summa flagitatur pro vita precatio, quae universum mundum pervadat. Extraordinariis inceptis et cotidianis precibus, singulis ex communitatibus christianis, singulis e coetibus vel societatibus, ex singulis familiis et ex corde singulorum credentium, effundatur Deo Conditori vitaeque amanti fervida supplicatio. Ipse Iesus proprio nobis ostendit exemplo orationem et ieiunium praecipua esse arma validioraque contra tenebrarum potestates (cfr. Mt 4, 1-11), suosque discipulos docuit quoddam demoniorum genus dumtaxat hoc modo expelli posse (cfr. Mc 9, 29). Humilitatem itaque et audaciam denuo reperiamus orandi et ieiunandi, ut fortitudo ex Alto proveniens deceptionis et mendacii muros corruere faciat, qui tot nostrorum fratrum sororumque oculos pravam celant indolem actionum et legum quae vitae adversantur, atque eorum corda aperiat ad consilia et proposita vitae et amoris cultu inflammata.
135. Cfr. IOANNES PAULUS PP. II, Litterae Familiis datae Gratissimam sane (2 februarii 1994), 5: AAS 86 (1994), 872 [1994 02 02/5]
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“Haec scribimus nos, ut gaudium nostrum sit plenum” (1 Io 1, 4):
“Evangelium vitae pro hominum civitate datur”
101. “Haec scribimus nos, ut gaudium nostrum sit plenum” (1 Io 1, 4). Evangelii vitae revelatio data est nobis tamquam donum cum omnibus communicandum: ut omnes homines nobiscum et cum Trinitate communionem habeant (cfr. 1 Io, 1, 3). Ne nos quidem pleno gaudio frui possumus si hoc Evangelium aliis non impertimus, sed illud solis pro nobis tenemus.
Evangelium vitae non tantum christianos respicit; omnibus destinatur. Quaestio vitam afficiens eiusque tutelam et promotionem non est privilegium dumtaxat christianorum. Etsi ex fide lumen ac robur ingens accipit, ad universas pertinet humanas mentes quae veritatem appetunt quaeque de hominum condicionibus sedulae sunt atque sollicitae. Profecto in vita aliquid sacri est et religiosi, quod tamen minime credentes unos afficit: thesaurus nempe est quo quisque rationis luce utens potest potiri quique proinde omnes necessario respicit.
Hanc ob rem, nisus noster proprius “populi vitae et pro vita” postulat ut recte intellegatur et ex animo excipiatur. Cum Ecclesia proclamat absolutam observantiam iuris ad vitam cuiusque insontis personae –a conceptione ad eius naturalem mortem– inter columnas esse quibus singulae civiles societates sustententur, ipsa “simpliciter vult Statum humanum promovere; Statum nempe, qui tutelam iurium fundamentalium personae humanae, praesertim infirmioris, velut officium suum primarium agnoscat” (136).
Evangelium vitae civitati hominum favet. Pro vita operari idem est ac conferre ad societatis renovationem per aedificationem boni communis. Etenim fieri nequit ut bonum commune aedificetur ita ut non agnoscatur et servetur ius ad vitam, quo omnia cetera inalienabilia hominis iura fulciuntur et explicantur. Nec firma habere potest fundamenta illa societas quae –dum bona asserit qualia sunt personarum dignitas, iustitia et pax– sibi obloquitur radicitus, cum diversissimas quidem recipiat perferatque rationes humanam neglegendi ac violandi vitam, praesertim infirmam et segregem. Reverentia una vitae praecipua necessariaque societatis bona generare et praestare valet, cuius modi democratia est et pax.
Nam dari nequit vera democratia, nisi dignitas cuiusque personae agnoscitur eiusque iura vindicantur.
Ne pax quidem vera dari potest nisi vita defenditur et promovetur, uti ait Paulus VI: “Quodlibet delictum contra vitam commissum adgressio est contra pacem, maxime cum populorum consuetudines violantur..., contra vero, ubi iura hominis plane declarantur atque propalam agnoscuntur et proteguntur, pax laetus et efficax redditur ambitus socialis convictus” (137).
“Populus vitae” laetatur quod suam industriam ita cum tot aliis participare potest, ut in dies “populus pro vita” frequentior sit atque novus amoris et solidarietatis cultus in verum civitatis hominum beneficium crescere valeat.
136. IOANNES PAULUS PP. II, Allocutio ad participes Congressus «de vitae iure et Europa» (18 decembris 1987): Insegnamenti X, 3 (1987), 1446.
137. Nuntius pro Die Mundiali ad pacem fovendam 1977: AAS 68 (1976), 711-712 [1976 12 08/14]
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CONCLUSIO
102. His rite ad finem vergentibus Encyclicis Litteris Nostris oculi sua quidem sponte ad Dominum Iesum convertuntur, qui “parvulus... natus est nobis” (Is 9, 5)ut “vitam” in ipso contemplemur quae “apparuit nobis” (1 Io 1, 2). Huius nativitatis in mysterio congressio Dei cum homine consummatur iterque Dei Filii in terris incohatur, curriculum nempe quod perficietur per vitae donum in Cruce: sua namque morte mortem is debellabit atque cunctis fiet hominibus vitae novae principium.
Pro omnibus inque omnium commodum “vitam” amplexata est Maria, Virgo Mater, quae vinculis ita suis arctissimis cum Evangelio vitae copulatur. Annuntiationi concessa illius consensio eiusque maternitas subiacent fonti ipsi mysterii vitae quam venit Christus hominibus ut largiretur (cfr. Io 10, 10). Quod suscepit solliciteque curavit vitam Verbi incarnati, hominis vita est erepta postremo sempiternoque mortis iudicio.
Idcirco Maria, “sicut Ecclesia, cuius forma est, mater est omnium ad vitam renascentium. Mater siquidem est Vitae qua vivunt universi; quam dum ex se genuit, nimirum omnes qui ex ea victuri sunt quodammodo regeneravit” (138).
Ecclesia Mariae maternitatem dum contuetur sensum reperit suae propriae maternitatis modumque simul quo incitatur ut eam testetur. Eodem vero tempore materna Ecclesiae experientia latiorem reddit illam rationem sive visionem qua percipiatur experimentum Mariae tamquam inaestimabilis exemplaris tutelae curaeque de vita.
138. BEATUS GUERRICUS D’ IGNY, In Assumptione B. Mariae, sermo I, 2: PL 185, 188.
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“Signum magnum apparuit in caelo: mulier amicta sole” (Apc 12, 1): Mariae et Ecclesiae maternitas
103. Mutua necessitudo inter Ecclesiae arcanum et Mariam luculenter profecto per “signum magnum” recluditur in Apocalypsis libro descriptum: “Signum magnum apparuit in caelo: mulier amicta sole, et luna sub pedibus eius, et super caput eius corona stellarum duodecim” (Apc 12, 1). Quo deinde in ostento sui ipsius arcani speciem deprehendit Ecclesia: in res gestas hominum coniecta novit illa se eam transcendere, quatenus in terris “germen et initium” continet Dei Regni (139). Idem autem mysterium impletum pleno praestantique modo conspicatur Ecclesia in Maria. Gloriosa enim ipsa mulier est in qua Dei consilium maxima potuit absolvi perfectione.
“Mulier amicta sole” –prout indicat Apocalypsis– apparuit “in utero habens” (Apc. 12, 2). In sese orbis Salvatorem, Christum Dominum, portare se penitus sentit Ecclesia destinarique item ut universo eum orbi donet, ad ipsam Dei regenerandis hominibus vitam. Nec tamen oblivisci valet per Mariae maternitatem hoc suum munus impletum esse, quae eum concepit peperitque qui est “Deus de Deo”, “Deus verus de Deo vero”. Revera Mater Dei est Maria, ipsa Theotokos, cuius in maternitate vocatio ad maternitatem in summum omnino evadit a Deo in omni femina inscripta. Ita profecto Ecclesiae sese exemplar Maria commonstrat, vocata ut “nova Eva” sit, credentium mater, mater “viventium” (cfr. Gn 3, 20).
Spiritalis autem Ecclesiae maternitas non completur –sicut probe novit etiam Ecclesia– nisi inter dolores et cruciatus “ut pariat” (Apc 12, 2), id est in perpetua cum mali viribus dimicatione quae orbem pererrare haud desinunt hominumque signare et notare animos, Christo ipsi resistendo: “In ipso vita erat, et vita erat lux hominum, et lux in tenebris lucet, et tenebrae eam non comprehenderunt” (Io 1, 4-5).
Perinde atque Ecclesia, implere Maria quoque maternitatem suam debuit in doloris signo: “Est hic... in signum cui contradicetur... ut revelentur ex multis cordibus cogitationes... Et tuam ipsius animam pertransiet gladius” (Lc 2, 34-35). Quibus sane verbis Simeon, prima sub ipsa Salvatoris vitae exordia, Mariam alloquitur, breviter comprehenditur Iesu repudiatio et cum illo Mariae quae supra Calvariae montem suum attinget culmen. “Iuxta crucem Iesu” (Io 19, 25), fit Maria illius deditionis particeps quam Filius facit sui ipsius: Iesum offert, tradit illum, semel in sempiternum eum generat pro nobis. Illud “fiat” Annuntiationis die prolatum plene maturescit Crucis die, cum Mariae tempus accidit suscipiendi et pariendi veluti filium unumquemque hominem factum discipulum, in quem redimentem Filii amorem effundit: “Cum vidisset ergo Iesus matrem et discipulum, quem diligebat, dicit matri: “Mulier, ecce filius tuus”” (Io 19, 26).
139. CONC. OECUM. VAT. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 5.
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“Draco stetit ante mulierem... ut, cum peperisset, filium eius devoraret” (Apc 12, 4): vita cui mali vires insidiantur
104. In Apocalypsis libro “signum magnum mulieris” (12, 1) comitatur “aliud signum in caelo... draco rufus magnus” (12, 3), qui speciem prae se fert Satanae ipsius, maleficae personalis potentiae, eodemque etiam tempore summae omnium mali virtutum quae in hominum operantur historia munerique Ecclesiae adversantur.
Hic quoque illuminat Maria Credentium Communitatem: oppugnatio virium malorum sunt reapse tacita quaedam repugnantia quae, priusquam ferit Iesu discipulos, eius obsidet Matrem. Ut Filii vitam eripiat ab iis quotquot illum veluti minitans aliquod periculum metuunt, fugere cum Iosepho et Parvulo in Aegyptum Maria debet (cfr. Mt 2, 13-15).
Ita enim subvenit Maria Ecclesiae ut funditus ipsa sentiat vitam semper medium obtinere locum magna in illa pugna inter bonum et malum, inter lucem ac tenebras. Concupiscit draco devorare eum qui est “puer modo natus” (Apc 12, 4), figuram Christi quem generat Maria “ubi venit plenitudo temporis” (Gal 4, 4) quemque singulis saeculorum aetatibus exhibere hominibus debet Ecclesia. Quodam tamen modo cuiusvis figura est hominis, omnis parvuli, atque imago cuiusvis creaturae inermis periculisque obnoxiae, quoniam –uti commeminit Concilium– “Ipse..., Filius Dei, incarnatione sua cum omni homine quodammodo se univit” (140). In “carne” scilicet cuiusque hominis Christus pergit sese ostendere et nobiscum communionem coniungere, ideoque hominis vitae repudiatio variis suis sub formis reapse ipsius Christi est repudiatio. Haec tandem mirifica est ac imperiosa simul veritas quam nobis Christus aperit et eius Ecclesia iterum iterumque indefessa repetit: “Qui susceperit unum parvulum talem in nomine meo, me suscipit” (Mt 18, 5); “Amen dico vobis: quamdiu fecistis uni de minimis meis, mihi fecistis” (Mt 25, 40).
140. Const. past. de Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 22.
1995 03 25b 0105
“Mors ultra non erit” (Apc 21, 4): resurrectionis splendor
105. Ab angelo ad Mariam delata nuntiatio illis vestitur vocibus spe plenis: “Ne timeas, Maria” et “non erit impossibile apud Deum omne verbum” (Lc 1, 30. 37). Tota enim Matris virginis vita illa intexitur certa veritate: Deum prope esse ad eam atque eam pariter sua prosequi benevolentia. Haud secus etiam Ecclesiae accidit, ut “refugium” inveniat in deserto (Apc 12, 6) ubi locus probationis est sed etiam declarationis Dei amoris erga proprium populum (cfr. Os 2, 16). Vivens est Maria verbum consolationis ipsi Ecclesiae in proelio contra mortem. Ostendens nobis Filium, confirmat simul in eo mortis potestates iam esse debellatas: “Mors et vita duello conflixere mirando: dux vitae mortuus regnat vivus” (141).
Immolatus Agnus vivit cum signis passionis in resurrectionis claritate. Unus ille dominatur historiae eventibus: aperit “signacula” (cfr. Apc 5, 1-10) asseritque intra et ultra tempus dominationem vitae in mortem. In “nova Ierusalem”, sive in renovato orbe ad quem hominum progreditur historia, “mors ultra non erit, neque luctus neque clamor neque dolor, quia prima abierunt” (Apc 21, 4).
Populi autem instar peregrinantis, vitae videlicet populi ac pro vita, dum fidenter ad “caelum novum et terram novam” (Apc 21, 1) progredimur, ad ipsam simul intuitum convertimus quae nobis “signum certae spei et solacii” (142) exsistit.
O Maria,
orbis novi diluculum,
Mater viventium,
causam omnem tibimet vitae commendamus:
multitudinem, Mater, respice innumeram
infantium quibus interdicitur ne nascantur,
pauperum quibus vivere ipsum redditur asperum,
mulierum et virorum quibus inhumana crudelitas infligitur,
senum atque aegrotantium quibus indifferens animusattulit pietasve fucata.
Credentes tuum in Filium effice
ut Evangelium vitae
candide sciant amanterque
nostrae aetatis hominibus nuntiare.
Ipsis gratiam impetrato
ut veluti novum usque donum illud amplexentur,
laetitiam vero ut memori mente
in vitae suae perpetuitate id venerentur,
pariter constantiam
ut actuosa idem tenacitate testificentur
unde universis cum bonae voluntatis hominibus
civilem veritatis amorisque cultum exstruere possint,
ad Dei vitae Conditoris et amatoris laudem atque gloriam.
Datum Romae, apud Sanctum Petrum, die vicesimo quinto mensis Martii, in sollemnitate Annuntiationis Domini, anno mcmxcv, Pontificatus Nostri septimo decimo.
IOANNES PAULUS PP. II
[AAS 87 (1995), 401-452]
141. Missale Romanum, Sequentia Dominicae Resurrectionis.
142. CONC. OECUM. VAT. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 68.